Pablo Serrano Álvarez[ 2 ]
En este texto se desea presentar un balance analítico de la historiografía regional mexicana y, al mismo tiempo, una propuesta de análisis regional que conduzca a ampliar las perspectivas temporales, temáticas, problemáticas y espaciales de los estudios regionales. Estos tres ejes son inseparables y fundamentales para entender la significación y las grandes líneas de investigación acerca de los fenómenos y hechos regionales de México, desde la Conquista y la Colonia hasta el año de 1970, en el siglo XX.
Se ha querido realizar un análisis historiográfico general, de conjunto, de métodos y concepciones, y no una descripción historiográfica llena de citas y críticas rimbombantes. Esto se hace con el fin de tener una visión clara y precisa de la historiografía regional, pero también para proponer una forma o manera de estudiar las regiones mexicanas y su historia. En este sentido, se anotan las perspectivas temporales, temáticas, problemáticas y espaciales, que se presentan como las grandes y variadas líneas de investigación que los historiadores tendremos que explotar en el futuro. Viendo las carencias se pueden distinguir las principales vetas de investigación que se deben explorar y analizar. Esta pretensión conducirá, sin duda, a una reflexión de la necesidad de seguir investigando sobre las historias regionales de un país como México.
La diversidad de temas y problemas se vislumbra tan intensa y multivariada, tal y como fue la historia regional de México en muchos periodos. La diferenciación y la heterogeneidad de las estructuras económicas, sociales, políticas, culturales y territoriales, regionales y estatales e interregionales fueron un reflejo de lo diverso de la historia mexicana. La concepción del historiador regional debe considerar esa realidad como punto de partida de sus estudios, y es aquí donde surgen las grandes perspectivas que ofrece la historia total de las regiones. Este nuevo enfoque permitirá, como se analizará aquí, el replanteamiento de la historia nacional y el desarrollo de la historiografía regionalista de México, que aún es joven y posee muchas lagunas y carencias.
La historiografía regional de México cobró impulso desde fines de los sesenta y principios de los setenta. Por vez primera, los historiadores académicos, formados y especializados en las universidades y centros de investigación, se preocupan por desentrañar y rescatar historias guardadas en los archivos y las bibliotecas, así como de la tradición oral -o lo que se ha dado en llamar memoria colectiva- olvidadas y desmerecidas por una historiografía nacional, centralista y oficialista, encargada de homogeneizar las bases históricas de la "supuesta" identidad nacional, que sólo servía al Estado como ente de consenso y cohesión. Todas éstas se encontraban en el centro del país o en el extranjero mal interpretadas y analizadas por historiadores provincianos -autodidactas, aficionados, positivistas y descriptivistas- preocupados por el acontecer de su terruño, así como desligadas de los "grandes" y "complejos" objetos y problemas de estudio de los estudios célebres y sesudos de cubículo.
A partir de los setenta se ha tenido la idea de que el desenvolvimiento histórico mexicano, desde la Colonia, no se había dado homogéneamente, por las características y particularidades de un México diverso, heterogéneo y diferenciado. Las historias e identidades regionales, tanto en los siglos coloniales como en la actualidad contemporánea, se impusieron y en nada se identificaban con las interpretaciones totalizantes y globalizadoras de la historiografía nacional.
Desde ese momento, las regiones fueron una veta de investigación histórica, y de aquéllos que se preocuparon por aconteceres que explicaban lo diverso y variado de la historia nacional. Pese a los intentos encomiables de historiadores mexicanos, norteamericanos y franceses, la historiografía regionalista no se desarrolló del todo. El centralismo de la investigación, la carencia de recursos para investigar en la provincia, la fuerza de la historiografía nacional y globalizante y la falta de interés impidieron aquel desarrollo. El conocimiento sobre las regiones, en las grandes etapas del pasado mexicano, se encontraba débil, poco asequible y en vías de investigarse el gran mosaico de identidades e historias.
Hacia fines de los setenta y principios de los ochenta, sin embargo, la historiografía regionalista resurgió, cobrando un impulso importante que llega hasta nuestros días. La publicación de monografías acerca de la independencia, la lucha entre conservadores y liberales, la Reforma, el Porfiriato, la Revolución y la posrevolución, demostraron el gran interés por el estudio de los fenómenos históricos regionales, pero también pusieron en evidencia las carencias y lagunas de tiempo y espacio. La veta histórica siguió siendo rica y variada y, cada vez más, los historiadores se dedicaron a explotarla.
Durante los ochenta, la producción historiográfica regional se multiplicó e incrementó. La Revolución y posrevolución parecieron ser los periodos privilegiados, aunque hubo monografías e historias estatales que se dedicaron a los siglos XVIII y XIX. Existieron regiones privilegiadas también, como en el norte (Chihuahua), el noroeste (Sonora), el noreste (Nuevo León), el centro occidente (Jalisco, Nayarit y Michoacán), el centro norte (Aguascalientes y San Luis Potosí), el centro (Puebla, Morelos, Distrito Federal, Estado de México), el sur (Oaxaca y Chiapas) y el sureste (Veracruz, Tabasco y Yucatán). A pesar de este boom historiográfico persistieron grandes carencias y lagunas, de regiones en su conjunto, estados y localidades, problemas y fenómenos, estructuras y coyunturas y hechos relacionados con la historia nacional. A esto se suma la falta de interpretaciones novedosas y el desarrollo de nuevos enfoques historiográficos, que permitieran conocer en su conjunto las regiones mexicanas como objetos específicos (que no enmarcados solamente en las interpretaciones de la historiografía nacional-centralista).
Hacia fines de los ochenta, los estudios regionales se vieron fortalecidos por el impulso que cobraron los esfuerzos descentralizadores del Estado. Las universidades estatales, los gobiernos de los estados, los municipios y algunas instituciones de investigación -ubicadas en el Distrito Federal, Guadalajara, Michoacán- manifestaron su interés para financiar, apoyar y editar investigaciones regionales. Esto favoreció el desarrollo de amplios proyectos y estudios de historia estatal y local, que trataron de hacer historias generales y/o monográficas que abarcaban los siglos XIX y XX. Al mismo tiempo, se realizaron programas de maestrías y doctorados (en historia, estudios regionales, desarrollo regional, sociología, desarrollo urbano, ciencia política, antropología social) que buscaron la formación de cuadros docentes y de investigación que se dedicaran al estudio y la reflexión de los problemas regionales. Muchos de estos programas se desarrollaron en provincia y, otros, en el Distrito Federal.
Lo anterior, por lo menos desde 1985, condujo a una importante producción historiográfica y, sobre todo, interdisciplinaria acerca de las regiones. Los periodos privilegiados fueron el siglo XX (hasta la década de los ochenta). También se produjeron investigaciones sobre re giones y estados poco explorados o analizados, como Baja California, Sinaloa, Sonora, la frontera noroeste, Durango, Chihuahua, Nuevo León, Coahuila, Tamaulipas, la frontera norte y noreste, Zacatecas, Nayarit, Colima, Aguascalientes, El Bajío, Guanajuato, Querétaro, Michoacán, Guerrero, Hidalgo, Tlaxcala, Veracruz, Chiapas, Quintana Roo, Campeche y la frontera sur. Los temas fueron variados, de acuerdo con la interdisciplinariedad, privilegio del siglo XX, los problemas económicos, los conflictos electorales, la diversidad cultural y el movimiento de la sociedad.
Hasta este año el boom de los estudios regionales sigue dando frutos, lo que ha permitido un replanteamiento de la historia nacional en todas las esferas, problemas, periodos y cuestiones de actualidad. Las investigaciones se han desarrollado (o se están llevando a cabo) en la provincia misma -por ese esfuerzo descentralizador, y el interés del gremio de los científicos socialistas en palpar y observar los problemas en las regiones mismas-. Aun con esto, los estudios históricos regionales tienen carencias y lagunas importantes que se refieren a la Colonia, al siglo XIX y a los amplios y variados procesos del actual siglo, que en unos años más concluye.
Los fenómenos sociales, económicos, políticos, culturales y territoriales han sido abordados desde distintas tendencias y corrientes teórico-metodológicas. Raramente se ha definido a la región de estudio, o simplemente no se ha analizado el cómo se ha abordado la problemática regional. La poca reflexión acerca de la posición o concepción de lo regional ha sido una característica general de la historiografía. ¿Qué es la región?; ¿cuál sería la definición de región, conjuntada con el objeto de estudio, según el investigador?; ¿qué punto de vista es necesario considerar para el estudio de las regiones, que no entorpezca los marcos analíticos de las ciencias sociales?, así como ¿qué posición debe tomar el investigador y, más concretamente, el historiador, acerca del escenario regional donde se ubica el fenómeno que va a analizar? Estas interrogantes no han sido respondidas hasta ahora y, sin duda, forman parte de las preocupaciones inherentes a los estudios regionales y que perdurarán en el futuro.
La definición de región depende de las características históricas, territoriales, sociales, administrativas, económicas, culturales, ecológicas, del poder y de las relaciones con un centro nacional o macrorregional. Estas particularidades deben ser conjuntadas en la evaluación analítica del escenario regional, enlazadas con el objeto de estudio, o el periodo-problema, que el historiador desea investigar. La definición de región involucra otro principio metodológico que todo regionalista debe poseer, como punto de partida y como constante del análisis, y que se refiere a la concepción de la región como un todo concreto y específico (no sólo en cuanto al escenario espacial, sino en cuanto a los fenómenos que se analizan o estudian).
El historiador debe concebir, en todo momento, la región a partir de una totalidad concreta desligada de las interpretaciones globales de lo nacional y desmarcadas de los parámetros administrativos estatales. La región, entonces, se constituye en un todo analítico, específico, concreto e histórico, lo que permite concentrarse más en el fenómeno que se está investigando y en la finura de la interpretación.
Esta postura conduce también a la negación de las historias estatales (que, ciertamente, han aportado mucho, pero no permiten observar fenómenos regionales concretos y descentralizados); al revisionismo de los hechos nacionales en las regiones "de importancia" o "marginales" de los procesos globales (esto conduce a periodizaciones que no se apegan a los tiempos regionales y locales -por ejemplo, el Porfiriato, o la Reforma, o la Revolución en determinada región, estado o localidad-, así como a entender la región y sus hechos sólo en función de las relaciones centro-periferia o del determinado grado de conflictividad histórica para el Estado. Asimismo lleva al oficialismo que representa a la región o estado por medio de la descripción de hechos ligados siempre a las pautas y parámetros nacionales, gubernamentales, estratégicos o elitistas, y a la investigación de los aconteceres regionales hecha desde un cubículo del centro o el extranjero, sin un conocimiento de la dinámica presente que refleja, sin duda, el pasado regional (donde se distingue la identidad histórica diferenciada y poco apegada a la "supuesta" homogeneidad nacional).
El principio de totalidad tiene que ver con la posición metodológica del historiador y de las necesidades analíticas de su objeto o periodo. No tiene que ver con un regionalismo o un subjetivismo de "amor iracundo" por el terruño. Entender la región como totalidad tampoco significa hacer historia de todo, sino involucrar estructuras y coyunturas, identidades y aconteceres, memoria colectiva y tradición oral, que permitirán entender las particularidades y características donde, sin duda, se enmarcan los problemas y los fenómenos que se están analizando y estudiando. El contexto regional sale, justamente, de esa concepción de totalidad, que se encuentra presente durante todo el proceso de investigación. Al mismo tiempo, esto permite entender la diversidad y heterogeneidad, o el grado de complejidad de las mismas regiones, o entre las regiones o en el nivel nacional. La distinción de estos niveles conduce, en el mismo sentido, a la especificidad e interpretación exacta de los problemas sujetos a estudio.
El escenario o contexto regional, latente en los problemas sociales, económicos, políticos, culturales o territoriales, casi no está presente en la historiografía o, si se encuentra, lo hace desligado completamente de la expresión de los fenómenos. La perspectiva de la totalidad permite ligar ambos, entrelazados en la interpretación y/o descripción, sin desmerecer al problema concreto o al escenario y contexto donde se ubica. Sólo así se puede desligar el revisionismo, la homogeneidad oficialista-globalizadora, el llenado de "huecos" historiográficos en función del Estado, la interpretación parcial y sesgada de la teoría o de la historiografía política nacional, la periodización global encajada en el pasado regional que tiene su propio tiempo y realidad, y la posición centralista de los historiadores. La región surge entonces como un todo analítico, interpretativo, descriptivo e histórico. El análisis de sus partes dependerá de las carencias y lagunas historiográficas y, sobre todo, de las preferencias de los historiadores en cuanto a problemas-objetos de investigación.
El replanteamiento de la historiografía nacional es necesario, a partir de las historias regionales. Como ya se ha dicho, la historiografía de los ochenta ha puesto en evidencia la heterogeneidad de los procesos nacionales, sobre todo de aquellos dados en los siglos XIX y XX. Es necesario continuar con ese replanteamiento, reescribiendo la historia nacional en función de los aconteceres multivariados y multidiversos de las regiones.
Existen grandes carencias y lagunas de conocimiento histórico regional que los historiadores podemos cubrir a partir de aquellos principios metodológicos y de nuestras preocupaciones temáticas. La veta de investigación regional sigue abriendo la posibilidad de replantear la historia mexicana, sobre todo aquella de los siglos coloniales, gran parte de la del siglo decimonónico (por ejemplo, la Independencia, el periodo 1821-1855, la república restaurada, el Porfiriato), y casi toda la que se refiere al siglo XX (Revolución, Posrevolución, Modernización -1940-1970- y periodo contemporáneo). Las perspectivas de investigación son halagüeñas, si partimos de una definición clara de la totalidad y la especificidad regionales y nos desligamos de marcos de interpretación parciales, teóricos y políticos que han negado muchas cuestiones regionales. El conocimiento histórico, por lo menos en México, debe avanzar en función de la diversidad regional mexicana. Sólo así la identidad nacional será aceptada y reconocida por todos los mexicanos. La posición de la historiografía regional es privilegiada, lo que permite asegurar que las perspectivas son un campo abierto y rico para los his toriadores y especialistas en ciencias sociales interesados en desentrañar las historias regionales del multi México (como lo llama don Luis González desde 1968). Esto no niega, sin embargo, los aportes historiográficos de las décadas pasadas; por el contrario, son puntos de partida indispensables para el análisis histórico regional.[ 3 ]
La historiografía regional de México es muy joven todavía. De hecho, tiene escasos veinte años de existencia y desarrollo. Su juventud ha madurado aún más en la última década, por la abundancia de historias generales, síntesis y monografías de carácter estatal o regional. Existen periodos preferenciales: el siglo XIX, de la Independencia al Porfiriato, la Revolución y la Posrevolución, que llega hasta 1940; regiones privilegiadas (como Jalisco, Chihuahua, San Luis Potosí, Veracruz, Puebla, Michoacán, Querétaro, Estado de México, Morelos, Oaxaca, Tabasco, Yucatán, Nuevo León, Sonora y Aguascalientes), y temas-problemas de preocupación frecuente (vida rural, haciendas, oligarquías, movimientos sociales, actores históricos, liberales y conservadores, comunicaciones, orígenes de los empresarios capitalistas, el juarismo regional, el porfirismo económico, los aconteceres revolucionarios, la revolución maderista, el zapatismo, el villismo, el huertismo, la fiebre constitucionalista, la reforma agraria, la educación, las relaciones Iglesia-Estado, los procesos políticos hasta 1940, las relaciones centro-regiones, los partidos políticos, las organizaciones de obreros y campesinos, las revueltas y rebeliones sociales, los líderes sociopolíticos, el aguaprietismo, el cardenismo, las elecciones.
Las historias estatales han aportado mucho, como síntesis históricas revisionistas de la periodización establecida en el ámbito nacional, y por la abundancia de datos e informaciones que brindan acerca de temas y problemas de investigación (véase, por ejemplo, el esfuerzo de las historias estatales que se realizaron en el Instituto de Investigaciones Doctor José María Luis Mora y algunos otros casos emprendidos en estados como Jalisco, Sonora, de México y Michoacán). Las monografías son las que quizá han brindado una mayor aportación, por los problemas históricos que manejan (véanse los casos de Aguilar Camín, Romana Falcón, Carlos Martínez Assad, José María Muriá, Jean Meyer, Friedrich Katz, Mark Wasserman, Beatriz Rojas, Jesús Gómez Serrano, Eric Van Young, Paul Vanderwood, William Taylor, Mario Cerutti, François-Xavier Guerra, Alan Knight, John Womack y, en fin, la lista sería interminable). Estas monografías son las que más han permitido el desarrollo de una historiografía regional, identificada con grandes problemas históricos abordados con un marco teórico-metodológico, que ha favorecido la explicación y la interpretación de la heterogeneidad de los procesos mexicanos y el rescate de aconteceres impensados por la historiografía de carácter nacional.
Los historiadores regionalistas siguen, en la actualidad, realizando investigaciones de síntesis y monografías de gran importancia, sobre todo acerca de los siglos XIX y XX. Pronto se conocerán procesos históricos regionales, que reafirmarán la idea -quizá debo decir, el hecho- de que la historia mexicana evolucionó siempre de manera compleja, diversa y heterogénea. Esta cuestión permitirá un replanteamiento de la historia, que distinga las periodizaciones, características particulares, identidades y procesos regionales, que finalmente fueron los que constituyeron a la historia nacional. Por esto, es necesario reflexionar acerca de las perspectivas de los estudios regionales, anotando las grandes carencias, lagunas y vetas en temas, problemas, periodos, procesos y aconteceres que no han sido objetos de investigación y que están esperando su estudio.
En otro sentido, es necesario plantear -como lo he hecho antes- la obligatoriedad de un enfoque analítico-teórico que favorezca o conduzca a explicaciones e interpretaciones que permitan la precisión y la especificidad en el estudio de lo regional (desligándose de los marcos globalizadores de la historiografía nacional, y del descriptivismo revisionista que encaja a lo nacional en lo regional). Tomando como punto de partida la concepción de lo regional como un todo analítico e histórico, es posible que el historiador rescate aconteceres y fenómenos plenamente regionales, que conduzcan a un conocimiento más fino y explicativo, identificado con -valga la redundancia- las identidades históricas regionales -que no con una identidad nacional que es un mito y un fetiche del Estado nacional, no ligado, además, con la historia de las sociedades regionales-. No estamos contando las propias metodologías y líneas de interpretación que todo historiador posee dentro de su oficio, y las ligas teórico-metodológicas del conjunto de las ciencias sociales, que todos compartimos en el afán de la interdisciplinariedad. Es aquí, curiosamente, donde se han dado los mejores aportes en historia económica, política, social, cultural y territorial regional.
Como en todo, existen grandes carencias y lagunas del conocimiento histórico de las regiones mexicanas. Este hecho permite abrir el espectro de objetos de estudio para los historiadores o estudiosos de las sociedades, y apuntar líneas de investigación que conduzcan, en el último decenio de este siglo, a un conocimiento más refinado y exacto de la historia del multi México. Surgen problemas, temas, periodos y procesos muy interesantes e importantes para el desarrollo de la historiografía regionalista.
En un primer punto quiero destacar los periodos inexplorados, bajo la guía de la periodización nacional, para distinguir la falta de estudios globales y monográficos. La conquista, colonización y colonia fueron determinantes para la formación del mosaico regional de México. Los siglos XVI, XVII y XVIII han sido inexplorados regionalmente (excepto por algunos trabajos realizados por Peter Gerhard, David Brading, David Bakewell, Enrique Florescano, Silvio Zavala y otros colonialistas), pues sólo se conoce algo sobre Puebla, Tlaxcala, Querétaro, Jalisco, El Bajío, Zacatecas y algunas intendencias del siglo XVIII; la estructura provincial de los siglos coloniales fue muy rica en procesos económicos, sociales, políticos y culturales, y existen muy pocas historias generales y monográficas al respecto. Últimamente, Eric Van Young (para el caso de Guadalajara), Woodrow Borah (coordinador de un trabajo sobre las provincias de la Nueva España) y Gisela von Wobeser (sobre las haciendas azucareras y sus características en Morelos) han arrojado luces sobre el siglo XVIII, que permiten ver las amplias posibilidades de investigación regional en el periodo colonial.
Hay muchos estudios parciales y globalizadores que permiten entender las variadas dinámicas regionales en esos siglos. Espero que con la celebración del Encuentro entre Dos Mundos, del noventa y dos, se produzcan estudios reveladores de la diferenciación histórica colonial de México, pues los historiadores hemos desdeñado ese periodo de larga duración como objeto de estudio. Para la Colonia existe un estancamiento en la historiografía regional que es necesario subsanar.
El siglo XIX posee muchas lagunas en regiones y procesos. Se sabe poco sobre la Independencia (1808-1821) en las regiones participantes, o no, en el proceso, pues las baterías se cargaron sobre los grandes héroes y las batallas que condujeron a la creación de la nación mexicana. Se sabe que los nortes, los sures y algunos centros siguieron estables con la estructura colonial, y que sus historias eran totalmente distintas a lo que pasaba en la "ruta de la independencia". Tanto la vida económico-social como la política y cultural regional giraron en torno a la diversidad, cuestión que es necesario rescatar y evaluar.
Igual sucede con el periodo anárquico (1821-1855), que se ha enfatizado en la región central, desmereciendo lo que sucedió en otros espacios regionales (aunque, en este sentido, las historias estatales producidas en el Instituto de Investigaciones Doctor José María Luis Mora han favorecido el conocimiento del periodo). Pese a este último, falta desentrañar cuestiones históricas fundamentales como la estructura económico-social, los procesos sociopolíticos, los elementos culturales, la creación de los espacios sociales, las relaciones de la periferia con el centro en conformación y las estructuras de dominación y efervescencia sociales. No en todas las regiones se manifestó igual la lucha entre conservadores y liberales, o el santanismo, y el proceso de la guerra de intervención norteamericana de 1847.
Los periodos de la Reforma, el imperio de Maximiliano y la República Restaurada, quizá sean los mejor trabajados, aunque falten historias regionales que den cuenta de los procesos políticos, las estructuras económicas, las coyunturas sociales y la identidad regionalista, que fueron la base de lo que iba a acontecer durante el periodo porfirista. Creo que lo que mejor se ha trabajado y estudiado ha sido lo referente a los fenómenos centrales (que incluyen desde el Distrito Federal hasta Jalisco en el occidente, Morelos en el sur, Puebla-Tlaxcala y Veracruz hacia el sureste y El Bajío y Aguascalientes hacia el norte -con la salvedad de los estudios existentes para el caso de Nuevo León-).
El Porfiriato (1876-1910), después de la leyenda negra que se marcó en la historiografía oficial y nacional, empieza a estudiarse con profundidad en los niveles regionales, aunque todavía falta un largo trecho. El mismo trabajo de François-Xavier Guerra puso en evidencia las grandes carencias de la historiografía regional del periodo, sin contar los aportes indiscutibles que las historias generales produjeron en los niveles estatales y algunos textos que se refieren, sobre todo, a la estructura económico-agraria-industrial del porfirismo. Es necesario ahondar más en ese periodo fundamental, especialmente, en lo que se refiere a la movilización social; la conformación y fortaleza de las oligarquías regionales; los sistemas políticos; las culturas provinciales; las e lites sociopolíticas; los conflictos periferia-centro; la vida cotidiana; el despegue o atraso del capitalismo; las haciendas como punta de lanza de la vida rural, urbana, local y económica regional; el impacto de las comunicaciones y las relaciones sociales.
Importantes regiones están esperando el estudio sobre el Porfiriato, como en el sureste (Yucatán, Quintana Roo, Campeche, Tabasco y regiones de Veracruz), el sur (Chiapas y Guerrero), el centro (Tlaxcala, Hidalgo y Querétaro), el centro occidente (Colima, Nayarit, Michoacán y Guanajuato), el centro norte (Zacatecas), el noroeste (Baja California -norte y sur-, Sonora y Sinaloa), el norte (Durango y Coahuila) y el noreste (Tamaulipas). Con un conocimiento más preciso del Porfiriato regional se podrán ver las grandes diferenciaciones que se produjeron en el proceso revolucionario que empezó a consolidarse (en unas regiones sí o no, simplemente) a inicios del siglo.
Los periodos revolucionario y posrevolucionario (1910-1940) han sido los privilegiados de los estudios históricos regionales en todos sentidos. Historias generales, síntesis, compilaciones, artículos y monografías se produjeron abundantemente en las anteriores dos décadas, y aún sigue latente la preocupación por esos periodos fundamentales para entender al México contemporáneo. Casi todas las regiones han sido hurgadas en función de los movimientos sociales, los actores (caciques, caudillos, líderes, empresarios, etcétera), los hechos y personajes destacados, los enfrentamientos centro-región, las fuerzas sociopolíticas en pugna, la reforma agraria, la educación, las relaciones Iglesia-Estado, los conflictos campesinos y obreros, el constitucionalismo, la tríada sonorense en el poder, el cardenismo, etcétera.
Pese a esas líneas de producción historiográfica existen carencias y lagunas importantes, sobre todo de regiones o estados como las Bajas Californias, Sinaloa, Coahuila, Durango, La Laguna, Nuevo León, Tamaulipas, El Bajío, Colima, Las Huastecas, Nayarit, Zacatecas, Querétaro, Hidalgo, Distrito Federal, Tlaxcala, Guerrero, Chiapas, Campeche, Quintana Roo, las zonas fronterizas sur y norte y las costas principales. Las grandes carencias se observan en las estructuras económicas, las identidades, las mentalidades, la vida cotidiana, los actores representativos de cada región y los movimientos sociales, así como en las particularidades que cada región tuvo en los ámbitos social, político, cultural y territorial. Las regiones no exploradas ofrecen la posibilidad de encontrar diferenciaciones en los problemas ya estudiados en otras, considerando la heterogeneidad con que se expresaron ambos periodos.
El periodo menos analizado y estudiado, sobre todo por los historiadores, es, sin duda, la época contemporánea (1940-1970 y 1970-1980). La concepción de que la historia después de 1940 no existe ha sido una traba para los historiadores, pues consideran que ese lapso no tiene interés más que para los economistas, los sociólogos, los politólogos y los antropólogos que, es cierto, sí han hecho aportaciones, pero sus análisis pecan -en su generalidad-de parcialidad (tanto teórica-metodológica, como política-ideológica).
También es necesario resaltar algunos casos excepcionales, que han arrojado luces sobre el periodo en algunas regiones y estados. Los estudios nacionales de James Cockroft, Howard Cline y James Wilkie (publicados hace tiempo) resaltan la diferenciación regional del periodo. En cuanto a estudios regionales, hechos o no por historiadores, han sido reveladores los casos de Menno Vellinga (para Nuevo León); Guillermo de la Peña (para Morelos y Jalisco); Héctor Díaz Polanco (para El Bajío), Gustavo Garza (para el Distrito Federal y el Estado de México); Jaime Tamayo, Jaime Sánchez Susarrey y Rogelio Luna (para Jalisco); Jesús Tapia, Jorge Zepeda Patterson y Gustavo Verduzco (para Michoacán); Frans Schryer (para Hidalgo); Héctor Martínez Medina y Moisés Bailón (para Oaxaca); Jorge Alonso (también para Jalisco, Aguascalientes y Distrito Federal); Carlos Martínez Assad (para San Luis Potosí, Hidalgo y Nuevo León); Eric Villanueva (para Yucatán), y otros investigadores regionales que se han preocupado por los procesos y los fenómenos de esos periodos.
Los historiadores hemos despreciado al periodo contemporáneo, rico en objetos de estudio y problemas de investigación, quizá por la dificultad de las fuentes o porque seguimos considerando la contemporaneidad como compleja y sin historia. Casi todas las regiones de México están esperando ser estudiadas en ese periodo, no sólo en el ámbito general sino en procesos y fenómenos (estructurales y coyunturales) cuya historicidad es innegable. Las perspectivas, en este sentido, son muy abiertas, posibles y objetivas. Llenar ese hueco del conocimiento histórico regional es una veta enorme para la historiografía.
En cuanto a los temas y problemas hay grandes vacíos que deberán ser cubiertos en un futuro. El estudio de las estructuras económicas, sociales, políticas, culturales y territoriales, y su enlace con las coyunturas y acontecimientos, parece vislumbrar un buen camino para realizar historias totales sobre las regiones. Un buen inicio sería la realización de obras generales que cubran periodos no trabajados y monografías que involucren al conjunto de estructuras en los fenómenos sujetos al análisis. La propuesta de concebir a la región como un todo analítico e histórico se enlaza en esa perspectiva de historia total, lo que ahondará en la riqueza de temas, problemas y síntesis históricas.
Los fenómenos históricos son multivariados y complejos, máxime cuando tienen que ver con los problemas del presente. La tendencia que se vislumbra es el estudio de los problemas políticos, los conflictos y conformaciones interregionales -en los ámbitos económico, social y cultural-, las conformaciones de las mentalidades sociales -que tienen que ver con la identidad sociocultural-, los actores sociales que han incidido en las historias regionales, la formación del espacio social y las historias de las localidades -entendidas como un universo histórico total y global-. Estas preocupaciones temáticas parecen ser las orientaciones que los historiadores regionales adoptarán en un futuro, pues tienen que ver con las inquietudes presentes. No niego su importancia para el conocimiento historiográfico mexicano, pero creo que sería fundamental hacer estudios que llenen los grandes tiempos regionales no trabajados (Colonia, siglo XIX, Porfiriato, periodo contemporáneo) y, ante todo, la investigación sobre estados y regiones carentes de obras generales, síntesis y monografías.
La interdisciplinariedad permitirá cubrir los importantes vacíos historiográficos de las regiones, en función de la apertura teórica-metodológica que los historiadores permitamos y controlemos. Esto, más la posición que adoptemos como concepción de la región, seguramente conducirá a un incremento del conocimiento histórico regional. En un futuro no lejano se podrá replantear una historiografía no viciada por el Estado, las interpretaciones homogeneizadoras, el oficialismo y los puntos de vista ideológicos, que han desmerecido a las identidades históricas regionales.
Muchos historiadores no recurren a las fuentes documentales existentes en los estados y regiones. Desde archivos centrales o extranjeros hacen historias regionales, sin ver siquiera las fuentes producidas en la región sujeta a estudio. La riqueza de fuentes en los estados y las regiones de México es innegable, pues en casi todos existen archivos estatales, municipales, de instituciones, eclesiásticos y personales inexplorados o sólo vistos por historiadores autodidactas locales. El historiador actual debe recurrir a estas fuentes, por más desorganizadas y complejas que sean, antes de recurrir a los archivos centrales y extranjeros. El rescate de fuentes y su organización también forma parte del oficio del historiador. Las perspectivas en este sentido son enriquecedoras pues abren la posibilidad de un conocimiento casi exacto de los aconteceres históricos regionales. No niego, aclaro, la importancia de los otros archivos, pero por lo regular las visiones encontradas en éstos son parciales -cuestión que el historiador regional muchas veces no puede controlar-. La combinación de fuentes parece ser la mejor forma para los análisis regionales.
Las perspectivas son halagüeñas, factibles y enriquecedoras. Cubrir las grandes carencias y lagunas del conocimiento histórico regional es, sin duda alguna, la labor que los historiadores tendremos que llevar a cabo en el futuro. Sólo así se podrá replantear la historia mexicana, lo que conducirá a un conocimiento histórico que permita el reconocimiento de una identidad que se ha expresado siempre de manera diversa, heterogénea y diferenciada. La historiografía nacional, centralista, homogeneizante y oficial quedará atrás como base de una identidad con la que no se identifica la mayoría de los pueblos y sociedades regionales actuales de México.
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______, "Los auges del regionalismo", La Jornada Semanal, México, D. F., 1 de febrero de 1987.
[ 1 ] Agradezco a Leticia Reina, Juan Carlos Reyes Garza, Leticia Vallejo, Gisela von Wobeser, Martha Loyo y José María Muriá el apoyo para la realización de este artículo.
[ 2 ] Este texto fue presentado originalmente como ponencia en la VIII Reunión de Historiadores Mexicanos y Norteamericanos, celebrada en San Diego, California, en octubre de 1990. Se pre senta aquí con modificaciones importantes.
[ 3 ] Para sustentar esta parte y ampliar, en su caso, las apreciaciones aquí señaladas, véase la bibliografía anexa.
Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, Álvaro Matute (editor), Ricardo Sánchez Flores (editor asociado), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 16, 1993, p. 215-229.
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