Javier Garciadiego, Porfiristas eminentes,
México, Breve Fondo Editorial,
1997, 167 p.
Salvador Rueda Smithers
Hace poco más de medio siglo, el influyente intelectual francés Marc Bloch afirmaba que el verdadero historiador es similar al ogro de los cuentos: donde huele carne humana, sabe que está su presa. El significado de la frase era claro; no hay historia sin personajes; la explicación del pasado es inteligible únicamente por la presencia del hombre, de los individuos y de las sociedades armadas por gente viva. Así, podría suponerse que tener buen olfato para captar los hechos importantes de los hombres sería una guía suficiente para practicar sin problemas el oficio de historiar. Sin embargo, el asunto no es tan simple; en realidad, muchos son los libros calificados como de historia en donde los personajes, hombres reales que actuaron en el pasado, demoran en salir a escena -o jamás aparecen. Sus autores, ogros fallidos, han pensado que los protagonistas de la historia son las obras de los hombres, pero sin los hombres mismos.
Muy complejas son las características que hacen al historiador y, por supuesto, al buen libro de historia. No es la más sencilla la que enfrenta el historiador como autor ante los prejuicios de la academia. Obligado a evitar que sus puntos de vista personales rebasen los límites aceptados por la higiene historiográfica, con frecuencia muchos años de trabajo en archivos y hemerotecas se ven reducidos a textos que no revelan el verdadero sentir de sus autores. La opinión y la imaginación, en estos casos, están ausentes, en detrimento de la lectura útil. No es éste el caso del libro Porfiristas eminentes, que nos ofrece ahora dos semblanzas biográficas importantes desde varios puntos de vista.
En primer término, el libro se inscribe en la línea de un pensamiento histórico que hoy ya no es corriente: la que hace de la historia maestra de la vida. Pero la enseñanza sería inverosímil si se dejara de lado al personaje bien definido, al protagonista responsable de sus actos, a los hombres con nombre y apellido, que huelen a carne humana, en este caso los militares Higinio Aguilar y Gaudencio de la Llave. En segundo lugar, inspirado en el género biográfico difundido por Lytton Strachey, Javier Garciadiego ensaya la narración corta sobre los momentos puntuales que caracterizan las vidas de los hombres. Labor acuciosa de selección, resultó en una prosa que apuesta más a la exactitud que a la descripción pormenorizada de actos sin solución de continuidad biográfica. A despecho del confesado modelo de biografías breves e irónicas de Strachey, cuya forma sugirió a Garciadiego la elaboración del libro, en el que propone a dos personajes poco ejemplares en el contexto del Porfiriato y la Revolución, sin excederse al enjuiciar momentos históricos a través de los individuos que lo vivieron, pero también sin rehuir la opinión ética sobre los hombres.
Garciadiego escribió un libro de historia que previene contra el candor de la vida política nacional. No hay nobleza segura en ese motor de la historia que es la lucha de intereses. A través del ensayo biográfico de los militares de corte porfiriano Higinio Aguilar y Gaudencio de la Llave, la lección que nos queda al término de la lectura de Porfiristas eminentes deja sentir una saludable dosis de crudeza, la crudeza de la misma realidad. Con la redacción de una historia de realismo político que se traduce en la reconstrucción de la desvergüenza como acontecimiento histórico, además dibuja los perfiles de vida de esos dos generales, recordados casi exclusivamente por sus comportamientos e ideas irregulares durante la Revolución.
El texto de ambas semblanzas biográficas proporciona información hasta ahora desconocida, al tiempo que invita a la lectura de otros libros que ofrecen las anécdotas más connotadas de estos dos extraños especímenes de la contrarrevolución. El trabajo no se detiene en la descripción de los actos y sí hace hincapié en sus resultados visibles: las preguntas y sugerencias que ofrece a lo largo de su análisis surgen luego de poner los datos en claro; las conductas de Aguilar y De la Llave son explicadas con la lógica del sentido común que debió mover aquellas nada sencillas mentes dentro de los mecanismos del caciquismo decimonónico.
No la triste memoria sino el olvido ha sido, tal vez, el justo premio a dos vidas que no fueron excepcionales; tanto Higinio Aguilar como Gaudencio de la Llave, militares forjados en la lealtad clientelar al caudillo Díaz, gracias a la guerra se levantaron de la condición más baja a la de nombres relevantes en sus propios lugares de nacimiento. Pero los tiempos de paz porfiriana acotaron sus posibilidades caudillescas y los convirtieron en partes del engranaje político. La falta de capacidad moral e intelectual de cada uno develó documentalmente esas características vitales, con las que fue posible construir sus biografías. La corrupción, las componendas en la oscuridad, la falta de escrúpulos, y la aceptación de ser instrumentos de la ilegalidad oficial contra los opositores al régimen y los enemigos particulares del presidente, fueron las circunstancias finiseculares que después los encaminaron, ya septuagenarios, hacia el extraño papel de contrarrevolucionarios en la década de 1910-1920. Sus conductas individuales y el azar singularizaron sus actos durante el periodo de la Revolución: indefinidos políticamente, estos hombres del Antiguo Régimen, "soldados duros" útiles como guardianes del orden a toda costa, fueron varias veces, en esos diez años, rebeldes al gobierno, proscritos del ejército y fieles gobiernistas.
Personajes demasiado decimonónicos y porfirianos como para que cupieran en los esquemas políticos y militares de la generación revolucionaria, Higinio Aguilar y Gaudencio de la Llave son descritos como esos hombres que buscan adaptarse a las circunstancias novedosas por el bizarro método de adaptar las circunstancias a sí mismos. No pasa inadvertido que estos dos rebeldes contrarrevolucionarios y gobiernistas de oportunidad requerían, en cada uno de sus múltiples tránsitos, de una energía que hoy difícilmente se atribuye a los hombres viejos.
La lección de cada una de las biografías es percibida con claridad pero no sin un cierto estremecimiento: Higinio Aguilar y Gaudencio de la Llave acabaron sus vidas de manera vulgar y poco gloriosa. Sus muertes no estuvieron a la altura de su atroz vida. Imagino que no debió haber orgullo en sus momentos finales. Para Aguilar y De la Lave, la dignidad humana fue sólo una palabra marchita; la justicia, sólo una anécdota ante actos de nota roja política que marcaron más de una de sus acciones. Quedaron impunes sus crímenes reconocidos, y su oportunismo no dejó mayores huellas, como tampoco les dejó beneficios que pudieran heredar. Ambos, muy ancianos, murieron apaciblemente a mediados de los años veinte. Pero la lección última, al cerrar el libro, dependerá del lector. Lo que propone Garciadiego es que, con demasiada frecuencia, la historia también la hacen los peores.Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, Martha Beatriz Loyo (editora), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 18, 1998, p. 234-237.
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