Santiago Portilla, Una sociedad en armas: insurrección antirreeleccionista
en México 1910-1911, México, El Colegio de México, 1996.
Felipe Arturo Ávila Espinosa
Debemos agradecer a Santiago Portilla que al fin se haya decidido a publicar como libro su disertación con la que obtuvo el grado de doctor en Historia de El Colegio de México en 1982. De este modo esta seria y documentada investigación puede llegar a un círculo mucho más amplio de lectores y contribuye, junto con otras importantes investigaciones que se han hecho desde entonces, a hacer más comprensivo uno de los aspectos centrales y menos explicados de lo que se conoce como Revolución Mexicana: el origen y desarrollo de la insurrección armada que puso fin en poco más de seis meses al régimen porfiriano.
Entre los varios méritos que tiene el trabajo de Portilla quiero subrayar dos. En primer lugar, la fructífera combinación de la geografía con la historia política y militar de ese periodo, a través de una riquísima sección de mapas regionales y cronológicos que muestran una radiografía de la rebelión que ayuda notablemente a explicar la dinámica propia de la revuelta y los movimientos de las tropas federales y locales con los cuales el régimen intentó infructuosamente sofocarla. Ese esfuerzo por plasmar gráficamente el desarrollo de una rebelión, en muchos sentidos pionero dentro de los historiadores mexicanos, por desgracia no ha sido continuado sistemáticamente desde entonces, salvo la muy notable excepción de la importante obra colectiva Así fue la Revolución Mexicana, editada por el Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana.
En segundo lugar, el trabajo de Portilla logra ser una aportación comprensiva, general y profunda, a la vez que ofrece una visión del origen y extensión de la revuelta contra el régimen de Díaz y, sobre todo, una explicación fundamentada y consistente de por qué triunfó: el régimen fue incapaz de enfrentar una insurrección generalizada, multiclasista, que se extendió en poco tiempo a la mayor parte de los estados del país y sufrió una derrota militar que obligó al régimen a capitular y entregar el poder al líder nacional de la revuelta, Francisco I. Madero. Como bien señala el profesor Friedrich Katz en el prólogo del libro, ésta es una tesis polémica que es de desear que provoque una enriquecedora discusión académica.
El trabajo en cuestión destaca la nueva situación política que se desarrolló en el país a través de la emergencia y participación de los sectores políticos que dieron forma al reyismo y luego al maderismo electoral entre 1908 y 1910. La activa participación de sectores de clases medias urbanas, intelectuales, profesionistas, periodistas, grupos de estudiantes, burócratas y obreros, junto con sectores desplazados de las elites regionales agrarias, que se aglutinaron en torno de la figura del general Bernardo Reyes, marcó una importante fractura en el régimen. Este fenómeno, que se consolidó en algunas de las principales ciudades del país, no alcanzó a convertirse en un serio desafío para el sistema político porfiriano, debido a la negativa del general Reyes a encabezar dicho movimiento. Lo más importante, sin embargo, fue que mostró, por un lado, la disposición política y las demandas por una mayor apertura de importantes grupos sociales y, al mismo tiempo, la falta de permeabilidad del régimen porfiriano ante una situación de esta naturaleza. El maderismo electoral, que surgió un poco después, se alimentó y pudo fortalecerse con la incorporación de cuadros y simpatizantes del reyismo y se convirtió, al extender su influencia a una zona todavía mayor que la del reyismo, en un serio desafío para el sistema porfiriano y en una fractura en las elites dominantes.
Portilla tiene razón, al igual que Guerra, en destacar la importancia que tuvo la actitud consciente de Madero de constituir una organización política nacional y de tratar de abrir los espacios políticos del sistema porfiriano mediante una campaña electoral inédita que, por las simpatías y expectativas que generó, mostró que en efecto las estructuras políticas porfirianas estaban ya muy anquilosadas y constituían un obstáculo para la participación de una multitud de nuevos actores que estaban viendo en el maderismo un medio de expresión y organización.
Santiago Portilla indica, como lo hace también Guerra, que Madero tenía claro que el régimen no se iba a abrir y que iba a ser necesaria una rebelión que, sin embargo, no podía tener legitimidad ni éxito si no se agotaban primero todos los recursos legales y, al agotarse éstos, se demostraba la necesidad de la revuelta. Esta explicación, empero, se basa en opiniones de Madero a posteriori y, sobre todo, en que se conoce que en efecto eso fue lo que ocurrió después. A pesar de ello, me parece que los motivos que llevaron a Madero a hacer el llamado a la revuelta siguen siendo una zona oscura hasta hoy y que, de igual modo, el éxito de la campaña electoral antirreeleccionista no explica necesariamente el surgimiento y consolidación de la revuelta, primero porque entre los mismos sujetos hay una diferencia enorme entre la participación política legal y el formar parte conscientemente de una rebelión y, segundo, porque la etapa electoral maderista encontró apoyo en sectores, grupos e individuos sobre todo de las zonas urbanas, mientras que el maderismo insurreccional prendió y tuvo como soporte principal a los sectores rurales, siendo la mayoría de sus participantes gente nueva que se incorporó a la revuelta espontáneamente por una multiplicidad de motivos particulares y diferenciados a la revuelta.
La preparación e instrumentación técnica de la revuelta, para la cual Madero y sus principales colaboradores no tenían conocimiento ni estaban capacitados, corrió básicamente a cargo de dos tipos de gentes. Por una parte, individuos como Pascual Orozco, Francisco Villa, Maclovio Herrera, Toribio Ortega, vinculados al campo y que no formaban parte de las elites, pronto demostraron una gran capacidad organizativa y carisma y se convirtieron en los jefes regionales de la revuelta, con un gran arraigo local. Junto con ellos, influyó el esfuerzo de los líderes magonistas y ex magonistas que habían conservado o vuelto a adquirir su libertad y que operaban en la zona fronteriza entre México y Estados Unidos y estaban concentrados en su mayor parte en la zona occidental de ella. Así, como Portilla y otros investigadores constatan, la rebelión se hizo efectiva desde los primeros días en unos pocos lugares y, semanas más tarde, se extendió sorprendentemente a una amplia zona del norte de nuestro país, teniendo como epicentro al estado de Chihuahua, sin la participación de Madero y sus principales colaboradores, los cuales permanecieron los tres primeros meses fuera de nuestro país, y en los hechos, al margen de la revuelta que estaba desarrollándose.
Los cuadros magonistas y ex magonistas eran los únicos que tenían experiencia en el trabajo clandestino organizativo y habían intentado en dos ocasiones anteriores desatar una insurrección contra Díaz, sin éxito. No obstante, como lo asienta Santiago Portilla, su contribución inicial para el surgimiento y extensión de la revuelta fue muy importante y se sumó al trabajo que hicieron otros nuevos líderes con menos experiencia y formación ideológica como los mencionados. Portilla menciona que lo que explica que Madero y sus seguidores se hayan podido imponer y aprovechar del trabajo de los líderes magonistas tiene relación con las condiciones represivas que habían llevado al exilio y a la prisión a los líderes magonistas y esto había tenido por consecuencia que su influencia se hubiera concentrado particularmente en el suroeste de los Estados Unidos, mientras que el maderismo había tenido mucho éxito al desarrollar una campaña política nacional, y agrega que el maderismo ofrecía un mensaje político mucho menos radical: sufragio efectivo contra anarquismo. A esto quizá habría que añadir que el magonismo no contaba con un dirigente reconocido con el carisma y la capacidad para convertirse en el líder regional de la revuelta, pues Praxedis Guerrero, quien sí podría haberlo sido, murió en combate el 22 de diciembre de 1911, en tanto que los otros dirigentes magonistas importantes estaban en prisión y los que estaban libres y se incorporaron a la revuelta, como Antonio I. Villarreal y Lázaro Gutiérrez de Lara, habían roto con el radicalismo de los hermanos Flores Magón y evolucionado hacia posiciones políticas reformistas, subordinándose desde el principio al liderazgo de Madero.
Con todo, la razón principal que explica este liderazgo es que, en efecto, la presencia de Madero era nacional, reconocida por todos y el llamado inicial, al margen de su instrumentación, había sido suyo. Adicionalmente, el carácter espontáneo y difuso de la revuelta y las divisiones y disputas entre muchos de los líderes surgidos desde abajo facilitaron que, a partir de marzo de 1912, el liderazgo de Madero y sus colaboradores se hiciera efectivo y tomara en sus manos, en un proceso no por ello carente de dificultades y tensiones, el control nacional de la revuelta. El Plan de San Luis sirvió como el instrumento que aglutinó y dio sentido y dimensión nacional a lo que de otra forma hubiera sido una multitud de jacqueries locales.
La revuelta, que siempre tuvo a Chihuahua como epicentro, se propagó a una gran cantidad de regiones y pronto se fue demostrando la ineficacia e incapacidad del ejército porfiriano para enfrentar y contener una rebelión diseminada por una multitud de zonas y que pronto alcanzó una dimensión casi nacional que tenía entre sus principales virtudes su dispersión, su gran movilidad y su superioridad numérica, lo que impidió al ejército federal poderla abarcar. A las acciones guerrilleras de desgaste de las primeras semanas siguió luego la formación de mayores unidades insurgentes que hizo que el ejército federal perdiera el control de las zonas rurales y tuviera que replegarse a defender solamente las capitales de los estados y las mayores ciudades, con lo que los insurgentes tomaron el control del campo y de las ciudades secundarias. El crecimiento de la rebelión en la zona centro-sur del país, que tuvo como epicentro al estado de Morelos, obligó al ejército federal a emplear importantes recursos para contenerla, menguando su capacidad de respuesta en el norte. Porfirio Díaz tuvo que renunciar, para conservar lo más intacto posible el sistema de privilegios e instituciones amenazado; los representantes nacionales del movimiento insurreccional estuvieron de acuerdo en una negociación que sólo significó la renuncia de Díaz y de todos los representantes electos. La etapa radical de la Revolución vendría después de la muerte de Madero.
El gobierno porfirista perdió la batalla militar ante una insurrección multiclasista extendida, hacia mayo de 1911, a 27 estados del territorio nacional. Ésta es la tesis principal que sostiene su autor y la que posiblemente, como adelanta el profesor Katz, provoque mayor polémica. La mayor parte de los estudiosos del tema, como lo reitera el propio Katz, han explicado la caída del régimen por la incapacidad política de Díaz y del resto del equipo gobernante para sofocar la rebelión y ofrecer a las elites y al conjunto de la sociedad la certeza de que se mantenía el control del país y que las instituciones podían garantizar el desempeño más o menos normal de todas las actividades cotidianas. El gobierno porfirista, a nivel federal y en buena medida a nivel local, ya no pudo ofrecer más el orden y la paz necesarios para dar seguridad a las distintas clases, grupos e individuos de la sociedad. Como se ha señalado también, ante lo inédito del desafío contribuyó también el anquilosamiento y el derrumbe físico y moral de Díaz y de la mayor parte del viejo equipo gobernante. No obstante, no me parece que la explicación que adelanta Portilla sobre la derrota militar del régimen sea excluyente de aquella que enfatiza su derrota política. La guerra es la continuación de la política por otros medios, como bien dice un clásico de estos asuntos. Así, pues, la derrota militar forma parte de la derrota política, se añade a esta última, le da mayor sustento y con ello aparece más inteligible la decisión de Díaz de renunciar y abandonar el país.
El profesor Katz, como muchos otros, se pregunta qué es lo que explica la relativa facilidad con la que el ejército porfiriano se retiró de la escena en 1910-1911, sin perder ninguna batalla importante de grandes dimensiones y habiendo conservado la mayoría de sus fuerzas y recursos, y lo compara con la gran resistencia que ofreció en la siguiente fase del proceso, en 1913-1914, en que tuvo que ser hecho pedazos prácticamente por las entonces fuerzas revolucionarias. En apoyo a la tesis de Portilla, su libro muestra que la amplitud y extensión de la revuelta es probablemente bastante mayor que lo que se había encontrado hasta ahora. Empero, con todo lo exhaustivo y esclarecedor que resulta el amplio trabajo de investigación que desarrolla para sustentar su planteamiento, quizá también, por la naturaleza misma de las fuentes y por la insuficiencia de las mismas, se pueda tener una imagen sobredimensionada de los alcances de la revuelta.
Los que se han dedicado al estudio de la historia militar conocen bien que los materiales con los que se puede trabajar, los partes de guerra, informes, diarios de campaña, hojas de servicios y noticias de la prensa contemporánea, a menudo distorsionan la información de uno y otro bando. Los que rinden parte casi siempre informan, cuando los enfrentamientos son relativamente pequeños, que sus fuerzas son inferiores a lo que en realidad son y que las del enemigo son siempre mayores a las suyas, a pesar de lo cual, casi siempre, invariablemente, obtienen la victoria. Si se puede tener acceso a la versión del bando contrario es más o menos lo mismo, pero al revés. Por ello, no es casual que Santiago Portilla nos diga que en los primeros meses de la revuelta, en la gran mayoría de los combates los insurgentes fueron derrotados y que, a pesar de ello, sus fuerzas crecieran. La explicación de esta paradoja puede deberse a la naturaleza y parcialidad de las fuentes de las que obtiene esa información. Adicionalmente, la gran cantidad de acciones que se reportan en una extensa zona, que abarca la mayoría de las entidades del país y en las cuales la información es muy fragmentaria, no alcanza a darnos una idea cabal de la magnitud de las mismas y de la pérdida o control real del ejército federal sobre el territorio. Esto no significa, desde luego, que no se pueda trabajar con este tipo de fuentes y reconstruir con un grado alto de certidumbre la naturaleza, dimensión y resultado de esas acciones. Quién y cuál es el objetivo de una acción militar y el curso de ésta, tomar una plaza, lograr desalojar al enemigo, mantener la ocupación, hacer retroceder a las fuerzas a las que se enfrenta, ampliar el radio de acción, incorporar a más fuerzas, etcétera, son resultados que pueden obtenerse de las fuentes y que ofrecen un panorama -si cabe la palabra- objetivo de esas acciones.
Así, no se puede negar la enorme cantidad de hechos de armas registrados en una amplia zona, la incapacidad del ejército federal ante tal avalancha y el repliegue de los grandes contingentes federales y rurales hacia las principales ciudades, lo que sin duda influyó y aceleró la debacle política del régimen. En esto me parece que la tesis de Santiago Portilla está bien fundamentada. Y, con todo, me parece difícil que se pueda hablar de una insurrección de carácter casi nacional, multiclasista, etcétera. En muchas otras regiones, en la mayoría de los estados del país, no se vivió una situación así en esos meses. Fue más intensa en los meses que siguieron, en los que hubo una guerra civil de mayor alcance que conmovió al país y que tampoco entonces alcanzó a la mayoría de los lugares y sectores. La diferencia por la que se pregunta el profesor Katz de la resistencia de las elites, del ejército federal y de las instituciones que permanecieron del régimen porfiriano en 1913-1914, quizá se deba, precisamente, a que habían conocido y aprendido de lo que ocurrió en 1910-1911. Ya no se vieron sorprendidas y reaccionaron firmemente ante el desafío que las encaró. De hecho, la fuerza de la contrarrevolución comenzó prácticamente desde los acuerdos de Ciudad Juárez, continuó con el interinato y alcanzó su cenit con el golpe de estado huertista; por ello la siguiente etapa de la Revolución fue mucho más sangrienta y destructiva.Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, Martha Beatriz Loyo (editora), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 18, 1998, p. 237-243.
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