Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México

 

Romana Falcón, Las naciones de una república. La cuestión indígena en las leyes y el Congreso mexicanos, 1867-1876, México, Cámara de Diputados del H. Congreso de la Unión, Comité del Instituto de Investigaciones Legislativas, LVII Legislatura, 1999, XXII+540 p. (Serie V. Los Grandes Temas de la Nación y las Políticas Nacionales).

Felipe Arturo Ávila Espinosa


El objetivo del libro es -como señala la autora- estudiar desde la historia social la obra legislativa de la república restaurada, teniendo como hilo conductor la cuestión indígena y, por tanto, la agenda social del Estado mexicano en relación con la mayoría de la población pobre y marginada del país tanto rural como urbana, hecha a un lado por el proceso modernizador decimonónico.

El texto representa una novedad historiográfica. Se ha estudiado ampliamente la discusión y la actuación de los constituyentes del 57; sin embargo, se ha dado menos atención al liberalismo triunfante. El libro reconstruye la visión que tuvieron las elites gobernantes de los problemas relacionados con la construcción del modelo de país que querían y de las dificultades que encontraron para hacerlo. Usa para ello fuentes legislativas, así como obras periodísticas, artículos de revistas y libros de quienes ejercieron en esos años el poder parlamentario. Es también, dice la autora, una historia del poder "una reconstrucción de la delicada y cambiante relación entre quienes dominaban y quienes eran objeto de esa dominación". La política ha sido, salvo casos excepcionales, asunto de las elites. Así, el libro en cuestión es una mirada a la historia desde dentro del poder.

Los liberales mexicanos desde el siglo XVIII, y particularmente quienes lograron la restauración de la república, al igual que los grupos conservadores de esa época, vislumbraron el desarrollo del país inspirado en el modelo occidental, en sus instituciones y en sus leyes. Empero, esta visión hubo de chocar con la dura realidad de un país en donde la mayoría de la población, indígena y campesina, no compartía ese paradigma y, a menudo, se oponía a él. Había una dicotomía: el país de las elites y el de las mayorías desposeídas. El esfuerzo de las elites gobernantes de articular una nación moderna estuvo marcado por la tensión permanente, por la confrontación y la resistencia de ese otro país distinto, en el cual los indígenas eran una parte decisiva.

Si hay alguna enseñanza que predomina sobre las demás en esta importante obra de la doctora Falcón, es que ambos proyectos, ambas visiones, ambos países, nunca tuvieron una relación armónica; que el liberalismo nunca fue capaz de entender el significado de esas culturas y prácticas económicas y políticas distintas, y, por ello, en buena medida, el libro es la historia del proceso a través del cual el liberalismo mexicano fue avanzando en someter, subordinar, derrotar, neutralizar y liquidar al otro México. Este proceso, desde luego, no fue lineal, ni mucho menos puede decirse que haya sido exitoso totalmente, aunque cabe reconocer que la crónica de los acontecimientos que narra la autora es, en lo esencial, la crónica de las victorias de las elites liberales y, a la inversa, de las derrotas de los grupos subalternos.

Empero, aunque no sea su propósito central -puesto que está construido mediante el análisis del discurso de una parte de las elites-, en el libro también resalta, aunque de manera oblicua, indirecta, la resistencia, la lucha, las formas de convivencia, los valores y la organización de los grupos indígenas, es decir, la situación y la voz de los de abajo. No es éste un mérito menor, dada la dificultad de su estudio. Hay aquí material inédito, valioso, de primera mano, que permite la reconstrucción de esa otra visión del mundo y de la historia, la mirada de los vencidos y su presencia terca, pertinaz, constante hasta nuestros días.

Otro aspecto destacable es el de las opiniones de una buena cantidad de pensadores, ideólogos, literatos, grandes tribunos y funcionarios que, a contracorriente, en minoría, sin mucha efectividad práctica en sus propuestas, derrotados siempre en las votaciones camarales y en las políticas adoptadas, se opusieron lúcida y valientemente, con argumentos que siguen llamando la atención por su agudeza, contundencia y validez, a la mayoría liberal gobernante. Las voces de Francisco Zarco, Ignacio Ramírez, Ponciano Arriaga y José María Castillo Velasco, entre otros, siguen siendo un ejemplo de moralidad, justicia y toma de partido por los pobres, a través de análisis y propuestas que merecerían no solamente un lugar destacado en la historia parlamentaria, de las ideas y de la política de nuestro país, sino en los debates y en la política nacional contemporáneos.

Llama particularmente la atención la vigencia de la discusión sobre la forma en que entendían o pretendían entender el mundo indígena las elites políticas y culturales del siglo XIX. La visión predominante, con mucho, fue la que vio en los indígenas un obstáculo y una amenaza para el desarrollo de la nación mexicana, tal como era entendida ésta por las elites. Los indios no tenían cabida en la república de ciudadanos iguales ante la ley, en la sociedad de propietarios individuales, emprendedores y laicos, que constituían el modelo de los gobiernos y de los parlamentos decimonónicos nacionales. Es notable la incapacidad y la negativa de comprender y de aceptar a lo diferente. Y es más notable aun el cúmulo de prejuicios y de opiniones negativas, racistas y despectivas que impregna las páginas de los debates en la tribuna, en los medios y en la legislación. Sin embargo, es justo señalar que, aun en ese mar de juicios desfavorables de las elites, hubo intentos destacados por comprender realmente la manera de ser de los indígenas, de buscar las causas de su marginalidad, los motivos de sus comportamientos, las razones de su conducta. Esos análisis concluyeron -como no podía ser de otra forma- en la responsabilidad que tenía el sistema social, el gobierno, el avance de la modernización que había ido extinguiendo los valores y las formas de ser diferentes de las de los indígenas. Las soluciones que vislumbraron tenían serios límites, no iban a la raíz, desde el punto de vista de los de abajo: se pensó que había que educarlos dentro de la cultura nacional blanca dominante y blanquearlos étnicamente, es decir, fusionar las razas indias con la población blanca y mestiza.

Desde luego, la otra cara, y quizá todavía más dura que la ofensiva cultural y étnica de los liberales contra las comunidades indígenas, fue el ataque sistemático y a fondo en contra de la propiedad comunal. Identificadas como un obstáculo para el progreso económico, las propiedades de las corporaciones eclesiásticas e indígenas sufrieron un continuo y agudo embate de la legislación, de las acciones de gobierno y del mercado. Con el afán de crear pequeños propietarios privados, que serían la base económica de la dinámica mercantil en la que se pretendía meter al campo mexicano, a lo largo de todo el siglo XIX se efectuó un vasto esfuerzo -cuyo cenit fue la aplicación de la Ley Lerdo y de la Ley de Baldíos porfiriana en algunas regiones- que tuvo como resultado una masiva desposesión y expropiación de la tierra de las comunidades campesinas, que eran la base de su solidaridad e identidad comunitaria, así como un masivo traslado de esta propiedad a otras manos no sólo de capitalistas foráneos y viejos terratenientes, sino también de otra parte de las elites y clases medias locales y aun de algunos caciques indígenas. Hubo también voces discordantes, minoritarias, como las de Ignacio Ramírez y Francisco Zarco, que se opusieron a esos despojos y señalaron los perjuicios que se estaba causando a las poblaciones indias y campesinas. Tales voces no fueron suficientes; el proceso avanzó inexorablemente.

Empero, en ese mismo proceso las comunidades campesinas no tuvieron un papel pasivo. Defendieron de muchas y variadas formas su legítima propiedad, adecuaron sus estrategias de resistencia y, en algunos casos, lograron conservar sus recursos. A menudo recurrieron a establecer alianzas interclasistas con notables de las elites regionales, con caudillos populistas que les ayudaron a protegerse de la ofensiva liberal-conservadora. Con todo, lo más notable de esa resistencia al avance de la gran propiedad fueron las numerosas y prolongadas endémicas rebeliones que protagonizaron los pueblos indios, las cuales confirmaron que existía una relación directa entre las políticas de despojo de tierras, aguas y recursos naturales por las políticas liberales y la resistencia armada de los pueblos.

Otro de los ámbitos en los que también se notó el avance de la lógica de mercado y la ideología de la sociedad capitalista liberal fue en el terreno de lo que la autora denomina la esfera de la vida cotidiana de las clases subalternas. Las necesidades militares de consolidar el nuevo orden político del siglo XIX, la lucha por imponer la hegemonía entre los distintos grupos y la defensa del proyecto de nación que enarbolaban los liberales hicieron que se recurriera indefectiblemente al reclutamiento forzoso de hombres para las fuerzas armadas a través de la leva. Esta forma coactiva de reclutamiento, opuesta a la doctrina pura del liberalismo, con su respeto formal por las garantías individuales y la libertad, no fue un obstáculo para la necesidad de brazos armados para la defensa de su proyecto de nación, que era presentado como de interés general para todas las clases.

Esta misma lógica se usó para obligar a reclutar la mano de obra asalariada que se empleara productivamente en las empresas que la necesitaban, estrategia de coacción que se advierte diáfanamente en todas las disposiciones y medidas en contra de los vagos, los mendigos y los pobres. Aunque la ideología liberal predominante veía con horror la intervención deformante del Estado en la economía, así como la intervención para aliviar las desigualdades y polarizaciones creadas por la sociedad capitalista, estos pruritos ideológicos se hicieron a un lado ante la necesidad que tenía el capitalismo mexicano de crear un mercado de mano de obra libre, necesidad que, en las condiciones del país, tenía que ser llevada a cabo forzosamente por el Estado, aunque fuera de manera coactiva. Adicionalmente, se reforzaba el monopolio de la violencia estatal con la misma estrategia. Los reclutas indígenas y los pobres de las ciudades iban a engrosar las fuerzas de seguridad y represión que vigilarían que el sistema funcionara. De nuevo, las voces discordantes denunciaron la injusticia y trataron de ayudar a los de abajo, sobre todo el Zarco, Julio Zárate y Juan de Dios Baz, precursores con sus propuestas de la legislación protectora del siglo XX, al igual que Maximiliano y su efímero imperio.

Quizá uno de los aspectos más interesantes en el libro de la doctora Falcón es su tratamiento de las rebeliones indígenas del periodo, de la violencia y desbordamiento de los canales institucionales por la resistencia indígena y campesina. La violencia agraria ha sido reconocida como algo decisivo para la constitución de la nación mexicana. Esa resistencia permeó la época colonial, si bien la mayoría de las rebeliones fueron movimientos localizados, aislados, que no constituyeron un serio desafío para el orden colonial. Sin embargo, en la época independiente el Estado nacional ya no tuvo la misma legitimidad que el Estado colonial, en buena medida, por su incapacidad y su rechazo consciente a defender las formas de vida de las comunidades campesinas tanto de los ataques de las tribus indias del norte como, sobre todo, de la ofensiva agraria de los terratenientes. Por ello, el siglo XIX mexicano estuvo caracterizado por una constante, obcecada, oleada de rebeliones campesinas e indígenas. En varios casos no fueron sólo luchas defensivas. Recuperaron tierras, aguas y bosques e hicieron planteamientos más generales de organización social.

Ante estas rebeliones el parlamento mexicano demostró lo que ha sido siempre: un instrumento de clase al servicio del sistema de dominación y de las elites en el poder. Por ello, no extraña la condena a las revueltas ni la aprobación de medidas encaminadas a castigar e imposibilitar las propuestas, objetivos plasmados diáfanamente en el Código Civil de 1871 y en su pormenorizada caracterización de las conductas sediciosas, con sus respectivos castigos que, en el extremo, contemplaban la pena de muerte, pena que siguió siendo una cruda realidad hasta entrado el siguiente siglo.

Cabe enfatizar que el tratamiento que hace la doctora Falcón de estos problemas, con rigor y objetividad, sin ocultar su simpatía por los de abajo, no cae en la simplificación e idealización romántica de las luchas campesinas. Éstas son vistas en toda su complejidad, con sus conflictos internos, rivalidades, pugnas por el liderazgo, incapacidad de incorporar a otros sectores, limitaciones ideológicas, etcétera. Contribuye, así, a una mejor comprensión de un periodo decisivo en la consolidación del proyecto de nación federal y republicana que se fue formando a lo largo del siglo XIX.

Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, Martha Beatriz Loyo (editora), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 20, 2000, p. 149-154.

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