Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México

LAS ELECCIONES DE 1911, UN ENSAYO DEMOCRÁTICO

Felipe Arturo ávila Espinosa


Antecedentes. La política en el Porfiriato

La vida política mexicana durante la época colonial y el siglo XIX estuvo dominada y restringida casi exclusivamente a las elites económicas, sociales y políticas. Aunque desde las décadas finales del régimen virreinal las elites novohispanas adoptaron crecientemente la nueva concepción liberal, que era producto de la Ilustración y de las revoluciones francesa y norteamericana, y que se caracterizaba por poner al individuo como el actor político central y al pueblo como la suma de individuos libres e iguales ante la ley, y era el pueblo el que debía asumir y ejercer la soberanía -el poder supremo-, estas ideas no pasaron de ser, en la mayoría de los casos, buenas intenciones. Si bien el nuevo sistema político nacional, una vez consumada la independencia, adoptó las ideas ilustradas imperantes en Europa -sobre todo las de la ilustración española que se expresó en las Cortes de Cádiz durante la lucha contra la invasión napoleónica-, la legislación y las instituciones políticas de la joven república mexicana establecieron sólo formalmente las nuevas ideas y paradigmas de la democracia liberal occidental. La cultura y las prácticas políticas durante la mayor parte del siglo XIX mexicano siguieron siendo, básicamente, las que habían prevalecido en la época colonial. No había, en los hechos, ciudadanos, partidos políticos ni instituciones como los que proponía la doctrina liberal, adoptada mayoritariamente por las elites mexicanas, fueran éstas progresistas o conservadoras, republicanas o imperiales, federalistas o centralistas. Prevalecieron, en cambio, las prácticas tradicionales de carácter corporativo, clientelar, en el marco de un Estado nacional muy débil, más frágil que el Estado colonial, debido a al predominio de poderes regionales muy fuertes, celosos defensores de su autonomía, compuestos por una extensa red de caudillos y caciques que constituían el poder real de las localidades.

La política siguió siendo, pues, una actividad circunscrita a las elites y a los representantes de estos poderes regionales, a una minoría activa, iniciada, que se convirtió en la depositaria y detentadora de la soberanía popular, minoría que ejerció el poder real en nombre del pueblo y de los ciudadanos formales, y que legitimó periódicamente su poder soberano mediante procesos electorales en los que predominó el control corporativo del voto de la sociedad, que era una sociedad mayoritariamente tradicional, donde los grupos rurales tenían un enorme peso y donde la Iglesia, los militares y las organizaciones gremiales -los sectores corporativos del antiguo régimen- conservaban una influencia decisiva.[ 1 ]

En 1877, luego de las desgarradoras guerras civiles entre liberales y conservadores, de la guerra contra la intervención francesa y de la restauración de la república, Porfirio Díaz llegó al poder sobre la base de una coalición de caudillos regionales triunfantes y fue capaz, en los años siguientes, de establecer por primera vez en el siglo XIX un verdadero Estado nacional, mediante la subordinación de los poderes regionales al centro, y articuló con maestría una red piramidal de vínculos y solidaridades de carácter clientelar, encabezados por los caudillos y notables locales, en cuya cúspide estaba él mismo. Una vez consolidado el poder del nuevo Estado nacional, en la década de 1890, Díaz desplazó y sustituyó a la mayoría de los viejos caciques regionales y puso en su lugar a hombres de su confianza, a operadores y administradores políticos que mantuvieron el equilibrio entre las fuerzas políticas locales en favor del centro nacional. Así, paulatinamente fue abriendo las puertas de los altos puestos de la administración pública, de los negocios y de la política a representantes de nuevas elites, urbanas y rurales, así como a una parte ilustrada de las clases medias.[ 2 ]

Durante el Porfiriato fue una minoría la que controló el aparato estatal en sus diferentes niveles, la que ocupó los principales puestos políticos, se benefició de ellos y se perpetuó en el ejercicio del poder, en muchos casos, de manera prácticamente vitalicia. Esta minoría, empero, recurría regularmente a la legitimación de sus cargos mediante elecciones periódicas que, de manera invariable, eran procesos controlados por los caudillos, caciques y notables en cada una de las localidades, con la aprobación y supervisión última de Díaz. En épocas electorales, la costumbre era constituir apresuradamente clubes políticos alrededor de las figuras políticas que contaban con el favor y el apoyo oficiales. Tales clubes simulaban campañas políticas de muy corta duración, obtenían el triunfo y la sanción legal de sus candidatos y desaparecían tan rápido como habían surgido. Este proceso, al que François-Xavier Guerra denomina acertadamente "la ficción democrática", se repetía periódicamente en los tiempos establecidos por la legislación electoral.

Luis Cabrera, agudo pensador liberal y crítico del Porfiriato, escribió en 1909 un texto en el que denunciaba este mecanismo, con el que se legitimaba y perpetuaba en el poder el partido porfirista, al que denominaba "neoconservador":

Para los neoconservadores el trabajo de organización ha sido muy sencillo y no han tenido que dedicarle mucha atención. Contando con la máquina administrativa que se encuentra en sus manos, se han dedicado a formar sus agrupaciones reeleccionistas modelándolas sobre los patrones municipales de cada lugar, de modo que por medio de la disciplina oficial ha sido muy fácil establecer en cada municipalidad un club reeleccionista formado principalmente de los empleados públicos. Para los neoconservadores la parte principal de la labor de organización ha consistido en poner al frente de los puestos principales, y sobre todo en las gubernaturas de los estados, personas de su confianza, contando ya con la mayor parte de los gobernadores; los pocos estados que aún pudieran estar fuera de su acción procuran ganarlos. [ 3 ]

Díaz y los hombres favorecidos por él coparon los espacios políticos y los de las administraciones públicas federal y estatal. Los intereses de los grupos en la provincia se expresaban mediante la red de intermediarios políticos y administrativos de los distintos niveles, aunque también sobrevivieron personas influyentes en las regiones que, aunque habían sido excluidas del poder político, conservaron su fuerza económica y social y siguieron siendo gestores y mediadores de la población ante el poder central. No había grupos políticos ni organizaciones permanentes de ciudadanos. En los hechos, sólo existía el partido porfirista a nivel nacional constituido por una multitud de grupos de carácter clientelar, controlados por los gobernadores y los jefes políticos de los estados y los territorios. En algunas ocasiones, en la selección de candidatos para los cargos de elección hubo divisiones en la clase política local o la selección de ésta no coincidió con la voluntad de Díaz.

En tales casos ocurría una competencia política abierta y acotada entre los aspirantes para conseguir el favor presidencial: los grupos de interés podían movilizar a sus clientelas y fieles, siempre dentro de los cauces institucionales, hasta que uno de ellos era reconocido como el más adecuado para el centro. Su triunfo era entonces sancionado por la aprobación de Díaz y por la maquinaria oficial que legitimaba formalmente una decisión que había sido tomada por los poderes reales previamente.

Este mecanismo, no sin conflictos, funcionó de manera más o menos efectiva desde 1884 hasta 1900. El envejecimiento de Díaz, que era la pieza clave en todo el sistema de redes clientelares y corporativas, convirtió el asunto de la sucesión presidencial en el principal problema político del régimen, conflicto que no supo resolver. El sistema político, que estaba basado en un control oligárquico del poder y, por tanto, en la exclusión de una parte de las elites, de los sectores medios y de las clases populares, comenzó a entrar en crisis en los primeros años del siglo XX.

La notable modernización económica que había tenido lugar en el Porfiriato permitió el desarrollo de nuevos actores económicos y sociales tanto en las ciudades como en el medio rural. Grupos de rancheros, arrendatarios, aparceros, obreros, burócratas y clases medias reclamaron la apertura de los espacios que controlaba la clase política porfiriana. Al mismo tiempo, ante la sucesión de Díaz, la propia elite dominante sufrió una fractura entre sus dos principales grupos políticos, cada uno con vastas redes clientelares: los científicos, capitaneados por el brillante ministro de Hacienda, José Yves Limantour, y los reyistas, aglutinados alrededor de la figura militar carismática de Bernardo Reyes.[ 4 ]

Al margen de estos dos grandes grupos políticos nacionales, en los primeros años del nuevo siglo comenzó a expresarse también una nueva corriente política, portavoz de varios de los nuevos actores fuera de los canales tradicionales que había impuesto el sistema porfiriano. Aunque siguió siendo un fenómeno de minorías, amorfo y sin un liderazgo ni una expresión orgánica únicos, se extendió a varios grupos y regiones y tuvo un papel central en el despertar de una nueva conciencia, radical, que tuvo su primera expresión en los clubes liberales a partir de 1903. Posteriormente, una parte de esa corriente renovadora se expresó parcialmente en el Partido Democrático y en el reyismo popular de 1908-1909 y, finalmente, en el antirreeleccionismo maderista de 1909-1910.

La emergencia de las nuevas corrientes y sus demandas de apertura política evidenciaron el desgaste y el anquilosamiento del sistema político porfiriano. Así, la cerrazón y la falta de permeabilidad del régimen para incorporar a los nuevos actores llevaron a éstos a constituirse, por primera vez en tres décadas, en verdaderos movimientos opositores, en alternativas políticas abiertamente contrapuestas al Porfiriato. Esta oposición logró trascender el ámbito local y estableció redes de contacto, militantes y simpatizantes en varias ciudades del país.

La primera de esas expresiones fue la de los grupos liberales, cuya rama más radical se agrupó en el magonismo. Aunque este movimiento prefiguraba una forma nueva de participación política fuera de los mecanismos corporativos tradicionales, basada en principios ideológicos asumidos por individuos con un alto grado de conciencia y compromiso, en la medida en que muy pronto se radicalizó y evolucionó hacia el anarquismo y su núcleo dirigente, exiliado en los Estados Unidos, se abocó a la preparación de una insurrección armada -por lo que adoptó una organización clandestina-. Ésta radicalización y la represión implacable de que fue objeto se convirtieron en un obstáculo insalvable que les impidió constituirse en un partido amplio, con arraigo y redes importantes. Por ello, su influencia en la política nacional fue marginal tanto en los años finales del Porfiriato como durante la década revolucionaria. De este modo, la contribución del magonismo a la formación de una cultura política diferente a la que imperaba entonces, consistió en una pedagogía ideológica que transmitió a una nueva generación, en la que destacaron dirigentes que abrevaron en esa tradición liberal radical y que contribuyeron en los años siguientes, desde diferentes corrientes, a derrumbar la legitimidad del sistema porfiriano.[ 5 ]

Dentro de las elites porfirianas se produjo también una fractura a finales de la primera década del siglo XX, ante el predominio del grupo de los científicos en la escena política nacional y la ruptura de los equilibrios que esta preponderancia produjo. La escisión más importante fue el reyismo, que en 1908, al ponerse nuevamente en la orden del día la sucesión de Díaz dio lugar a un amplio movimiento de clases medias, militares, burócratas, obreros y artesanos urbanos, que formaron una corriente que trató de influir para que Bernardo Reyes alcanzara la vicepresidencia del país y, por tanto, relevara a Díaz una vez que éste, muy anciano ya y enfermo, tuviera que retirarse.

En el reyismo confluyeron también algunas organizaciones políticas incipientes, como el Partido Democrático, formado por intelectuales progresistas opositores al Porfiriato y enemigos acérrimos de los científicos. A fines de 1908 y en los primeros meses de 1909 el reyismo adquirió un carácter popular, con la incorporación a él de grupos de clases medias, burócratas y de trabajadores urbanos. El movimiento se extendió a varias regiones y se convirtió en un serio desafío para el sistema. No sólo trató de oponerse en la arena nacional al candidato porfirista para la vicepresidencia, Ramón Corral, sino que también se convirtió en una fuerte oposición en las coyunturas políticas de cambio de gobernador que tuvieron lugar en Morelos, Sinaloa y Yucatán en 1909. El mayor conflicto local tuvo lugar en Morelos; ahí algunos de los principales seguidores de Reyes apoyaron la campaña política de Patricio Leyva para la gubernatura de esa entidad, la cual adquirió un marcado carácter populista y encontró un inusitado apoyo popular al atacar abiertamente a los hacendados cañeros, el grupo económico dominante en el estado. La campaña opositora se radicalizó, el movimiento fue reprimido y Díaz consumó la imposición de su candidato Pablo Escandón. Sin embargo, el desarrollo de ese movimiento, al igual que movilizaciones populares semejantes que tuvieron lugar en Sinaloa y Yucatán, era síntoma de que la presión para abrir el sistema político por parte de nuevos y pujantes sectores sociales estaba creciendo.[ 6 ]

Bernardo Reyes, hombre formado dentro del sistema porfiriano y en la tradicional disciplina institucional del ejército, se negó a encabezar un movimiento en vías de radicalización que cada vez más se iba enfrentando abiertamente a Díaz. Reyes se deslindó de sus seguidores y aceptó el exilio disfrazado que le ofreció Díaz. Esto hizo que el reyismo, que había sido el movimiento político opositor más importante y amplio hasta ese momento en el Porfiriato, se quedara acéfalo. Muchos de sus cuadros y simpatizantes, ante la falta de alternativa propia, engrosaron las filas del maderismo que había comenzado a desarrollarse como un movimiento político que también se oponía a la reelección de Díaz y, sobre todo, que buscaba cerrarle el paso a la imposición de Ramón Corral para la vicepresidencia, pero que era hasta entonces muy marginal. El maderismo, aglutinado alrededor de Francisco I. Madero, miembro de una de las familias más ricas del país, se nutrió de manera importante de muchos cuadros y de la experiencia del reyismo. Éste, aunque fue una movilización política importante, no logró cuajar como partido; las agrupaciones y líderes que lo apoyaron se dispersaron y algunos de ellos encontraron vías alternativas a sus inquietudes en el incipiente antirreeleccionismo maderista.

El maderismo inicial fue un movimiento esencialmente electoral que pretendía instaurar en el país una democracia republicana civil. Al igual que el reyismo, tuvo un gran impacto casi en los mismos sectores urbanos que aquél y, en pocos meses, logró crear una amplia red de clubes antirreeleccionistas en las principales ciudades del país. Conforme avanzó, se convirtió también en un serio desafío para el régimen porfirista. En los clubes maderistas participaron numerosos intelectuales, profesionistas, obreros y algunas elites regionales desplazadas del poder político. Como era costumbre en la práctica política de entonces, una vez constituidos los clubes convocaron a una convención nacional, con el fin de constituir formalmente el Partido Antirreeleccionista. En la convención aprobarían el programa político para su campaña electoral, elegirían a sus candidatos para la presidencia, la vicepresidencia y la Suprema Corte de Justicia -cuyos magistrados se elegían en el mismo proceso electoral.

La Convención se celebró el 15 de abril de 1910. Acudieron casi 200 delegados del Partido Antirreeleccionista, a los que se sumaron los delegados de su aliado el Partido Nacional Democrático. Madero, quien había sido la figura clave en la organización del partido y cuyo libro recién publicado acerca de la sucesión presidencial lo convirtió en la figura antirreeleccionista de más relieve nacional, ganó sin dificultad la nominación como candidato a la presidencia. Para la vicepresidencia la competencia estuvo más cerrada: el doctor Francisco Vázquez Gómez, relativamente desconocido pero apoyado por Madero superó por sólo 31 votos a Toribio Esquivel Obregón, la segunda figura más relevante en el antirreeleccionismo original. El programa del nuevo partido estableció lo que habría de ser su principal lema: la no reelección y la efectividad del sufragio, así como promover reformas que mejoraran la condición de las clases populares.[ 7 ]

Tanto el reyismo como el maderismo fueron movimientos multiclasistas con una amplia base social. Ambos eran producto de la iniciativa y deseo de cambio de nuevos actores, cuyas principales demandas eran la apertura del sistema político y la participación de sectores hasta entonces excluidos. Sus dirigentes estaban convencidos de utilizar las vías legales para conseguirlo y de que, transitando por ese camino, se formaría plenamente la cultura ciudadana. Así, se conquistarían y aplicarían plenamente los preceptos constitucionales, que eran letra muerta hasta entonces. Los métodos que emplearon fueron también novedosos, pues ambos recurrieron a la movilización amplia de los sectores populares, que los llevó a radicalizarse y a que sus dirigentes, a menudo, no fueran capaces de controlar a sus seguidores y se vieran rebasados en no pocas ocasiones.

Ambos movimientos, empero, conservaron características tradicionales, en continuidad con lo que habían sido la cultura y las prácticas políticas prevalecientes: el caudillismo, el carácter esencialmente electoral y los mecanismos clientelares en las redes de influencia que controlaban sus principales dirigentes.

Cabrera señaló con lucidez los problemas y las limitaciones de las fuerzas políticas que se disputaban el poder en 1910:

Los demócratas, los reyistas y los antirreeleccionistas han tenido que dedicar sus energías casi en su totalidad a la fundación de centros o agrupaciones políticas independientes. En esta labor han tropezado con las dificultades inherentes a la falta de práctica de los organizadores, con la apatía tradicional de las masas y su indisciplina política, y sobre todo con la acción oficial que en casi todo el país se ha hecho sentir, estorbando o impidiendo la formación de clubes independientes [...].

Por cuanto a la labor de propaganda de sus respectivas ideas, es triste decir que ni el partido conservador ni el reformador se han ocupado en poner de relieve la verdad de sus ideas ni el mérito de sus candidatos, y que fuera de la campaña personalista hecha por el grupo científico en sus periódicos contra el general Reyes, toda la lucha se ha reducido a la ingrata cuanto anodina tarea de acusarse mutuamente de ser enemigos del general Díaz, y de procurar convencer a éste de que los ataques contra su persona o contra la paz pública vienen del bando contrario [...] toda la campaña ha girado en derredor de ese propósito: la conquista del general Díaz. [ 8 ]

La movilización de estas nuevas corrientes demostró los límites del régimen porfirista y lo puso en jaque. En buena medida, esta incapacidad de asimilar las demandas de los nuevos actores y de permitir la participación de éstos en la esfera política explica el estallido de la revolución popular que puso fin al Porfiriato. Díaz actuó como lo había hecho hasta entonces contra las oposiciones a su régimen: medir la seriedad de su desafío, tratar de cooptar o neutralizar a sus dirigentes y, en el caso extremo, reprimirlos. El maderismo, que era un movimiento atípico puesto que Madero, si bien era parte de las elites económicas y respetaba los logros materiales del Porfiriato, no formaba parte de las redes de intereses clientelares de los grupos políticos porfirianos y no se sentía obligado a guardarle lealtad al viejo caudillo. Éste, como todos los dirigentes dictatoriales, fue incapaz de preparar su propia sucesión y desplazó de ese proceso a Reyes y Limantour, las dos únicas figuras que tenían presencia nacional para sustituirlo, a causa precisamente de eso. El régimen porfirista fue víctima de su propia lógica interna, pues había concentrado todo el poder en Díaz y no estaba preparado para el eclipse y la desaparición de éste.

Así, ante la reelección de Díaz en 1910, luego de impugnar infructuosamente por las vías legales lo que consideraba que había sido un descarado fraude electoral, el maderismo dio el paso que las anteriores oposiciones no se habían atrevido a dar o no habían podido efectuar con éxito: la insurrección armada. De manera inesperada, dado lo aventurero del llamado maderista y la falta de preparación, de experiencia y de militantes que la llevaran a cabo, el llamado a la insurrección cundió en sectores rurales y dio forma a una amplia insurrección campesina que, por motivos locales propios, con una gran espontaneidad y nuevos líderes naturales, se agrupó nebulosamente dentro del maderismo, que tuvo la capacidad de convertirse en la dirección de un movimiento social compuesto por una gran diversidad de actores y demandas.

La insurrección, en poco más de seis meses, logró derrotar políticamente al régimen porfiriano. La rebelión maderista fue un paréntesis en la movilización política que había tenido lugar en los meses anteriores a noviembre de 1910. En ella, aparecieron en primer plano, por primera vez desde 1810, los sectores populares a través de una amplia movilización campesina que conformó numerosas bandas guerrilleras, cuya actividad militar rebasó estratégicamente la capacidad de respuesta del régimen porfiriano y obligó a Díaz a capitular.[ 9 ]

Con el triunfo de la revolución el proceso de agitación y efervescencia políticas que había tenido lugar en los años anteriores no sólo no se detuvo, sino que adquirió nuevos bríos. En el periodo de transición que siguió a la salida de Díaz surgieron nuevas alternativas políticas, corrientes y organizaciones que le dieron un nuevo aire a la política mexicana. Estas alternativas tuvieron elementos de continuidad con el periodo anterior pero también desarrollaron nuevos aspectos, como se verá.

El interinato: vieja y nueva política

La victoria de la insurrección maderista, en mayo de 1911, provocó una gran movilización y efervescencia en sectores populares y medios que habían permanecido al margen de la política hasta entonces. También provocó, como reacción, que sectores acomodados se organizaran y actuaran para detener el impulso revolucionario y defender sus intereses. En los días que siguieron al triunfo, a pesar de los intentos de la dirección maderista y de las elites porfirianas para desmovilizar a las bandas revolucionarias y restaurar el orden institucional, en la mayoría de las regiones continuó la movilización popular. Las bandas rebeldes, cuando se conoció la noticia de la capitulación de Díaz, amagaron y tomaron las principales ciudades y, en muchos casos, convocaron a la población a deponer a las autoridades locales y nombrar nuevas. La red nacional de caudillos y caciques regionales y sus clientelas, a través de la cual se ejercía el poder porfiriano, fue amenazada por la acción de los grupos rebeldes. Tanto la dirección maderista -la nueva fuerza política nacional dominante- como la parte de las elites porfirianas que sobrevivió al colapso de ese régimen se apresuraron para tratar de controlar ese proceso y desplazar a los sectores populares de él.[ 10 ]

La salida de Díaz fue percibida como el desmoronamiento del sistema político que había imperado hasta entonces y provocó pánico y temor en las elites y grupos privilegiados que intentaron, por diferentes vías, salvaguardar sus intereses y buscaron acomodarse en las filas vencedoras o cooptar a algunos de los nuevos líderes insurgentes. Sin embargo, había un nuevo actor protagónico que no podía ser ignorado: los numerosos grupos armados rebeldes, muchos de los cuales aprovecharon el desconcierto y la desbandada que produjo la súbita capitulación de Díaz para fortalecer su posición mediante el control de la política, la economía y la administración regional.

Los Convenios de Ciudad Juárez que pusieron fin al Porfiriato y establecieron un régimen de transición para sustituirlo significaron el pacto entre los representantes de las elites porfirianas y la dirección maderista para poner fin a la revolución popular y establecer los mecanismos para restaurar el orden jurídico, reorganizar los poderes públicos y restablecer el funcionamiento de las instituciones. Esos convenios estipularon también que debía cambiarse no solamente a los titulares del poder ejecutivo federal, sino también a la mitad de los gobernadores de las entidades y territorios. Los nuevos gobernadores debían ser nombrados por Madero y debían salir de las filas de los revolucionarios, para garantizar el cumplimiento de las aspiraciones de cambio que se habían ido formulando de manera nebulosa en las semanas anteriores, al tiempo que avanzaba el movimiento insurreccional.[ 11 ]

Ese compromiso comenzó a aplicarse de manera inmediata, en los días previos y posteriores al 26 de mayo de 1911, la fecha en que Díaz salió del país y cuando Francisco León de la Barra, hasta entonces ministro de Relaciones Exteriores, se hizo cargo del poder ejecutivo de manera interina. Así pues, tanto las elites porfirianas como la dirección maderista tenían claro que era necesario un periodo de transición, con autoridades constituidas conforme a la ley y reconocidas por ambos. Estas nuevas autoridades, empero, tenían un carácter transitorio y -a la par que la reorganización de los poderes públicos y el restablecimiento de la vida institucional- debían organizar, en el más corto plazo posible, elecciones federales y locales para que se diera paso a autoridades definitivas, que fueran producto de la voluntad popular, que contaran con legitimidad y que pusieran en marcha la obra de gobierno que demandaba la nueva correlación de fuerzas producida por el triunfo revolucionario. Se pensaba que el periodo de transición debía ser lo más corto posible, pues las autoridades nombradas en el interinato no eran producto de la voluntad popular, sino de los mecanismos que la ley establecía ante la renuncia de Díaz. La tarea principal del interinato era asegurar la paz para poder celebrar las elecciones que dieran legitimidad a las autoridades que ganaran los comicios.[ 12 ]

Así pues, a mediados de 1911 y durante el gobierno interino, la renovación de los tres niveles de autoridad, mediante elecciones libres, se convirtió en una de las prioridades de la situación política nacional. Esto dio origen a un intenso e inusitado clima de discusión, efervescencia, organización y movilización política de multitud de fuerzas y actores, viejos y nuevos, que salieron a la palestra y lucharon para acceder al poder y ocupar los distintos cargos de responsabilidad pública, en un proceso novedoso y crucial, que puso a prueba a las nacientes instituciones y fue uno de los ensayos más interesantes de la revolución y de la historia política de nuestro país en el siglo XX.

El cambio de gobernadores

Los primeros cambios que hubo en el interinato fueron los de los gobernadores de las entidades federativas y los jefes de territorio. Piezas políticas clave eran quienes controlaban la política local, guardaban el equilibrio entre las fuerzas de las regiones y constituían el vínculo de éstas con el centro nacional. Madero y sus asesores, conocedores de la importancia que tenían en la cadena de mando a través de la cual se organizaba y ejercía el poder, sustituyeron de inmediato a los gobernadores de los estados en los que había tenido más fuerza la revolución. Así, fueron nombrados directamente por Madero: Abraham González, como gobernador interino, en Chihuahua; José María Maytorena, en Sonora; Venustiano Carranza, en Coahuila; José María Pino Suárez, en Yucatán; Alberto Fuentes, en Aguascalientes; Guadalupe González, en Zacatecas; Rafael Cepeda, en San Luis Potosí; Francisco Figueroa, en Guerrero; Francisco Gómez Palacio, en Durango; Enrique González Martínez, en Sinaloa; Juan Castelazo, en Guanajuato; Miguel Silva, en Michoacán; Benito Juárez Maza, en Oaxaca; Rafael Cañete, en Puebla; David Gutiérrez, en Jalisco, y Agustín Sánchez, en Tlaxcala.[ 13 ]

Estos nombramientos fueron hechos de manera directa, discrecional, por Madero. En la mayoría de los casos, los seleccionados habían sido personajes importantes en la campaña electoral antirreeleccionista de Madero y se habían ganado la confianza de éste, a quien le interesaba sobremanera controlar la política en las entidades con gente suya, para consolidar el triunfo revolucionario y sentar las bases de lo que sería su gobierno constitucional. Este proceso de sustitución de los gobernadores porfiristas por gente cercana a Madero se hizo siguiendo el procedimiento constitucional que señalaba la legislación: los antiguos gobernadores porfiristas presentaron su renuncia y las legislaturas locales -que siguieron funcionando con los mismos integrantes y disposiciones jurídicas que habían operado en la etapa final del Porfiriato- nombraron a los nuevos encargados del poder ejecutivo estatal. En los casos en los que las legislaturas y las oligarquías de los estados o aun los mismos gobernadores que serían reemplazados se opusieron a los designios de Madero, éste presionó de distintas maneras e, incluso, movilizó tropas para vencer esa resistencia, como fue el caso de Chihuahua, Coahuila, Sinaloa, Sonora y Tlaxcala.[ 14 ]

Muy pronto la dirigencia maderista se dio cuenta de que tenía que sustituir a todos los gobernadores y no restringirse solamente a los estados en que había sido mayor la influencia de la insurrección. Además, las caídas de los primeros gobernadores y jefes políticos porfiristas producidas por la insurrección propiciaron la movilización y organización de nuevas fuerzas en las regiones que habían estado relativamente al margen del proceso armado. En esas entidades, las nuevas fuerzas reclamaron que ahí también ocurrieran cambios y que se sustituyera a las viejas autoridades porfirianas -las que comenzaron a ser ampliamente repudiadas y estigmatizadas- por otras que correspondieran a la nueva situación y relación de fuerzas creada por la rebelión.

Así, en la primera quincena de junio de 1911, cuando todavía no transcurría un mes de la salida de Díaz, todos los viejos gobernadores porfiristas habían sido sustituidos por gente cercana a Madero o vinculada con sus colaboradores más influyentes, como los hermanos Vázquez Gómez -quienes decidieron el relevo en el gobierno en su natal Tamaulipas-, Alfredo Robles Domínguez -quien hizo otro tanto en Guanajuato- o Pino Suárez -quien consolidó su poder regional en la península yucateca con un gobernador seguidor suyo en Campeche-. El círculo cercano maderista aprovechó su influencia en el nuevo centro político nacional y consolidó de esta manera su predominio en sus entidades de origen, creando nuevos equilibrios entre las fuerzas políticas con ellos en la cúspide. Lo mismo ocurrió en Coahuila, el terruño de la familia Madero, donde puso particular empeño en controlar la política local.

De este modo, el maderismo triunfante provocó una sustitución completa en ese nivel tan importante de la política y de la administración locales, lo cual provocó, a su vez, una renovación prácticamente total en los niveles inferiores: fueron sustituidos en las semanas inmediatas después del triunfo maderista jefes políticos, presidentes municipales y auxiliares, en un efecto de cascada que significó una verdadera revolución política nacional.[ 15 ]

Sin embargo, esta renovación del personal político en todos los niveles no significó un cambio inmediato en la forma de hacer política. Los intereses de las oligarquías regionales, la persistencia de caciques tradicionales que siguieron teniendo influencia en sus localidades, el temor de la dirección maderista ante la iniciativa popular y los grupos rebeldes que seguían armados, así como el peso de la tradición, de las prácticas políticas y de las inercias que se arrastraban, hicieron que se conservaran intereses, actitudes y rasgos que reprodujeron la vieja cultura política clientelar y corporativa, con viejos y nuevos actores, aunque en otra situación. A este mantenimiento del statu quo contribuyó también la actitud y los intereses de Madero y los nuevos líderes maderistas cercanos a él, que tuvieron temor a una profundización de los aspectos de cambio social que había comenzado a mostrar la insurrección en las primeras semanas y que decidieron controlarla, en colaboración con las elites porfiristas sobrevivientes.

La figura clave de este proceso, el nuevo poder que encarnaba en los hechos la soberanía de la nación, era Madero. Consciente de la fuerza militar y política que tenía como líder de una insurrección triunfadora, había logrado que prevaleciera su decisión en esta renovación del personal político y pudo hacer que sus candidatos ocuparan la mayoría de los gobiernos provisionales. Escogió a gente cercana a él, que había conocido y probado en su campaña electoral de 1909-1910. El perfil de estos personajes correspondía a lo que significaba el proyecto de clase del maderismo: todos ellos pertenecían a las elites regionales y a sectores medios que no habían tenido acceso a los puestos políticos y administrativos en el régimen de Díaz; tenían una posición política poco progresista y más bien moderadamente conservadora. Madero, en una elección de clase, los escogió por estar convencido de que, además de la confianza que le inspiraban, eran capaces de gobernar y administrar con eficacia. Además, por su origen social y sus posturas políticas e ideológicas, no iban a provocar el rechazo y la ruptura con los sectores acomodados. Hizo a un lado, con plena conciencia de ello, a los líderes militares rebeldes que tenían un origen social y una práctica plebeyas y que se iban haciendo aliados cada vez más incómodos para un Madero que buscaba, a toda costa, desactivar la rebelión y caminar por los cauces legales e institucionales.

Los jefes plebeyos, que habían sido el sostén fundamental para el triunfo de la insurrección, fueron marginados por la dirección maderista. Esta exclusión fue el origen de fuertes conflictos dentro del maderismo. Algunos de los líderes populares excluidos se distanciaron de Madero y llegaron, incluso, a rebelarse en los meses que siguieron, durante el interinato o aun en el periodo del gobierno constitucional de Madero. La coalición rebelde triunfadora sufrió así dolorosas escisiones y la legitimidad de Madero fue muy pronto erosionada.[ 16 ]

La situación política se volvió muy inestable. Si bien la autoridad y el poder de Madero eran incuestionables, sus intentos de desactivar la rebelión, desmovilizar a las tropas insurgentes y su postura conciliadora con las clases privilegiadas le fueron restando apoyo en las fuerzas populares que lo habían llevado al poder. Como el gobierno provisional era además un híbrido, formado por representantes del régimen de Díaz y funcionarios provenientes de las filas revolucionarias, la actividad del poder central no reflejó temporalmente la hegemonía clara de ninguno de los grupos que lo formaban. Ante esa especie de vacío, las fuerzas y actores políticos regionales comenzaron a aprovechar los espacios abiertos y promovieron la defensa de sus intereses. Se dio así, en las regiones, una aguda competencia por el poder entre distintos grupos rivales. Los gobernadores maderistas buscaron consolidar su posición y restablecer el orden, mediante alianzas con las oligarquías y clases medias y con el control de los sectores populares. Sin embargo, pocos de ellos lo lograron, fueron impugnados o no lograron establecer un nuevo equilibrio entre las fuerzas locales, por lo cual tuvieron que hacerse muchos cambios en un periodo muy breve. En unas cuantas semanas, hubo siete gobernadores en Aguascalientes, cuatro en Campeche, cinco en Hidalgo, seis en Oaxaca, cuatro en Puebla, cuatro en Querétaro, cinco en Sonora, ocho en Tlaxcala y cuatro en Veracruz. Sólo los gobernadores más fuertes, los que contaron con el respaldo absoluto de Madero y pudieron sortear con éxito los desafíos de los grupos políticos rivales, pudieron permanecer en sus puestos y postularse, más tarde, como candidatos al gobierno constitucional de sus entidades. Tal fue el caso de Abraham González en Chihuahua, de Pino Suárez en Yucatán, Carranza en Coahuila, Miguel Silva en Michoacán, Rafael Cepeda en San Luis Potosí y Guadalupe González en Zacatecas.[ 17 ]

Esta inestabilidad política lo único que mostraba era la ausencia de un poder hegemónico que estableciera el orden e impusiera su autoridad de manera incuestionable, tanto en el nivel nacional como en cada una de las regiones. Al mismo tiempo, esa inestabilidad era indicativa de la fuerte disputa por el poder entre las distintas fuerzas regionales que aprovecharon la relativa debilidad del poder central para desafiar su autoridad, impedir la consolidación de las nuevas autoridades y promover a sus propios representantes para esos cargos públicos.

Los cambios de gobernadores produjeron un reacomodo entre los distintos grupos locales y un nuevo equilibrio de fuerzas entre ellos. Como parte de este proceso, ocurrieron también cambios en los niveles inmediatos inferiores: los jefes políticos y los presidentes municipales. Así, en unas cuantas semanas, se consumó una modificación importante en la clase política en la mayoría de las regiones del territorio nacional, que reflejaba directamente el impacto que la revolución había tenido en la redefinición del poder nacional y local. Sin embargo, esta sustitución y la irrupción de nuevos actores y fuerzas, así como la mayoría de los acontecimientos que tuvieron lugar en los meses que duró el interinato no significaron, en lo inmediato, un cambio sustancial en la cultura política nacional ni la aparición de nuevas instituciones más acordes con los cánones de la democracia occidental.

Las nuevas autoridades interinas -aunque muchas de ellas hubieran pertenecido al régimen porfiriano- contaban con una nueva legitimidad: su ascenso obedecía a la fuerza de la revolución. Y como ésta había entrado en la fase de institucionalización, eran autoridades que tenían muy acotada su misión: pacificar sus estados, garantizar el funcionamiento de las instituciones y organizar con imparcialidad el proceso electoral para nombrar las autoridades definitivas.

Aunque algunas voces habían criticado el sistema electoral vigente y la división territorial en distritos electorales y propusieron su modificación, esa iniciativa se puso a discusión en la Cámara de Diputados federal hasta que ésta se reunió en septiembre de 1911, por lo que la nueva ley electoral no pudo aprobarse sino una vez que había concluido el interinato. Por tanto, fue la ley electoral de 1902 la que sirvió para organizar el primer proceso electoral de la era revolucionaria. Había, con todo, cambios importantes originados por la insurrección y que habían modificado ya la situación política. El más importante, sin duda, era el principio de la no reelección, una de las banderas centrales de la rebelión maderista, que tuvo que ser aceptado por el régimen porfiriano e incorporado como precepto constitucional.[ 18 ]

Ese principio había entrado a formar parte de la cultura política de la época. Ni los sobrevivientes de la clase política porfiriana ni los nuevos dirigentes maderistas que aspiraban a ocupar puestos de elección popular podían violarlo, por lo que la medida se convirtió en un serio impedimento legal para afianzar tanto el poder nacional como el poder regional de las nuevas autoridades provisionales. De hecho, Madero se vio impedido para ocupar él mismo el poder ejecutivo interinamente a la salida de don Porfirio, porque entonces no habría podido postularse como candidato para la presidencia constitucional en las siguientes elecciones federales. Lo mismo pasó con Francisco León de la Barra: a pesar de que un sector de la vieja clase política, los altos mandos militares, la jerarquía eclesiástica y numerosos grupos de las clases medias quisieron postularlo para la presidencia, el jefe interino del gobierno no quiso aceptar una postulación que transgredía ese principio.[ 19 ]

No obstante eso, la mayoría de los gobernadores provisionales tenían aspiraciones de continuar en el cargo. Sabían que para llevar a cabo los objetivos de su administración unos cuantos meses eran a todas luces insuficientes. A este interés personal se sumaba la necesidad que tenía Madero de afianzar su proyecto nacional mediante bases sólidas en las regiones y, por tanto, dar continuidad a las autoridades de su confianza que ocupaban las gubernaturas provisionales. Por ello, los gobernadores cercanos a Madero que fueron capaces de salir airosos de la inestabilidad política inicial comenzaron a organizar las elecciones en sus entidades con el propósito de continuar en sus cargos.

El compromiso de Madero y de León de la Barra era organizar elecciones libres, equitativas e imparciales. Ambos se comprometieron a respetar la soberanía de los estados y a no interferir en las candidaturas que surgieran. Sin embargo, aunque en términos formales, cumplieron con ese acuerdo, ocurrieron múltiples dificultades en las regiones que los orillaron a intervenir para tratar de resolverlas y, en los hechos, trataron de promover a sus candidatos y de obstaculizar las campañas de aquellos con quienes se sentían incómodos. Empero, los mayores problemas fueron ocasionados por los intentos de los propios gobernadores provisionales que -a pesar de los exhortos de Madero y de De la Barra para que garantizaran la equidad de las campañas electorales y mantuvieran una postura neutra e imparcial- utilizaron su poder para manipular en su beneficio el proceso.[ 20 ]

Así, varios de los gobernadores, entre ellos algunos de los más cercanos a Madero, organizaron desde el poder las elecciones y se presentaron, en los hechos, como los candidatos oficiales que sacaron provecho de esa situación de privilegio. Venustiano Carranza, Pino Suárez, Abraham González, Rafael Cepeda y Miguel Silva, a pesar de los llamados del centro y de las presiones de los grupos opositores a ellos para que dejaran el poder con tiempo suficiente para garantizar una competencia electoral equitativa, permanecieron en sus puestos hasta unos cuantos días antes de los comicios. Con ello aseguraron una mayor fuerza de sus candidaturas, un mayor control del proceso y la obstaculización, tácita o explícita, de las campañas de sus opositores.[ 21 ]

Abraham González, por ejemplo, con el apoyo de Madero, logró sacar de la contienda a Pascual Orozco, el líder revolucionario más prestigiado de la insurrección maderista y quien había sido una pieza clave para la firma de los convenios de Ciudad Juárez. El joven y carismático dirigente fue excluido por Madero de los primeros puestos de la política nacional a los que creía tener derecho. Por el temor y la desconfianza que el maderismo tenía de él, y quizá también por saber que dada su popularidad sería difícil derrotarlo en la elección, se le impidió competir por la gubernatura de Chihuahua, alegando que no tenía la edad mínima -30 años- que señalaba la Constitución local como requisito. En San Luis Potosí el candidato oficial del maderismo, Rafael Cepeda, eliminó de la contienda al indiscutiblemente más popular Pedro Antonio de los Santos, con el pretexto de que no cumplía con el requisito de haber residido los cinco años anteriores en la entidad, condición que no cumplía tampoco el gobernador Cepeda, pero que no fue obstáculo para que ganara la elección.[ 22 ]

Otros gobernadores manipularon la fecha de los comicios y decidieron la que más les favorecía, posponiéndola con el pretexto de que la paz no estaba aún garantizada, para desgastar la fuerza de sus rivales, como ocurrió en Aguascalientes, en Jalisco, en Veracruz y en Yucatán. Con este recurso, los candidatos maderistas estaban seguros de fortalecer su posición y contar con un mayor control para obtener el triunfo. Y a la inversa, cuando eran los grupos opositores a los candidatos oficiales los que proponían posponer la fecha de la elección, porque no había condiciones de competencia equitativa e imparcial, el maderismo no permitió que se aplazaran y la efectuó en la fecha inicialmente acordada por las legislaturas locales, como fue el caso de Oaxaca, Sonora y Colima.[ 23 ]

Pero no sólo se valieron de recursos legales y maniobras para conseguir el triunfo. Algunos gobernadores recurrieron también al uso del poder estatal para obstaculizar, amedrentar y reprimir a sus opositores, y se valieron de los instrumentos del gobierno para inducir o presionar en su favor el voto, de manera clientelar y corporativa. En Michoacán, el gobernador Miguel Silva hostigó con la fuerza pública a los seguidores de Francisco Elguero, a quien apoyaba el Partido Católico Nacional y quien se vio obligado a abandonar la campaña. En Yucatán se acusó a Pino Suárez de organizar a los henequeneros para apoyar su campaña con recursos públicos y amedrentar a sus opositores. En Veracruz se obstaculizó la campaña de Gabriel Gavira, líder maderista radical que contaba con un amplio respaldo popular y quien, al no prosperar la denuncia que hizo de fraude, desconoció el resultado, se rebeló y fue apresado.[ 24 ]

Los candidatos maderistas hicieron valer sus ventajas de contar con el respaldo de Madero, de tener la legitimidad que les daba la revolución y de disponer de los recursos legales o ilegales del gobierno. Así, ganaron las elecciones en casi todos los estados. Solamente hubo dos entidades en las que perdieron, a pesar de la superioridad de recursos a su favor: Jalisco y Tlaxcala. Jalisco fue el estado en donde tuvo mayor fuerza el Partido Católico Nacional, creado apenas en mayo de 1911, pero que tuvo una relevante fuerza regional, sobre todo en el centro del país. En Jalisco aprovechó la influencia de los párrocos, la debilidad del maderismo local, las pugnas entre los principales cuadros políticos maderistas -particularmente Roque Estrada- con el gobierno de la entidad, para, con un candidato con una fuerte presencia regional -José López Portillo y Rojas-, ganar ampliamente la elección, a pesar de los intentos del gobierno local y de los líderes maderistas por impedirlo.[ 25 ]

En Tlaxcala, Antonio Hidalgo, candidato de tinte populista y con amplias simpatías entre los círculos obreros, derrotó con holgura a los otros dos contendientes, apoyados por las clases altas y la Iglesia, quienes habían conseguido el respaldo de dirigentes maderistas como Gerzayn Ugarte. En ambos casos tanto el gobierno provisional como Madero mismo reconocieron los triunfos de López Portillo y de Hidalgo.[ 26 ]

Varios de los candidatos derrotados impugnaron las elecciones, y acusaron de fraude a los gobernadores, líderes y autoridades nacionales y locales. Hubo denuncias por la forma en la que algunos gobiernos estatales habían interpretado la ley electoral, por la parcialidad con la que actuaron en el proceso, por las presiones que hicieron para inducir el voto, por el uso de recursos públicos para favorecer a los candidatos oficiales, por el hostigamiento y represión contra los seguidores de los candidatos de oposición y por el control que tuvieron las autoridades constituidas sobre el proceso electoral. Algunos seguidores de los candidatos derrotados pidieron la anulación de los comicios en varios distritos de Sonora, Sinaloa, Baja California, Chiapas y Veracruz.[ 27 ]

Así pues, persistieron en varios lugares prácticas fraudulentas, antidemocráticas y formas tradicionales de control y manipulación del voto, tal y como había ocurrido persistentemente en prácticamente todas las elecciones que habían tenido lugar hasta entonces. La nueva cultura política que trataba de instaurar la revolución era un proceso que apenas comenzaba y que no podía eliminar, de la noche a la mañana, formas y prácticas políticas y electorales muy arraigadas. Incluso, algunos de los nuevos líderes surgidos de la revolución habían recurrido a ellas para alcanzar el triunfo y las siguieron utilizando para mantenerse en el poder.

Y, a pesar de todo, muchas cosas cambiaron y esas elecciones comenzaron a ser diferentes. En términos generales, se respetó la legalidad, se hizo efectivo el sufragio y no hubo un fraude generalizado. Las denuncias que se levantaron fueron aisladas y no alteraban el resultado de la elección. Dentro de los límites que les imponía el respeto a la legislación y el compromiso de hacer elecciones limpias, equitativas e imparciales, las autoridades federales y estatales así como la dirigencia maderista trataron de ser neutrales y efectuar comicios libres y creíbles. No siempre lo lograron. Con todo, el balance final del proceso es mucho más positivo que negativo.

Sin embargo, no fueron elecciones equitativas. Los candidatos promovidos por el maderismo contaron con la ventaja de ser en los hechos candidatos oficiales y de gozar de los recursos que les daba ser parte o tener el apoyo del gobierno. En no pocos casos fueron los propios gobernadores provisionales los que organizaron los comicios desde el poder y esa ventaja fue definitiva en su triunfo. Los candidatos oficiales maderistas compitieron en condiciones que favorecían de antemano su triunfo. En cierta medida, tenían prácticamente asegurada la victoria y sólo pudieron ser derrotados cuando hubo organizaciones políticas opositoras fuertes, que propusieron a candidatos con arraigo y contaron con una masiva inclinación de los electores en su favor.

La sustitución de jefes políticos y presidentes municipales

El triunfo de la revolución y la sustitución de los gobernadores provocaron también cambios inmediatos en las estructuras de poder locales: las jefaturas políticas y los ayuntamientos. Éstas eran las autoridades que tenían un contacto más directo con la población y eran los eslabones intermedios que vinculaban a ésta con el gobierno estatal.

Los jefes políticos o prefectos habían sido, desde finales del siglo XVIII y durante todo el XIX, los niveles de autoridad intermedia, fortalecidos por los gobernadores y el gobierno central para restar facultades y autonomía a los municipios, así como establecer un mayor control y centralización sobre la política local. Al concentrar el poder que se ejercía de manera más inmediata sobre la gente común, y al percibirse su función como una injerencia directa de los poderes centrales, los jefes políticos eran las figuras que concentraban los mayores odios y resentimientos de la población de las regiones. Los ayuntamientos, a su vez, eran las instancias a las que recurrían directamente los habitantes para resolver sus problemas inmediatos y, por tanto, las elecciones de estas autoridades eran las que motivaban la mayor participación de la población en las comunidades y eran, también, la mayor fuente de disputas.[ 28 ]

Desde los días postreros del Porfiriato se comenzó a desarrollar un fenómeno inédito en muchas regiones: las bandas de revolucionarios, ante la desbandada de las autoridades porfirianas, en la medida en que iban ocupando las distintas poblaciones, fueron promoviendo o avalando el cambio de las autoridades locales. El empuje de la ola insurreccional barrió desde los primeros días con esas estructuras de poder. Con la llegada de los jefes rebeldes, la población aprovechó para ajustar cuentas con muchos de los prefectos políticos y presidentes municipales contra los que tenían mayores reclamos. En varias localidades, la remoción y elección de nuevas autoridades se hizo por democracia directa: el pueblo, en asambleas presididas por los jefes rebeldes, decidía si cambiaba a las antiguas autoridades y ahí mismo elegía a las nuevas. Esta participación popular fue una de las mayores transformaciones originadas por la revolución, y significó un verdadero cambio en las prácticas políticas que habían prevalecido hasta entonces.

Existe multitud de testimonios de estos cambios en las primeras semanas, luego de la salida de Díaz, particularmente en las zonas de influencia de los líderes rebeldes más radicales, como Gabriel Gavira y Rafael Tapia en Veracruz, Camerino Mendoza en la región de Puebla, Martín Espinosa en Tepic, Emiliano Zapata en Morelos, Cándido Navarro en Guanajuato y Trinidad Rojas en el Estado de México.[ 29 ]

Sin embargo, este proceso de democracia directa, al igual que las demás acciones de carácter radical efectuadas por los grupos revolucionarios, que implicaban amenazas o ataques contra las propiedades, bienes y personas privilegiadas, así como contra autoridades e instituciones, pronto fueron neutralizadas, controladas y revertidas tanto por Madero y sus principales colaboradores como por los nuevos gobernadores. Éstos pusieron empeño en desactivar la rebelión, en desarmar a los líderes insurgentes y en destituir a las autoridades locales para poner, en su lugar, a gente de su confianza que les ayudara a consolidar su posición y llevar a cabo sus proyectos. En este propósito los ejecutivos estatales coincidieron con los sectores acomodados de las regiones y con el gobierno interino de León de la Barra. Se dio así un renacimiento conservador en prácticamente todos los lugares del territorio nacional, proceso que tuvo que vencer fuertes resistencias en los lugares en donde los rebeldes tenían más fuerza, y que pudo hacerse con mayor prontitud en aquellas regiones en donde las elites habían conservado más poder o donde pudieron aprovechar las pugnas entre los líderes rebeldes para hacerlos retroceder. Contaron, para ello, con la línea conservadora que se impuso en la dirección maderista desde los primeros días del interinato.[ 30 ]

En Jalisco, por ejemplo, se dieron fuertes pugnas entre Roque Estrada, uno de los colaboradores más cercanos a Madero desde 1909, quien al verse relegado de los principales puestos políticos y militares buscó infructuosamente movilizar a sus seguidores en contra de las elites conservadoras jaliscienses. Los diversos gobernadores provisionales que se sucedieron en pocos días en ese estado, como producto de la inestabilidad política, reinstalaron a varios alcaldes vinculados con el Porfiriato que habían sido depuestos por la insurrección y pusieron en su lugar a personas cercanas a la jerarquía católica, con una fuerte presencia local. En el Estado de México el gobernador también restituyó en sus puestos a viejos porfiristas tanto en el gobierno estatal como en diversas jefaturas políticas. En Puebla, el gobernador Rafael Cañete quitó a todos los jefes políticos y presidentes municipales que había nombrado el líder radical Camerino Mendoza, y removió incluso a los que habían sido electos en los días anteriores previos mediante sufragio popular; los nuevos funcionarios al servicio del gobernador fueron viejos porfiristas.[ 31 ]

Todos estos ejemplos mostraban con nitidez que la revolución popular, difusa, sin coordinación, con una composición social muy diversa, con marcadas diferencias regionales y liderazgos naturales nuevos a menudo encontrados entre sí, que se había expresado en los meses de abril, mayo y junio de 1911 había puesto en alerta y a la defensiva tanto a los sectores privilegiados del antiguo régimen, como a los nuevos líderes civiles maderistas. Unos y otros cerraron filas para desactivar ese proceso y garantizar el statu quo. Hacia julio de ese año, habían logrado -al menos temporalmente- ese objetivo: la mayoría de los grupos revolucionarios -con la muy notable excepción del zapatismo- había regresado a sus lugares de origen, los líderes rebeldes habían sido marginados de los principales cargos políticos y administrativos y pasarían algunos meses para que la movilización popular volviera a reactivarse. En esas primeras semanas del interinato, no obstante, había aparecido una nueva forma de hacer política, de manera directa, sin intermediarios, mediante asambleas de carácter plebiscitario y respaldadas con la fuerza de los grupos guerrilleros. Había sido, sin embargo, un proceso efímero que pudo ser desactivado temporalmente, no sin grandes esfuerzos, por los viejos y los nuevos encargados del orden.

Las elecciones federales

Una vez que se había conseguido pacificar el país y que las instituciones volvían a funcionar regularmente, el gobierno interino, los dirigentes maderistas y las figuras y fuerzas políticas que tenían aspiraciones nacionales se abocaron a prepararse para lo que era la otra gran encomienda del periodo de transición: las elecciones federales para presidente y vicepresidente de la república.

La realización de los comicios se tenía que hacer conforme a los procedimientos establecidos por la Constitución y la ley electoral vigentes. Éstas señalaban que tenían que ser elecciones indirectas en primer grado, en escrutinio secreto. Es decir, los ciudadanos mexicanos -que, según lo establecía la Constitución de 1857, eran los mexicanos por nacimiento mayores de 18 años, si estaban casados, o de 21, si eran solteros, que tuvieran un modo honesto de vivir- votaban por un elector por cada 500 ciudadanos. Éstos, electores a su vez -que en 1910 hacían un padrón total de 27 000-, eran quienes votaban por los distintos candidatos para la presidencia y vicepresidencia de la república, así como por los diputados federales postulados en el distrito al que pertenecían, eligiendo a un representante al Congreso federal por cada 60 000 ciudadanos o por cada fracción superior a 20 000.

Esa legislación electoral había servido para efectuar todas las elecciones nacionales y locales desde 1857, con pequeñas modificaciones hechas en 1904 que intentaban resolver parcialmente la eventual desaparición de Porifirio Díaz. En ese año se estableció la vicepresidencia de la república y la forma en que se debía proceder en caso de ausencia absoluta del titular del ejecutivo. Esas mismas reformas señalaban que, cuando hubiera ausencia absoluta del presidente y del vicepresidente -que fue el caso que se presentó con la renuncia de Díaz y de Ramón Corral en mayo de 1911-, el Congreso de la Unión debía convocar a elecciones extraordinarias.[ 32 ]

El procedimiento indirecto de elección había sido impugnado por la oposición política desde los años finales del Porfiriato. Particularmente, el Partido Democrático había señalado en su programa de 1909 que el sistema electoral era antidemocrático, pues el pueblo sólo tenía facultades para elegir a los electores y éstos no tenían ningún compromiso con sus votantes, por lo que votaban con total libertad por los diferentes candidatos. Según ese partido, los únicos ciudadanos plenos y los que decidían quién llegaba a los principales cargos populares eran esos 27 000 electores. Por ello, habían propuesto modificar la legislación electoral, mediante el voto directo pero restringido -como era la visión compartida por una parte importante de las elites- solamente a los ciudadanos que supieran leer y escribir, fueran jefes de familia y poseyeran bienes raíces.[ 33 ]

Con el triunfo de la revolución el debate sobre quiénes debían ejercer el derecho a voto, si debía ser sufragio universal o votación restringida, continuó. Empero, la debilidad del gobierno interino, las divisiones crecientes entre los principales actores políticos, el desmoronamiento de la coalición maderista y el deseo de Madero y de sus principales colaboradores de acelerar el proceso electoral y reorganizar el poder con autoridades electas constitucionalmente y sancionadas mediante los comicios federales no permitieron que se concluyera. A pesar de las críticas que se hacían del sistema y de la legislación electorales, las elecciones de 1911 tuvieron que hacerse de acuerdo con los procedimientos vigentes y con la misma división en distritos electorales que había funcionado en 1910.

Con este marco, las distintas fuerzas políticas contendientes entraron a una fase de reorganización de sus estructuras, de sus plataformas programáticas y de selección de sus candidatos. La primera y más importante que entró en ese proceso fue el partido maderista. Madero y sus aliados más cercanos se dieron cuenta de que, en las nuevas condiciones, para tener mayor cohesión y deslindarse de figuras relevantes de sus filas con las cuales se habían ido distanciando en las semanas anteriores, como los hermanos Francisco y Emilio Vázquez Gómez, debían reorganizar al Partido Antirreeleccionista. Madero consideró conveniente liquidar a ese partido y constituir uno nuevo, que se denominaría Partido Constitucional Progresista (PCP). Las razones para ese cambio eran que muchos de los antiguos compañeros antirreeleccionistas de Madero no habían estado de acuerdo con el viraje insurreccional de su líder en noviembre de 1910 y habían permanecido al margen, o incluso se habían deslindado de la revuelta. Aunque algunos de sus compañeros se habían incorporado a las tareas del círculo maderista durante el interinato, se habían profundizado las diferencias, particularmente con miras a las nuevas elecciones federales en las que las distintas corrientes y figuras prominentes del maderismo querían participar y postular a sus candidatos. Era necesario para el maderismo depurar sus filas y quedarse solamente con los seguidores que habían demostrado mayor compromiso y lealtad. Además, con el triunfo maderista, sus banderas de sufragio efectivo y no reelección se habían incorporado ya al consenso y al imaginario político de la época y eran principios incuestionables que estaban en proceso de ser incluidos en la Constitución federal. El término "antirreeleccionista" había cumplido su papel y Madero quería que el nuevo partido se dedicara a construir el proyecto de nación que, como presidente, trataría de desarrollar. Finalmente, Madero quería que el nuevo partido fuera una organización de militantes y simpatizantes con trabajo político permanente, no sólo para la coyuntura electoral, sino que, al mismo tiempo -en virtud de que con toda probabilidad sería el partido ganador-, le ayudara a gobernar una vez que asumiera la presidencia de la república.

El 9 de julio de 1911 Madero emitió un manifiesto en el que llamaba a la constitución del Partido Constitucional Progresista, cuyos trabajos los iniciaría un comité coordinador en el que estaba la plana mayor del maderismo: Gustavo A. Madero, Juan Sánchez Azcona, José Vasconcelos, Luis Cabrera, Federico y Roque González Garza, Eduardo Hay, Miguel Díaz Lombardo, Jesús Urueta, Heriberto Frías y Jesús Flores Magón. El comité elaboró la propuesta de programa -que retomaba los principios centrales del Partido Antirreeleccionista y del Plan de San Luis-; el mismo comité se encargaría también de promover la formación de clubes políticos en la república y convocaría a una convención nacional para aprobar el programa y decidir quiénes serían sus candidatos electorales.[ 34 ]

Los meses de julio y agosto de 1911 fueron un periodo extremadamente conflictivo tanto para Madero como para el gobierno interino. Ocurrieron los lamentables sucesos en Puebla, en la visita de Madero a esa ciudad el 12 de julio, donde seguidores maderistas fueron masacrados por el ejército federal, en un episodio que fue a todas luces una provocación de los sectores conservadores, con los cuales, no obstante, terminó aliándose Madero, lo que lo distanció aún más de sus seguidores más radicales. Ocurrió también la ruptura entre Madero y los hermanos Vázquez Gómez, que se había gestado desde los meses anteriores y que culminó con una crisis ministerial en el gabinete, con la renuncia de Emilio Vázquez Gómez a la Secretaría de Gobernación y su relevo por Alberto García Granados. El otro acontecimiento central fue la ruptura entre el zapatismo y Madero, luego de un intento fallido de negociación que terminó abruptamente con el endurecimiento del ejército y de los sectores más conservadores, que presionaron a León de la Barra para montar una provocación, que dio al traste con el desarme que se estaba llevando a cabo, mediante la irrupción del ejército federal, que militarizó el estado de Morelos y las zonas aledañas y originó la declaración de guerra del zapatismo contra Madero y el gobierno provisional.[ 35 ]

En ese clima, el partido maderista inició su convención el 27 de agosto de 1911, con la presencia de 1 800 delegados de los clubes que se habían formado en las semanas previas. Era, evidentemente, la demostración de una gran fuerza política. El maderismo, a pesar de sus pugnas internas, escisiones y conflictos, seguía siendo la corriente dominante en la escena política nacional y la que sustituía al partido porfiriano como la fuerza política hegemónica. En la reunión, el pcp definió su programa, que incluía el consabido principio de no reelección para todos los cargos, reformas electorales para garantizar la efectividad del sufragio, mayor libertad municipal, la abolición de las jefaturas políticas y el fomento a la educación pública, en la que los maderistas veían el instrumento principal para desarrollar al país. Incluía reformas sociales moderadas y muy vagas para mejorar la condición de los trabajadores y de los indígenas.[ 36 ]

Sin embargo, lo que polarizó la Convención fue la elección de los candidatos para la presidencia y la vicepresidencia. La nominación de Madero para contender por la presidencia no tuvo mayor obstáculo. Seguía siendo la figura más popular y con mayor legitimidad en el país y fue aprobada por unanimidad. Donde se complicó el asunto fue en la selección de su compañero de fórmula, pues Francisco Vázquez Gómez, quien lo había acompañado en la campaña de 1910, contaba con mayores simpatías y apoyos que el relativamente desconocido Pino Suárez, a quien apoyaban abiertamente Madero y sus principales colaboradores. Después de varios días de discusiones, el aparato maderista se impuso apretadamente y Pino Suárez alcanzó la candidatura para la vicepresidencia.[ 37 ] Con ello el partido maderista cerró filas y comenzó una corta campaña electoral, en la que ratificó ampliamente que era la fuerza política dominante en el país. En la gira de Madero y Pino Suárez por varios estados de la república el aparato político se subordinó a la fórmula ganadora sin chistar. No obstante, en algunos lugares como Guadalajara y Veracruz no le fue nada bien a Pino Suárez, quien fue repudiado en actos públicos por partidarios de los Vázquez Gómez que criticaron fuertemente la imposición de Madero.[ 38 ]

La otra gran figura política de dimensión nacional era Bernardo Reyes. El maderismo había hecho todo lo posible para impedir su regreso de Europa en los momentos postreros del Porfiriato, por el temor que le tenía la familia Madero y por la enemistad que tenían con él desde años atrás. La rivalidad histórica de Reyes con Limantour hizo que, en los arreglos finales que hizo este último para entregar el poder a la revolución, coincidiera con la familia Madero en su antirreyismo y decidieran eliminar de la jugada a Reyes, a quien se le detuvo en La Habana desde abril de 1911. Así, cuando Reyes llegó finalmente al país, en junio de 1911, el Porfiriato había pasado a la historia.[ 39 ]

Poco después de su arribo, Madero, quien trataba de darle la mayor estabilidad al periodo de transición, por táctica le ofreció una alianza: sería el secretario de Guerra de su gobierno. Reyes aceptó. Era una alianza que beneficiaba a ambos: Madero aprovecharía las dotes administrativas de Reyes, que se había ganado una alta reputación desde su desempeño como gobernador de Nuevo León y como ministro de Guerra de Díaz. Sobre todo, con esa alianza Madero daba gusto a un sector del ejército y de los grupos conservadores para los que Reyes seguía teniendo un gran prestigio. En la visión de Madero, una amplia coalición de fuerzas que incluyera a prominentes figuras del Porfiriato era la mejor manera de consolidar la paz y de legitimar el proyecto político de la era posterior a Díaz. Además, de esa forma, Madero lo tenía cerca y prefería compartir el poder con él que tenerlo de enemigo. Reyes, por su parte, figuraría nuevamente en los primeros planos de la política nacional y podría utilizarlos como plataforma para sus renovadas ambiciones personales.

Sin embargo, el pacto se vino abajo muy pronto. Gustavo A. Madero y los asesores civiles de Madero no aceptaron el resurgimiento de Reyes, en quien veían el peligro más serio de una restauración militarista conservadora. Era la vuelta del hombre fuerte y la más grave amenaza para un proceso revolucionario que no acababa de consolidarse. De hecho, lo vetaron y obligaron a Madero a guardar distancia y no comprometerse con él. Sin embargo, la agitada situación política que observó Reyes, el deterioro ostensible de la imagen de Madero, la desintegración de la coalición maderista y la adulación a Reyes tanto de sus seguidores de siempre como de los sectores acomodados y medios que querían poner un alto a la inestabilidad que estaba viviendo el país hicieron que Reyes creyera tener posibilidades de derrotar a Madero en la contienda por la presidencia. De este modo, a mediados de julio de ese año, Reyes anunció que se postularía y Madero declaró que Reyes no tenía ningún compromiso con él y que veía con agrado sus aspiraciones. Pidió que efectuaran una contienda limpia y que quien resultara perdedor aceptara el resultado de los comicios. El 27 de julio, los clubes que lo seguían postularon a Reyes como su candidato y éste aceptó.[ 40 ]

Para muchos de los sectores conservadores los dos meses transcurridos desde la salida de don Porfirio, llenos de inestabilidad y zozobra, no podían continuar. El radicalismo de muchos de los nuevos líderes maderistas y la movilización popular representaban una amenaza a sus privilegios y comenzaron a pugnar por el regreso del hombre fuerte. Reyes representó esa opción. El reyismo volvió a crecer pero, a diferencia del movimiento que se había negado a encabezar en 1908, que fue un movimiento democratizador de clases medias y populares, el de 1911 era un movimiento de restauración netamente conservadora, apoyado por las elites, los terratenientes, el ejército, los empresarios extranjeros y las clases medias atemorizadas por la revolución.[ 41 ]

El ambiente cordial de los primeros días pronto empezó a descomponerse conforme avanzaron las campañas. Desde el poder se obstaculizó la campaña reyista. Los partidarios de Madero y su círculo íntimo, capitaneados por su hermano Gustavo, empezaron a sabotear de manera creciente los actos proselitistas de Reyes; utilizaron la prensa maderista -particularmente el recién fundado Nueva Era, que dirigía Juan Sánchez Azcona- para atacar y desacreditar a Reyes; las fuerzas públicas acosaron y apresaron a varios de sus seguidores. Ante el enfrentamiento que se estaba gestando, que ponía en riesgo la celebración de los comicios, el propio De la Barra tuvo que intervenir como mediador. Pero, a pesar de las negociaciones y de los compromisos de no agresión y respeto, los enfrentamientos continuaron. La batalla era bastante desigual. Los maderistas contaban con mucho mayores recursos, provenientes del gobierno y de la influencia que les daba ser la fuerza política hegemónica, e impidieron el crecimiento de la campaña de Reyes, en muchas ocasiones, con golpes sucios y agresiones físicas contra sus partidarios por parte de multitudes organizadas por dirigentes maderistas. Reyes pidió protección a De la Barra, pero éste fue incapaz de dársela y someter a los grupos maderistas.[ 42 ]

El clímax ocurrió el 3 de septiembre, cuando un acto proselitista de Reyes fue disuelto por un grupo de maderistas que apedrearon a Reyes y lo obligaron a refugiarse en su casa. El 10 de ese mes la convención reyista, con 400 delegados, solicitó al Congreso aplazar las elecciones hasta que hubiera condiciones equitativas y terminara el clima de hostilidad. Madero envió una carta amenazadora al Congreso en la que rechazó que se pospusiera la elección; si se aplazaba, no sería responsable de lo que ocurriera ante el descontento popular que esa medida provocaría. Impotente y frustrado, Reyes se retiró de la contienda y salió del país el 28 de septiembre rumbo a La Habana y Estados Unidos, con planes evidentes de preparar un golpe militar.[ 43 ] Con su retiro, sin embargo, Madero y Reyes perdieron y perdió también credibilidad el naciente proceso democrático. Las fuerzas maderistas actuaron como un partido oficial y utilizaron los amplios recursos legales e ilegales para sacarlo de la contienda, sin que el gobierno interino pudiera impedirlo. La ambición de Reyes y su impericia para hacer alianzas y para actuar en los momentos adecuados contribuyeron también a su derrota. Fue el ocaso definitivo del reyismo. Meses después tendría un final amargo y trágico, como golpista fracasado que murió en su último intento de hacerse del poder y que fue el acontecimiento que precipitó también la caída y la desaparición de Madero.

Otra fuerza política que se constituyó en esos días, como producto directo de la revolución, aunque como reacción ante ella, fue el Partido Católico Nacional. Los católicos habían sido excluidos de la participación política abierta, luego de la derrota de los conservadores por los liberales en las guerras de Reforma. Desde entonces, algunos clérigos y activistas católicos laicos habían reivindicado el derecho de los católicos a hacer política, aunque sus intentos habían sido infructuosos. Sin embargo, la política de conciliación de Díaz con la Iglesia católica había permitido que las Leyes de Reforma en los hechos no se cumplieran y que el clero fortaleciera su influencia social -que nunca había perdido- y pudiera poseer propiedades e impartir enseñanza religiosa en las escuelas.[ 44 ]

El carácter popular de la revolución maderista y la inminente caída de la dictadura de Díaz atemorizaron a una parte de las elites católicas mexicanas. Temieron que el fin del Porfiriato significara la pérdida de sus privilegios y el fin de sus buenas relaciones con el Estado. Les preocupaba también, sobre todo, que los bienes, propiedades y riqueza de los católicos acomodados fueran presa de las bandas rebeldes que se habían ido extendiendo en buena parte del territorio nacional. Así, en mayo de 1911 el arzobispo de México José Mora y del Río decidió acelerar la formación de un partido católico nacional y, con ese propósito, llamó al Círculo Católico Nacional -agrupación que aglutinaba a connotados hombres de negocios, comerciantes y hacendados católicos- y a los Operarios Guadalupanos -grupo de militantes laicos católicos con una composición social más amplia, que incluía además de miembros de las clases altas, a clases medias y grupos de artesanos que habían promovido en los años anteriores la vinculación de la Iglesia católica con los problemas sociales, utilizando para ello la estructura parroquial-, las dos organizaciones católicas más importantes de la época, para dar el paso que la situación reclamaba: la fundación del Partido Católico Nacional.[ 45 ]

El 11 de mayo de 1911 apareció el manifiesto que anunciaba la creación del Partido Católico, así como su programa político. En éste, se advertía la preocupación de sus fundadores por restablecer el orden y la autoridad amenazados por la rebelión. Los católicos consideraban imprescindible que se reconocieran los derechos políticos plenos que tenían como ciudadanos, entre ellos, la libertad de asociarse políticamente como católicos, así como la derogación de las restricciones que habían impuesto las leyes de Reforma a la Iglesia, como la manifestación pública del culto, el derecho a poseer bienes raíces y que los padres de familia pudieran exigir al Estado que se enseñara en las escuelas públicas la religión católica. Asimismo, planteaban entre sus objetivos la reforma de las leyes, por los medios que las propias leyes establecían, el respeto a la libertad religiosa, el fortalecimiento de las instituciones democráticas y republicanas, la inamovilidad de los jueces para garantizar su independencia y una serie de reformas para mejorar la condición de los trabajadores y agricultores. Su lema no dejaba lugar a dudas respecto de su orientación religiosa: "Dios, patria y libertad".[ 46 ]

Los fundadores del partido se dieron a la tarea de organizar clubes políticos católicos en todo el territorio nacional. A pesar de que varios de sus líderes laicos trataron de mostrar que el partido no era una organización clerical y que mantenía su independencia de la jerarquía eclesiástica, desde el principio la vinculación del partido con la institución religiosa fue evidente y, más aún, el rápido crecimiento que tuvo en algunas regiones dependió directamente del apoyo que le dieron los prelados y párrocos. Los arzobispos que más se comprometieron con el partido y que hicieron llamados para que los curas de sus parroquias apoyaran la fundación de clubes, la nominación de candidatos católicos y sus campañas fueron el mencionado Mora y del Río, quien se convirtió en su principal patrocinador, así como los arzobispos de Guadalajara, Puebla y Linares. El partido recibió también el apoyo decidido de los obispos de Zamora, Zacatecas, Chiapas, León y Tulancingo. Inversamente, el partido no creció en los lugares en donde la jerarquía no se comprometió a apoyarlo, por considerar que una agrupación política católica no ayudaba a la causa de la Iglesia o porque no querían enemistarse con el gobierno en turno.[ 47 ]

El Partido Católico se organizó sobre la base de las redes parroquiales que los clérigos y los militantes católicos sociales habían establecido en los años anteriores para atender la cuestión social. De esta manera, en pocas semanas tuvo un crecimiento importante y, dos meses después de su fundación, sus promotores decían contar con 70 000 miembros, sobre todo en la parte central del país.[ 48 ] Con esta estructura, el Partido Católico se convirtió en un serio contendiente político en esas regiones y en una de las principales fuerzas a nivel nacional. En agosto de 1911 efectuó su primera convención nacional, en la cual se dio una fuerte discusión para elegir a sus candidatos a la presidencia y vicepresidencia. En ella afloraron las contradicciones que más tarde los llevarían a escindirse. Una mayoría pragmática ganó la votación para apoyar la candidatura de Madero a la presidencia. Sin embargo, la mayoría de los delegados en realidad consideraban como su mejor candidato a León de la Barra, a quien no obstante seleccionaron como su propuesta para la vicepresidencia. El partido, además, participó también en varios comicios locales, con candidatos que tenían un fuerte arraigo regional.[ 49 ]

El resultado de las elecciones

Madero siguió siendo la figura política nacional más importante, por lo cual, a pesar de la disminución ostensible de su popularidad y de las pugnas internas en sus filas, era indiscutible que ganaría la elección presidencial. La disputa, como en los tiempos de don Porfirio, se centró en la vicepresidencia. A pesar del retiro de Reyes, había tres fuertes aspirantes para el segundo cargo político del país: León de la Barra, Pino Suárez y Francisco Vázquez Gómez.

Aunque León de la Barra cumplió su promesa enfática de no contender como candidato presidencial, el Partido Católico, el Partido Liberal Radical y el Partido Evolucionista lo sostuvieron como su candidato para la vicepresidencia. El doctor Vázquez Gómez, a pesar de la ruptura con Madero, fue apoyado, por lo que sobrevivió del Partido Antirreeleccionista y siguió teniendo un fuerte sostén en las principales ciudades del país. Por su parte, el candidato oficial, Pino Suárez, confiaba en ganar con el impulso que le daría la votación por Madero, quien infructuosamente trató de convencer al Partido Católico para que apoyara la candidatura de Pino Suárez.

Las elecciones primarias, para seleccionar a los electores, tuvieron lugar el primero de octubre de 1911. En ellas, se mostró la fuerza del partido maderista, que fue el único que tuvo representantes en todas las casillas y controló los comicios y los órganos electorales. Los demás partidos no tenían la experiencia política ni los cuadros suficientes para vigilar la elección. La votación se mantuvo en los niveles que se habían presentado antes: casi veinte mil electores dieron el triunfo a Madero por una mayoría aplastante, con 98% de los votos. Quizá el saber de antemano el resultado restó participación popular al proceso. Sin embargo, la elección de vicepresidente fue mucho más competida. Pino Suárez no consiguió alcanzar siquiera la mitad de los comicios, con 49% de los sufragios; De la Barra quedó en segundo lugar con 34%, y Vázquez Gómez en tercero con 16%. El voto rural, sujeto a muchos de los controles tradicionales de carácter corporativo, le dio el triunfo a Pino Suárez, quien perdió significativamente en las ciudades y, particularmente, en los estados del centro y occidente, que votaron mayoritariamente por De la Barra.[ 50 ]

En términos generales las elecciones fueron limpias, aunque se presentaron también, como en las elecciones locales, irregularidades aisladas que se denunciaron pero que no alteraron el resultado del proceso. Hubo protestas de distritos electorales de Coahuila, Distrito Federal, Jalisco, Sonora, Veracruz y Tampico, que fueron evaluadas por la Cámara de Diputados -el órgano calificador de la elección-, que resolvió que no procedían. En cambio, la Cámara decidió anular la votación de solamente siete distritos, Tula, Michoacán, Zacatecas, Sinaloa, Sonora, Quintana Roo y Veracruz, en donde las irregularidades habían sido principalmente la no instalación de casillas y que los electores no habían concurrido. De ese modo, el 2 de noviembre fue validada la elección federal por la cual Madero llegaba a la presidencia, que asumiría el 6 de ese mismo mes. Concluía así esa primera experiencia electoral de la revolución.[ 51 ]

En ella se había tratado de llevar a cabo, por primera vez, la elección de las autoridades federales y locales sin el control, la tutela y la vigilancia de la estructura política oligárquica porfiriana que había convertido ese proceso en una mera simulación, que validaba su control político mediante mecanismos clientelares y corporativos. El régimen porfiriano y la mayor parte de su personal político habían desaparecido de la escena. En su lugar, habían emergido nuevas fuerzas políticas y actores que abrieron y ocuparon los espacios políticos y administrativos hasta entonces restringidos a una pequeña elite. El nuevo grupo vencedor, cuyos líderes se habían formado en la oposición liberal al Porfiriato y habían criticado la perversión de éste, creyeron posible instaurar los procedimientos, prácticas e instituciones característicos de la democracia representativa occidental. Desde el poder, intentaron organizar un proceso electoral imparcial en el que se expresara libremente la voluntad de los ciudadanos y que se respetara el resultado de los comicios. En términos generales el balance resultó positivo: se renovaron todos los cargos de elección popular mediante procedimientos en los que contendieron diferentes opciones y las nuevas autoridades tuvieron la legitimidad de haber llegado a sus puestos como producto de la voluntad ciudadana.

No hubo un fraude generalizado, aunque sí hubo protestas aisladas de prácticas ilegales cometidas por candidatos locales apoyados por la dirigencia maderista. Estas anomalías no invalidaban el resultado nacional de la elección aunque sí tuvieron un mayor impacto en los resultados locales. Sin embargo, fue también significativo que se siguieran manifestando muchas de las prácticas políticas que habían imperado hasta entonces y que habían sido condenadas por muchos de los nuevos actores: acarreos, inducción del voto, manipulación de la elección, control de las casillas y de los funcionarios electorales, así como de las instancias de calificación y, de manera particularmente negativa, el uso del poder oficial de las nuevas autoridades maderistas para aplastar legal o ilegalmente a sus opositores y para asegurar el triunfo de sus candidatos. El partido maderista sustituyó al antiguo partido porfirista como la maquinaria oficial. Fue ésta la que organizó desde el poder los comicios y esa ventaja inicial se volvió definitiva en la mayoría de los casos para alcanzar el triunfo de sus candidatos.

La democracia mexicana era un proceso apenas incipiente; no había todavía una cultura política madura que hubiera cristalizado en instituciones, partidos y leyes como los que se quería implantar. Aunque una parte de la oligarquía porfiriana se había ido del país, otra parte había permanecido y se había desarrollado una convivencia funcional con los nuevos líderes maderistas, muchos de los cuales siguieron actuando de la manera tradicional, usando el poder y su influencia para beneficiar sus intereses particulares. Las buenas intenciones de Madero y sus colaboradores cercanos, así como las de León de la Barra y algunos miembros del gobierno provisional se vieron fuertemente acotadas por la Realpolitik, por la necesidad que tenían de ganar las elecciones para llevar a cabo sus proyectos, por impedir el fortalecimiento de sus enemigos y, por tanto, muchas veces actuaron con maniobras y con actos ilegales para buscar obtener el triunfo.

Las elecciones de 1911 reflejaron el nivel de la cultura y de las prácticas políticas mexicanas, el peso de los líderes y caudillos y la ausencia de organizaciones sólidas. No podía ser de otra forma.

 

Fuentes consultadas

Archivos

Archivo Francisco I. Madero, Biblioteca Nacional, Manuscritos.

Archivo Gildardo Magaña, Centro de Estudios sobre la Universidad, unam.

Archivo Federico González Garza, Centro de Estudios de Historia de México Condumex.


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[ 1 ] François-Xavier Guerra, Del Antiguo Régimen a la Revolución, 2 v., México, Fondo de Cultura Económica, 1988, v. I, p. 158-170.

[ 2 ] François-Xavier Guerra, Del Antiguo Régimen a la Revolución, 2 v., México, Fondo de Cultura Económica, 1988, v. I, p. 84-106. 1892 fue el año de la aparición del denominado grupo de los científicos quienes lograron que dos de sus más prominentes representantes, José Yves Limantour y Manuel Fernández Leal ocuparan las importantes secretarías de Hacienda y de Fomento; a partir de entonces su influencia dentro del régimen porfiriano sería creciente y desplazarían a la vieja generación de caudillos militares con los que Díaz había llegado al poder. Ese mismo año dieron a la luz el manifiesto de la Convención Nacional Liberal, documento que era su ideario político y en el cual justificaron la necesidad de que Díaz se reeligiera en la presidencia, en virtud de que la prosperidad económica y la paz del país lo hacían indispensable; en ese texto señalaron que la joven nación mexicana todavía no estaba preparada para la democracia, aunque había iniciado una lenta evolución que lo conduciría a ella. Véase el manifiesto en Blas Urrea [Luis Cabrera], Obras políticas, México, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, 1985, p. 377-382.

[ 3 ]"Los partidos políticos", en Blas Urrea [Luis Cabrera], Obras políticas, México, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, 1985, p. 46. En un artículo anterior, denominado "El partido científico", Luis Cabrera señalaba que, desde la Colonia, en México sólo había habido dos partidos, el conservador y el reformista, aunque en distintas etapas los primeros se hubieran denominado realistas, escoceses, centralistas o conservadores, en tanto que los segundos habían sido primero insurgentes, luego yorkinos, federalistas y liberales. En el Porfiriato los conservadores constituían el partido porfiriano, en el que identificaba una variante, la de los científicos, que pretendían ser neutrales, escudándose en la ciencia, en la filosofía y en las finanzas. Los reformadores, aunque no podían identificarse en una sola tendencia, coincidían en que eran republicanos, demócratas, antirreeleccionistas y querían el desarrollo político del país partiendo de la independencia municipal y el sufragio popular. Blas Urrea [Luis Cabrera], Obras políticas, México, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, 1985, p. 15-28.

[ 4 ] François-Xavier Guerra, Del Antiguo Régimen a la Revolución, 2 v., México, Fondo de Cultura Económica, 1988, v. I, p. 238-245; v. II, p. 79-110.

[ 5 ] Buenos análisis del magonismo son los de Taylor, La campaña magonista de 1911 en Baja California: el apogeo de la lucha revolucionaria del Partido Liberal Mexicano, Tijuana, El Colegio de la Frontera Norte, 1992; y François-Xavier Guerra, Del Antiguo Régimen a la Revolución, 2 v., México, Fondo de Cultura Económica, 1988, v. II, p. 9-78.

[ 6 ] Para el reyismo, véase Víctor Niemeyer, El general Bernardo Reyes, México, Gobierno del Estado de Nuevo León, 1966. El Partido Nacional Democrático se constituyó el 20 de enero de 1909. Figuraban entre sus dirigentes Diódoro Batalla, Rafael Zubarán Capmany, Jesús Urueta y Manuel Calero. En su programa hacía énfasis en la necesidad de que el país evolucionara hacia la democracia, mediante la educación pública, que debía ser gratuita, obligatoria, laica y cívica, con el objetivo de formar verdaderos ciudadanos. Pugnaba también por la supresión de los jefes políticos y proponía la elección directa, mediante sufragio universal de la población alfabeta y propietaria. Véase Román Iglesias González, Planes políticos, proclamas, manifiestos y otros documentos de la independencia de México moderno, 1812-1940, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1998, p. 521-528; François-Xavier Guerra, Del Antiguo Régimen a la Revolución, 2 v., México, Fondo de Cultura Económica, 1988, v. II, p. 144-177; La campaña por la gubernatura de Morelos, en la que participaron activamente Jesús Urueta y Alfredo Robles Domínguez, cercanos a Reyes entonces, en John Womack, Zapata y la Revolución Mexicana, México, Siglo XXI, 1976, p. 8-35.

[ 7 ] Blas Urrea [Luis Cabrera], Obras políticas, México, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, 1985, p. 405-413; François-Xavier Guerra, Del Antiguo Régimen a la Revolución, 2 v., México, Fondo de Cultura Económica, 1988, v. II, p. 120-141, 177-189.

[ 8 ] Blas Urrea [Luis Cabrera], Obras políticas, México, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, 1985, p. 46-47.

[ 9 ] El mejor análisis de la insurrección maderista es el de Santiago Portilla, Una sociedad en armas. Insurrección antirreeleccionista en México, México, El Colegio de México, 1995; Véase también Alan Knight, La Revolución Mexicana. Del Porfiriato al nuevo régimen constitucional. Volumen i. Porfiristas, liberales y campesinos, México, Grijalbo, 1988.

[ 10 ] Alan Knight, La Revolución Mexicana. Del Porfiriato al nuevo régimen constitucional. Volumen i. Porfiristas, liberales y campesinos, México, Grijalbo, 1988, v. I, p. 308-314; Peter V. N. Henderson, In the absence of don Porfirio. Francisco León de la Barra and the Mexican Revolution, Wilmington (Delaware), Scholarly Resources, 2000, p. 119-120.

[ 11 ] Peter V. N. Henderson, In the absence of don Porfirio. Francisco León de la Barra and the Mexican Revolution, Wilmington (Delaware), Scholarly Resources, 2000, p. 24.

[ 12 ] La Cámara de Diputados, el 26 de mayo de 1911, dictaminó que el interinato debía ser breve. En esa sesión Alberto García Granados argumentó que "la situación de un gobierno provisional es siempre perjudicial a los intereses de la nación, especialmente desde el punto de vista económico, porque la expectativa de los negocios no se presenta tan clara como cuando ya se sabe el camino que ha tomado la nación de una manera definitiva". Véase Diario de los Debates de la XXV Legislatura, sesión del 26 de mayo, t. II, p. 13-14.

[ 13 ] Francisco I. Madero a De la Barra, Ciudad Juárez, 25, 26, 27 y 28 de mayo de 1911, Biblioteca Nacional, Archivo Francisco I. Madero, ms. 1468, 1466, 1682, 1619.

[ 14 ] De la Barra a Madero, México, 27 de mayo de 1911; Madero a De la Barra. El Paso, 31 de mayo de 1911; Miguel Ahumada a De la Barra, Chihuahua, 29 de mayo de 1911, U niversidad Nacional Autónoma de México, Centro de Estudios sobre la Universidad, Archivo Gildardo Magaña, 17/9/452, 2/1/23, 5/A1/65/93; la lista de gobernadores en Archivo Federico González Garza, 19/101/1829.

[ 15 ] Alan Knight, La Revolución Mexicana. Del Porfiriato al nuevo régimen constitucional. Volumen i. Porfiristas, liberales y campesinos, México, Grijalbo, 1988, p. 308-309.

[ 16 ] Alan Knight, La Revolución Mexicana. Del Porfiriato al nuevo régimen constitucional. Volumen i. Porfiristas, liberales y campesinos, México, Grijalbo, 1988, p. 314-322.

[ 17 ] Véase Diccionario histórico y biográfico de la Revolución Mexicana en los estados, 8 v., México, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, 1990.

[ 18 ] El principio de no reelección, que modificaba los artículos 108 y 109 de la Constitución, fue aprobado por la Cámara de Diputados el 25 de abril de 1911 y por la de Senadores el 8 de mayo de ese año. Posteriormente, lo aprobaron quince legislaturas estatales, dos lo rechazaron y las restantes no resolvieron sobre el asunto; siendo mayoría los estados que estaban de acuerdo con él, se aprobó de manera definitiva el 1o. de noviembre de 1911. Véase Diario de los Debates de la XXVI Legislatura, sesión del 1o. de noviembre de 1911.

[ 19 ] Peter V. N. Henderson, In the absence of don Porfirio. Francisco León de la Barra and the Mexican Revolution, Wilmington (Delaware), Scholarly Resources, 2000, p. 109, 113, 115.

[ 20 ] Madero a Alberto Fuentes, México, 18 de octubre de 1911, Biblioteca Nacional, Archivo Francisco I. Madero, ms. 901.

[ 21 ] Peter V. N. Henderson, In the absence of don Porfirio. Francisco León de la Barra and the Mexican Revolution, Wilmington (Delaware), Scholarly Resources, 2000, p. 115-117.

[ 22 ] Alan Knight, La Revolución Mexicana. Del Porfiriato al nuevo régimen constitucional. Volumen i. Porfiristas, liberales y campesinos, México, Grijalbo, 1988, p. 321-322.

[ 23 ] Club independiente de Aguascalientes a De la Barra, 20 de junio de 1911; Diputados yucatecos a De la Barra, 13 de julio de 1911; Heliodoro Díaz Quintas a De la Barra, Oaxaca, 27 de julio de 1911; Miguel García Topete a De la Barra, Colima, 22 de julio de 1911, U niversidad Nacional Autónoma de México, Centro de Estudios sobre la Universidad, Archivo Gildardo Magaña, 1/1R/122/218-21, 3/4/50/100, 17/1/20.

[ 24 ] Vicente García a De la Barra, Morelia, 13 de junio y 28 de julio de 1911; Alfonso Cámara a De la Barra, Mérida, 10 de julio de 1911; U niversidad Nacional Autónoma de México, Centro de Estudios sobre la Universidad, Archivo Gildardo Magaña, 4/G1/84/119, 4/G3/52/99, 16/4/130. Peter V. N. Henderson, In the absence of don Porfirio. Francisco León de la Barra and the Mexican Revolution, Wilmington (Delaware), Scholarly Resources, 2000, p. 122.

[ 25 ] Laura O'Dogherty, De urnas y sotanas. El Partido Católico en Jalisco, 1911-1913, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes-Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 2001, p. 117-145.

[ 26 ] Gerzayn Ugarte a De la Barra, Tlaxcala, 7 de septiembre de 1911, Universidad Nacional Autónoma de México, Centro de Estudios sobre la Universidad, Archivo Gildardo Magaña, 11/V4/8.

[ 27 ] Francisco Romandía a De la Barra, Hermosillo, 25 de julio de 1911; clubes políticos de Orizaba a De la Barra, 19 de septiembre de 1911; C. Talamantes a De la Barra, La Paz, 14 de septiembre de 1911; vecinos de Culiacán a De la Barra, 18 de septiembre de 1911, Universidad Nacional Autónoma de México, Centro de Estudios sobre la Universidad, Archivo Gildardo Magaña, 8/V5/92, 8/V5/146, 20/1/86, 15/7/1.

[ 28 ] Los opositores al Porfiriato criticaron acremente a los jefes políticos y, al mismo tiempo, exigieron el restablecimiento de la autonomía municipal. Antonio Díaz Soto y Gama, destacado político opositor radical de los clubes liberales, había señalado desde 1901 que las elecciones municipales eran las más sentidas por la población porque eran elecciones directas y los presidentes municipales eran las autoridades que resolvían directamente sus asuntos. Por ello, propuso que la transformación democrática debía partir del fortalecimiento del municipio. Luis Cabrera compartía esta visión y planteó a su vez eliminar a los jefes políticos y, de manera transitoria, hacer que fueran electos por dos años, mientras los municipios tomaban en sus manos las funciones de los jefes políticos. Véase Soto y Gama, "Breves consideraciones sobre la importancia del municipio", en En torno a la democracia. El debate político en México (1901-1916), México, Instituto Nacional de Estudios de la Revolución Mexicana, 1989, p. 67-84; Blas Urrea [Luis Cabrera], Obras políticas, México, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, p. 183-188.

[ 29 ] Cándido Aguilar a Alfredo Robles Domínguez, Córdoba, 6 de junio de 1911, Archivo General de la Nación, Archivo Robles Domínguez, 5/25/207; Miguel Hernández a De la Barra, Río Blanco, 14 de junio de 1911; Ayuntamiento de Atzalan a De la Barra, 8 de junio de 1911; Alberto Ruiz a De la Barra, Tepic, 26 de mayo de 1911, Universidad Nacional Autónoma de México, Centro de Estudios sobre la Universidad, Archivo Gildardo Magaña, 3/H1/29/44, 1/1R/100/169-72, 1/1R/15. "Entrevista con Amador Acevedo", Archivo de la Palabra, p. 154-157.

[ 30 ] Alan Knight, La Revolución Mexicana. Del Porfiriato al nuevo régimen constitucional. Volumen i. Porfiristas, liberales y campesinos, México, Grijalbo, 1988, p. 308-313.

[ 31 ] Laura O'Dogherty, De urnas y sotanas. El Partido Católico en Jalisco, 1911-1913, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes-Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 2001, p. 117-145; Jesús Munguía a De la Barra, Toluca, 28 de junio y 8 de agosto de 1911, Universidad Nacional Autónoma de México, Centro de Estudios sobre la Universidad, Archivo Gildardo Magaña, 7/M2/22/38, 7/M3/18/29; David G. La France, La revolución maderista en Puebla, México, Universidad Autónoma de Puebla, 1987, p. 107-113.

[ 32 ] Felipe Tena Ramírez, Leyes fundamentales de México, 1808-1998, México, Porrúa, 1998, p. 697-717.

[ 33 ] Felipe Tena Ramírez, Leyes fundamentales de México, 1808-1998, México, Porrúa, 1998, p. 524-528; Luis Cabrera proponía una forma de sufragio diferenciada: universal y directa para las elecciones municipales e indirecta para los demás cargos locales y federales. Véase Blas Urrea [Luis Cabrera], Obras políticas, México, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, 1985, p. 183.

[ 34 ] El manifiesto en Francisco Vázquez Gómez, Memorias políticas, 1911-1913, México, Universidad Iberoamericana-El Caballito, 1982, p. 300-301.

[ 35 ] Felipe Arturo Ávila Espinosa, Los orígenes del zapatismo, México, El Colegio de México-Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 2001, p. 141-198.

[ 36 ] Isidro Fabela, Documentos históricos de la Revolución Mexicana. VII. Revolución y régimen modernista, México, Fondo de Cultura Económica, 1965, p. 109-111.

[ 37 ] Isidro Fabela, Documentos históricos de la Revolución Mexicana. VII. Revolución y régimen modernista, México, Fondo de Cultura Económica, 1965, p. 112-120.

[ 38 ] Francisco Vázquez Gómez, Memorias políticas, 1911-1913, México, Universidad Iberoamericana-El Caballito, 1982, p. 427-444; Peter V. N. Henderson, In the absence of don Porfirio. Francisco León de la Barra and the Mexican Revolution, Wilmington (Delaware), Scholarly Resources, 2000, p. 130-131.

[ 39 ] Víctor Niemeyer, El general Bernardo Reyes, México, Gobierno del Estado de Nuevo León, 1966, p. 170.

[ 40 ] Gregorio Ponce de León, El interinato presidencial de 1911, México, Secretaría de Fomento, 1912, p. 91.

[ 41 ] Alan Knight, La Revolución Mexicana. Del Porfiriato al nuevo régimen constitucional. Volumen i. Porfiristas, liberales y campesinos, México, Grijalbo, 1988, p. 302-304.

[ 42 ] Heriberto Barrón a Reyes, 16 de agosto de 1911, Universidad Nacional Autónoma de México, Centro de Estudios sobre la Universidad, Archivo Gildardo Magaña, 31/B-2/143.

[ 43 ] Reyes a De la Barra, 6 de septiembre de 1911, Universidad Nacional Autónoma de México, Centro de Estudios sobre la Universidad, Archivo Gildardo Magaña, 1/R-4/60; Gregorio Ponce de León, El interinato presidencial de 1911, México, Secretaría de Fomento, 1912, p. 129-135, 159. Ante el clima de enfrentamientos que permeaba la situación política en esos días, otras voces, además de las reyistas, pidieron al Congreso el aplazamiento de las elecciones, como la legislatura de Aguascalientes y el Partido Evolucionista que encabezaba Vera Estañol; sin embargo, el Congreso desechó la solicitud al considerar que los problemas que causaría serían mayores. Véase Diario de los Debates de la XXV Legislatura, sesión del 25 de septiembre de 1911.

[ 44 ] Manuel Ceballos, El catolicismo social: un tercero en discordia. Rerum novarum, "la cuestión social" y la movilización de los católicos mexicanos, México, El Colegio de México, 1991, p. 75-132.

[ 45 ] Laura O'Dogherty, De urnas y sotanas. El Partido Católico en Jalisco, 1911-1913, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes-Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 2001, p. 77-81.

[ 46 ] Partido Católico Nacional, México, Tipografía El Tiempo, 1911, p. 4-5.

[ 47 ] Laura O'Dogherty, De urnas y sotanas. El Partido Católico en Jalisco, 1911-1913, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes-Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 2001, p. 98-106.

[ 48 ] Manuel Ceballos, El catolicismo social: un tercero en discordia. Rerum novarum, "la cuestión social" y la movilización de los católicos mexicanos, México, El Colegio de México, 1991, p. 402.

[ 49 ] Laura O'Dogherty, De urnas y sotanas. El Partido Católico en Jalisco, 1911-1913, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes-Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 2001, p. 98-106.

[ 50 ] Gregorio Ponce de León, El interinato presidencial de 1911, México, Secretaría de Fomento, 1912, p. 163-68; Laura O'Dogherty, De urnas y sotanas. El Partido Católico en Jalisco, 1911-1913, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes-Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 2001, p. 146-148; Peter V. N. Henderson, In the absence of don Porfirio. Francisco León de la Barra and the Mexican Revolution, Wilmington (Delaware), Scholarly Resources, 2000, p. 140-141.

[ 51 ] Diario de los Debates de la XXV Legislatura, sesión del 24 de octubre de 1911 y sesión del 2 de noviembre de 1911.

Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, Martha Beatriz Loyo (editora), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 23, 2002, p. 13-53.

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