Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México

 

Romana Falcón, México descalzo y transición política, México, Plaza y Janés, 2002, 365 p., ils.

Adolfo Gilly


México subalterno: el duro deseo de durar

A propósito de México descalzo, de Romana Falcón

Una manera de mirar el mundo y una idea acerca de la historia como pasado, como textura y como escritura despuntan a primera vista en México descalzo, el nuevo libro de Romana Falcón. En las resistencias, las rebeldías y las insurrecciones del México agrario del siglo XIX lo que la autora busca, y como busca encuentra, es el sutil entramado de acciones e imaginaciones de los subalternos con los que se fue construyendo lo que ha venido a ser la república mexicana.

Esa trama viviente no es tanto obra del enrejado construido por las leyes y las instituciones en las cuales parece sustentarse como de la enredadera de la vida que trepa por ese enrejado, adopta su forma y se sostiene en él, pero al mismo tiempo le da sustancia, hojas, flores y sentido.

No sé si Romana se lo propuso, pero lo que yo vi en su libro no fue la estructura sino la enredadera.

Quedó nombrado el siglo XIX como "el siglo del progreso", el de las leyes liberales, los varones ilustres y las locomotoras de vapor. Muchas historias, algunas muy valiosas, tenemos de ese tiempo. En una de las síntesis recientes más difundidas, Enrique Krauze lo llamó Siglo de caudillos.

Romana Falcón escogió -porque en el principio siempre está la elección del historiador o la misteriosa atracción que lo lleva a su tema- escudriñar en ese siglo las resistencias y el duro deseo de durar con que el México subalterno recibió y resistió a ese progreso, lo obligó a ser diferente, no se dejó borrar, peleó por su derecho al huarache y al zapato aunque descalzo anduviera, e hizo que la nación mexicana sea como ella es hoy en la totalidad de cada día de su vida y no sólo en las superficies letradas o institucionales -necesarias éstas mientras no se sueñen o se postulen a sí mismas en el lugar de esa totalidad.

Lo que este libro recupera, en un empeño por contar la historia no tanto desde abajo como desde adentro de la vida misma, es un siglo de enconada y cotidiana confrontación por el sentido del mundo y de la propia existencia en esta comunidad humana que se llama México y que considera suyo, por herencia, por derecho y por obras, este territorio entre los dos océanos, al sur del Bravo y al norte del Suchiate.

Desde los pueblos nómadas del norte, en lo que Romana Falcón denomina "la larga insumisión itinerante", hasta los pueblos mayas del sur, las comunidades en rebeldía de los macewalob, los insurrectos de Chan Santa Cruz y los seguidores de la Cruz Parlante, México descalzo muestra un país campesino e indígena que en la resistencia a la república liberal afirmaba su propio derecho a existir y persistir. Escribe Romana Falcón:

Si algo sorprende de los once años de la República Restaurada, y contra lo que sugiere la historiografía, es cuán frecuentes, profundos y dispersos a lo largo y ancho de todo el territorio fueron los estallidos de violencia sostenida. El campo estuvo en llamas [...]. La solución militar fue siempre la respuesta dada a los marginados del campo que se decidían a empuñar las armas. En el tono típico de la época, se reprimió tanto a los subversivos como a sus bases sociales, con una ferocidad que historiográficamente no ha sido reconocida.

En la visión de las clases y grupos dominantes, estos sublevados peleaban por arrebatar sus propiedades y sus derechos a los legítimos titulares, es decir, a quienes tenían títulos expedidos por la República conforme a sus leyes.

En la visión de los insurrectos, y de los pacíficos que les daban sustento y cobijo, no se trataba de una cuestión de "propiedad", sino más bien, podríamos decir, de "pertenencia". Contra ese irracional derecho de propiedad impuesto por los advenedizos liberales, oponían su propio sentido del mundo y de la vida. Defendían la razón ancestral del uso común de las tierras, los bosques, los pastos y las aguas. Afirmaban una relación de la comunidad campesina con ese territorio del cual la comunidad formaba parte, así como a su vez el territorio formaba parte de su existencia en tanto comunidad. Defendían los intercambios humanos con la naturaleza como valor de uso, no como mercancía o valor de cambio. Querían preservar un sentido de la vida destilado en milenios, compartido y trasmitido por las doscientas generaciones que en ese universo los habían precedido.

¿Cómo no iba a haber razón para rebelarse y resistir a quienes, venidos mucho después con leyes, soldados, fusiles, topógrafos, teodolitos y títulos de propiedad, estaban cuadriculando y destruyendo ese mundo de intercambios entre seres humanos, naturaleza, antepasados y divinidades; a quienes traían y pretendían imponer una idea tan absurda como que la tierra, las aguas, los pastos, los bosques y los volcanes podían venderse y comprarse como si fueran mercancías?

Desde los yaquis y los mayos en el norte hasta los mayas en el sur, esos pueblos hablaban idiomas diferentes. Cada idioma es un modo de dar sentido y explicación del mundo de la vida, de definir por la palabra a la montaña, a la selva, al mar, al desierto y a sus plantas y animales y de dirigirse a ellos y a sus deidades. Algunos de esos idiomas sobreviven y aún resisten, otros han desaparecido. Todos ellos y sus genios; sin embargo, siguen impregnando la religión, la comida, los modos de querer o de odiar, los gestos de respeto o de desprecio, la toponimia pública y la oculta; todos impregnan en cada región desde adentro y desde abajo el español que se habla y la vida que se vive en cada región y lugar de la república.

Esta impregnación ha sido posible porque esos pueblos resistieron y se defendieron y porque, cuando por fin tuvieron que ceder, en el ceder obligaron a cambiar a sus nuevos dominadores; y porque para hacerse obedecer, éstos tuvieron que cambiar sus modos de mandar, y volver a cambiarlos vez tras vez para poder conservar ese mando. Es la historia que refiere México descalzo.

Lo que Romana Falcón nos cuenta es cómo el siglo XIX preparó la Revolución Mexicana; y cómo ambos y toda la densidad espesa de esa historia prepararon la escena con que comienza el libro: la comandante Esther hablando en la tribuna del Congreso de la Unión. Enmascarada ella, porque ésa es la manera para que una sea todos, pero también enmascarada como el tiempo largo de la historia de este país del cual se nutre el libro de Romana.

Estudiar y descifrar la historia de los subalternos arroja luces inesperadas sobre la historia de los dominantes: "Sumados los cientos de focos de malestar que puntearon de palmo a palmo la República Restaurada se creó un ambiente propicio para el éxito de la rebelión porfirista de 1876", escribe Romana Falcón en una aguda observación sobre algunos de los antecedentes inesperados de la prolongada hegemonía porfiriana.

Hace años, en una Semana Santa en Los Azufres, Michoacán, leí con gusto el Siglo de caudillos de Enrique Krauze: describía un universo de jefes y de mando sin el cual no existiría la república mexicana tal cual hoy ha venido a ser.

Otro siglo de caudillos se nos aparece en México descalzo: Gerónimo, el de los apaches; Cajeme, el de los yaquis; Julio López Chávez, el de la rebelión agraria de Chalco, fusilado en 1868; Manuel Lozada, el de la rebelión de coras, huicholes y tepehuanes en Nayarit, fusilado en 1873. La geografía del México descalzo está poblada de caudillos y jefes mayores y menores.

La comunicación entre los caudillos del poder y los de la resistencia era más bien violenta, como lo era el contacto entre ambos mundos cada vez que ocurría. En el Manifiesto de los pueblos de Nayarit, de septiembre de 1871, los rebeldes decían:

Nos dirigimos al pueblo mexicano [...]. No hablamos con los hombres públicos que llevan el título de representantes del Pueblo, porque real y verdaderamente no son otra cosa que el azote de la humanidad y la plaga más terrible que ha gravitado sobre nuestra infortunada patria.

Por la voz y la pluma del diputado Juan A. Mateos, el México institucional de entonces respondía en estos términos:

El bandido de Álica ha echado fuera de la vaina su machete ensangrentado [...]. El miserable engendro del contrabando ha lanzado el alarido salvaje de la guerra de castas en costas occidentales. El hombre de los cacles y la camisa de fuera ha soñado con el cetro de los emperadores. ¡Tocamos el siglo de los bárbaros! Reservado estaba a Lerdo el justiciero, quebrantar la cabeza de la hidra.

Eran dos universos, dos derechos, dos ideas de la justicia y de la libertad. Siendo imposible la síntesis, el litigio entre ambos continúa todavía definiendo la historia mexicana.

Tanto en Nayarit como en Chalco, tanto en Sonora como en Yucatán y Chiapas, los pueblos reclamaban la validez de los títulos más antiguos. Registra Romana Falcón cómo los habitantes de San Francisco Acuautla, en la región de Chalco, en marzo de 1868, en sus reclamos a Benito Juárez, escritos con grandes muestras de deferencia al presidente,

Insistieron en un punto: como poseedores originales de las tierras y aguas reiteraron -como muchos años más tarde lo harían las comunidades zapatistas- que no eran ellos sino los propietarios particulares los que deberían probar la legalidad de sus reclamos. [...] El pueblo de Acuautla insistió tercamente en su derecho a poseer tierras en tanto actor colectivo. Más aún, pidió una inversión de la legalidad: que no fuesen los pueblos, sino las haciendas, "las primeras que presenten sus títulos de propiedad por ser éstas las que en nuestro concepto fueron formadas después de los pueblos, bien por compras, reales cédulas o mercedes". [...] Para estos campesinos, a diferencia de funcionarios y propietarios, lo legítimo no emanaba de la simple aplicación de las leyes agrarias liberales, sino de documentos centenarios y de los avatares de la historia concreta de sus comunidades.

Título antiguo mata título nuevo e historia vale derecho, un derecho que no prescribe jamás: ésa parece ser la doctrina jurídica de los pueblos. ("Cabe llamar la atención sobre el uso insistente que estos grupos subalternos hicieron del vocablo de pueblo ", anota Romana Falcón.) Esa doctrina, por tal vez no tan extraños caminos, se emparentaba con un antiguo precepto del derecho romano en las Doce Tablas, obviamente desconocido para los pueblos: "Un recurso en materia de propiedad contra un extranjero no prescribirá nunca".

Desde el otro lado del enfrentamiento eran percibidas con bastante claridad las consecuencias de esa doctrina. Romana Falcón registra las frases del periódico El Globo, del 10 de junio de 1868, condenando "la inveterada pretensión de ciertos pueblos para despojar de sus tierras a algunos propietarios comarcanos", basada en la conocida "pretensión que abriga la raza indígena de la república a una especie de dominio original y eminente sobre el territorio nacional".

Historia vale derecho: es la raíz del apego tenaz de los pueblos campesinos a su historia no escrita, conservada en la memoria de las generaciones, en los relatos de los viejos y hasta en los cantos y las danzas. Ese derecho y esa historia los protegen, los transmiten y los defienden por todos los medios a su alcance. Escribe Romana Falcón a propósito de Chalco:

En 1856, cuando se decretó la ley liberal por excelencia, la de desamortización de propiedades comunales, se acrecentó la acometida por los recursos de las comunidades de la región. [...] Por lo menos la mitad de las 72 poblaciones de Chalco desarrollaron conflictos de linderos con las haciendas vecinas. Muchas comunidades que se alzarían en 1867 tenían años de estar empeñadas en conflictos con propiedades contiguas, como fueron los casos de Temamantla y San Francisco Acuautla en Chalco, o el de San Vicente Chicoloapan en el limítrofe distrito de Texcoco.

Los largos litigios legales emprendidos por los pueblos no son instancias contrapuestas a la rebelión o a la petición deferente a las autoridades o al abigeato o a la caza furtiva. Al contrario, esos litigios son momentos de la organización de los planes de acciones y de demandas de las comunidades, son otros tantos momentos de su actividad, de su organización autónoma, de lo que el historiador Ranajit Guha llama el dominio de "la política autónoma de los subalternos".

Las constantes discusiones, informes y conversaciones sobre la marcha del litigio y sus alternativas son instancias de reafirmación colectiva de la historia y los derechos propios del pueblo y de quienes lo componen y comparten esos derechos. No hay contradicción sino complementariedad entre la deferencia en las peticiones a las autoridades y la violencia en las sublevaciones contra esas mismas autoridades.

Un litigio de una comunidad se construye en todos los terrenos posibles y sólo desde el lado opuesto -el de las mentalidades ciudadanas formadas en la legislación liberal- puede aparecer contradicción entre las diferentes manifestaciones de aquello que está unido e identificado por una sola causa verdadera: la existencia y persistencia de la integridad ancestral de cada pueblo. Por eso, los recursos retóricos cambian de acuerdo con lo que se quiere probar, y ante quién y con qué medios se lo debe probar, pues en la retórica está, como se sabe, una parte de la prueba, y esa retórica tiene siempre un destino y un destinatario.

Romana Falcón registra, como siglos antes lo hiciera Antonio de Zorita, el "empeño de los pueblos en litigar": "pues, entre otros aspectos, mantener un litigio abierto prácticamente equivalía a detener los trámites de reparto y de deslinde entre pueblos, barrios, municipalidades, municipios y propietarios. No pocos consideraban que litigar se había convertido en un verdadero 'vicio' de las comunidades". Todo esto, litigios y peticiones, rebeliones y represiones, dominación y resistencia, usos y costumbres comunes ancestrales y propiedad mercantil de la tierra, como un torbellino convergió, se precipitó y estalló en la revolución de 1910 y sus diez años de luchas armadas.

El artículo 27 constitucional, el Arca de la Alianza sancionada en 1917, no resolvió ese litigio. Lo que hizo fue legitimarlo, incluirlo en la Constitución y volverlo institucional, como una de las formas de existencia de la comunidad estatal que surgió de la Revolución Mexicana. El artículo 27 extendió y volvió elásticas las fronteras de la legalidad e hizo posible que dentro de ésta se litigara lo que antes debía disputarse fuera de la ley, por la violencia y por las armas. Éstas, sin embargo, nunca quedaron demasiado lejos.

Lo que nos cuenta México descalzo permite vislumbrar desde cuál profundidad de muchos siglos, desde cuál acumulación de historia, de esperanza y de violencia, salieron la legitimidad y el respaldo para el reparto agrario del presidente Lázaro Cárdenas en los años treinta del siglo xx.

No es dado a todos los historiadores entrar en los dominios autónomos de los subalternos. Hay que tener ganas, escuela y oficio: como en los cuentos de hadas y de brujos, esos territorios tienen puntos de ingreso escondidos pero no inaccesibles para el buen huellero. Romana Falcón supo buscar y seguir las huellas y encontrar las llaves y las claves. El resultado fue este México descalzo cuya escritura hoy le agradecemos.

Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, Marcela Terrazas y Basante (editora), Alfredo Ávila (editor asociado), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 25, 2003,
p. 159-165.

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