Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México

 

Daniela Spenser, El triángulo imposible: México, Rusia soviética y Estados Unidos en los años veinte, México, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social-Miguel Ángel Porrúa, 1998, 270 p.

Hildebrando Jaimes Acuña


Las obras dedicadas a la historia diplomática no parecen ser muy comunes en estos tiempos; podrían aducirse varias razones para ello. Tradicionalmente, se ha asociado a la historia política, género que ha experimentado una fuerte reacción a partir del surgimiento de la Escuela de los Annales en Francia, algunas de cuyas orientaciones han influido consistentemente en las últimas generaciones de historiadores mexicanos. Se consideraba, por ejemplo, que la historia política era la de unos muy pocos individuos; de los acontecimientos que supuestamente provocaban, y de las instituciones a su mando, por lo que ante el observador se presentaba como una historia discontinua, coyuntural e incapaz, por tanto, de remontarse más allá del corto plazo.

A esta historia de los pocos se oponía la historia de los muchos, de la humanidad anónima que, sin embargo, era la que permitía descubrir una continuidad en la larga duración; una historia, en suma, en la que cada uno podía reconocerse, no solamente los grandes hombres o las instituciones del Estado. Porque ésta era otra de las críticas que se lanzaban sobre la historia política: la de ser un discurso centrado en el poder y en los poderosos.

Y en este punto, los argumentos contra la historia política se unen a otros mucho más vetustos, que aparecieron a mediados del siglo XIX con el análisis materialista de la historia, deliberadamente situada "no en la óptica de los jefes militares, de los Estados y de los archivos administrativos, sino en la de los dominados, o, al menos, les daría la palabra". Ambos discursos tendrían objetivos similares: hacer la historia de los hombres sin historia, aunque muchos de nuestros contemporáneos parecen haber renunciado a la raíz teleológica implícita en la propuesta marxista. Debido a ello, no resulta raro que historiadores como Juan Pedro Viqueira citen a autores como Miguel de Unamuno a la hora de proponer este género de historia, que se presenta como una especie de ejercicio compensatorio hacia esa

vida silenciosa de millones de hombres sin historia que a todas horas del día y en todos los países del globo se levantan a una orden del Sol y van a sus campos a proseguir la oscura y silenciosa labor cotidiana y eterna [...Sobre esa] inmensa humanidad silenciosa se levantan los que meten bulla en la historia.

Sería precisamente el rescate de esa silenciosa vida lo que se propondrían todos estos subgéneros que en conjunto conocemos como nueva historia: antropología histórica, historia de la vida cotidiana, de las mentalidades, social, regional, etcétera.

Hay que agregar que ningún otro género como el de la historia diplomática es propenso a ser tachado de positivista, generalmente por los motivos equivocados. Muchos de los que así la motejan, quieren señalar con ello su excesiva dependencia del documento o del dato (lo que en muchos casos podría revelarse más como una virtud que como un defecto de la obra historiográfica). Benedetto Croce utiliza el vocablo para referirse a historiadores como Leopold von Ranke, cuya famosísima frase sobre la misión de la historia (reproducir "lo que verdaderamente ocurrió") parece haber tenido su origen en una reacción contra el romanticismo y en la necesidad de deslindarla de la filosofía y, por ende, de la metafísica. Por otra parte, fue su pretensión de hacer hablar a los hechos mismos lo que a fines de los años treinta empezó a generar dudas y desconfianza entre los teóricos de la disciplina. Por ejemplo, Raymond Aron que, con su crítica de la objetividad en historia, que devino en un cuestionamiento sobre la capacidad de la misma para reconstruir la "verdad" de lo ocurrido, preparó el terreno para la crítica radical del concepto de "hecho histórico", que vendría después:

Los hechos históricos son constituidos ya por la introducción de un sentido en la "objetividad". Enuncian, en el lenguaje del análisis, unas "opciones" que le anteceden, que no resultan, pues, de la observación y que ni siquiera son "verificables", sino sólo "falsificables" gracias a un examen crítico.

Pero esto ya es historia vieja. Hemos asumido que una separación entre sujeto y objeto, como la que postulaba el positivismo, es tal vez inalcanzable: la desaparición del sujeto ante el objeto de conocimiento -el ideal de neutralidad- es imposible [...] y tal vez ni siquiera deseable. La interpretación histórica es una interpretación situada, relativa a un lugar, lo que no la vuelve menos válida ni menos necesaria.

En cuanto a la exactitud en el tratamiento de la fuente (documental o de otro tipo), es una regla básica que ningún profesional de la disciplina parece cuestionar durante la realización de su trabajo -lo que no implica mantener aún la pretensión de que los documentos, los hechos, hablen por sí mismos-. Nadie parece dudar de la validez de la obra histórica emprendida por el equipo de historiadores dirigido por don Daniel Cosío Villegas, sobre la historia moderna de México; pero, aun si alguien lo hiciera, es bastante probable que la crítica se centrara en los resultados, en la interpretación propuesta, más que en el rigor y fidelidad que guiaron la investigación.

De la misma manera, pocos podrían poner en duda la validez de una obra como La guerra secreta en México, de Friedrich Katz, sólo por tratarse de historia diplomática, como tampoco podríamos negar el mérito de El triángulo imposible, de Daniela Spenser, pues ambos libros iluminan un tramo de la historia diplomática de nuestro país antes descuidado. Si el libro de Katz aborda las relaciones diplomáticas de México con el mundo durante las luchas revolucionarias, el de Spenser lo hace con las improbables relaciones de los primeros gobiernos surgidos de aquel caos con la Rusia de los bolcheviques, y con nuestro poderoso e inquietante vecino del norte. Y si en algunas partes del primero pueden hallarse temas para novelas de espías, en el segundo los hay para historias de amores fallidos y desencuentros.

Anécdotas aparte, lo cierto es que el tema que abordó Daniela Spenser en su libro ha sido poco explorado por historiadores mexicanos. Cierto que la política de los Estados Unidos hacia México no parece haber sido precisamente un tema descuidado por los investigadores para este periodo, pero sí el del establecimiento de relaciones diplomáticas con la Rusia soviética como medio para contrapesar el opresivo poderío económico, y por lo tanto político, de Estados Unidos.

O tal vez debiéramos decir que no había sido tratado con tanta amplitud como lo hace Daniela en este libro (presentado originalmente como tesis doctoral), sobre todo por la amplitud de fuentes y archivos, nacionales y extranjeros, utilizados en la investigación (en particular de la antigua Unión Soviética). La relativa escasez de estudios exhaustivos sobre el tema también podría deberse a la barrera del idioma, y a que sólo recientemente se han abierto archivos que se habían mantenido lejos de las indiscretas miradas de los investigadores.

Daniela Spenser ha escrito un estudio que es en sí mismo valioso, independientemente de que continúa y contribuye con su interpretación a la literatura sobre el tema. El retomar la investigación de las relaciones diplomáticas mexicanas con países europeos en el punto en que Katz la abandonó es seguramente un propósito consciente, aunque podría haber otras motivaciones, no tan académicas, quizá, pero tampoco menos válidas. Katz ha sugerido en alguna parte (independientemente del interés estrictamente académico que pudiera haber adquirido sobre ciertos aspectos y fenómenos de la historia mexicana) que compuso su obra como una especie de reconocimiento hacia el país que lo recibió como emigrado. Aunque no de manera explícita, Daniela Spenser revela en las dedicatorias de su libro más que un reconocimiento a un país, una cierta admiración -no exenta de melancolía por la nobleza o fortaleza de los ideales y sentimientos que han animado a mujeres y hombres de este siglo:

En memoria de Vladimir Tosek, quien creía que algún día el planeta entero sería la patria del comunismo.

Para Ruth Tosková,
quien lo amó por la firmeza de su fe.

Se perciben también notas esperanzadas en sus palabras sobre la liberación de los países del Este europeo, así como una tácita asunción de que sus regímenes no eran precisamente lo que los socialistas tal vez habían soñado, por lo que los más puros ideales de esta doctrina permanecerían a salvo de la contaminación de la realidad: "Al parecer, por la historia de las revoluciones y el comunismo tocaban las campanas, pero no fue así".[ 1 ]

Estas son convicciones respetables y sobre las cuales quizá nadie podría decir nada terminante todavía. Creer en la posibilidad de una sociedad más justa y solidaria no es algo que haya hecho daño a nadie (siempre -claro- que ello no implique la decisión de acabar con todos aquellos que no compartan dichas creencias; o la de sacrificar incluso la vida de los más fieles seguidores en aras de una idea, una teoría o un más allá siempre pospuesto en que aquellas posibilidades por fin se realizaran). Pero esto es ajeno al estudio propiamente dicho. Tengámoslo en cuenta, si lo consideramos necesario, y veamos lo que la autora nos tiene que decir sobre este tramo de nuestra historia.

Ella explora en este libro los difíciles inicios de las relaciones diplomáticas entre el México posrevolucionario y la Rusia soviética, así como su ruptura final en 1930, motivada, entre otros factores, por el manifiesto desagrado de Estados Unidos ante esa iniciativa, por las indelicadezas del régimen soviético y, también, por la necesidad que tenían los primeros regímenes salidos del caos revolucionario de no provocar las iras del poderoso vecino del norte, cuyo reconocimiento diplomático, por azares de la geopolítica, les era indispensable para mantenerse en el poder [...]. Bajo condiciones tan adversas, el menáge à trois tenía pocas posibilidades de sobrevivir a los embates de la terca realidad.

Daniela divide su estudio en tres partes y nueve capítulos, que en estricto orden cronológico corresponden a los primeros escarceos entre México y la Unión Soviética, las inevitables desavenencias con el vecino americano -pero también los primeros malentendidos con el gobierno bolchevique-, hasta llegar al virtual enfrentamiento y final disolución de los vínculos diplomáticos con el lejano país de Stalin en 1930. El título de cada una de las secciones del libro da cuenta del desarrollo de estas equívocas relaciones, tanto de las iniciadas por México como de sus siempre conflictivas relaciones con Estados Unidos, el tercero en discordia: "Encuentro de dos revoluciones"; "Desavenencias diplomáticas, 1924-1927", y, por último, "Rumbo al enfrentamiento, 1928-1930".

En las relaciones que los regímenes de Carranza, Obregón y Calles mantuvieron en la década de los veinte con aquellos dos países hubo, como en toda relación tormentosa que se respete, intrigas, contraintrigas, complots, amenazas veladas y chantajes diplomáticos..., las circunstancias históricas daban para eso y más.

Bajo las desastrosas condiciones económicas en que México se encontraba después de la Revolución, ganar el reconocimiento diplomático de su poderoso vecino era algo absolutamente necesario para que el crédito afluyera nuevamente al país. Ésta fue una tarea que tanto Carranza como Obregón emprendieron con un pie en el abismo, como sugiere la autora. Pues aunque el crédito extranjero resultaba imprescindible para reactivar la economía nacional, también estaban preocupados por mantener una cierta independencia política. Fue en estas circunstancias que ambos gobernantes, con toda la cautela del caso, empezaron a jugar con la carta del reconocimiento diplomático de la Unión Soviética como contrapeso a la excesiva influencia económica y política de Estados Unidos en el área.

Al final ni los beneficios que se esperaban de la relación con aquel país fueron tales, ni éste dejó de ver en México a un país dominado por el imperialismo estadounidense. La evidencia acabó por imponerse: ni los objetivos ni los medios para alcanzarlos eran los mismos en ambos países.

Dentro de Estados Unidos, la iniciativa diplomática de México no tenía en esos momentos ninguna posibilidad de ser bien vista, sobre todo si se considera que para algunos de sus embajadores la diplomacia era poco más que una instancia "al servicio de los intereses económicos de los norteamericanos y que cada asunto en política internacional no dejaba de ser un asunto de negocios".[ 2 ]

Ante esto, y frente a la decisión cada vez más firme del gobierno mexicano de actuar con soberanía en el diseño de su política interior, al llevar a la práctica las medidas previstas en el artículo 27 constitucional sobre las modalidades de propiedad de la tierra y del subsuelo, era hasta cierto punto natural que, a mediados de la década, la embajada de Estados Unidos instrumentara la política del "gran garrote" en cada encuentro que en defensa de los intereses norteamericanos concertaba con los funcionarios mexicanos.

La presión ejercida sobre el gobierno mexicano para modificar sus políticas exterior e interior conforme a los intereses norteamericanos no reparó en medios, pero la fabricación de complots y las intrigas de la embajada ante el Departamento de Estado norteamericano con objeto de promover la intervención militar en México, fueron las más socorridas.

Las acusaciones de bolchevismo lanzadas sobre gobernantes mexicanos (en una época en que el régimen soviético era visto como el malhechor internacional, por lo que la propagación de su ideología a Latinoamérica era percibida por Estados Unidos como una amenaza a su seguridad nacional) y la guerra propagandística se convirtieron en prácticas comunes en esta empresa, y hacia 1927 habían debilitado tanto las relaciones entre los dos países, que los habían colocado al borde de la guerra (Friedrich Katz, en el prólogo que escribió para esta obra, se permite especular sobre la posibilidad de que hayan sido consideraciones muy semejantes tanto las que llevaron al gobierno mexicano a establecer relaciones diplomáticas con la Unión Soviética en los veinte como las que le indujeron a no romper las que ya mantenía con Cuba en los sesenta, preservando de ese modo la relativa autonomía de su política exterior frente a la del vecino del norte. La posibilidad es muy fuerte, como lo es que las imprevisibles revelaciones, publicadas en la última década por agencias norteamericanas, en relación con el narcotráfico en México, obedezcan a designios semejantes a aquellos otros que se manejaban tras las acusaciones de bolchevismo dirigidas en los años veinte contra funcionarios mexicanos: influir en la política, interior y exterior de su vecino..., independientemente de la veracidad de dichas revelaciones y acusaciones).

Si Rusia representaba para México la posibilidad de oponer un contrapeso a la excesiva dependencia económica y política respecto de Estados Unidos -una posibilidad que con el tiempo se revelaría inviable-, México terminó siendo visto por los rusos como un país gobernado por una pequeña burguesía al servicio del imperialismo; gobierno que, bajo las directrices del Sexto Congreso de la Internacional Comunista, lo único que merecía era ser derrocado.

Hacia 1928, fecha en que se realizó aquel Congreso, Stalin había llegado a la conclusión de que el imperialismo preparaba una ofensiva militar contra la Unión Soviética, pero también vaticinaba el colapso económico del capitalismo y la consecuente ola revolucionaria que arrasaría con los regímenes burgueses. La estrategia diseñada a partir de estas tesis consistió, por una parte, en instruir a los delegados de los partidos comunistas, representados en el Congreso, a rechazar toda alianza con otros partidos y, por otra, a entablar una guerra contra la burguesía y el imperialismo, no sólo a escala nacional, sino global. Dentro de esta estrategia -nos dice Daniela- Latinoamérica y, en particular, México, cobró una especial importancia, pues Estados Unidos entonces era percibido como el centro del capitalismo mundial. No sorprende, por ello, que los delegados de este oscuro rincón del planeta suscitasen tan inesperadas atenciones:

De acuerdo con la interpretación de que el sistema capitalista llegaba a su fin, el Comintern asignó tareas concretas a los comunistas latinoamericanos, que a su regreso de Moscú debían cumplir. La tarea era formar bloques obrero-campesinos para combatir a la burguesía y al imperialismo y, al mismo tiempo, proteger a la Unión Soviética.[ 3 ]

Es este internacionalismo proletario, que en México se tradujo en un confuso y abortado llamado del Partido Comunista a tomar las armas en contra del gobierno, aprovechando la coyuntura de la rebelión escobarista, lo que finalmente trajo como consecuencias tanto la represión y reducción del PCM a la clandestinidad en 1929, como la ruptura de las relaciones diplomáticas con Rusia en enero de 1930.... Éste fue el final de la aventura.

En la primera parte, la autora rescató en forma de epígrafe, unas palabras del jefe militar de Aguascalientes en 1919, que son grandilocuentes:

No sé qué significa el socialismo, pero yo soy un bolchevique, como todos los patriotas mexicanos. Los yanquis no quieren a los bolcheviques, son nuestros enemigos; por eso los bolcheviques tienen que ser nuestros amigos y nosotros tenemos que ser sus amigos. Todos somos bolcheviques.[ 4 ]

Estas palabras reflejan muy bien un estado de ánimo que tal vez compartían muchos otros mexicanos de la época: "los enemigos de nuestros enemigos son nuestros amigos". También revelan dos supuestos cuya falta de sustento tal vez contaminó de origen la relación, condenándola al fracaso: que los soviéticos se prestarían dócilmente al juego diplomático de los mexicanos, y que el gobierno estadounidense lo permitiría.

Algo que este estudio deja claro es que ninguno de estos dos gobiernos logró comprender, ni siquiera un poco, el significado del nacionalismo de los gobiernos surgidos de las luchas revolucionarias mexicanas. También llega a ser bastante evidente que las inclinaciones revolucionarias y utópicas de los gobernantes mexicanos, o cuando menos de la elite radical que en algún momento llegó a ocupar puestos importantes en las administraciones de los años veinte, tenían un poderosísimo antídoto en la opresiva vecindad con Estados Unidos [...]. Una vecindad que no nos ha acercado, ni mucho menos: la frase "vecinos distantes" es, en nuestro caso (como en el de varios otros países en circunstancias similares de desigualdad de fuerzas con respecto a sus vecinos), una paradójica realidad.

[ 1 ] Francois Chatelet (ed.); Historia de las ideologías. Saber y poder (del siglo XVIII al XX), México, Premiá editora, t. III, 1981, p. 159.

[ 2 ] La cita fue extraída de Torno, 1943, p. 28, y aparece en Juan Pedro Viqueira, "Historia regional: tres senderos y un mal camino", en Secuencia, 25, México, Instituto Mora, enero-abril de 1993, p. 134.

[ 3 ] Cf. Álvaro Matute, "Notas sobre la historiografía positivista mexicana", en Secuencia, 25, México, Instituto Mora, enero-abril de 1993, p. 50.

[ 4 ] Michel de Certeau, "La operación histórica", en Jacques Le Goff y Pierre Nora (eds.), Hacer la historia, Barcelona, Laia, v. 1, 1984; p. 18.

Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, Martha Beatriz Loyo (editora), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 19, 1999, p. 136-144.

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