Elisa Speckman Guerra, Crimen y castigo. Legislación penal, interpretaciones
de la criminalidad y administración de justicia (Ciudad de México, 1872-1910), México, El Colegio de México, Centro de Estudios Históricos-Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 1992, 357 p.
Sergio García Ramírez
Instituto de Investigaciones Jurídicas, Universidad Nacional Autónoma de México
Elisa Speckman Guerra no se arredra ni ante los temas ni ante los títulos. Para tema, la distinguida investigadora del Instituto de Investigaciones Históricas elige el delito, con todo lo que entraña, y para nombre selecciona "Crimen y castigo", cuya tradición no tiene desperdicio. Con este doble reclamo, nos propone un libro excelente del que se desprenden abundantes enseñanzas y sugerencias. La obra requiere lectura cuidadosa -que será, también, amena- y la autora merece un amplio reconocimiento. He cumplido aquélla e inicio éste.
Sobra que yo presente a la doctora Speckman, joven historiadora con prestigio bien ganado. No es ésta su primera aportación a la historia de las cuestiones penales y criminológicas, línea de investigación que frecuenta. Anteriormente ha publicado varios trabajos valiosos sobre los operadores del Derecho -que es un asunto recurrente en sus estudios-; la legislación penal -que pudiera ser, por lo visto, breviario de todos los mexicanos, pasados y presentes-; la identificación de los criminales, y la presencia de las mujeres en este paisaje sombrío, en el que tienen rasgos característicos -para bien o para mal- que la doctora Speckman documenta y analiza.
No soy historiador ni sociólogo ni psicólogo, oficios que me harían falta para abarcar la materia de este libro. Me limito a ser abogado y a estudiar, con antigua preferencia, las disciplinas penales. De mi profesión hay muchos libros, artículos, proyectos, con los que nos hemos familiarizado: la bibliografía jurídico-penal mexicana colma grandes bibliotecas. No sucede lo mismo con las indagaciones acerca del delito, los delincuentes y la justicia penal en México, observados desde otras perspectivas. Faltan estudios que descubran y difundan, más allá del mirador jurídico, lo que existe entre los pliegues de la justicia. La toga, como el árbol, nos oculta el bosque.
La historia del Derecho penal gira en torno de ciertas selecciones, que son la materia secular de los políticos y los legisladores. Hay que definir qué es el delito -o mejor dicho, a qué consideraremos delito y trataremos en consecuencia-; quién es el delincuente -o puesto de otro modo, cuáles son los rasgos que reconoceremos o atribuiremos al infractor punible-; cómo reaccionaremos ante el crimen -es decir, qué acciones emprenderemos una vez que ha fracasado la utopía preventiva-; de qué manera trasladaremos las penas de la ley y la sentencia a la vida del infractor vencido por la condena -o sea, cómo ejecutaremos las sanciones sobre el cuerpo o el alma del condenado, y hasta de otras personas cercanas o distantes-, y por último cuál será el método para establecer, en el difícil camino que media entre la simple sospecha y la verdad legal concluyente, que existe el hecho reprobable, que cierto sujeto lo ha cometido y que éste debe sufrir, por ello, la reducción formal de sus derechos.
Esas selecciones aparecen muy bien analizadas, de diversa manera y con distintos rubros, en el libro de Elisa Speckman. La autora sigue con su lente diversas miradas que se concentran en el delito: lo previenen, lo sorprenden, lo delatan, lo censuran, lo festejan, lo deploran, lo absuelven, lo condenan. Esas miradas no son únicamente las de la ley escrita, continente de muchos contenidos: convicciones, prevenciones, pretensiones, esperanzas. Se hallan, además, en todos los ojos de todos los protagonistas sociales, desde los más solemnes -los maestros del Derecho- hasta los menos formales -los ingeniosos populares, los ocurrentes, los pregoneros, que medio anuncian y medio inventan las noticias en las que pululan crímenes y desgracias. Si las constancias de aquéllos figuran en doctrinas y tratados, las de éstos son grafitos en el edificio social descompuesto, donde quedan para que las lean los que puedan y las glosen los que lleguen. Entre otros, ha podido y ha llegado Elisa Speckman. Miradas, pues, que la doctora va desplegando capítulo por capítulo hasta culminar un panorama que nos deja inquietos, pensativos.
La profesora Speckman concentra su estudio en una etapa importante de la vida mexicana: de 1872 a 1910. Es el puente que lleva de la República Restaurada, que se estaba apaciguando, a la república iracunda, que se estaba embraveciendo. El paréntesis se llena con los hechos, los datos, los pareceres de la vida criminal en la ciudad de México: la "mala vida", como decían los viejos tratadistas españoles. ¿Eran las cosas -se pregunta, y luego contesta- como podían suponerlas el autor de leyes, el lector de normas y el oidor de discursos? ¿O había, en contraste -un contraste que llevamos a cuestas durante siglos- una distancia, o tal vez un abismo, entre todo aquello, tan rotundo y perfecto, y la vida cotidiana, tan imperfecta y ondulante? Además, la sociedad insumisa frente a las leyes, ¿lo era de una sola forma, con un solo arrebato, o lo era de modo disperso, proponiendo cada sector y cada grupo su propio tono, su versión, su exigencia?
Primero, la ley. Ésta es la parte inicial de la obra. Cuando en México se alude a la ley, no se habla de una sola cosa, promulgada, publicada y vigente. Se habla de varias, en planos superpuestos, que a veces se comunican y en ocasiones viajan por su cuenta, sin hacer contacto. Se dice que esto es surrealismo. El color de la existencia -que veremos desde ese realismo mexicano- será siempre el del cristal con que lo observamos. Los conquistadores, investidos de armadura, pusieron otra coraza entre la ley de España y la suya: acátese, pero no se cumpla. Un signo que adquirimos en la cuna. Y con él cada quien viaja hasta la tumba. Se trata de nuestras primeras y últimas letras. Así que la Ley -con mayúscula y bando que la difunda- es una cosa, pero la ley, lo que se dice la ley que a todos gobierna, es otra.
Como la autora refiere, nos pasamos mucho tiempo sin disponer de leyes penales propias. Más allá de algunos esbozos, la gran codificación penal quedó pendiente varias décadas. Estábamos absortos en la construcción de instituciones políticas; no había tiempo para las otras. Era importante resolver los problemas de la soberanía, la federación, la división de poderes, los comicios. Mientras estábamos en eso, podían mantenerse vigentes -y se mantuvieron- las Siete Partidas, las Recopilaciones y las Leyes de Indias, no obstante que se había disuelto el nudo que comunicaba nuestro cuello con la corona de España. No diferían mucho esta dispersión y este envejecimiento de los que caracterizaron a la legislación penal de Europa al final del siglo XVIII, como hizo notar Beccaria en las primeras líneas de su obra renovadora.
Esperaron más de medio siglo los códigos comunes -civiles y penales-, que son la escritura de la vida diaria. Los que llegaron fueron redactados por los caballeros que Elisa Speckman evoca, y con los compromisos morales que también menciona. Hasta los reglamentos de jardines y cementerios contienen cierto proyecto social y político; con mayor razón las leyes penales, que alojan el proyecto en cápsulas amargas: delitos y sanciones. Si la sociedad mexicana no era exactamente así, peor para la sociedad. Finalmente, los códigos son los códigos. En ellos no hay nada neutral -refiere Speckman, citando a Lira (p. 55)-; todo es deliberado: el hombre -y también la mujer, por supuesto- debe ser de cierta manera; si no, los códigos habrán de encaminarlos.
¿Cómo estábamos, entonces, en lo que se refiere a delitos? Es necesario establecer el suelo que pisamos, para caminar en seguida, a sabiendas de que es la ley lo que dice qué es delito y qué es virtud ciudadana: recibe los conceptos, pero también los construye. Hacia 1872 y hasta 1910 -el circuito de esta investigación- varones y mujeres se repartían la comisión de delitos en porciones desiguales: cerca del ochenta por ciento aquéllos y algo más del veinte éstas; y campeaban en ese México violento las infracciones de sangre: más lesiones que robos, señal de que el buen ciudadano no se había aclimatado en este país indómito, contra los sueños de la Constitución de 1857. No sé si los años siguientes han domeñado a los mexicanos y pacificado a las mexicanas. Por fortuna, hoy las mujeres no llegan ni a la mitad de aquella proporción. Y la cifra de lesiones corporales, que persisten, no se acercan ni de lejos a la de robos, cada vez menos ingeniosos y más brutales.
La doctora Speckman examina el árbol genealógico de las ideas que interpretaron los delitos y poblaron los códigos, y por ambos conductos juzgaron a los criminales, abastecieron las cárceles y serenaron al supremo gobierno. En esos años disputaban dos concepciones: por una parte, el liberalismo que se traducía en la escuela penal clásica, sembrada en el libre albedrío y la responsabilidad moral de las personas; por la otra, el positivismo criminológico, que apenas llegaba a nuestras playas, pero las ocupaba pronto. La autora hace ver cómo menos de seis años después de publicada en Italia la obra crucial de Lombroso, muchos autores mexicanos la secundaban en sus ideas y en sus estudios.
En el encuentro entre las escuelas sucedió lo que en la confrontación de fuerzas más o menos equivalentes: menudearon las concesiones. La autora se da a la tarea, casi quirúrgica, de indagar por dónde soplaban los vientos de la ciencia, según las dedicaciones profesionales de los hombres que la practicaban. Y encuentra que los partidarios de la concepción liberal-clásica abundaban entre funcionarios públicos -del sistema judicial, en su mayoría- y abogados litigantes, en tanto que los seguidores del positivismo menudeaban entre los teóricos y profesores de Derecho. Sin embargo, nada se hacía con fanatismo irreductible. "Los años o las exigencias profesionales -advierte doña Elisa- alteraban la postura de los autores." (P. 78.) Como ejemplo de conversiones cita a un ilustre penalista, científico porfiriano, autor de proyectos, ex presidente del primer consejo directivo de Lecumberri, historiador del Derecho: don Miguel Macedo, que si fue, de joven, un "positivista exaltado de corte spenceriano" (p. 75), más tarde, como legislador en ciernes, habría de pensar las cosas dos veces y optar por cierto eclecticismo dominado por las propuestas de la escuela clásica. Es verdad: la tremenda retórica de la cátedra llega a ser temblor de mano cuando se emprende la redacción de leyes.
La historia del combate entre clásicos y positivistas entra mucho en el siglo xx, pero sus raíces se hallan en la etapa de la que da cuenta la profesora Speckman. Los panegiristas de esta corriente, como Carlos Roumagnac -citado en el libro- querían seguir a su maestro Lombroso en la certeza de que la antropología explicaría todo lo que era necesario explicar acerca del delito. Una antropología que no sólo anidaba en la intimidad del cuerpo, sino se volcaba fuera, por la ventana del rostro. Dígalo, si no, la curiosa descripción de Francisco Martínez Baca, en un párrafo que figura en el libro que ahora comento: "El aspecto feroz y provocante que tienen la mayor parte de los delincuentes, en cuyo rostro se reflejan las pasiones malvadas, es aquello que distingue al hombre delincuente del hombre honesto, y la marca con que la naturaleza lo señala para distinguirlo de otros hombres" (p. 100).
En la hondura de este conflicto entran en colisión -y luego en compromiso benéfico- algunas preocupaciones militantes. En la era moderna, la primera fue preocupación por la norma; la segunda, por el delincuente. La de ahora se asemeja a aquélla. Con el margen de error que tienen las clasificaciones reduccionistas, podemos decir que entre la mitad del siglo XIX y el final del xx se han sucedido varios tipos de penalistas enarbolando sucesivas obsesiones: el moralista, el antropólogo y el técnico, que llega a hablar, con una fórmula estremecedora, de "dogmática pura y dura". La legislación de José Almaraz, de 1929, quiso resolver la querella entre escuelas a favor del positivismo; luego la corriente dominante volvió los ojos hacia el eclecticismo -con sello positivista- en 1931. Finalmente, declinaría el positivismo en el Derecho penal e iría a refugiarse -no sin dejar buenas huellas de su paso- en la teoría penitenciaria.
De todo esto pueden desprenderse diversas conclusiones. La doctora Speckman pone el acento en una, que dice mucho sobre la ciencia penal de entonces, pero también sobre la política penal -si alguna había- y acerca de la reacción social y política frente al crimen. Éste, más que ser el producto de una opción libre y razonada entre el bien y el mal, es un fenómeno de marginados naturales. Extráiganse las consecuencias. Leemos en esta obra: "concebir la criminalidad como un fenómeno restringido en razón a la patología individual o la pertenencia a grupos sociales específicos resultaba tranquilizador para los hombres de la época". Doña Elisa agrega una inevitable coletilla: "por ejemplo, el creer que sólo las sirvientas mestizas podían cometer actos moralmente reprobados alejaba la amoralidad de las madres, esposas e hijas de los autores del discurso. Gracias a esta interpretación, la 'gente de bien' se sentía fuera de peligro" (p. 114).
La policía tiene una mirada a propósito de la delincuencia; una mirada profesional, se entiende, que a veces sólo requiere un espejo para hallar lo que anda buscando. Los revolucionarios franceses de 1789, grandes entusiastas, hablaron con calor de la fuerza pública como sustento de los derechos y de la democracia, no de "la utilidad particular de aquellos a quienes es confiada". Aparentemente, los destinatarios de esta versión romántica de la fuerza pública correspondieron con diligencia, si damos crédito a lo que difundió la Gaceta de Policía, a partir de El Popular del 4 de marzo de 1906, un año ejemplar: "en la actualidad apenas hay delincuente alguno que llegue a escapar de la acción de la justicia, porque los criminales más hábiles, los malhechores más audaces, son perseguidos con igual o mayor inteligencia que la puesta por ellos en ocultarse, y de aquí que todos o casi todos hayan perdido la esperanza de prosperar en México" (p. 117).
Las publicaciones de policía se atareaban en dos asuntos, mutuamente comunicados. Por una parte, establecer la filosofía de su misión autoritaria; por la otra, dar cuentas de sus éxitos. De esto ya vimos una muestra. De lo primero hay otras, que la doctora Speckman explora en varios impresos. Llama la atención el entusiasmo de la Gaceta de Policía por leer la cartilla a la libertad y a la democracia: "sólo se justifican y sólo son aceptables -les advirtió, con un razonamiento difícilmente refutable- por los beneficios que producen, por los bienes que acarrean y por la prosperidad que promueven"; si no tienen estos resultados, "surge inmediatamente en la sociedad el derecho colectivo de represión del individuo en bien de la salud pública" (p. 131). Evidentemente -y en esto sigo la reflexión de la doctora Speckman- en el trasfondo de la ideología policial -llamémosla así- se animaba más la corriente positiva que la liberal, y quedaba claro que estos encargados de aplicar la ley no eran, por cierto, los más fervorosos partidarios de las ideas que aquélla acogía. En el discurso de la policía es aún más evidente una línea de pensamiento, sin muchos compromisos académicos, que ha llegado hasta nuestros días y que a la menor oportunidad se transforma en acción resuelta: suprimir hipotéticos obstáculos para la seguridad pública. Y en concepto de los prácticos, el mayor obstáculo son los derechos de los ciudadanos.
Aunque los libros de Derecho y criminología dan cuenta del crimen y los delincuentes, pueden ser mejores las cuentas -o en todo caso más atractivas- que brinda la literatura. Si los autores no reflejan en sus libros la preocupación del legislador por preservar la propiedad y otros valores burgueses, en cambio dan razón de sucesos más atrayentes, aunque menos frecuentes. La sangre mana por los cuatro costados de las obras en las que indaga Elisa Speckman. Tiene, desde luego, el cuidado de examinar, antes que los productos, a los productores: ¿quiénes eran, de dónde venían y -por ello- cómo se explicaban Ángel de Campo, Rafael Delgado, Heriberto Frías, Federico Gamboa, Francisco García González, Alberto Leduc, José López Portillo y Rojas, Porfirio Parra y Bernardo Couto Castillo? Establecida la fuente de las palabras, sigue la galería de los temas: miseria, frustraciones, mujeres caídas, avatares del honor, exabruptos pasionales.
A media vía entre la tradición -que condena a las mujeres pecadoras, "demonio que desencadenaba los impulsos del varón"- y la modernidad -que relativiza el concepto del honor y condena el duelo-, las letras de entonces contribuyen a conocer la idea del crimen y el castigo que profesaba una sociedad cuyas elites se hallaban mejor dispuestas a echar tierra sobre las causas biológicas del delito que a reconocerse en la legión de los responsables.
Otra mirada es la que suministran las moralidades, digamos, concernientes a la familia y a las mujeres. En este campo abundan los vehículos del mal -ideas materialistas, proyecto secularizador, lecturas laicas- y las causas de la perdición. En la víspera larga de la manumisión política de las mujeres, que aún atravesaría muchas vicisitudes, la revista La Mujer se hacía cruces por el insólito espectáculo que darían nuestras compañeras cumpliendo oficios de varones:
Cosa curiosa -decía aquella publicación en 1883- sería ver a la mujer deducir sus derechos ante los tribunales; espectáculo nuevo y extraño verla en los comicios manejando la cábala de las elecciones [...] contemplarla disputando en las asambleas [...] y teniendo que suspender a cada momento sus peroratas y sus demostraciones para amamantar al hijo que llevara consigo [p. 165].
Una veta fecunda se localiza en la vida y milagros de los criminales célebres. Finalmente ¿quiénes son delincuentes: los que etiquetan con ese nombre los tribunales, aunque los absuelva el voto del pueblo, o los que éste juzga y condena? ¿Delinquen Robin Hood, Diego Corrientes, Chucho el Roto, reos de la justicia? ¿Delinquen Ricardo III y Francisco Drake, formadores del imperio? La doctora Speckman nos hace circular en el museo de los delincuentes mexicanos. Halla, por supuesto, grandes botones de muestra, como Jesús Negrete, el Tigre de Santa Julia, que ha vuelto al favor del público y que acuñó reflexiones impecables: "el desengaño de este triste mundo me vino a decir que todas las cosas llegan siempre a su fin" (p. 177); y otra más, que muestra el orgullo de la profesión y el decoro de la especialidad, una virtud que los chacales de hoy han abandonado: "he matado -aceptó el Tigre-, pero no he robado" (p. 180).
Cuando refiere las malandanzas de los criminales, Elisa Speckman novela sus hallazgos. Uno es Francisco Guerrero, el Chalequero, "de oficio zapatero" y "cruel seductor" (p. 184), que figura en la nutrida galería de los matadores de mujeres, con un patrono universal: Jack el Destripador. De otro carácter fue el general Maass. En este caso, Elisa comienza diciendo: "En la noche del 12 de agosto de 1908, a la luz de la luna y en un callejón que hacía esquina con una ermita, David Olivares puso su mano en el hombro del general Gustavo A. Maass y con voz entrecortada le pidió que lo acompañara" (p. 191). El joven Olivares recibiría una mala respuesta a la invitación que estaba formulando, no obstante haber sido -como atestiguó la prensa- "buen padre de familia, buen hermano y hombre útil a la sociedad; [al que] jamás se le vio en la cantina y nunca fue amigo de las pendencias ni de las juergas" (p. 195). Tantas bondades no pueden tener buen fin. Es interesante el juicio que se armó a Maass: uno de los tribunales, la prensa -y acaso el pueblo-, sintieron que se estaba juzgando al poder y bajaron el pulgar, como los césares; pero otros, los jueces en forma, pasaron angustias para evitar la pena de muerte y sentenciar al poderoso general a una pena benévola. Que había defendido su honor era punto discutible; no lo era que representaba al poder armado, y que por ello había que irse con cautela.
Ya no tenemos eso que alguna vez se llamó literatura de cordel, o de colportage, o de ciego; o bien, la tenemos de otra manera, replanteada por el desarrollo tecnológico: desplegada en los medios masivos, cultivada hasta la exasperación, convertida en difusión inmediata y gigantesca para lección y diversión general. El crimen y la ley no pertenecen al arcano, sino a la multitud, que juzgará sobre los dos. Todo es parte del espectáculo: el debate sobre la norma, el hecho criminal, la cacería del infractor, el juicio ante el pueblo, la ejecución. Son actos de una obra que la muchedumbre observa. Exactamente como veía al traidor deslizar veneno en la oreja del rey de Dinamarca, hoy mira al gendarme correr tras el fugitivo o presencia la acometida del fiscal y la decisión del tribunal. Ya verá el público si aplaude o abuchea.
La autora recoge lo que llama, titulando uno de sus capítulos, "espeluznantes relatos de horrorosísimos crímenes" (p. 201), todos ellos documentados en esa forma de literatura correcaminos, cifrada en coplas y en estampas formadas en la mítica imprenta de Vanegas Arroyo, por la mano de Posada o de Manilla, que tres cuartos de siglo después penderían de muros de la Procuraduría, antes de que llegara el tiempo de los gafetes, las metralletas y los arcos detectores. Es como mirarnos -el pueblo que somos, las contradicciones que tenemos, los horrores que padecemos- en un espejo convexo: somos eso, aunque alterado, tergiversado, caricaturizado. Pero somos y nos reconocemos. Ahí medita el sesudo corridista, previniendo a las doncellas con una pequeña lección de fatalidad que pone en éstas la prevención de sus desgracias y la culpa de sus males: "Muchachas, cuando las pidan / no se vayan a negar; / porque a Juanita Alvarado / la vida le va a costar" (p. 216); y ahí deambulan la mano de Dios y la mano del diablo: última y lógica explicación del mal y de la justicia. La absoluta irracionalidad con la que a menudo tropezamos invita a volver la mirada hacia otro género de explicaciones y, sobre todo, hacia otra forma de justicia. A lo mejor la racionalidad salta donde menos lo esperamos.
Otro de los asuntos que fluyen en la obra que ahora comento es la tensión oficial hacia penas mejores y más eficaces, precisamente cuando la república salía del desorden en que había vivido pero aún no conseguía dulcificar las costumbres y atemperar el talante bronco de los ciudadanos. Para combatir al fuego se elegía el fuego: pena de muerte. Desde el Congreso de 1857, los políticos liberales deseaban la alternativa: prisión, pero no se atrevían a dar el paso decisivo: abolir la sanción capital, sobre la que habían llovido todos los reproches pero a la que se asían, como a un clavo ardiente, todos los temores. Así fue navegando la legislación penal, entre la repugnancia y la resignación. Don Porfirio celebró un aniversario del 2 de abril en Puebla, inaugurando una flamante penitenciaría junto al que fuera templo de Santa Inés, y bendiciendo la consecuente abolición de la pena capital, que por supuesto no eliminó de la legislación federal: en ella tenía la mano, como en una palanca de último recurso, que en el gobierno del dictador no había sido precisamente el último. Acaso el mismo secreto temor y la misma encubierta solución han permitido que un siglo más tarde persista en nuestra Constitución la sombra de la pena capital; ninguna arremetida de humanitarismo penal -que hoy se bate en retirada- ha logrado desalojar al patíbulo de la ley fundamental. ¿Podríamos aspirar a que esto figurara en la agenda de la reforma del Estado?
El recorrido de Elisa Speckman concluye en un tema fundamental, que la autora anuncia: "Si la concepción de la criminalidad de diversos sectores de la comunidad se alejaba de la plasmada en la legislación y si consideramos que los jueces eran hombres nacidos en esta sociedad e inmersos en ella, no podemos dejar de preguntarnos: ¿al aplicar justicia se ceñían a la letra de la ley o se dejaban influir por concepciones alternativas? Responder esta inquietud es el objetivo de la última sección que integra la obra" (p. 248). Comienza, de esta suerte, un interesantísimo psicoanálisis de los jueces, que llega a ser un juicio sobre la justicia, sentada en el banquillo y sometida a estrecho interrogatorio. Una de cal por las que van de arena.
La doctora Speckman, con el rigor que domina en su obra, ve a los hombres tras los jueces o bajo las togas, e inquiere: "¿Quiénes eran estos hombres?" (p. 253). Trabaja con cuidado la respuesta, a partir del examen de jueces de primera instancia y magistrados de apelación, de los requisitos de nombramiento, de las características del jurado, de los laberintos del juicio penal. Trae a colación una preciosa cita del juez Emilio Rovirosa Andrade, que reprochó al autor principal del código más prestigiado que ha tenido el país -Antonio Martínez de Castro- su complicada técnica de circunstancias atenuantes y agravantes: "Si el señor Martínez de Castro hubiera podido pensar la dificultad que se ofrece al juzgador para encontrar o determinar las fronteras que separan a unas circunstancias de otras en la escala de primera, segunda, tercera y cuarta clase que formó [...], seguro estaría de haberle visto abandonar tan funesto sistema" (p. 259). Es que una cosa es la sentencia como se mira en el parnaso de la comisión redactora, y otra como se presenta en el gabinete judicial, donde impera el claroscuro. El legislador teoriza; el juez absuelve o condena. Por eso las cuitas del juez Rovirosa no son las mismas del ministro Martínez de Castro.
Elisa Speckman acude a las pistas que suministran los desacuerdos entre el jurado, que analiza los hechos desde el corazón más que desde la razón, y por eso no justifica su veredicto -más todavía: la ley sólo le ordena interpelar a su conciencia-, y el juzgador profesional, que resuelve en Derecho, así como los conflictos entre el tribunal de primera instancia y el de segunda, que confirma o revoca las decisiones de aquél. Alexis de Tocqueville descubrió en el jurado norteamericano una escuela de democracia; pero nuestro Francisco Bulnes era de otra opinión, a partir de una experiencia diferente: en vez de los hombres justos, serios y patriotas, "doce léperos lascivos, groseros, brutales, escandalosos, que chacoteaban con el acusado, y lo felicitaban por su buena fortuna en casos de aventuras amorosas o de robos practicados con habilidad" (p. 257). En los asuntos de la justicia, como en otros del Estado, una cosa es el arquetipo y otra la realidad, lección que nos incomoda y que preferimos no escuchar.
Juiciosamente, la autora toma en cuenta el acento punitivo de los juzgadores frente a diversas categorías de justiciables -por ejemplo, los funcionarios judiciales y los gendarmes, las mujeres y los menores, los acomodados y los indigentes, los ilustrados y los ignorantes- y ante distintas especies de infracciones: contra la propiedad, contra las personas, contra la moral y las buenas costumbres. A partir de este análisis descifra las tendencias judiciales y las ideas, valores, prejuicios y representaciones que las informan, y construye una tesis aleccionadora. Aquéllos son la tinta con la que se escribe la sentencia. Demostrarlo es uno de los objetivos de la investigación, que debe responder a una pregunta: "¿Igualdad jurídica o justicia diferenciada?" (p. 303), grave cuestión a la que rara vez se ha dado una respuesta tranquilizadora. Basta visitar los tribunales y las prisiones, en México y dondequiera.
Los juzgadores de aquella etapa pudieron actuar -como la doctora Speckman sugiere, aunque no emite condenas generales- movidos por malos motivos. Lo serían el cohecho o la coacción. Y pudieron hacerlo, deliberada o inadvertidamente, llevados por esas ideas, esos sentimientos, esos prejuicios que viajan de la conciencia o el inconsciente a la hoja en blanco donde se instala la sentencia. Sin embargo, también pudieron actuar gobernados precisamente por la ley, como ésta era, no como la quería el juzgador. Recordemos la extensa historia del organismo judicial como poder del Estado moderno. Visto con suma sospecha, porque se lo sabía delegado del rey, los revolucionarios le pusieron fronteras. Montesquieu hizo del juez la boca que pronuncia las palabras de la ley. El mejor juez -se dijo- es el que posee menos arbitrio. Eso explica la "dosimetría" del código de Martínez de Castro: había que atar la imaginación, la convicción y las manos del tribunal; la atadura residía en la legislación y el supremo poder sólo recaía en el legislador.
Los jueces tuvieron que evadirse de su prisión por diversas vías, mediando -como dice Speckman- entre la ley, que podía ser injusta, y la realidad, que podía tener razones en su favor. El jurado fue el primero en sublevarse. Luego, más discretamente, los jueces profesionales. Fue entonces que una imagen de la justicia, la diosa de ojos vendados, se vio relevada por otra más antigua: la justicia de Crisipo -que celebra Radbruch- con la "mirada severa e imponente, los ojos muy abiertos". Los jueces avanzaron, por esta vía, en la equidad aristotélica: justicia del caso concreto.
Por otra parte, difícilmente se podría concebir una opinión jurisdiccional monolítica: toda la magistratura en una sola dirección. Añadamos incompetencia personal, falibilidad humana, discrepancia de interpretación. Cada juzgador es un observador de los hechos y un lector de la ley. Ni todos observan lo mismo ni todos leen igual. Difícil situación desde el ángulo de la seguridad. Por eso existe un sistema de recursos ordinarios y extraordinarios, que vigila sobre la apreciación de los hechos, la estimación de las pruebas y la aplicación de la ley. Me gustaría que la jurisdicción fuese tan certera como la física. No es así. Y como no es así, hay que tener apelación y casación.
La doctora Elisa Speckman, que ha hecho una magnífica contribución al conocimiento de unos problemas que no nos dejan dormir en paz, se detuvo en 1910. Está bien, por lo pronto. Pero sabemos que no reposará. Tal vez nos proveerá en meses o años por venir con otras miradas, o con las mismas, pero tendidas sobre nuevos periodos de la insomne vida mexicana, donde la lumbre ya nos llega a los aparejos: miradas de las nuevas generaciones de legisladores, tratadistas, escritores, difusores, moralistas, sobre las nuevas generaciones de delitos, criminales y castigos. Por lo pronto, hay que celebrar esta auténtica investigación que pone la ciencia al servicio de una causa moral, la causa de la justicia, y obliga a repensar lo que creíamos, ingenuamente, bien pensado y bien sabido.
Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, Marcela Terrazas y Basante (editora), Alfredo Ávila (editor asociado), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 25, 2003,
p. 165-178.
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