María Cristina González Ortiz
El Diario de John Quincy Adams es una fuente indispensable y de gran utilidad para el conocimiento de las primeras décadas de la vida política de Estados Unidos, a la vez que del curso de la vida social y económica y de las costumbres y creencias de esta nación cuya independencia reconoció Inglaterra en 1783. Representa, además, no sólo el único testimonio norteamericano acerca de la situación europea de la época, sino que contiene la experiencia pública y privada de uno de los ciudadanos más distinguidos de ese país que estrenaba formas inéditas de gobierno. Adams fue un diplomático de gran habilidad que representó a su patria ante diversos gobiernos europeos y que fungió como secretario de Estado entre 1817 y 1825. A juicio de expertos en política exterior como Samuel Bemis, Adams ha sido el mejor secretario de Estado que ha tenido Estados Unidos al poner las bases de la política exterior de esa nación y encarnar el Destino Manifiesto.[ 1 ] Fue el sexto presidente de la república y, tras ocupar la presidencia y de manera excepcional en la política de su patria, fue representante de la Cámara durante cerca de veinte años. Desde joven aspiró con tenacidad a convertirse en un estadista y no sólo en un político más, así como en consagrarse por entero al bienestar de su patria, pues se sentía un instrumento activo en las manos de Dios. En suma, por su inteligencia, cuidadosa formación, cultura general y talento político, su Diario es el más famoso que se ha escrito en Estados Unidos.
John Quincy Adams nació en 1767 en una parte de Braintree, en Massachusetts, a la que después, por sus propias gestiones, se llamó Quincy y forma actualmente uno de los suburbios de Boston. Su padre John Adams, abogado de profesión y educado en Harvard, participó de manera muy destacada en la revolución de independencia y sucedió a Jorge Washington como segundo presidente de Estados Unidos. De tal modo que su hijo John conoció desde su temprana edad el dolor, la incertidumbre y el temor que acompañan a toda guerra y de las ocho veces que en su vida cruzó el Atlántico, siete lo hizo bajo la amenaza de que su barco fuera hundido. Creció escuchando en boca de su padre los obstáculos a los que las trece colonias revoltosas se enfrentaban para alcanzar el reconocimiento de su independencia y la amenaza pendiente por el delito de traición bajo el que se les juzgaría de no lograrlo. Después escuchó las opiniones de eruditos y expertos políticos que discutían acerca de la definición de un nuevo sistema de gobierno una vez alcanzada la independencia. También vivió de cerca las dificultades a que se enfrentaron para ponerlo en marcha y la tarea de solucionar problemas no imaginados hasta entonces, tanto interiores como del exterior: la difícil relación entre los estados y el gobierno federal, las funciones de la Suprema Corte de Justicia, la formación de los partidos políticos o las presiones de las guerras europeas y de la Europa en paz después de 1815. Pero sobre todo, enfrentó el problema de la esclavitud que se replanteó en 1820 y que Adams, ya cincuentón, vaticinó como el primer acto de una tragedia inevitable que sufrirían. Sostuvo desde entonces que la cuestión de la esclavitud, y la consecuente rivalidad entre el norte y el sur, sólo se resolvería con una guerra que no le tocó ver, pero que se tornó inminente tras el despojo que México sufrió violentamente de más de la mitad de su territorio, último acontecimiento que cierra la vida de John Quincy Adams.
El diario de Adams está publicado en dos secciones: una, Diary of John Quincy Adams,[ 2 ] en dos volúmenes, que cubre los años de 1779 a 1788 cuando tenía entre 12 y 21 años, y otra, Memoirs of John Quincy Adams,[ 3 ] editada por su hijo Charles Francis Adams y que tiene por subtítulo Partes de su diario de 1795 a 1848. Fue escrito con algunas interrupciones entre sus 28 y 80 años. Las partes suprimidas por el hijo se refieren a los asuntos cotidianos de las finanzas, la administración del hogar y la vida familiar, y pueden ser consultadas en el microfilm del manuscrito completo. Sin embargo, llama la atención que su hijo haya cambiado el nombre de diario por el de memorias, pues se trata de géneros distintos.
En la historia de la literatura aparece como un desarrollo tardío la preocupación por los problemas de conducta, los cambios de opinión o de ánimo de tipo personal, la inexplicable suerte y el accidentado curso de la existencia, lo que podríamos llamar el culto del ego, que es la autobiografía. A lo largo de la antigüedad greco-latina, en que se definieron tantos géneros literarios en uso hasta nuestros días, encontramos muy poco de ése: algo en Cicerón y en Plinio el Joven. Por supuesto, se distinguía entre historia y biografía, entre una narración sobre un hecho del pasado y la tarea de alabar a alguien o edificar a través de su ejemplo, más ligada esta última a la leyenda.
La autobiografía, que a diferencia de la biografía es un texto trunco que no alcanza a contener el fin de los días de su autor, comenzó su desarrollo con el cristianismo: una confesión de los propios pecados como muestra del arrepentimiento sentido. La más conocida es la de San Agustín. La preocupación moral de los humanistas los llevó también a incursionar en dicho género pero, en verdad, éste arraigó entre los puritanos ingleses del siglo XVII, por obvias razones religiosas: la duda que los acongojaba de si estarían predestinados a la salvación o la condenación. Podrían añadirse también las dificultades a que se enfrentaron con la autoridad civil y que los llevaron, en más de una ocasión, a la guerra. Los ilustrados retomaron la autobiografía y sustituyeron la aprehensión religiosa por el optimismo de que la más valiosa posesión humana, como había dicho Goethe, era la propia personalidad. Las confesiones de la época son las de Rousseau. La autobiografía por lo general se escribía a una avanzada edad, siempre llena de añoranza por los tiempos idos o del deseo de justificarse; era muy selectiva y dejaba sentir la perspectiva que daba la reflexión tras un largo tiempo transcurrido. Fue en el siglo XIX cuando comenzó a escribirse en la plenitud de la vida; un ejemplo lo tenemos en el propio nieto de John Quincy Adams que escribió La educación de Henry Adams.[ 4 ]
Sin embargo, los escritos de JQA[ 5 ] pertenecen a una rama informal de la autobiografía que comprende las cartas elevadas al género epistolar y los diarios. El ámbito del diario es muy amplio. Puede ir desde un mero recuento espiritual muy íntimo, pasar por una relación detallada del acontecer diario, hasta llegar a la memoria, en la que el sujeto casi desaparece y sólo destaca los asuntos públicos de su época.
El objeto de los diarios es recordar lo que tan fácilmente se olvida o confunde con el paso del tiempo. Dar lugar así a la oportunidad de reflexionar sobre lo vivido echando un vistazo a escritos anteriores que registraron la impresión inmediata. Dicho de otra manera, permite observar el cambiante significado de las cosas según el momento en que se les recuerda, recién sucedidas o largo tiempo después.[ 6 ] Los diarios más comunes son de uso personal y no hay por parte de sus autores interés en publicarlos; de ahí que puedan ser de gran utilidad por su espontaneidad y sinceridad. Se sabe que entre los romanos se escribían, pero se perdieron. Durante la Edad Media lo costoso del pergamino, las dificultades materiales y el mismo analfabetismo generalizado, salvo entre el clero,[ 7 ] impidieron la práctica de esta costumbre. Reapareció en Inglaterra en el siglo XVII por causas muy semejantes a las que produjeron las autobiografías ya mencionadas de la misma época: la observación de los deberes religiosos y del mejoramiento de la conducta a la vez que de la vida pública, por las amenazas que con frecuencia sufrieron los puritanos. Dignos de recordarse son el diario de un destacado miembro del parlamento inglés durante el gobierno de los tres primeros Estuardo, Bulstrode Whitelocke (1605-1675) y el del marqués de Dangeau que cubre el reinado de Luis XIV. Pero también el más famoso de todos los diarios que se han escrito se sitúa en esta época. Es el del anglicano Samuel Pepys[ 8 ] que abarca sólo nueve años, de 1660 a 1669, los que siguen al regreso de Carlos II a Inglaterra tras la corta existencia de la puritana Commonwealth de Oliver Cromwell. Pepys hace gala de su profundidad psicológica amén de saber seleccionar tanto lo grande como lo pequeño que su inmensa curiosidad descubría, echando mano de todo para darle sentido a lo vivido. El diario de Pepys, la Biblia y la biografía de Samuel Johnson escrita por Boswell han sido los libros de cabecera de los ingleses. Sin embargo, JQA nunca lo mencionó entre sus múltiples lecturas. Dado el vasto conocimiento que Adams tenía de las letras inglesas, no sólo en lo concerniente a la política sino también a las ciencias, la industria y el desarrollo naval, asuntos en los que Pepys abundó, es muy probable que lo conociera. Si lo ignoró, de seguro no fue por lealtad a su filiación congregacionalista de origen calvinista, sino que bien pudo ser por un cierto celo entre almas afines debido a su compartida afición por ese arte literario.
Por último, para acabar de definir la tarea que ocupó a JQA las noches de buena parte de su vida, está la memoria, que es una variante del diario. En ella el énfasis se pone en lo vivido y no en quien lo vivió, por eso tampoco es autobiografía. Las memorias se escriben para publicarse. Y otra vez, como en los casos de la autobiografía y el diario, las memorias se popularizaron en el siglo XVII. Las hay de muchos ingleses que escribieron sobre la guerra civil y son, por lo general, muy parciales; asimismo las hay también de gran valor como las del duque de Saint Simon que dan cuenta de la época de Luis XIV y, años después, las famosas Memorias de ultratumba del vizconde de Chateaubriand. Adams, contemporáneo del vizconde, estuvo al tanto de su carrera literaria y política; lo leyó con interés, aunque no las Memorias, que fueron publicadas después de la muerte del francés en 1848, el mismo año en que también falleció Adams. Sobre Itinéraire, diario de un viaje de Chateaubriand por Grecia y Palestina, JQA dice que es "meramente un diario, pero un diario de un hombre genial".[ 9 ] Adams también leyó las Mémoirs de Horace Walpole,[ 10 ] pero admiró, por encima de todas, las Mémoirs de otro francés, un hugonote del siglo XVII, el duque de Sully, fiel consejero y ministro de finanzas de Enrique IV, a quien parece que deseaba imitar, pues había "tal porfía en sus resoluciones y perseverancia en todo su desempeño, indispensables ambas en todos los verdaderos y grandes caracteres".[ 11 ]
En un sentido estricto, JQA siempre escribió un diario, un recuento de sus experiencias personales y de cómo lo afectaban. Pero su hijo, ante la riqueza de las experiencias y reflexiones de su padre, los llamó memorias a partir de la reanudación del diario con motivo del viaje a Holanda en enero de 1795. Y si los escritos de JQA alcanzan los propósitos de las memorias, afortunadamente conservan su carácter de diario, lo que amplía su valor como fuente histórica, pese a que Charles Francis suprimió buena parte de los asuntos familiares.
John Adams, que también registró por escrito sus actividades desde los veinte años, recomendó a su hijo JQA hacer lo mismo cuando ambos partieron por segunda vez a Europa a fines de 1778. El momento era por demás apremiante, pues Adams debía adelantar los arreglos de la paz con Inglaterra, que se lograron hasta 1783 por las diferencias entre ésta y Francia. El padre pensó que las novedades del viaje eran un buen incentivo para que el chico adquiriera el hábito de escribir su diario. Pero, en verdad, dichas novedades eran un mero pretexto. Dado el talento que JQA mostró desde pequeño, sus padres creían, ya en esos momentos, que podría llegar a ser no sólo una figura intelectual descollante sino política también. Debían comenzar por entrenarlo en los hábitos del conocimiento propio y de la superación moral, a los que nada convenía tanto como que anotara día con día todas sus actividades, observaciones y reflexiones. El niño comunicó a su madre la nueva encomienda:
Papá me ha recomendado llevar un diario de las cosas que me suceden, de los objetos que veo y de los caracteres con los que converso día a día, y aunque estoy convencido de la utilidad, importancia y necesidad de este ejercicio, todavía no tengo la paciencia y la perseverancia suficientes para hacerlo constantemente como debiera. Papá, que se toma muchas molestias para ponerme en el camino correcto, también me ha aconsejado que guarde las copias de todas mis cartas y me ha dado un cuaderno en blanco para este fin; y aunque tendré la mortificación en unos pocos años por venir de leer mis tonterías infantiles, también tendré el placer y la ventaja de considerar los muchos pasos dados para avanzar en gusto, juicio y conocimiento. De un diario y un cuaderno de cartas de un chico de once años no puede esperarse que contenga mucho de ciencia, literatura, artes, sabiduría o ingenio; pero me puede servir para conservar muchas de las observaciones que haya hecho y a ayudarme a recordar a personas y cosas que de otro modo escaparían a mi memoria.[ 12 ]
JQA no hace aquí sino repetir los consejos de su padre. Sin embargo, siete años después, cuando el diario había comenzado a rendir sus frutos, es él mismo quien expresa sus temores ante un futuro incierto. En 1785 el gobierno de los Estados Unidos acababa de nombrar a su padre su representante ante el rey de Inglaterra. El joven Adams pensó que le gustaría más seguir acompañando a su padre que volver a su patria. Después de viajar durante siete años por "casi toda Europa", le sería difícil acostumbrarse al "seco y tedioso estudio del derecho", y más porque tendría que esperar varios años para darse a conocer. Las expectativas eran desalentadoras
para un joven con mis ambiciones (porque las tengo, aunque espero que su propósito sea laudable)
"Sin embargo [.]. Ah, qué desdichado es el pobre hombre que depende de los favores del príncipe"
o de cualquier otro. He decidido que en tanto y hasta cuando sea capaz de ganarme la vida de una manera honesta, no dependeré de nadie. Mi padre ha dedicado tanto de su vida al interés público que su fortuna ha sufrido. Sus hijos tendrán que ganarse la vida por ellos mismos y yo no podré hacerlo si sigo malgastando mi precioso tiempo en Europa y rehúyo el regreso a casa hasta que me vea forzado a ello. Con la ordinaria cuota de sentido común que espero tener, puedo vivir en América independiente y libre -antes que vivir de otra manera, preferiría morir-, cuando sea dejado a mi propia discreción. Tengo ante mí el impresionante ejemplo de la penosa y humillante situación en que cae una persona por adoptar una línea diferente de conducta y estoy decidido a no cometer el mismo error.[ 13 ]
El diario fue de provecho no sólo para el propio JQA sino para las generaciones que lo sucedieron. Sólo de los viajes que realizó y que sirvieron de pretexto para ponerlo a escribir, se adquiere un buen conocimiento de la Europa de entonces. Estuvo cuatro veces en el viejo continente, estancias que suman un total aproximado de 22 años. Tal experiencia era algo excepcional aún entre los más distinguidos de sus conciudadanos: James Madison nunca fue a Europa y Jefferson vivió varios años en París pero regresó en 1787 a su país y no volvió a abandonarlo. Durante sus dos últimas estancias, Adams ocupó los cargos de ministro en Holanda, Rusia y Prusia y negoció la paz de 1814 en París y Londres. Cuando regresó a su país en 1817 para no salir ya más tenía 50 años cumplidos. Las ciudades en las que más tiempo residió fueron París, Londres, Ámsterdam, Berlín y San Petersburgo. Visitó varios estados alemanes y los países bálticos, aunque quedaron fuera de su experiencia Italia y España. El momento de sus visitas fue todavía más importante: el final del Antiguo Régimen, la Revolución francesa, las guerras napoleónicas y los inicios de la Santa Alianza. Dejó su opinión acerca de las más variadas personalidades que frecuentó no sólo de su país, como Franklin y Jefferson con los que convivió en sus dos primeros viajes, sino de los diplomáticos de los países europeos de Portugal a Rusia, amén de gozar de la amistad del zar Alejandro I, manifiesta en las charlas que sostuvieron en sus largos paseos junto al Neva. Supo de las fuerzas que las potencias europeas acostumbraban desplegar para arrebatarle al enemigo una sola plaza, estratégica o no. Seguramente no pudo dejar de pensar en el inmenso territorio que yacía, casi indisputable al oeste de su país. Por supuesto, trató también a técnicos, científicos y pensadores. Conoció a todos los libreros de los lugares que visitó y acumuló cientos de volúmenes que en pesados baúles lo acompañaban en sus largos recorridos. También gozó del vino y se volvió un experto en teatro francés e inglés. Por último, pudo contrastar los usos y costumbres en los que había sido criado con los vigentes en los diversos países europeos que visitó.
Sin embargo, pese a su fama de cosmopolita, nunca pensó en radicar definitivamente en Europa. Para JQA no había un lugar mejor para vivir, y sobre todo, tan promisorio, como su propio país al que regía un sistema democrático, como el de las tradicionales asambleas de los puritanos y del que los arbitrarios monarcas habían sido desterrados. Pero siempre estuvo consciente de que, aunque aprendió tanto durante su permanencia en Europa, ésta no le había permitido desarrollar la disciplina y el hábito del estudio y del trabajo. Fue una suerte que pudiera, en los periodos en que residió en su país, asistir a Harvard y graduarse de abogado. Además, reconocía con sinceridad, que su paso por la universidad le había servido para poner los pies en la tierra. Su talento y las alabanzas que en Europa le habían prodigado en su segundo viaje lo habían hecho presa de la vanidad. El que le dificultaran el ingreso a Harvard y mostraran las deficiencias de su formación le mostró que, en realidad, todavía estaba bastante lejos de lo que había pensado de sí mismo y de sus logros y proyectos intelectuales.[ 14 ] Aunque terminó sus estudios en Derecho y abrió su despacho después de sus prácticas, su trabajo no le gustaba mientras que, en cambio, le apasionaba ver el desarrollo político de su nación con una nueva Constitución, George Washington en la presidencia y su padre como vicepresidente.
Sin embargo, pronto comenzaron a surgir diferencias entre los más cercanos colaboradores del presidente y en ello no poco tuvo que ver el inicio de la Revolución francesa en julio de 1789, tres meses después de la toma de posesión de Washington. Del original grupo federalista, partidario de la Constitución, se separaron algunos miembros encabezados por Thomas Jefferson, que adoptaron el nombre de republicanos. Dicho partido, favorecía una política amistosa con Francia cuando, por los intereses comerciales de la nación, que dominaban en Nueva Inglaterra, se creía conveniente una buena relación política con Inglaterra como quería, entre muchos, el propio John Adams. Si durante la gestión de Washington la rivalidad partidista fue atemperada por la gran popularidad de éste, cuando le tocó gobernar a Adams se vio limitado por la acrimoniosa oposición que sufrió por parte de los republicanos. Tan accidentada fue su administración que no logró reelegirse y la enemistad con Jefferson fue tan grande que no asistió a la toma de posesión de éste en 1801.[ 15 ] El recuerdo de estos años fue imborrable no sólo para John Adams sino para toda su familia. El joven John Quincy había comenzado a participar indirectamente en la vida política desde la primera administración de Washington, a través de unos artículos periodísticos anónimos en los que defendía a los federalistas. James Madison no tardó en decirle a Jefferson que el autor que con tanta destreza los zahería no era otro que el hijo del vicepresidente John Adams, ya comprometido políticamente desde los inicios de la rivalidad partidista.
Washington envió a JQA como ministro a Holanda en la que sería su tercera estancia en Europa. No regresó sino hasta 1801 cuando habían concluido los cuatro años de gobierno de John Adams. El revés político sufrido por su padre al no poder reelegirse lo afectó profundamente. Ya había vivido en la propia Europa los altibajos políticos de la Revolución francesa, mismos que confirmaron las lecciones que las lecturas de Tucídides, Cicerón y Tácito le habían enseñado. En vista de ello, tomó la decisión, en 1801, de dedicarse a la práctica privada de la abogacía y alejarse de la corrupta vida política que no parecía diferenciarse mucho entre un régimen republicano y uno monárquico. Sin embargo, más tardó en jurar que no participaría más en la política que en fastidiarle su trabajo y aceptar ser nombrado senador del Congreso por el estado de Massachusetts.[ 16 ]
Desde que se inició, con no muy seguros pasos, en la política interior de su patria, JQA mostró el carácter independiente que lo caracterizaría y que lo llevó a no comprometerse totalmente con los postulados de su partido, el federalista, en esos momentos. Desde entonces su voto estuvo a favor de aquellas medidas que él consideró que favorecían a su nación. Por ello apoyó al republicano Jefferson en la compra de la Luisiana. Ya había aprendido en Europa el gran valor que cada pedazo de tierra, por pequeño que fuera, tenía. Lo mismo hizo cuando el Congreso decretó la Ley del Embargo. El precio que el joven Adams pagó por estas decisiones fue alto: la legislación de Massachusetts lo destituyó. Pero los republicanos lo recompensaron pues, muy pronto, Madison lo envió como ministro a Rusia. Mas tras su primera incursión en la política, JQA había definido su estilo: anteponer lo que creía que eran los intereses de la nación a la lealtad hacia su propio partido. Obligado a decidir entre lo que convenía a su ambición o a su independencia política, deja asentado en su diario que se inclinaba por esta última.[ 17 ]
Sin embargo, en sus relaciones con la Universidad de Harvard se puede observar, aunque en mucho menor grado que en la vida política, cierta contradicción entre los ideales JQA y la realidad de la vida cotidiana. Mantuvo una actitud respetuosa como merecía la más destacada institución académica del país y también de colaboración, misma que expresó en los dos cursos de Retórica que impartió en dicha institución de 1805 a 1807 y que merecieron convertirse en un libro.[ 18 ] Pero no se pueden ignorar los privilegios que exigió debido a su posición pública, pues entonces era senador federal, o la complacencia que le causó, ya en sus últimos años, el nombramiento de su primo Josiah Quincy como presidente de la afamada institución y que le reportó uno que otro privilegio, aunque sólo fuera el muy apreciado de participar en la planeación de una nueva biblioteca.
Cuando JQA se despidió de Londres en 1817, tras su cuarta estancia en Europa, sabía que no regresaría, como efectivamente sucedió. No abandonó más los Estados Unidos en los últimos treinta años de su vida. Si en Europa estuvo al tanto de los acontecimientos de su patria, cuando volvió a ésta, la reciente experiencia europea fue aprovechada al participar en la definición del curso de la nueva república. Éste se caracterizó, entre otras cosas, por un continuo engrandecimiento territorial desde el momento de alcanzar su independencia.
JQA siempre creyó que, durante su desempeño como secretario de Estado entre 1817 y 1825, había rendido a su patria el más grande servicio al lograr, gracias a su intuición política y a su habilidad negociadora, la firma de un tratado con España largamente buscado, que le dio a los Estados Unidos no sólo las Floridas sino la definición de la frontera con los dominios españoles, desde el río Sabina entre Texas y la Luisiana hasta el Océano Pacífico, a la altura del paralelo 42.[ 19 ] También ideó en 1823 la harto recordada Doctrina Monroe que puso un límite a las pretensiones europeas en América a la vez que, veinte años después, sirvió para justificar cualquier intervención norteamericana en este solitario continente.[ 20 ]
Tuvo otras oportunidades para poner en práctica sus principios. Tras la experiencia de las guerras napoleónicas, aconsejó adherirse con firmeza al principio de la neutralidad de su país frente a las guerras extranjeras. Política justa y sabiamente fijada de manera permanente porque, decía, entre este principio
y el de mezclarse en cada guerra nacional europea no veo un término medio; si alguna vez nos alejamos de este principio no veo otro prospecto para esta nación que un continuo lavar sus manos manchadas de sangre en más sangre. Por todos los valores de la rectitud, la justicia, la política y la humanidad, me opongo a ello.[ 21 ]
En otra larga cita, también de su diario, definió los principios que debían guiar la política exterior norteamericana, a propósito de la ayuda que algunos querían prestar a quienes luchaban por independizarse de España, cuando los Estados Unidos llevaban una política de neutralidad con ésta:
Una observación que frecuentemente he tenido la ocasión de hacer es que las consideraciones morales rara vez parecen tener mucho peso en las mentes de nuestros políticos, a menos que estén relacionadas con sentimientos populares [...]. Si la política y la conducta del gobierno se guían con los más puros principios morales, esa política será más sabia y profunda [...]. No está en el curso de los acontecimientos humanos que la virtud sea coronada con el éxito; es sólo la constante voluntad del cielo que la virtud es el deber del hombre. Cualquier acontecimiento se presenta tanto para el virtuoso como para el malvado. El tiempo y la suerte está sobre ambos. Así lo dice la Revelación Divina y lo prueba la experiencia constante. El camino de la virtud es, verdaderamente, no siempre claro y ante las complicaciones de los asuntos humanos, el artificio y la simulación deben ser ocasionalmente practicados. El más severo moralista lo permite en tiempos de guerra y puede haber tal vez la ocasión en que se justifique si se puede presentar la guerra o actuar a la defensiva contra un engaño del mismo tipo. Pero creo que puede establecerse como una máxima universal, que el fraude no se justifica cuando la fuerza no es igualmente justificable para afectar el mismo objetivo. El fraude es, así, un arma que pertenece esencialmente a las relaciones de guerra, y en ésta se debe recurrir a él muy raras veces; incluso, cuando se justifica, tiende, al descubrirse, a minar la confianza humana en la sinceridad e integridad del que lo usó.[ 22 ]
El año anterior había firmado el Tratado de la Florida, pero en esta solitaria reflexión no se preguntó qué tan legítimo había sido atacar a una nación para obligarla a aceptar unas condiciones adversas que sólo beneficiaron a Estados Unidos.
Sin embargo, pese a su destacada actuación como secretario de Estado, Adams no se salvó de sufrir las bajas intrigas políticas:
celos personales, envidias, resentimientos, ambiciones partidistas, intereses y esperanzas privados que se mezclan en los motivos [que guían a ciertos políticos]. Cerca de la mitad de los miembros del Congreso buscan obtener un cargo en la elección del presidente. De los que quedan, al menos la mitad pide un nombramiento o un favor para sus parientes. Y hay dos modos para obtener tales fines, uno subordinándose y otro, oponiéndose. Estos modos políticos pueden llamarse, uno, el de la bajeza y la adulación y el otro, el del insulto y la burla.[ 23 ]
Tampoco se libró de las asechanzas durante su gestión presidencial de 1825 a 1829. Se enfrentó a un enemigo más implacable que el viejo partido federalista de los años en que había sido senador: el grupo del general Andrew Jackson, que le impidió, al igual que Jefferson a su padre en 1800, reelegirse en 1828.
Los valores morales basados en la virtud, que tan difícilmente se observan en la política exterior y que JQA tampoco mantuvo, los convirtió en su guía de política interior cuando fue presidente. No supo enfrentar sus tareas a través de una visión realista de la política. Eligió a sus colaboradores no por amistad o conveniencia sino por su talento, aunque fueran sus enemigos. Su primer informe anual, contra la opinión de su gabinete no lo dirigió a la clase política sino que discurrió en él sobre el bien de la patria. Nadie compartió su visión de que el país necesitaba mejoras públicas como lo había visto que se las buscaba en Europa. Simplemente el Congreso no quiso gastar dinero y se opuso a sus proyectos de canales y carreteras. También fueron rechazadas sus propuestas educativas: la instalación de un observatorio en Washington, proyecto del cual se mofaron -a quién podía interesarle ver las estrellas y con qué provecho-; una universidad nacional; leyes de patente, y la unificación del sistema de pesas y medidas.
En 1821, el mismo día que se intercambiaron las ratificaciones del Tratado de la Florida, presentó ante el Congreso un "Reporte sobre pesos y medidas" proponiendo el sistema métrico decimal. Sigue siendo el mejor trabajo sobre este tema. No sólo escribió un estudio sistemático sobre el asunto sino que lo planteó desde la perspectiva de lo que el gobierno podía hacer por el bienestar del pueblo abundando, además, en consideraciones históricas y filosóficas. JQA tuvo razón en pensar que era la más valiosa de sus obras, mucho más que su Tratado de oratoria fruto del curso que había impartido en Harvard, cuando fue senador en tiempos de Jefferson. Asentó en su diario:
Después de todo el tiempo y las penas que pasé por él, es un trabajo apresurado e imperfecto. Pero no tengo razón alguna para esperar que algún día pueda yo concluir otra tarea literaria más importante para el logro de los mejores propósitos del esfuerzo humano y la utilidad pública, o con la que mis hijos me recuerden con mayor satisfacción.[ 24 ]
Tampoco encontró respuesta en el Congreso su deseo de fundar una academia naval para explorar los mares y el de enviar exploraciones científicas el oeste. Su éxito en la política exterior se había debido a la percepción tan atinada que tenía de los intereses de su patria; pero, cuando fue presidente, esta misma percepción fue un impedimento al no darse cuenta de que en la política nacional muy a menudo pesan más los intereses partidistas o personales que los de la nación.
La derrota de 1828 lo llevó a buscar consuelo con la lectura de las Filípicas de Cicerón en la que, de seguro, pensaba más en Jackson que en Marco Antonio. Pero también en este nadir de su vida pública se preguntó de qué le había servido el cumplido y puntual registro de su existencia en los voluminosos cuadernos de su diario ante los dictados de la Providencia. A menudo lo acosaba la idea de que
los acontecimientos que han afectado mi vida y aventuras fueron especialmente diseñados para frustrar mis propósitos. Mi vida entera ha sido una sucesión de frustraciones. Difícilmente puedo recordar un solo ejemplo de éxito en cualquier cosa que haya emprendido. Sin embargo, con ferviente gratitud a Dios confieso que mi vida ha sido igualmente señalada por el éxito que ni busqué ni anticipé. La fortuna, por la cual entiendo la Providencia, ha derramado pródigamente bendiciones sobre mí [...]. Ello me ha enseñado tres lecciones: 1. De implícita confianza en la Providencia. 2. De humildad y sumisión; la profunda convicción de mi propia impotencia para lograr cualquier cosa. 3. De resignación y de no poner mi corazón en cualquier cosa que se me pueda negar o quitar.[ 25 ]
También era capaz de recurrir a la jeremiada cuando las intrigas políticas lo abrumaban: "pero calumniado como ahora soy por serpientes mercenarias de todos los partidos, y en casi todos los periódicos, estoy seguro de ser vilipendiado por todo lo que pueda hacer o decir y no puedo prever más que censuras".[ 26 ] A las penas personales respondió con entereza. Entre 1829 y 1834 perdió a sus dos hijos mayores, ambos por problemas relacionados con el alcoholismo, mal del que padecía la familia de Abigail Adams, su madre. El diario no menciona la muerte del mayor, George, acaecida el 30 de abril de 1829. Son muy pocas las entradas en los meses que restaban del año. En su reflexión anual apuntó:
Al terminar el año mi único sentimiento es el de una humilde gratitud a Dios por las bendiciones con que lo favoreció. Sus castigos han traído gran aflicción pero con juicio he experimentado el agradecimiento. La pérdida del poder y del favor popular la pude soportar con fortaleza; y el término de la esclavitud del servicio público fue más que una compensación por las privaciones a que me llevó la pérdida [de la presidencia]. Sus vanidades las desprecié y sus lisonjas nunca me dieron un momento de placer. ¡Pero mi amado hijo! ¡Misterioso Cielo! Déjame inclinarme en sumisión a tu voluntad. No permitas más que caiga en un espíritu desalentado y acongojado. Concédeme fortaleza, paciencia, perseverancia y actividad enérgica, y deja que tu voluntad se haga.[ 27 ]
Así, su espíritu porfiado no se doblegó y a diferencia de los presidentes que lo habían antecedido y de la mayoría que lo sucedieron, prolongó su "enérgica" participación pública como representante de su distrito natal en el Congreso de los Estados Unidos. Los últimos 17 años de su vida, para desgracia de sus enemigos, los pasó en el Capitolio empeñado en mantener una actitud antipática que parecía incapaz de reprimir:
Parece haber un impulso más fuerte que mi voluntad que ocupa y se traga mi tiempo en un solo asunto con excepción de otros.[ 28 ] Mis asuntos me agobian más allá de mis fuerzas y, casi todos los días, por un impulso que no puedo controlar, me meto en nuevas controversias en las que no debería inmiscuirme.[ 29 ]
Cuando fue electo representante en el Congreso en 1831, volvió a actuar de forma independiente, realista y encaminada, según su conciencia, al beneficio de su patria. Siguió siendo un solitario pero con más experiencia y más escéptico. Se opuso con tenacidad a la esclavitud, aunque no era partidario de los abolicionistas, a quienes hizo ver la imposibilidad de abolir la esclavitud en el Congreso por la falta de votos.
La combativa actitud que volvió a asumir en contra de los demócratas jacksonianos, de los esclavistas y de los expansionistas sureños se tradujo en la defensa de los derechos humanos al oponerse a la Ley de la Mordaza con la que los sureños habían silenciado en el Congreso los asuntos relativos a la esclavitud, y también a la anexión de Texas y a la guerra contra México.
La consumación de la anexión de Texas lo afectó mucho. Pasó ese verano leyendo la Biblia y pensando que había un Dios a quien rezar y que las oraciones sinceras no se pronunciaban en vano:
La secuela [de la anexión] está en manos de la Providencia y su resultado final puede que desagrade a aquellos por los que esta empresa se consumó. El fraude y la rapiña están en sus cimientos. Han sembrado vientos. Si cosechan tempestades, el Ser que dejó a la voluntad de los hombres el mejoramiento de su propia condición, habrá actuado a Su propio placer.[ 30 ]
En esa época observó con alarma que la gente iba menos a la iglesia y lo atribuyó al conflicto esclavista que dividía a las mismas iglesias. Fuera del Congreso tuvo la oportunidad de defender a los negros del barco La Amistad que se habían amotinado contra sus captores que los traían de África para venderlos como esclavos. Tras aceptar la tarea, JQA, angustiado, se preguntaba: "¿Seré capaz de hacer justicia en este caso y a estos hombres?"[ 31 ] Pudo alcanzarla basándose en el respeto a las leyes humanas que dicta el derecho natural y poniendo los preceptos morales por encima de las leyes marítimas y el derecho de propiedad. En este sonado caso, los esclavos fueron absueltos, recobraron su libertad y volvieron a su tierra.
A la vez, favoreció el desempeño del gobierno en el mejoramiento material y cultural. Y sabía bien de qué hablaba. Había presenciado el surgimiento de la revolución industrial en Europa y los inicios de la navegación con vapor y el ferrocarril. Cuando por su talento, a los trece años se le permitió asistir a clases en la Universidad de Leyden, en la que habían recibido su educación "muchos de los más famosos caracteres de Inglaterra [.] [y] algunos, aunque no muchos, de los hijos de América", su padre le pidió, con plena confianza en lo que hacía, que observara su funcionamiento para ver qué mejoras podían introducir en Harvard a su regreso.[ 32 ] A la labor de JQA en el Congreso se debe la definición de la Smithsonian Institution, que es una de las promotoras más importantes de la vida cultural estadounidense hasta la fecha. También la edificación del Observatorio Astronómico junto al Potomac y que tuvo la oportunidad de visitar acabada su construcción.[ 33 ] Para la Sociedad Histórica de Massachusetts de la que era miembro, escribió unas Memorias de la Oficina de Patentes, reflejo de su preocupación por el registro de los inventos que iban en aumento día con día.[ 34 ] Sin embargo, cabe destacar que durante todos estos años continuó siendo un consumado expansionista hasta donde sus intereses políticos regionales -justificados en la lucha contra la esclavitud- se lo permitieron.
Como estaba interesado en el comercio con China defendió la anexión de Óregon y le reclamó a Polk que se empeñara más en obtener tierras en el sur y no en el norte y se conformara con fijar el límite con los dominios ingleses en el paralelo 49° y no el 54° 30'. Hasta habló de ir a la guerra contra Inglaterra con tal de asegurar esta última línea fronteriza. En realidad, a su espíritu expansionista sólo lo frenó el temor al dominio esclavista de los sureños. Si bien se opuso a la guerra contra México, los whigs le criticaron que apoyara al demócrata Wilmot cuando éste propuso que se le diera a Polk el dinero que solicitaba, a cambio de prometer que en los territorios que le quitaran a México no habría esclavitud. Parecía entonces el mismo expansionista de 1819; pero también, desde 1820, había previsto la gravedad de la existencia de la esclavitud y en sus últimos años estuvo convencido de que sólo la guerra resolvería el problema.
En 1845 hizo una recapitulación de su vida entera y reconoció las mercedes recibidas a lo largo de ésa, pero no fue capaz de olvidar a sus enemigos, políticos todos ellos:
Por lo que respecta a lo que llaman la rueda de la Fortuna, la carrera de mi vida ha sido, con severas vicisitudes, altamente propicia en su conjunto. Con ventajas en mi educación, probablemente sin paralelo, con principios de integridad, benevolencia, laboriosidad y frugalidad; y un orgulloso espíritu de patriotismo e independencia, me enseñaron desde la cuna el amor a las letras y a las artes útiles y ornamentales; y con aspiraciones científicas, limitadas sólo por la escasa chispa del fuego espiritual de mi alma, mi relación con mis contemporáneos ha sido, en todas sus fluctuaciones, más exitosa de lo que merecía. Mi vida ha estado dedicada al servicio público [en el que tuve] amigos y benefactores [.] y enemigos bajos, malignos y mentirosos. He gozado una parte del favor de mi país, al menos igual a la que merecía, pero he sufrido y sigo sufriendo mucho por la calumnia que supera en veneno a todas las víboras del Nilo.[ 35 ]
Si sintió siempre una incontenible pasión por el servicio en la vida pública, JQA no dejó nunca de estar convencido de la bajeza moral de la política. Tampoco logró controlar la ansiedad que lo empujaba a entrar en conflicto con todos sus colegas y que le ganó la fama de ser muy molesto, por decir lo menos. A su favor tuvo el reconocimiento de su postura independiente, ya que actuó siempre siguiendo lo que su razón y conciencia le indicaban y no la línea que imponía la política partidista: "una de las cosas a las que nunca me someteré, cualquiera que sea mi suerte, será a aplicar diferentes escalas de moralidad a mis amigos y a mis adversarios".[ 36 ] De ahí su aspiración a ser considerado como un estadista, un político más allá de los intereses mezquinos, guiado sólo por el más alto bienestar, no sólo de su nación, sino de toda la humanidad.
Como es usual en la vida política, el conflicto que se manifiesta en la diaria rivalidad colorea la actividad de Adams; pero, en su caso, este conflicto es de mayores dimensiones pues, además de la turbación anímica que su desempeño público le acarreaba, se extiende hacia el terreno de la moralidad. Su agobiante preocupación moral está presente en buena parte de las páginas de su diario. Está alimentada por la repetida lectura de Tucídides, Tácito, Maquiavelo o las Memorias de Walpole, amén de su diaria lectura de la Biblia, de diversos comentarios sobre ésta, de libros sobre moral[ 37 ] y de colecciones famosas de sermones, así fueran de un católico como Jean-Baptiste Masillon a quien, no muy de su agrado, Luis XIV tuvo que escuchar.
La religión en Adams no era una mera pose y sus conflictos morales tampoco fueron escritos en el papel para ser leídos por otros en el futuro, sino para que lo atormentaran menos en el momento en que escribía. Su religiosidad quedó ilustrada en innumerables páginas de su diario. Toda su educación temprana estuvo orientada por los principios religiosos que le inculcaron sus padres y a los que conviene referirse.
La familia Adams pertenecía a la liberal iglesia congregacionalista de origen calvinista. Una arraigada religiosidad impregna la correspondencia que sostuvieron los padres de JQA durante la guerra. En una de las muchas cartas que John padre escribió a su esposa Abigail, le dice que no le gustan mucho los episcopalistas ni los presbiterianos, que también eran calvinistas, pues en ambas denominaciones, los fieles eran "esclavos del dominio de sus pastores". En cambio, alaba a su iglesia, la de los congregacionalistas, que según él, tenía los mejores sermones, oraciones, predicadores, suave y dulce música, amén de una compañía grata.[ 38 ]
En contraposición, tampoco faltan las críticas a los católicos, a quienes durante más de dos siglos habían combatido y mirado con desprecio los calvinistas. Cuando estuvo John en Filadelfia durante el segundo Congreso Continental, y seguro de que sólo podían esperar que Gran Bretaña descargara "su ira y su fuerza" contra ellos, le escribió a su mujer diciéndole que confiaba en que Dios los ayudaría por su "virtud, fortaleza y perseverancia"; y no eran palabras huecas, lo creía firmemente. A propósito de su creencia en que sólo Dios era suficiente, le cuenta una anécdota que había escuchado, cuya conclusión era que los católicos tenían de su lado al Papa y a todos los reyes, pero que ellos, los protestantes, "pobres diablos", sólo tenían a Dios Todopoderoso.[ 39 ] En otra ocasión, la crítica es más severa. John le escribe a Abigail que había visitado a la "iglesia abuela", como acostumbraba llamar a la católica. Le había parecido sensato el sermón que trató sobre la obligación de educar a los hijos. Pero ello no impidió que se burlara del servicio que había sido "horrible y fingido". Le describe la parafernalia del ritual: los cantos en latín, genuflexiones, santiguadas con agua bendita, velas, imágenes, Jesús en la cruz al centro del altar y concluye: "Ahí está todo lo que puede atraer a tus ojos, oídos e imaginación. Todo lo que puede agradar al simple y al ignorante. Me pregunto cómo logró Lutero romper ese hechizo".[ 40 ]
En 1776 John extrañaba su hogar y el campo. Se quejaba del polvo y el humo que llenaban la ciudad de Filadelfia (que entonces sólo tenía cuarenta mil habitantes), de las intrigas políticas y de la carga que significaba preparar una guerra, pero se sentiría recompensado si sus sacrificios sirvieran para lograr la felicidad de otros.[ 41 ] Al día siguiente de haberse puesto de acuerdo en el Congreso Continental sobre el contenido de la Declaración de Independencia, le dice a Abigail que el
nuevo gobierno que estamos asumiendo requerirá en todas partes de la purificación de nuestros pecados y del aumento de nuestras virtudes pues de no ser así no seremos bendecidos. El pueblo tendrá un poder ilimitado y el pueblo es adicto en extremo a la corrupción y a la venalidad tanto como a lo grande. Tengo mis aprensiones respecto a esto. Pero debo someter todas mis esperanzas y temores a la omnipotente Providencia, pues aunque la fe no esté de moda, yo creo firmemente.[ 42 ]
Lamentaba que cuando los hombres se entregaban a la vanidad en los entretenimientos y pompa de la vida diaria, alejándose de sus principios y buen juicio, "no se sabe dónde pararán, ni a qué males naturales, morales o políticos nos llevarán".[ 43 ] También deseaba superar el atraso cultural de Nueva Inglaterra, debido a su poco trato con extranjeros e inexperiencia del mundo: "Debe ponerse remedio a estas imperfecciones pues Nueva Inglaterra debe producir héroes, estadistas y filósofos o América no figurará por algún tiempo".[ 44 ] Amén de que parece desconocer los avances educativos de las otras colonias, tampoco deja de pensar en el papel que podrían desempeñar sus hijos:
La educación de nuestros hijos está siempre en mi mente. Entrénalos en la virtud, habitúales en la laboriosidad, la industria y el espíritu. Haz que consideren cada vicio como vergonzoso e indigno. Enciéndelos en la ambición de ser útiles. Haz que desdeñen ser privados de los conocimientos y conductas útiles. Fija su ambición en grandes y sólidos objetivos y su desdén por los pequeños, frívolos e inútiles. Es tiempo de que empieces a enseñarles francés. Debe inculcárseles toda decencia, gracia y honestidad.[ 45 ]
Dos años después era más explícito diciendo que debían enseñarlos a combatir la injusticia, la ingratitud, la cobardía y las falsedades y no reverenciar más que a la religión, la moralidad y la libertad. Abigail, que no había tenido una educación formal, pero que había devorado libros aprovechándolos gracias a su inteligencia, cooperó con su esposo en la educación de su hijo mayor,[ 46 ] para que Johnny fuese uno de los norteamericanos más distinguidos. Les tocó en suerte que el niño tuviera un talento excepcional y le apasionara el estudio; además la disposición para asimilar toda la formación moral y religiosa que le inculcaron sus padres.
Desde Filadelfia, John padre mandaba recados o escribía a su hijo. Acabados de cumplir sus diez años está muy satisfecho de él porque es un buen niño, le lee a su mamá para entretenerla y se mantiene lejos de la compañía de los niños maleducados.[ 47 ] Le recomienda la lectura de libros de historia para aprender qué son la traición, la mentira, la hipocresía, y ponerse a salvo de los males que acarreaban. Su país estaba en guerra, no sabían cuánto duraría ésta y al final necesitarían de muchas negociaciones, por lo que nada mejor que la lectura de Tucídides para darle la instrucción más adecuada acerca de todo aquello que le tocaría hacer en el escenario de la vida. Le da su opinión sobre las varias traducciones que tienen en la biblioteca de la casa y le recomienda la más conveniente.[ 48 ] El niño obedeció y leyó a Tucídides, antes ya había leído una historia de Inglaterra y el Paraíso perdido de John Milton. Sólo un padre con la certeza tanto de los alcances de la educación como del valor de Tucídides se lo podía recomendar a un hijo cuyo talento, también excepcional, le constaba.
Algunas de las cartas que su padre le escribió cuando no se encontraban juntos en París o Ámsterdam, porque el hijo asistió a diversas escuelas, ilustran un poco más los aspectos morales de la educación que recibió JQA recién entrado en la adolescencia durante su segunda estancia en Europa. En una larga carta llena de consejos morales destaca que debía poner todas sus observaciones en el diario que, a instancias de su mismo padre, había empezado desde 1779. Mientras más escribiera, le decía, más soltura adquiriría al hacerlo y, sobre todo, al poner sus pensamientos en el papel, conseguiría mejorar su entendimiento y juicio.[ 49 ] En otra le dice que debe patinar en hielo, bailar y montar porque estas actividades son buenos ejercicios para la salud y la diversión, aunque deben hacerse con buen gusto y no de manera ridícula. Debía seguir la máxima que su padre le dictaba: "Todo en la vida debe hacerse con reflexión y juicio, incluso las más insignificantes diversiones. Todo debe subordinarse al gran plan de la felicidad y la utilidad".[ 50 ] Por último, le recomienda la lectura de poesía inglesa para no olvidar su propia lengua, pues sólo hablaba francés y holandés y estudiaba griego y latín; las razones son interesantes: la poesía contribuye a alcanzar la felicidad y con un poeta en el bolsillo no hay tiempo para el ocio o el vicio y así todas las horas del día estarían bien empleadas.[ 51 ] En resumen, perseverancia en una recta conducta y en el estudio para ser útil en esta vida y alcanzar la felicidad. No puede pasarse por alto este concepto. Es la misma felicidad a la que todo hombre tenía derecho y el gobierno debía garantizar, como habían afirmado los padres fundadores en el Acta de Independencia.
La amalgama de conceptos religiosos e ilustrados que John Adams padre infundió en sus hijos le dio a él mismo muy buenos resultados tanto en la vida pública como en la privada, aunque, en ninguna de las dos, alcanzó la variedad de objetivos que la educación que dio a su hijo JQA le permitió a éste alcanzar. A la vez entre las recomendaciones que JQA hizo a sus propios hijos en Letters to my children les pidió que se acostumbraran
a meditar y a escribir sobre los asuntos a los que estuvieran dedicando su atención. Escribir, dice lord Bacon, hace al hombre perfecto. Reflexionen sobre lo que leen y conversen sobre ello con aquellos que lo entiendan mejor [.]. Finalmente, que el principio que uniforme sus vidas sea cómo hacer que sus talentos y conocimientos sean de mayor beneficio para su país y los más útiles para la humanidad.[ 52 ]
Una de las razones fundamentales por las que JQA escribió su diario fue que mediante éste practicaría los ejercicios de introspección que tan asociados estaban a la responsabilidad, que como cristiano tenía ante Dios, de tener como guía de sus acciones las enseñanzas de las Escrituras. De esta manera, sus reflexiones y problemas morales quedaron registrados día con día, y pudo observar, al releerlos, si no progresos, al menos cambios en sus actitudes espirituales. A lo largo de todos los años, se encuentra en el diario una reflexión mensual y otra anual, ambas de carácter moral y en las que es un común denominador la conciencia muy clara que tiene JQA de que no ha cumplido cabalmente con sus deberes. Pero tampoco siente que ofenda a Dios o que lo abrumen los remordimientos. Y menos experimenta preocupación alguna por la salvación o la condenación eternas. Al cumplir 62 años, pocos meses después de dejar la presidencia, escribió: "Entro este día en mi gran climaterio con la conciencia de que las acciones de mi vida no han sido, en el agradecimiento a Dios o en el servicio a mi prójimo, tal como debían haber sido. No tengo el derecho a esperar un futuro mejor de lo que puedo pensar de mi pasado".[ 53 ]
Ahora bien, la religiosidad de Adams se orientaba no sólo hacia los asuntos morales de la vida diaria sino, en particular, a la actividad que más reclamos hizo a su responsabilidad moral, la política. En el caso de la interpretación que Weber hizo de los puritanos en su famoso libro La ética protestante y el nacimiento del capitalismo, el énfasis recae en la teología calvinista que los señalaba como elegidos. Pero si los puritanos de Weber estaban pensando en su salvación al cumplir con todas sus obligaciones día con día, dicha salvación parece no preocupar en absoluto a Adams. Su actitud ante la religión es, ante todo, práctica, no teológica. Su preocupación es obrar bien pero no sólo para su propio beneficio, de su familia o su comunidad, sino para el de su nación en este mundo. No estaba de acuerdo con la estricta doctrina calvinista de la elección ni tampoco con los predicadores apasionados que empleaban la oratoria para aterrar a los fieles con la idea de la predestinación y que, si hablaban de los infinitos peligros que podían hacer que el hombre perdiera su alma, no intentaban explicar lo que era el alma porque esto estaba fuera de su alcance. Sabía que la razón, en la que él confiaba, no podía explicar estas cuestiones. Explica que este tipo de prédica amenazadora se debía a la deserción de los fieles (aunque también podría decirse lo contrario) y dice a propósito de la fe:
El miedo y la esperanza son los pilares sobre los que la fe religiosa se construye. Pero el miedo es un instrumento de necesidad. La esperanza es la criatura de la contingencia. El miedo vuela a un refugio. La esperanza se acompaña de la duda y de la conciencia de sus desilusiones. El miedo es un agente más efectivo que la esperanza y opera más poderosamente en la fe religiosa.[ 54 ]
En el diario quedó registrada la lectura diaria de la Biblia, que interpretaba conforme a comentarios conocidos de las Escrituras, a su propia experiencia o a una lectura más cuidadosa que a veces le permitía admirar los secretos de la magnífica composición retórica del Libro Sagrado.[ 55 ] También dio cuenta de buen número de los sermones dominicales que escuchó, buenos y malos, sobre los que comentó desde el estilo de la oratoria y los conocimientos e interpretaciones del pastor hasta sus recomendaciones morales. No entendía cómo un pastor podía hablar de la depravación universal de la humanidad, y menos que un hombre razonable pudiera creer en tales absurdos. Si en las Escrituras se decía que el corazón humano era engañoso y malo, era porque se entendían por corazón las pasiones humanas. No podía pasarse por alto que Dios le había dado al hombre el entendimiento para conocer y combatir los males del corazón.[ 56 ] Le atraía la reflexión teológica y simpatiza con los unitarios, pero no aceptaba el argumento de que el sacrificio de Cristo fuera una prueba de su divinidad. Afirmaba que en el Nuevo Testamento no había datos para apoyar la doctrina de la personalidad divina de Cristo, ni siquiera que ésta hubiera sido revelada, sólo se insinuaba de manera oscura.[ 57 ] Tiempo después declaraba su creencia en un Dios cuya naturaleza no comprendía, por lo mismo que tampoco podía opinar sobre los unitarios y los trinitarios.[ 58 ] Sin embargo, estaba de acuerdo con los unitarios quienes, al mismo tiempo que practicaban la virtud, gozaban del mundo, bajo el precepto de usarlo pero sin abusar de él.[ 59 ] Dentro de este esquema podría encuadrarse al propio JQA, pues confirma el estilo de su religiosidad que tiene más que ver con la actividad en el mundo y el uso de la razón al estilo de los unitarios que con la salvación eterna, una apasionada fe en Dios o sentirse instrumento divino.
Por ello mismo, la impronta religiosa de JQA no impidió que su estancia en Europa dejara una huella profunda, misma que, acentuó su espíritu mundano, aquel que su padre había extrañado en los primeros norteamericanos que luchaban por la independencia, y que consideraba tan necesario. Además de observar con toda libertad y desapego las relaciones entre las naciones europeas, pues Estados Unidos no quería comprometerse con ellas salvo en cuestiones de tipo comercial, y convivir con los políticos más destacados de la época, Adams recorrió los teatros (años después trató de promover las representaciones teatrales en su país), las salas de conciertos, los museos y también los salones de la nobleza.
En suma, puede decirse que le interesaban los aspectos prácticos y morales de la religión, por su influencia en la conducta diaria de los hombres, a la vez que consideraba insondables los misterios teológicos que sólo por la fe se aceptaban. Éstas son algunas de las razones que lo apartaron de las creencias de los viejos puritanos. La salvación o condenación estaban en las manos del hombre que decidía con su libre albedrío el sentido de sus acciones y sólo pedía a Dios su gracia, que le sería dada según los méritos de su conducta. Al final de sus días sólo se limitó a creer en un Dios que de alguna manera escuchaba a los hombres pues, en los aciagos días de su administración presidencial, llegó hasta dudar de la existencia del ser divino.
Dios siempre estuvo presente en su diario, si no es que fue la razón principal por la que lo escribió. Aunque las reflexiones religiosas y morales pueden aparecer en cualquier página del diario, regularmente están presentes el último día de cada mes y de cada año, pero sobre todo, y con especial dedicación, cada 11 de julio, el día de su cumpleaños. En estas fechas reitera su voluntad de cumplir con los preceptos divinos entre los que se encuentra, ni más ni menos, el servicio a su patria, como si no pudiera aún sacudirse la idea de elección divina a nivel nacional. Por supuesto, no dejó de pensar que la felicidad llegaría mediante la democracia a toda la humanidad. Y no sólo por ésa sino por el progreso material. Por ello escribió en su "Reporte sobre los pesos y medidas" que un sistema unificado de éstos acabaría con las guerras.
Adams fue, en suma, un individuo que, formado en su niñez en un medio profundamente religioso, acabó desarrollándose bajo el influjo de la Ilustración, con su ilimitada confianza en la razón y en el progreso, mismo que, oportunamente, la revolución industrial vino a hacer posible, pero sin que su sólida fe se viera conmovida. JQA se sintió con derecho a insistir tanto, y en cada momento, en la necesidad de llevar una vida cristiana porque, a la vez, día a día estuvo confesando sus muchos errores, debilidades y omisiones cometidos en toda la gama de sus actividades. Pero no dejó de estar activo en el mundo en cumplimiento del famoso ethos protestante Y no de manera superficial sino con toda conciencia de su fragilidad y de la esperanza del perdón de su Dios todopoderoso:
Los sentimientos que me invaden al amanecer y con la puesta del sol son, primero, de adoración al poder y la bondad del Creador, por este universo maravilloso, que se mezcla por la mañana con el agradecimiento por el retorno de la claridad de los cielos, fuente de luz y vida; por la tarde, de tristeza ante la marcha de la más grande de todas las bendiciones, con la conciencia de la dependencia que todas las criaturas tienen de los constantes beneficios del Creador; y con humildes súplicas de perdón por mis errores y debilidades y por la continuación de las incesantes dádivas del Dios omnipotente que todo lo ve. Estos sentimientos son siempre los mismos y más bien se avivan que sucumben por la continua repetición. Me place gozarlos y deseo que mi conciencia pueda atestiguar la influencia de estos sentimientos en mi conducta diaria.[ 60 ]
Durante sus últimos años, JQA continuó leyendo a diario algunos capítulos de la Biblia antes de iniciar las caminatas que antecedían al desayuno. También ejercitó su tiempo libre, y seguramente su paciencia, para educar a sus nietos, tal como lo había hecho con sus hijos en Europa. Pero, como ya estaba viejo, les pudo dedicar más tiempo. Les enseñó a leer, a escribir, aritmética y hasta latín. Durante los veranos se entregaban a tareas más gratas como la silvicultura, pero no se perdonaba la lectura de la Biblia. Junto a estos recuerdos, quedó en los niños el de los dedos manchados de tinta de su abuelo que escribía, incansablemente, cartas, discursos y su diario.
Indudablemente, fue más afortunado John Adams, pues logró sus propósitos al educar a su hijo, que los jesuitas que se encargaron de Voltaire, aunque los dos Adams habrían felicitado a éste por abandonar las enseñanzas religiosas de sus mentores, los enemigos jurados de los calvinistas.
[ 1 ] Samuel Flagg Bemis, John Quincy Adams and the foundations of the American foreign policy, New York, Alfred A. Knopf, 1949. John Quincy Adams and the Union, Westport (Connecticut), Greenwood Press, 1980, p. 481.
[ 2 ] The Adams Papers, 2 v., David Grayson Allen, Cambridge (Massachusetts), The Belknap Press of Harvard University Press, 1981.
[ 3 ] Memoirs of John Quincy Adams. His Diary from 1795 to 1848, 12 v., edición de Charles Francis Adams, New York, AMS Press, 1970.
[ 4 ] Obra más reflexiva que la del abuelo y que gira alrededor de la preocupación por la formación humana. The education of Henry Adams, introducción de D. W. Brogan, Boston, Houghton Mifflin Company, 1961.
[ 5 ] Por lo largo y por la necesidad de diferenciarlo de su padre, John Adams, se abreviará el nombre de John Quincy Adams como ya se hacía en vida de él.
[ 6 ] Se ha demostrado que la imagen que se tiene de la propia niñez no sólo no coincide con la de otros miembros de la familia sino que, definitivamente, está muy alejada de la realidad que se vivió. "A rose-tinted view of childhood", The Economist, June 24, 2000, p. 92.
[ 7 ] Las primeras Mémoires que se conocen son las famosas de Philippe de Commynes, consejero de Luis X de Francia y en las que quedó plasmado el siglo XV europeo.
[ 8 ] Pepys's Diary, 3 v., edición de Robert Latham y William Matthews, London, The Folio Society, 1996.
[ 9 ] John Quincy Adams, Memoirs of John Quincy Adams. His Diary from 1795 to 1848, 12 v., edición de Charles Francis Adams, New York, ams Press, 1970, v. II, 7 de noviembre de 1811, p. 322. La traducción de todas las citas es nuestra.
[ 10 ] John Quincy Adams, Memoirs of John Quincy Adams. His Diary from 1795 to 1848, 12 v., edición de Charles Francis Adams, New York, ams Press, 1970, v. VI, 9 de noviembre de 1822, p. 98.
[ 11 ] John Quincy Adams, Memoirs of John Quincy Adams. His Diary from 1795 to 1848, 12 v., edición de Charles Francis Adams, New York, ams Press, 1970, v. II, 26 de marzo de 1814, p. 585.
[ 12 ] The book of Abigail and John, John Quincy Adams to Abigail Adams, Passy, 27 de septiembre de 1778, p. 223.
[ 13 ] The diary of John Quincy Adams. The Adams Papers, 2 v., David Grayson Allen, Cambridge (Massachusetts), The Belknap Press of Harvard University Press, 1981, v. I, 26 de abril de 1785, p. 256. La cita es del acto III de King Henry VIII de Shakespeare.
[ 14 ] The diary of John Quincy Adams. The Adams Papers, 2 v., David Grayson Allen, Cambridge (Massachusetts), The Belknap Press of Harvard University Press, 1981, v. I, 31 de diciembre de 1785, p. 381.
[ 15 ] A las cuatro de la mañana de ese día, Adams abandonó la ciudad de Washington en una diligencia pública. Fue una lástima que no estuviera presente en la transmisión del poder, cuando la república acababa de pasar por una de sus más duras pruebas tras una campaña que pudo haber llevado a la violencia. Adams y Jefferson no se reconciliaron sino hasta 1812. David McCullough, John Adams, New York, Simon & Schuster, 2001, p. 564 y 603.
[ 16 ] De acuerdo con la Constitución, antes de la enmienda número 17 de 1913, las legislaturas estatales elegían a los senadores.
[ 17 ] John Quincy Adams, Memoirs of John Quincy Adams. His Diary from 1795 to 1848, 12 v., edición de Charles Francis Adams, New York, ams Press, 1970, v. I, 2 de diciembre de 1809, p. 542.
[ 18 ] John Quincy Adams, Lectures on rhetoric and oratory (1810), reproducción facsimilar con una introducción de Charlotte Downey, New York, Scholars' Facsimiles & Reprints, 1997, 400 p.
[ 19 ] John Quincy Adams, Memoirs of John Quincy Adams. His Diary from 1795 to 1848, 12 v., edición de Charles Francis Adams, New York, ams Press, 1970, v. IV, 22 de febrero de 1819, p. 273-276.
[ 20 ] John Quincy Adams, Memoirs of John Quincy Adams. His Diary from 1795 to 1848, 12 v., edición de Charles Francis Adams, New York, ams Press, 1970, v. VI, 25 de noviembre de 1823, p. 199-204.
[ 21 ] John Quincy Adams, Memoirs of John Quincy Adams. His Diary from 1795 to 1848, 12 v., edición de Charles Francis Adams, New York, ams Press, 1970, v. V, 29 de marzo de 1820, p. 46-47.
[ 22 ] John Quincy Adams, Memoirs of John Quincy Adams. His Diary from 1795 to 1848, 12 v., edición de Charles Francis Adams, New York, ams Press, 1970, v. V, 29 de marzo de 1820, p. 47-48.
[ 23 ] John Quincy Adams, Memoirs of John Quincy Adams. His Diary from 1795 to 1848, 12 v., edición de Charles Francis Adams, New York, AMS Press, 1970, v. V, 18 de enero de 1821, v. V, p. 238.
[ 24 ] John Quincy Adams, Memoirs of John Quincy Adams. His Diary from 1795 to 1848, 12 v., edición de Charles Francis Adams, New York, AMS Press, 1970, v. V, 22 de febrero de 1821, p. 291.
[ 25 ] John Quincy Adams, Memoirs of John Quincy Adams. His Diary from 1795 to 1848, 12 v., edición de Charles Francis Adams, New York, AMS Press, 1970, v. IX, 9 de septiembre de 1833, p. 14.
[ 26 ] John Quincy Adams, Memoirs of John Quincy Adams. His Diary from 1795 to 1848, 12 v., edición de Charles Francis Adams, New York, AMS Press, 1970, v. IX, 16 de enero de 1836, p. 273.
[ 27 ] John Quincy Adams, Memoirs of John Quincy Adams. His Diary from 1795 to 1848, 12 v., edición de Charles Francis Adams, New York, AMS Press, 1970, v. VIII, 31 de diciembre de 1829, p. 159-160. La muerte de su hijo John no fue registrada pero, como en el caso de George, interrumpió el registro de sus actividades entre octubre y diciembre de 1834.
[ 28 ] John Quincy Adams, Memoirs of John Quincy Adams. His Diary from 1795 to 1848, 12 v., edición de Charles Francis Adams, New York, AMS Press, 1970, v. IX, 23 de noviembre de 1835, p. 262.
[ 29 ] John Quincy Adams, Memoirs of John Quincy Adams. His Diary from 1795 to 1848, 12 v., edición de Charles Francis Adams, New York, AMS Press, 1970, v. XI, 10 de febrero de 1843, p. 314.
[ 30 ] John Quincy Adams, Memoirs of John Quincy Adams. His Diary from 1795 to 1848, 12 v., edición de Charles Francis Adams, New York, AMS Press, 1970, v. XII, 7 de julio de 1845, p. 202.
[ 31 ] John Quincy Adams, Memoirs of John Quincy Adams. His Diary from 1795 to 1848, 12 v., edición de Charles Francis Adams, New York, AMS Press, 1970, v. X, 27 de diciembre de 1840, p. 383.
[ 32 ] The book of Abigail and John, John Adams to John Quincy Adams, Amsterdam, 20 de diciembre de 1780, p. 283.
[ 33 ] John Quincy Adams, Memoirs of John Quincy Adams. His Diary from 1795 to 1848, 12 v., edición de Charles Francis Adams, New York, AMS Press, 1970, v. XII, 1 de abril de 1845, p. 189.
[ 34 ] John Quincy Adams, Memoirs of John Quincy Adams. His Diary from 1795 to 1848, 12 v., edición de Charles Francis Adams, New York, AMS Press, 1970, v. XII, 7 de abril de 1845, p. 193.
[ 35 ] John Quincy Adams, Memoirs of John Quincy Adams. His Diary from 1795 to 1848, 12 v., edición de Charles Francis Adams, New York, AMS Press, 1970, v. XII, 26 de julio de 1845, p. 206. La cursiva es mía.
[ 36 ] John Quincy Adams, Memoirs of John Quincy Adams. His Diary from 1795 to 1848, 12 v., edición de Charles Francis Adams, New York, AMS Press, 1970, v. V, 10 de marzo de 1821, p. 328.
[ 37 ] John Quincy Adams, Memoirs of John Quincy Adams. His Diary from 1795 to 1848, 12 v., edición de Charles Francis Adams, New York, AMS Press, 1970, v. II, 13 de agosto y 3 de septiembre de 1809, p. 5, 6, 17 y 18. Precisamente, alrededor de estos mismos días, JQA escribió en su diario, Letters to my children; ibidem, 21 de agosto de 1809, p. 8-17.
[ 38 ] John a Abigail, 9 de octubre de 1774, The book of Abigail and John, p. 79.
[ 39 ] John a Abigail, 1 de octubre de 1775, The book of Abigail and John, p. 109.
[ 40 ] John a Abigail, 9 de octubre de 1774, The book of Abigail and John, p. 79.
[ 41 ] John a Abigail, 28 de abril de 1776, The book of Abigail and John, p. 124.
[ 42 ] John a Abigail, 3 de julio de 1776, The book of Abigail and John, p. 140.
[ 43 ] John a Abigail, 14 de abril de 1776, The book of Abigail and John, p. 122.
[ 44 ] John a Abigail, 4 de agosto de 1776, The book of Abigail and John, p. 150.
[ 45 ] John a Abigail, 28 de agosto de 1774, The book of Abigail and John, p. 69.
[ 46 ] La preocupación de John por la virtud lo llevó a recomendarle a su esposa la lectura de otro diarista, Rousseau, a quien consideraba muy por encima de los merecimientos de Europa. John a Abigail, Passy, 2 de diciembre de 1778, The book of Abigail and John, p. 232.
[ 47 ] John a Abigail, 28 de agosto de 1774, The book of Abigail and John, p. 69.
[ 48 ] John a John Quincy Adams, 11 de agosto de 1777, The book of Abigail and John, p. 188.
[ 49 ] John a John Quincy Adams, 14 de mayo de 1783, The book of Abigail and John, p. 349.
[ 50 ] John a John Quincy Adams, 28 de diciembre de 1780, The book of Abigail and John, p. 284-285.
[ 51 ] John a John Quincy Adams, 14 de mayo de 1781, The book of Abigail and John, p. 287-288.
[ 52 ] John Quincy Adams, Memoirs of John Quincy Adams. His Diary from 1795 to 1848, 12 v., edición de Charles Francis Adams, New York, AMS Press, 1970, v. II, 21 de agosto de 1809, p. 17.
[ 53 ] John Quincy Adams, Memoirs of John Quincy Adams. His Diary from 1795 to 1848, 12 v., edición de Charles Francis Adams, New York, AMS Press, 1970, v. VIII, 11 de julio de 1829, p. 154. Hacía poco más de dos meses que había muerto su hijo George.
[ 54 ] John Quincy Adams, Memoirs of John Quincy Adams. His Diary from 1795 to 1848, 12 v., edición de Charles Francis Adams, New York, AMS Press, 1970, v. V, 7 de enero de 1821, p. 231.
[ 55 ] John Quincy Adams, Memoirs of John Quincy Adams. His Diary from 1795 to 1848, 12 v., edición de Charles Francis Adams, New York, AMS Press, 1970, v. VII, 5 de noviembre de 1826, p. 169.
[ 56 ] John Quincy Adams, Memoirs of John Quincy Adams. His Diary from 1795 to 1848, 12 v., edición de Charles Francis Adams, New York, AMS Press, 1970, v. VII, 6 de mayo de 1827, p. 269.
[ 57 ] John Quincy Adams, Memoirs of John Quincy Adams. His Diary from 1795 to 1848, 12 v., edición de Charles Francis Adams, New York, AMS Press, 1970, v. VII, 13 de mayo de 1827, p. 273.
[ 58 ] John Quincy Adams, Memoirs of John Quincy Adams. His Diary from 1795 to 1848, 12 v., edición de Charles Francis Adams, New York, AMS Press, 1970, v. VII, 13 de agosto de 1827, p. 324.
[ 59 ] John Quincy Adams, Memoirs of John Quincy Adams. His Diary from 1795 to 1848, 12 v., edición de Charles Francis Adams, New York, AMS Press, 1970, v. VII, 6 de mayo de 1827, p. 268.
[ 60 ] John Quincy Adams, Memoirs of John Quincy Adams. His Diary from 1795 to 1848, 12 v., edición de Charles Francis Adams, New York, AMS Press, 1970, v. XII, 26 de junio de 1845, p. 200.
Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, Marcela Terrazas y Basante (editora), Alfredo Ávila (editor asociado), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 25, 2003,
p. 43-70.
DR © 2006. Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas