Clara Guadalupe García, Las mujeres de Ruiz (1863-1867),
México, Centro de Estudios Históricos del Porfiriato, 1998, 128 p.
Josefina Muriel
El interesante libro que publicó Clara Guadalupe García, titulado Las mujeres de Ruiz, hace desfilar ante nuestros ojos un trágico periodo de la historia, en el que participan mujeres del siglo XIX (1863-1867).
El comentario se encuentra divido en tres secciones. La primera, "Enamorado de las mujeres", consta de seis páginas y la considero muy importante, ya que es la presentación de un autor: Eduardo Ruiz, cuyo nombre está oculto en el título del libro y cuya vida y obra se analizan y dan razón a la existencia del presente estudio.
Agradezco a la autora que lo haya presentado previamente, porque su participación en la guerra entre imperialistas y liberales, así como sus trabajos como periodista en épocas posteriores, permiten al lector entender esas vivencias sobre las mujeres y su momento histórico, que él dejó consignadas en su Historia de la guerra de intervención en Michoacán. Sin este capítulo introductorio, el lector se preguntaría ¿y... quién es Ruiz?
La segunda parte del texto la conforma ocho capítulos en donde se muestra lo que fue la guerra para las mujeres del siglo XIX en la provincia mexicana. En estos capítulos, la maestra Clara Guadalupe García presenta los diversos tipos que se encuentran en la obra de Ruiz, señalando su actuación en un mismo tiempo de la historia de México.
El capítulo segundo, titulado "Integrantes del coro", da una idea de aquellas mujeres que no fueron la voz cantante en la guerra, sino las que sólo la veían pasar, la animaban a distancia y la vitoreaban en sus triunfos. Se trataba de las mujeres de los poblados que veían llegar la lucha hasta las puertas de su casa. Sufrían saqueos, violaciones, miseria. Sentían el miedo y miraban la guerra como la destrucción entre los hombres. Algunas con hijos huían: "iban llorando, fijo su pensamiento en la miseria y en los peligros que las rodeaban". Eran las víctimas de la guerra.
El titulado "Las pasiones" revela a las mujeres que no tomaron parte activa en la contienda, pero que no eran ajenas a ella, pues su mente y su corazón estaban con los contendientes de uno y otro bando. Rezaban, se insultaban en broma y con cortesía despreciaban al enemigo. Sin embargo, esto es muy breve; lo importante del capítulo es la guerra: Uruapan, Taretan... 1865, lo que vivió Eduardo Ruiz. Las mujeres allí casi desaparecen.
En el siguiente capítulo, el cuarto, la autora entresaca de la historia la figura de la Barragana, la primera mujer que se menciona por su nombre: Ignacia Rechi, originaria de Guadalajara. Su personalidad nos hace pensar en aquellas fundadoras de esa ciudad, quienes lucharon contra los indios en el siglo XVI. Al leer el frío relato de Ruiz, se nos presenta, entre líneas, el drama de una mujer que actúa como hombre, con las armas en la mano, llevada por una causa que la apasiona. Sin embargo, su corazón es tan intensamente femenino que la traiciona y la lleva al suicidio. No conozco el relato original de Ruiz, pero, si es tal y como la autora lo presenta, me parece que él no la comprendió y se quedó en lo superficial.
Los capítulos quinto y sexto son semejantes: "Soldaderas", y se refieren a las mujeres que siguieron a sus maridos o amantes a la guerra, y a aquellas a quienes sólo las arrastró.
En el primero de éstos se hace una valoración de las mujeres que se encargaron de las labores de intendencia y sanidad en el ejército; es decir, daban de comer a los soldados, los atendían si estaban enfermos, pero no con la frialdad de un servicio oficial, sino con el amor de amantes, esposas, concubinas, etcétera; sin embargo, todas, llamáranse Magdalena o permanecieran en el anonimato, representaron a abnegadas féminas a quienes los hombres vieron muy por debajo de ellos. Fueron un objeto; por ello, se las jugaron en los dados, las robaron y las prostituyeron y abandonaron. No obstante, fueron heroicas, fieles, acompañaron a sus hombres y a su lado murieron.
Bandidos o soldados, de uno u otro bando, las explotaron en todas las formas posibles. La manera como se habla de las mujeres va contra la dignidad de la persona humana: "Llévense tres o cuatro viejas" para engañar, dice el general Nicolás Romero. Pero lo más tremendo es que ellas no se rebelan al trato masculino. Siguen rendidas a ellos y ayudan a la causa que defienden y a su lado mueren.
En el segundo de estos capítulos hay párrafos indignantes en los que las mujeres funcionan como botín de guerra: se las utiliza para saciar sus apetitos sexuales o bestiales y luego desecharlas como trastos inservibles. Pero ellas aman, aman a sus compañeros, los soldados, y son tan fieles que roban por ellos hasta los cirios para velarlos ya difuntos.
Las mujeres de Ruiz deja una sensación de dolor e indignación, al mostrar el lastimoso estado en que en el siglo XIX se hallaban las mujeres del pueblo en las provincias de nuestro México. La poca valoración de sí mismas, su tremenda incultura, su entrega sin condiciones al hombre, el desconocimiento total de su igualdad frente a ellos. Así las conoció Eduardo Ruiz y así las muestra la autora.
Sin embargo, el mismo Ruiz, abogado, soldado, escritor y poeta, se rinde ante esas incultas, pobres y sucias mujeres, cuando en la convivencia descubre sus virtudes humanas: generosas sin límite, valerosas, abnegadas, trabajadoras, humildes, sencillas, valientes y capaces de dar amor, aun a quien las violó y las lleva a su servicio en pos de la tropa.
Dentro de las virtudes de las mujeres soldaderas que aparecen en diversos capítulos, el séptimo está dedicado a las madres, esposas e hijas, mujeres de un nivel social más alto, en el que se presentan, como ejemplares, a doña Soledad Solórzano de Régules y a doña Petrita [ sic ]. Una, esposa de general, mujer digna, valiente, patriota, con calidad humana, que perdona y reclama perdón para quienes la expusieron a la muerte. Otra, mujer más sencilla, pero generosa, enfermera que atiende al herido sea amigo o enemigo.
El octavo capítulo se refiere a la emperatriz Carlota. Ruiz, como liberal que era, la mira con ojo crítico, menosprecia sus bondadosas ayudas al pueblo, al grado de que termina con el episodio en que Riva Palacio le dicta la burlesca canción que en alegre cena compuso: Adiós, mamá Carlota.
El capítulo final menciona, un tanto a la ligera, cómo al triunfo liberal sigue la exclaustración de la que son víctimas las monjas del convento de Santa Catalina de Pátzcuaro. Pero, eso sí, "con dulzura y cortesía", según el general Régules con falsa amabilidad.
Simultáneamente describe la alegría con que reciben las mujeres partidarias al ejército liberal y cómo se funde entre ellas el recuerdo de los héroes de la Independencia, entre éstos Morelos y Guerrero, en sus descendientes.
La tercera parte del libro la forman dos figuras. La primera Ana María Duarte de Iturbide, la emperatriz, que no forma parte de la Historia de la guerra de intervención: se trata de una pequeña biografía que Ruiz publicó en la revista El Mundo Ilustrado. Resulta interesante que se haya incluido porque muestra la atracción del autor por las mujeres que intervienen en la historia política de México. La segunda, en cambio, es una figura indígena imaginaria: Atzimba, quien pasa a la historia por el amor.
Como la autora señala, lo importante radica en que Eduardo Ruiz, años después de haber convivido y escrito acerca de tantas mujeres de aquella cruel guerra entre imperialistas y liberales, finalmente incluya a dos que representan a las clases altas, la una emperatriz, la otra princesa indígena. Reconoce a la primera como mujer educada, capaz de tomar sus propias decisiones, que no se deja amenazar ni humillar, que abandona el país y vive por propia voluntad en el extranjero hasta su muerte. La otra, fruto de la imaginación, es en la leyenda Atzimba, la que por amor morirá en una cueva con su amante Villadiego.
Interesante es constatar que, tanto en la historia biográfica como en la leyenda, Eduardo Ruiz conceda gran privilegio al amor de la mujer. Virtud o pasión pero amor al fin. Amor, no en abstracto, sino concreto, será finalmente el que aflore en la poesía de Ruiz, cuando la concluye diciendo como enamorado:
¡Oh!, si yo poseyese tu mirada,
de mí estuvieras, niña, enamorada.
Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, Martha Beatriz Loyo (editora), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 19, 1999, p. 117-120.
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