Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México

 

Elisa Servín, Ruptura y oposición. El movimiento henriquista 1945-1954,
México, Cal y Arena, 2001.

Pablo Serrano Álvarez


Desde hace más de diez años conocí la investigación que emprendía Elisa Servín sobre el henriquismo, un movimiento político y social que puso en entredicho a la tan llevada y traída unidad nacional que propugnaban los gobiernos posrevolucionarios, y que servía de justificación para la estabilidad política y social, el desarrollo económico estatista, la posición del partido oficial llamado PRI y los mecanismos de un sistema político que cada vez más se convertía en autoritario.

A movimientos como el sinarquismo, el jaramillismo, el cedillismo o el henriquismo, provenientes de las derechas o las izquierdas o el centro, algo los identificaba plenamente: el origen en el periodo presidencial de Lázaro Cárdenas, el gran cimentador del sistema político posrevolucionario y autoritario.

Dichos movimientos sociales y políticos llevaron la oposición antigubernamental, pero también llevaron tras de sí a las masas sociales descontentas con los resultados, en la práctica, de la Revolución Mexicana. Casi todos, ensalzaron la tradición, pero también la modernidad y cuestionaron hasta la médula a los revolucionarios en el poder y la instrumentación de la Constitución, ya sea en la palestra de la reforma agraria, las medidas que beneficiaban a los obreros, la cuestión educativa, la religión o las formas que adquiría la democracia moderna mexicana.

Durante los treinta, los cuarenta o los cincuenta, la oposición social o política cuestionó duramente a los gobiernos encabezados por Cárdenas, Ávila Camacho o Miguel Alemán, haciéndose acreedores de la movilización oposicionista en la nación, involucrando a campesinos, obreros y trabajadores, clases medias, intelectuales y oligarquías enraizadas en las regiones.

El caudillismo y el caciquismo surgido de la Revolución había pasado de moda por la modernidad política, excepto en el caso del cedillismo de 1938. Las oposiciones cambiaron y, mediante la movilización social y política, encontraron su medio de expresión a través de personajes y organizaciones que manifestaron sus resquemores contra los revolucionarios en el poder, pero también contra la imposición de la modernidad política y los mecanismos gubernamentales modernos, contenidos en el actuar presidencial, en la acción partidista del PRM o el PRI o en el actuar de las políticas relacionadas con lo agrario, lo industrial, lo educativo, lo religioso o lo social.

Entre finales de los treinta y mediados de los cincuenta, México experimentó un momento de transición entre lo tradicional y lo moderno, entre el antiguo orden posrevolucionario y el orden capitalista que ensalzaron gobiernos como los de Ávila Camacho y Miguel Alemán.

El mareo modernista puso en jaque a los gobiernos populistas, autoritarios y desarrollistas, que no lograron contener las oposiciones ahora expresadas por movimientos sociales y políticos que se manifestaron con gran fuerza en todo el país.

El sinarquismo le hizo la vida pesada, desde el lado de las derechas, a Cárdenas y Ávila Camacho. El cedillismo expresó el final de los cacicazgos y la mano dura contra ellos por parte de la política moderna y populista del cardenismo. El jaramillismo fue preocupante para los modernistas camachistas y los alemanistas. El henriquismo evidenció las fracturas en el seno de la clase política de los "cachorros de la revolución" y puso en jaque, indiscutiblemente, al sistema presidencialista, unipartidista y a la negociación política dentro de un sistema político estable y dizque moderno.

Los presidentes tuvieron que instrumentar novedosos mecanismos de persecución y represión, además de la cooptación para lograr la estabilidad tan necesaria para llevar a la realidad el tan ansiado desarrollo económico, en mucho favorecido por la Segunda Guerra Mundial. México necesitaba transitar de lo tradicional a lo moderno e insertarse en el capitalismo mundial y, para ello, la política posrevolucionaria tenía que ajustarse. Cárdenas, Ávila Camacho y Alemán tuvieron que evitar, a toda costa y a todo costo, la inestabilidad y, con mano dura, actuar contra las oposiciones sociales o políticas. Fueron los actores por excelencia del Estado moderno mexicano contemporáneo y, en este sentido, actuaron y desarrollaron mecanismos que tuvieron la intención de derribar cualquier actor, movimiento u oposición que nublara la modernidad mexicana.

El caso del henriquismo representó los peligros a los que se sometía el partido en el poder, pero también la figura presidencial y los procesos electorales y, mucho más, la estabilidad política y social siempre tan contenida y cuadrada, jerárquica y autoritaria.

Detrás del henriquismo venían los militares ensalzados por Cárdenas, la clase política desplazada por el modernismo, los campesinos siempre utilizados y manipulados, los trabajadores corporativizados, las clases medias politizadas y las fuerzas político-sociales regionales y locales adversas a la política "moderna" y concentrada o centralizada. La figura de Miguel Henríquez Guzmán representó un eterno retorno al cacicazgo y al caudillismo treintero, pero también al populismo barato al que tanto se opusieron Ávila Camacho y Alemán y, por supuesto, la estructura del priismo, ahora muy civilista, democrático y palestra de la modernidad política.

La lucha política henriquista ya contaba con suficientes apoyos y consensos en 1946, como heredero indiscutible del populismo cardenista y, por ende, de los beneficios de la aplicación de los resultados revolucionarios. La marginación de las fuerzas cardenistas y tradicionales, a cargo del bienhechor Miguel Alemán, sin embargo, contuvo a la fuerza henriquista que puso en entredicho los logros civilistas, modernistas y autoritarios, que fueron proyecto desde finales de los treinta.

México no podía darse el lujo de un retorno militarista y populista, mucho menos de una vuelta atrás al cacicazgo y al caudillismo que, a final de cuentas, eran una esperanza social para llevar adelante los logros de la Revolución Mexicana no vistos en las décadas de los veinte y treinta.

El henriquismo cuestionó a la modernidad política que encabezaba Miguel Alemán, centralizada, autoritaria, presidencialista y partidista. La democracia mexicana, siempre contenida por el "señor presidente" y el "partido", no pudo contener la expresión del movimiento político que cuestionó la modernidad, pero también los mecanismos políticos de esa modernidad.

La palestra era el populismo, el oficialismo cardenista y la recuperación de los logros revolucionarios, frente a un modernismo que no se concebía en la política mexicana. El partido y el presidente fueron cuestionados, mucho más, los procesos electorales, siempre marcados por el fraude descomunal y las tranzas de los políticos con profesión y con experiencia de intelectuales y sabiondos.

El henriquismo fue el heredero de las demandas de los movimientos sociales y políticos que le precedieron en los treinta y los cuarenta y, mediante un conjunto de alianzas tradicionales puso en jaque a la estabilidad política y social que tanto pregonaban los alemanistas y el partido en el poder. Los mecanismos alemanistas quedaron evidenciados y fracturados, por lo que dentro del mismo oficialismo hubo ruptura y oposición.

1951, 1952 y 1953 fueron de una gran efervescencia política y social en el país. La clase política se dividió, las masas corporativizadas se fracturaron, el partido oficial se tambaleó, el presidente tuvo que imponer su voluntad, los gobernadores se dividieron, los movimientos oposicionistas cuestionaron al régimen, la política exterior evidenció contradicciones. A pesar de todo, el escogido, Adolfo Ruiz Cortines, se sentó en la silla, siendo el heredero del alemanismo y actor fundamental de lo que daría en llamarse el "desarrollo estabilizador". El henriquismo quedó desplazado como proyecto y como fuerza política y social, y hubo un reacomodo de las fuerzas del oficialismo heredero de la posrevolución, ahora con facha de estable y modernista.

El aparato gubernamental, sin embargo, se impuso sobre los cuestionamientos henriquistas que, fracasados en el proceso electoral federal, emprendieron una gran movilización, ocasionando efervescencia y evidencias del autoritarismo del Estado posrevolucionario, confabulados por la fórmula activa entre el presidente y el partido oficial. México no era modelo de democracia perfecta, no era todavía un país moderno en la política, no había logrado la estabilidad y la paz sociales, no tenía las condiciones para ser un país a la altura de la democracia mundial.

El sistema político mexicano tuvo una gran fractura en 1952 y, a pesar de ello, el autoritarismo presidencialista y partidista se impuso, quedando aniquiladas para siempre las oposiciones políticas populistas, fueran de la factura que fueran, del centro, la izquierda o la derecha.

El tambaleo evidenció, sin embargo, que los gobiernos del desarrollismo eran autoritarios, imposicionistas y centralistas, y que la fórmula presidente-partido oficial era la adecuada para la democracia mexicana, que más bien parecía autocracia, pero, finalmente, respondía la tónica de la estabilidad y la paz tan ansiadas para el logro de la obsesión por el desarrollo y la modernidad.

El henriquismo fue el último estertor oposicionista de la tradición posrevolucionaria. Su historia estaba por hacerse y, gracias a Elisa Servín, ahora la conocemos como un capítulo indispensable de la historia contemporánea del siglo XX mexicano.

El libro de Elisa Servín viene a llenar un hueco importante dentro de la historiografía mexicana del periodo contemporáneo. Es un libro que da cuenta de actores, acontecimientos y análisis de lo que significó el henriquismo entre finales de los cuarenta e inicios de los cincuenta.

La virtud de la obra de Elisa Servín estriba en las fuentes de información que utilizó, pero también en el aporte del análisis histórico y político de lo que significó el henriquismo en la historia contemporánea mexicana. Algo que debe destacarse es el hilvane entre la historia nacional y la historia regional, como factor fundamental para entender las alianzas, negociaciones y disidencias que ocasionó el henriquismo, que finalmente logró romper con la estabilidad pregonada por el alemanismo en el poder.

El movimiento henriquista, en síntesis, expresó un rompimiento de la todavía endeble democracia mexicana, pero también las oposiciones a un sistema político ciento por ciento autoritario, creado por el alemanismo en aras de la estabilidad, la paz social y la unidad nacional, que eran una obsesión del proyecto gubernamental para disfrutar las mieles del desarrollo económico y la civilización de la posguerra.

Ante las obsesiones y los proyectos, se instrumentaron los mecanismos de represión, cooptación y persecución que el gobierno alemanista vino instrumentando contra movilizaciones oposicionistas de las derechas y las izquierdas, que pasaron a ser parte fundamental de la identidad y expresión de la democracia mexicana presidencial y partidista. Después se instrumentarían en las movilizaciones de finales de los cincuenta y, mucho más, en el año 1968. Alemán fue el constructor y forjador del andamiaje antioposicionista del Estado mexicano surgido de la Revolución.

Ante estas conclusiones, la obra de Elisa Servín es una aportación enriquecedora para el conocimiento de la historia contemporánea mexicana. Es un libro de historia política que aporta, enriquece y analiza un fragmento de historia todavía oscuro dentro de la historiografía del periodo, siempre analizado o estudiado por sociólogos, politólogos y periodistas, cuyas aportaciones fueron importantes en su momento pero no llegaron a describir y analizar con profundidad tan importante movimiento político.

Por último, la obra de Elisa Servín es sabrosa, disfrutable y aportadora para los académicos y el público en general. Vale la pena leerla y aprender de ella.

Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, Martha Beatriz Loyo (editora), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 22, 2001, p. 163-168.

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