Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México

EL CRISTIANO CONSTITUCIONAL.
LIBERTAD, DERECHO Y NATURALEZA
EN LA RETÓRICA DE MANUEL DE LA BÁRCENA

Alfredo Ávila


Manuel de la Bárcena es un sabio conocido en la república de las letras, cuyas doctrinas maneja con tanto acierto ya en lo cristiano ya en lo político, que no dejaré de llamarle el cristiano constitucional.[ 1 ]

La polémica de la independencia

La proclamación del Plan de Iguala ocasionó airadas respuestas por parte de los defensores del régimen español en el virreinato, pues no podían entender cómo Agustín de Iturbide y sus seguidores mal agradecían los derechos otorgados a los americanos por la Constitución de Cádiz recién restablecida. En 1820, cuando Fernando VII se vio obligado a marchar por la senda constitucional, las autoridades peninsulares creyeron que cesarían los movimientos insurgentes en América, pues suponían que el principal objetivo de éstos era el establecimiento de un régimen liberal y no tanto la independencia política. Un par de años antes, un español exiliado en Londres, Álvaro Flórez Estrada, hizo una representación muy polémica al monarca español. Consideraba que la independencia de América sería lícita si se mantenía el régimen absolutista de Madrid. No se decía, por supuesto, partidario de la emancipación sino, más bien, de la unión, pero siempre y cuando se garantizaran la libertad y los derechos de los ciudadanos de ambos hemisferios y se les diera oportunidad de participar en la toma de decisiones de la monarquía. Por eso, tras el restablecimiento del régimen constitucional, las autoridades metropolitanas decidieron promover el diálogo con los grupos insurgentes en sus posesiones ultramarinas.[ 2 ]

Durante 1820, fueron publicados varios opúsculos (tanto de españoles europeos como de americanos) cuyo objetivo era convencer a los rebeldes de abandonar las armas para disfrutar de las ventajas de vivir en una monarquía poderosa que, por añadidura, otorgaba derechos a sus ciudadanos, incluido el de participación política.[ 3 ]

Por esto, las noticias del pronunciamiento de Iguala ocasionaron un enorme descontento entre los defensores de la unión de la monarquía española. Acusaban a Agustín de Iturbide de traidor al rey y la patria, además de perjuro, por haber faltado a la lealtad prometida a la monarquía y sus instituciones. Éste era el argumento más empleado para descalificar a los independentistas: al proclamar la independencia estaban rompiendo el juramento hecho ante Dios de cumplir la Constitución de Cádiz, la cual, entre otras cosas, asentaba la indivisibilidad de la nación española.[ 4 ]

Los partidarios del movimiento trigarante respondieron que no obligaba un juramento hecho de manera "repulsiva" o que, a la larga, resultara perjudicial para quien lo había realizado. Muchos publicistas pusieron a sudar las prensas para responder a los impugnadores de la independencia. En cambio, los argumentos que emplearon no fueron tantos. Casi todos empezaban por descalificar los derechos de España a dominar el virreinato. Primero, descartaban el de conquista, inaceptable bajo las luces del siglo. El de la evangelización tampoco era muy convincente, pues la difusión del cristianismo no implicaba el dominio político (por no mencionar la posibilidad de la evangelización prehispánica de América), y mucho menos se aceptaban los títulos de legitimidad otorgados por las bulas alejandrinas, pues las propias sagradas escrituras señalaban que la potestad papal en el orbe era espiritual, y no temporal.[ 5 ]

Los partidarios de la independencia rechazaban también que la dominación trisecular hubiera generado algún derecho de posesión, pues (según decían) ésta había sido forzosa y nunca bien aceptada por los americanos. A esto agregaban el pésimo gobierno de Madrid, que había impedido el florecimiento de las ciencias, las artes, la agricultura y la industria en América: "la utilidad pública clama enérgicamente por la absoluta emancipación e independencia de las Américas".[ 6 ] Era cierto que en 1820 se restableció la Constitución de Cádiz, pero los independentistas aseguraban que los americanos seguían sin gozar de los derechos otorgados por el régimen representativo. Esta situación, argüían, impedía el progreso del Nuevo Mundo, pero también el de la península, pues el aumento del comercio (consecuencia "natural" de la independencia) beneficiaría sin duda a todo el mundo.[ 7 ]

Tampoco faltó la agria polémica entre quien subestimaba la capacidad de los americanos para gobernarse y prosperar sin la tutoría peninsular y aquel que defendía la superioridad de los indígenas y criollos;[ 8 ] pero debo señalar que en términos generales los defensores del régimen español en América descalificaron con facilidad la mayoría de los argumentos favorables a la independencia. Los derechos que los novohispanos empleaban para justificar la emancipación los sancionaba la Constitución de Cádiz. Los independentistas afirmaban que "ningún pueblo tiene derecho de mandar a otro";[ 9 ] algo que también aceptaban los defensores de la unión e integridad de la monarquía, quienes insistían en que, gracias a la Constitución, "los españoles de ambos hemisferios" formaban un único pueblo que no dominaba a ningún otro. Aseguraban que los europeos y los americanos eran españoles, miembros de una nación, con una misma religión, idioma, monarca, unas mismas leyes, intereses y aspiraciones. El movimiento de independencia no era más que un intento por fracturar una nación moderna y liberal, por lo cual respondía a intereses mezquinos, facciosos y reaccionarios.[ 10 ]

Los polemistas partidarios de la independencia argüían que el pueblo novohispano no podía estar subordinado al español; sin embargo, esto implicaba la preexistencia de un "pueblo novohispano", algo que los peninsulares, con razón, negaban. En realidad, no había muchos argumentos para defender que los habitantes de Nueva España fueran distintos a los de Castilla, Aragón, Buenos Aires o cualquier otra parte de la monarquía española. Los defensores de la unión podían admitir que los americanos eran diferentes en muchas cosas a sus compatriotas nacidos en la península, pero no tanto como para formar parte de una nación distinta. Además, tampoco podían negarse las diferencias entre los propios novohispanos; la más clara era la que había entre los descendientes de los conquistadores y los de los conquistados, pero también de región en región se apreciaban las desemejanzas: ¿por qué los habitantes de Campeche pertenecerían a la misma nación que los de Monterrey, mientras que los de Panamá o de Nueva Granada no?[ 11 ]

No había muchos defensores de la independencia capaces de responder este tipo de cuestionamientos. Manuel Ferrer ha resaltado que, en la polémica por la independencia, los partidarios de la emancipación no siempre fueron muy brillantes.[ 12 ] Ante este panorama de relativa pobreza en las ideas, los intelectuales más importantes de la época tuvieron que salir al ruedo. El canónigo José de San Martín y el obispo Antonio Joaquín Pérez Martínez tomaron la responsabilidad de defender la empresa encabezada por Agustín de Iturbide; pero como ha señalado Fernando Pérez Memén, quien consiguió tratar el asunto "con más destreza" fue el arcediano de Valladolid Manuel de la Bárcena, pues "aventajó en estilo y lógica al obispo de Puebla y al canónigo de la diócesis de Antequera".[ 13 ]

Debió haber sido en agosto de 1821 cuando apareció en Puebla, bajo las siglas M. de B., el Manifiesto al mundo. La justicia y la necesidad de la independencia de la Nueva España, en la imprenta liberal de Moreno Hermanos. Poco después, a finales de septiembre o en octubre, fue reimpreso en la ciudad de México. Su difusión fue muy amplia y se conoció fuera de las fronteras del recién formado imperio mexicano.[ 14 ] La edición capitalina fue la más conocida y apareció ya con el nombre del arcediano y gobernador de la mitra de Valladolid de Michoacán.[ 15 ]

La historiografía dedicada al proceso de la independencia mexicana no ha puesto, por lo general, mucha atención a Manuel de la Bárcena. Su figura ha quedado bajo la gigantesca sombra de Manuel Abad y Queipo, obispo electo de la misma diócesis, quien se hallaba ausente del virreinato desde hacía varios años. También ha quedado atrás frente a los pensadores partidarios de la independencia, debido, tal vez, a que nunca simpatizó con el movimiento insurgente encabezado por Miguel Hidalgo, Ignacio Rayón o José María Morelos. Hay, no obstante, algunos autores que le han prestado atención. El mencionado Pérez Memén se percató de su importancia como uno de los ideólogos más destacados del movimiento trigarante. Javier Ocampo, en su clásico estudio sobre las ideas del día de la independencia, también supo valorarlo; mientras que Brian Connaughton ha resaltado el papel del arcediano de Valladolid en la defensa de la religión contra las medidas radicales de las Cortes de Madrid como motivo de la independencia.[ 16 ]

Manuel de la Bárcena entró en la polémica de la independencia con la plena conciencia de que su Manifiesto debía elevar el nivel del debate. Sabía que una defensa bien fundada de la emancipación no requería "de ponderaciones ni de hipérboles" sino, sobre todo, de una "escrupulosa exactitud de ideas y una rigurosa propiedad de términos" (p. 3). Por tal motivo, no sólo enderezaba lanzas contra quienes defendían la unión del virreinato con España sino que corregía a algunos defensores de la independencia que empleaban razonamientos equívocos. Entre éstos resaltaban los que creían que la independencia podía considerarse como el acto de un pueblo subyugado por otro que recobraba su libertad. De la Bárcena señalaba, de un modo acertado, que ese argumento sólo podía aplicarse a los indios, pues las castas y los españoles (criollos y europeos) avecindados en América de ningún modo podían considerarse un pueblo diferente al de la península, aunque sí podían hacer "causa común" con los indígenas. En el caso de los colonos más bien debía considerarse que la independencia era el "resultado natural" "de una colonia que habiendo llegado a un crecimiento competente se emancipa de la metrópoli" (p. 3).

Por ahora, no me detendré en todos los argumentos empleados por Manuel de la Bárcena para exponer la justicia y la necesidad de la independencia, pues volveré a este asunto con mayor detenimiento más adelante. De momento sólo resaltaré que nuestro autor no se refería, en su Manifiesto, a la emancipación de México sino a la de Nueva España. Decir México hubiera implicado que el "mexicano" era un pueblo distinto del español y, como bien lo señaló, esto sólo era aplicable si se pensaba en la población aborigen. También debe señalarse que en el Manifiesto de De la Bárcena había pocas referencias a la conservación de la religión frente al reformismo de las Cortes matritenses. En cambio, poco tiempo después el arcediano de Valladolid volvió sobre el mismo tema (la defensa de la independencia) en un sermón catedralicio, en el cual las invocaciones a la divinidad y la providencia eran constantes. La defensa de la religión terminó siendo el principal móvil de la independencia, de donde se desprendía que el principal trabajo de los mexicanos era protegerla. Para un hombre tan piadoso como el arcediano no había dudas de que en todo el asunto de la independencia había "andado el dedo de Dios" (p. 3), que firmaba un nuevo pacto y alianza: "Tu providencia nos ha constituido en nación soberana. Santificado sea tu nombre. Tú serás por siempre nuestro Dios, y nosotros seremos tu pueblo. ¡Dios de bondad! Corona tu obra, ampara a tu naciente monarquía, y condúcela con tu brazo omnipotente a la cumbre de la prosperidad y la gloria".[ 17 ]

La carrera del gobernador de la mitra

En diciembre de 1822, Manuel de la Bárcena tuvo la oportunidad de reafirmar su credo en la alianza de Dios con la nueva nación: "la fe de Jesucristo es inseparable, est[á] identificada con la nación Anahuacana, y el que no sea cristiano apostólico, no es ciudadano nuestro, no es mexicano".[ 18 ] En ese entonces, el viejo arcediano de Michoacán ya había sido miembro de la Regencia, se desempeñaba en el Consejo de Estado y era Caballero Gran Cruz de la Orden Imperial de Guadalupe, además de ocupar el cargo más importante de facto en la diócesis michoacana, pues el obispo electo y nunca consagrado se hallaba en la península. Su carrera había sido brillante y podemos compararlo con alguno de los otros clérigos que ocuparon posiciones importantes durante el imperio de Agustín de Iturbide, como el obispo de Puebla o el de Durango, el marqués de Castañiza.

Lo mismo que Manuel Abad y Queipo, Manuel de la Bárcena era peninsular, aunque toda su carrera la había hecho en América, y en especial en Michoacán. Era natural de Azoños, en Santander, donde nació en 1769. Pasó muy joven al Nuevo Mundo, en compañía de un pariente (tal vez su hermano), fray Juan de Santander, quien era confesor y hombre de todas las confianzas de fray Antonio de San Miguel.[ 19 ] Ya en Michoacán, De la Bárcena realizó estudios en el Seminario de Valladolid y se doctoró en México en 1793. Al año siguiente, fue incluido por el obispo San Miguel en una evaluación de los miembros del Cabildo, aunque todavía no formaba parte de éste. David Brading ha señalado que Manuel Abad y Queipo y Manuel de la Bárcena sucedieron a Juan Antonio de Tapia y José Pérez Calama tanto en la confianza del prelado como en la dirección de la diócesis. Abad ocupaba el Juzgado de Testamentos, Capellanías y Obras Pías, mientras que De la Bárcena era profesor de filosofía en el Seminario Tridentino. Según el obispo, era un hombre "de particulares talentos, juicio, sólida virtud, de infatigable tenacidad en los estudios, de singular modestia, de trato afable y amables prendas".[ 20 ]

La "infatigable tenacidad en los estudios" condujo a Manuel de la Bárcena a interesarse por multitud de autores. Conocía muy bien las sagradas escrituras y a sus comentaristas, además de autores profanos, algunos de los cuales eran heréticos. Era, pues, un hombre ilustrado que vivía en un espacio propicio. Había personas, como Abad y Queipo o Miguel Hidalgo, con quienes podía discutir acerca de sus lecturas. A diferencia de Abad, Manuel de la Bárcena parecía más preocupado por asuntos de índole teológica y religiosa. Compartió con muchos otros clérigos de la época una característica que pudiera parecer paradójica: estar penetrado del pensamiento y de las prácticas ilustradas, pero al mismo tiempo defender a capa y espada los privilegios corporativos de la Iglesia.[ 21 ] No debe perderse de vista que, en el fondo, estos eclesiásticos ilustrados buscaban el progreso de su feligresía. Consideraban que, si la institución eclesiástica mantenía su fuerza y riquezas (de ahí la insistencia de Manuel Abad y Queipo en conservar los privilegios del clero), ésta podría coadyuvar al desarrollo social sin injusticias ni conmociones. El propio obispo San Miguel, poco antes de morir, elaboró un memorial en el cual proponía una serie de reformas (algunas propuestas eran revolucionarias, como eliminar la distinción entre indios y españoles, amén de promover el parvifundio en lugar de las comunidades indígenas) que, según argüía, sólo podían llevarse a cabo bajo la paternal dirección de la Iglesia.[ 22 ]

Como protegido del obispo, Manuel de la Bárcena tuvo una destacada carrera dentro del Cabildo catedralicio. Tiempo después, reconocería que buena parte de su trayectoria la debía al obispo San Miguel. En 1795 ocupó una canonjía lectoral, por promoción del doctor Ramón Pérez a la dignidad de chantre. En 1806, ascendió a tesorero y, sólo un par de años después, a arcediano, dignidad que conservaría durante el resto de su vida, aunque sería gobernador de la mitra tras la salida a España del obispo electo Manuel Abad y Queipo.[ 23 ]

Los difíciles años iniciados en 1808 con la abdicación de los reyes españoles a favor de Napoleón Bonaparte hicieron que De la Bárcena tomara un papel más activo en el gobierno de la diócesis michoacana y, en general, se vio obligado a tomar posición frente a los azarosos sucesos de la península y del virreinato. Como es sabido, en la metrópoli y en las posesiones americanas, las corporaciones (en especial las municipales) desconocieron la legalidad de la abdicación real y se dispusieron a formar juntas provisionales gubernativas, encargadas de la soberanía de Fernando VII. Nueva España no fue la excepción, pero como esta propuesta podía conducir a la independencia, los partidarios de mantener la unidad de la monarquía la cortaron con el arresto de sus principales promotores el 15 de septiembre. El nuevo virrey, Pedro Garibay, recibió las felicitaciones de las corporaciones del reino, entre las que no podía faltar el Cabildo catedralicio de Valladolid, que se mostró muy satisfecho con la caída de Iturrigaray.[ 24 ]

Sin embargo, no todos quedaron contentos con el resultado del proyecto juntista. De modo señalado, la ilustrada diócesis de Michoacán se convirtió en el teatro de conjuras y maquinaciones que desembocaron en el estallido de una rebelión en el próspero Bajío, en septiembre de 1810. Los trabajadores rurales encabezados por el cura de Dolores Miguel Hidalgo y por algunos militares criollos de la región hicieron grandes destrozos en las poblaciones por las que pasaron. Cuando, en octubre, los insurgentes se hallaban a las puertas de Valladolid, sus líderes procuraron evitar el saqueo, aunque no lo consiguieron. Entre otras, la casa de Manuel de la Bárcena (una de las más ricas y lujosas de la ciudad) fue objeto de atraco y pillaje. Por fortuna, el canónigo había salido de la ciudad, pues se le tenía una gran ojeriza, tal vez por haber secundado la excomunión que fulminó Manuel Abad y Queipo a los caudillos rebeldes.[ 25 ]

Aquí conviene recordar que Manuel de la Bárcena había mantenido una relación intelectual muy rica con Miguel Hidalgo, lo mismo que Manuel Abad y Queipo. Esto no pasó inadvertido a las autoridades civiles y eclesiásticas del virreinato, quienes sospechaban del Cabildo y seminario vallisoletanos, habida cuenta del elevado número de clérigos de esa diócesis que participaban en la insurrección. No pasó mucho tiempo para que el Tribunal del Santo Oficio se fijara en la inclinación a leer libros prohibidos de De la Bárcena y Abad.[ 26 ] Sin embargo, el arcediano de Michoacán se mantenía leal al rey. Incluso, llegó a desobedecer algunas de las órdenes que desde la península le enviaba su obispo electo, por temor a "incurrir en el crimen de desobedecer las leyes del real patronato".[ 27 ]

Entre julio y octubre de 1816, Manuel de la Bárcena tuvo que lidiar con la peor situación económica de la diócesis, pues de los cincuenta diezmatorios que comprendía, treinta y siete estaban en manos de los insurgentes. Esto no quería decir que los otros trece estuvieran libres para el Cabildo, ya que los militares realistas aprovechaban sus recursos.[ 28 ] También debía hacer frente a las demandas de los insurgentes de tener sacerdotes que administraran los sacramentos en las regiones controladas por los partidarios de la independencia. En marzo de 1817, como miembro del Cabildo vallisoletano, entró en contestaciones con la Junta de Jaujilla, acerca de la vicaría general castrense, que no era reconocida por la Iglesia.[ 29 ]

En definitiva, Manuel de la Bárcena no simpatizaba en modo alguno con el movimiento insurgente. Por esta razón, puede ser fácil suponer que si terminó uniéndose al movimiento de independencia encabezado por Agustín de Iturbide fue como reacción a las medidas liberales dictadas por las Cortes de Madrid.[ 30 ] En efecto, el Plan de Iguala garantizó la protección de los intereses e integridad de la Iglesia católica, lo cual fue un señuelo infalible para que hombres como el arcediano de Valladolid lo secundaran. Debe recordarse la aparente paradoja, ya señalada, del alto clero vallisoletano: compartían muchos de los principios ilustrados, pero también defendían sus privilegios eclesiásticos. Por tal razón, Manuel de la Bárcena hizo propaganda a favor del movimiento de independencia, y se reunió con Agustín de Iturbide el 13 de septiembre de 1821 en el cuartel general que se hallaba sobre la ciudad de México.[ 31 ] Desde ese momento, permanecería en el círculo de amigos cercanos del Generalísimo, quien lo propuso, el 23 de ese mismo mes, para formar parte de la Junta Provisional Gubernativa. El 28 se contó entre los firmantes del Acta de Independencia y, esa misma noche, fue designado miembro del Consejo de Regencia, junto con Iturbide, Juan O'Donojú, Isidro Yáñez y Manuel Velázquez de León.[ 32 ]

Es indudable que el Consejo de Regencia estuvo controlado, desde su formación, por el Generalísimo; sin embargo, esto no quiere decir que los demás miembros de ese cuerpo no desempeñaran papel alguno en las decisiones políticas. Manuel de la Bárcena participó en el conflicto entre el poder ejecutivo y la Junta Provisional Gubernativa, primer órgano legislativo del México independiente, pues le exigió la aprobación de arbitrios extraordinarios para cubrir el déficit de trescientos mil pesos que tenía la Hacienda Imperial antes de terminar 1821.[ 33 ] De hecho, no era extraño que en las ausencias de Iturbide el canónigo michoacano lo sustituyera en la presidencia del Consejo de Regencia. Incluso, mantenía opiniones diferentes a las del Generalísimo, como en el caso de oponerse a las movilizaciones populares encabezadas por algunos iturbidistas, cada vez más radicales e hispanófobas.[ 34 ]

No obstante, parece inevitable que se relacionara a Manuel de la Bárcena con los subordinados de Agustín de Iturbide. El 11 de abril de 1822, en una de las primeras crisis entre los poderes ejecutivo y legislativo, el diputado José María Iturralde propuso en sesión secreta del Congreso Constituyente la sustitución de varios regentes. Esa noche, la asamblea reemplazó a De la Bárcena, al obispo de Puebla y a Manuel Velázquez de León por el conde de Heras, José Valentín y Nicolás Bravo, quienes parecían más independientes del Generalísimo.[ 35 ] Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que los regentes desplazados volvieran a ocupar cargos de la primera importancia en el poder ejecutivo. Por decreto de 31 de mayo, fueron nombrados consejeros de Estado Pedro Celestino Negrete, Velázquez de León y Manuel de la Bárcena, entre otros. En agosto, el emperador otorgó al arcediano de Valladolid la Gran Cruz de la Orden de Guadalupe como reconocimiento a su trayectoria y, en especial, por su participación en el Consejo de Regencia.[ 36 ]

Por desgracia, no contamos con datos acerca de su actuación tras la caída del imperio. No debió haber sido muy destacada, pues su cercanía con el depuesto emperador y su negativa a aliarse con el sector popular iturbidista (que sobreviviría varios años bajo la filiación masónica yorquina) debieron desplazarlo de la política nacional. Además, debía hacer frente a no pocas cosas en la diócesis de Michoacán, que gobernaba por la falta de obispo.[ 37 ]

Las ideas en un entorno crítico

La carrera del arcediano de Valladolid puede compararse con la de algunos otros eclesiásticos que tuvieron una formación parecida a la suya, como Manuel Abad y Queipo, o que actuaron de un modo similar ante los años de crisis iniciados en 1808, como Antonio Pérez Martínez. David Brading ha señalado las similitudes entre De la Bárcena y Abad: su formación ilustrada, realizada bajo la sombra protectora del obispo San Miguel, combinada con una preocupación social y de defensa de los privilegios eclesiásticos.[ 38 ]

Con Pérez Martínez podemos señalar también varias similitudes. En 1808, el canónigo poblano manifestó su oposición a la intervención napoleónica en España, participó de una manera importante en la revolución liberal promovida por las Cortes de Cádiz, aunque fue uno de los partidarios más destacados del regreso del absolutismo en 1814; en 1820 se vio obligado a jurar la Constitución reinstalada, pero pronto rompió su juramento al apoyar a Agustín de Iturbide, con quien mantuvo una relación muy estrecha. Tras la caída del imperio, Pérez Martínez perdió importancia en la política nacional, pero no en la poblana, donde seguiría trabajando en beneficio de su diócesis y de su estado, además de proteger a algunos jóvenes liberales.[ 39 ]

Algo parecido ocurrió con Manuel de la Bárcena. Lo mismo que el eclesiástico poblano, el arcediano de Valladolid había promovido el progreso de su diócesis y profesado una gran estima a su prelado, a quien consideraba "un padre tan benéfico" para toda la diócesis.[ 40 ] Tras la muerte del obispo San Miguel, De la Bárcena fue el encargado de pronunciar el sermón con el cual se honró su memoria. Con modestia, el canónigo afirmaba no tener el talento necesario para encargarse de predicar acerca de su ilustre prelado; sin embargo, dos décadas de trato íntimo le daban alguna autoridad. Por esta razón, consideraba pertinente hacer sólo un relato de su vida, pues sabía que la mera narración de hechos era "el mejor panegírico que se le puede hacer" y, en efecto, el sermón mostraba cómo el difunto obispo había sido humilde y caritativo, dos virtudes presentes a lo largo de su vida (esto es, a lo largo del relato hecho por De la Bárcena) y que se ejemplificaban mejor, la humildad, con los años anteriores a la llegada de San Miguel a Valladolid y, la caridad, en su época de obispo. De un modo especial, el predicador puso atención en las calamidades naturales (como hambrunas y pestes) arrostradas por el prelado, pero también destacó cómo algunas de esas desgracias fueron aumentadas por la actitud de algunos individuos. Era el caso de las sequías y de las crisis agrarias:

El monstruo del monopolio levantó la cabeza. Muchos labradores ricos, endureciendo su corazón con el cebo de la ganancia, como se encruelecen las fieras cuando están devorando alguna presa, se utilizaban de la miseria pública, la convertían en granjería suya. Especulando los tiempos y calculando la escasez, hacían una cosecha abundante de la misma esterilidad general.[ 41 ]

Por tal motivo, el obispo San Miguel tuvo que tratar no sólo con Dios sino con los hombres para solucionar el problema. Si lo primero lo hacía mediante la oración y el ejercicio de la caridad, lo segundo sólo lo consiguió con la autoridad y el conocimiento de los negocios y debilidades humanas. Tanto el obispo como sus allegados (Abad y De la Bárcena) eran individuos piadosos, pero también ilustrados; perseguían la salvación espiritual de su grey, pero también la "pública utilidad".

Manuel de la Bárcena no dejó pasar la oportunidad del sermón en honor al fallecido obispo para expresar su firme convicción en la necesidad social de tener una autoridad fuerte: "un obispo debe ser tan superior al pueblo como el pastor lo es a las ovejas". Sin embargo, sería con motivo de la jura del rey Fernando VII cuando, de un modo inequívoco, se manifestó partidario de una monarquía absoluta, sancionada por la divinidad. En el sermón predicado el 26 de agosto de 1810 en la catedral de Valladolid encomiaba al pueblo español por su obediencia y respeto al soberano. Por supuesto, estas palabras no eran gratuitas sino que respondían a la experiencia revolucionaria francesa y a los acontecimientos ocurridos en la península ese mismo año.[ 42 ]

Buena parte del sermón, de hecho, era una feroz crítica a Napoleón y a los franceses. Al primero le consideraba encarnación del mal y perseguidor de la Iglesia, mientras que a los segundos los calificaba de insensatos por haber mudado el feliz yugo de una monarquía "augusta" y electa por Dios: "¡mirad para quién trabajasteis: en qué habéis venido a parar: franceses, a qué monarca obedecéis!" (p. 12). En esto, se asemejaba a Manuel Abad y Queipo, quien criticaba a los franceses no por los principios que habían adoptado sino por el resultado de su revolución, que había encumbrado al tirano de Europa: "Pueblo generoso ¿no eres hoy aquel mismo pueblo que en 91 y 93 proclamó a la faz del universo la solemne declaración de los derechos del hombre?"[ 43 ]

Esta oposición a Napoleón (compartida por todas las manifestaciones públicas novohispanas de entonces) conducía a Manuel de la Bárcena a promover la defensa de la religión y de la monarquía sancionada por la divinidad: "¡Viva la religión, viva Fernando y mueran los tigres de la Francia!"[ 44 ] En su sermón, el predicador probaría dos cosas, a saber, cuán grande felicidad era, para los españoles, tener un rey, y cuánto mejor que éste fuera Fernando. Su primer aserto lo sostenía con un principio tomista: así como Dios era en el mundo y el alma en el hombre, así debía ser el rey en su reino: "un solo rey como Dios también es uno solo".[ 45 ] Era necesario que el gobierno estuviera en manos de un individuo que fuera capaz "con firmeza" de mantener unidos y en funcionamiento a "los miembros del Estado". No faltaban al canónigo las metáforas para ejemplificar sus asertos, las cuales mostraban, de paso, la concepción que tenía de los súbditos de la monarquía: un rebaño dirigido por el pastor, un ejército mandado por un general o una nave necesitada de un piloto. En suma, la sociedad era considerada incapaz de autogobernarse. Siempre requería de la acertada dirección de un hombre responsable sólo ante Dios.

Manuel de la Bárcena continuaba enumerando las virtudes de la monarquía, entre las que resaltaba la sencillez de su operación: evitaba los partidos y las ambiciones que nada más conducían a la ruina del reino, como podía apreciarse en "la inquieta y variable Francia". La apertura política conducía, de un modo inequívoco, a los males revolucionarios que afectaban al viejo continente: "Plantar la democracia, un árbol tan delicado, en una tierra estéril de virtudes [...], es un delirio" (p. 13). Para dirigir a la torpe humanidad se requería un dirigente, pero no cualquier Bonaparte sino alguien como Fernando, heredero de las mejores familias reales europeas, legítimo y católico. Esto último era lo más importante: mientras Fernando era imaginado cual un ángel, Napoleón era la encarnación del mal, un demonio jacobino, falso católico, mahometano, "sectario universal, siempre ateo". La legitimidad monárquica dependía, en última instancia, de la defensa de la religión: "Sí, católicos, el gobierno monárquico está marcado con el sello de nuestra santa religión" (p. 21-22).

La certeza en la imposibilidad del autogobierno, debida a las debilidades propias del género humano, hizo a Manuel de la Bárcena oponerse al proyecto juntista del Ayuntamiento de la Ciudad de México y de José de Iturrigaray, por lo cual se felicitó cuando recibió las noticias de la deposición del virrey, de los capitulares y de los demás instigadores de tan peligrosas propuestas. Como miembro del Cabildo catedralicio michoacano, De la Bárcena se opuso a la rebelión iniciada por Miguel Hidalgo en el Bajío, que sólo le confirmaba sus prejuicios acerca de la incapacidad de poder gobernar al pueblo sin contar con la sanción divina. Por tal razón, resulta difícil entender cómo, en 1812, juró la Constitución de Cádiz, que despojaba al rey de la soberanía. Pudiera pensarse que manifestó su aceptación del texto liberal por necesidad, pues era obligatorio hacerlo; aunque al menos su retórica no deja lugar a dudas de que promovió el cumplimiento de la nueva legislación española. Tal vez pueda aducirse que, en su fuero interno, repudiaba al liberalismo; pero esto no tiene importancia, pues en la práctica (en especial en la práctica discursiva) lo promovió y eso, me parece, basta para considerarlo un partidario pragmático del liberalismo gaditano.[ 46 ]

En 1813, Manuel de la Bárcena presentó un sermón en la catedral de Valladolid, como una exhortación a su feligresía para cumplir la Constitución española. En ese discurso señalaba que la Carta de Cádiz había conseguido un equilibrio perfecto entre la autoridad y los derechos de los ciudadanos. No renunciaba a su visión autoritaria de la sociedad. Seguía considerando la necesidad de un gobierno fuerte, pero en esta ocasión no tanto para conducir al rebaño sino para proteger "la vida, la libertad y la propiedad" de los individuos.[ 47 ] Con el paso del tiempo, Manuel de la Bárcena llegó a ser muy respetado por conseguir combinar de un modo satisfactorio los principios de la religión con las máximas constitucionales, era un "cristiano constitucional", como lo llamaba fray Manuel Mercadillo. Por tal motivo, los sermones que pronunciaba eran muy apreciados y se reproducían en las prensas. Tras el restablecimiento liberal, en 1820, De la Bárcena tuvo mucho trabajo para encomiar las virtudes de la Constitución. En el sermón pronunciado en la ceremonia de la jura en la catedral vallisoletana recurrió a la historia para demostrar cuántas virtudes tenía la nueva legislación española. El régimen absolutista iniciado por Carlos V había destruido "con su cetro de hierro" la felicidad española, al abatir las Cortes, ese "antemural de la nación".[ 48 ] También se atrevía a hacer una crítica al monarca presente, pues señalaba que los malos consejeros lo condujeron a derogar la Constitución en 1814. Ese sexenio de privaciones debía ser una lección para los españoles, quienes así aquilatarían aún más las ventajas de vivir bajo el régimen constitucional.

No obstante, pedía a su grey que olvidara todo lo pasado, para poder iniciar juntos el nuevo periodo de libertades. A los insurgentes que aún mantenían su lucha les decía: "vosotros, que por el camino de la independencia buscáis el de la libertad, ya la tenéis, y más segura en una nación grande que puede defenderla" (p. 7). La unión permitiría el engrandecimiento español. Esta búsqueda de la unidad estaba fundada, por supuesto, en el pensamiento tradicional y cristiano que hacía de la sociedad un único cuerpo que debía concurrir a un mismo fin. Sin embargo, su prédica también hallaba sustento en la propia Constitución, según la cual era deber de todos los españoles el amor a la patria y conseguir, así, la felicidad común. Después, de todo, la soberanía nacional era indivisa, lo cual quería decir que todos los individuos integrantes de la nación debían tener una única voluntad; quien tuviera una distinta, sería considerado, según esta lógica, un sedicioso con intereses opuestos al común (p. 10 y 11).

En clara contradicción con sus ideas anteriores a 1812, Manuel de la Bárcena reconocía un enorme problema en la monarquía absoluta: la falta de leyes fijas y el arbitrio del gobernante volvían inestable la administración y no permitían el buen funcionamiento de la maquinaria social (p. 4). En el pasado, el sistema de gobierno "no era constante, ni completo; las leyes fundamentales eran pocas y dispersas [y] la inestable tradición no bastaba a llenar esa falta" (p. 12), todo lo cual había permitido el abuso de unos cuantos y el sometimiento de la mayoría. En cambio:

Ahora tenemos una Constitución perfecta, que establece y explica todas las condiciones del pacto social, y el concordato del pueblo con el rey: equilibra los poderes recíprocos; y todo lo arregla por número, peso y medida. En toda la nación una sola ley, un interés común, unos mismos derechos. ¡Qué solidez! ¡Qué simetría! ¡Qué unidad! Monarquía moderada, hereditaria, cimentada sobre la religión católica, y amurallada con leyes justas y sabias: en lo humano no cabe más [p. 13].

Y es que toda esa obra se caería de no ser por la religión. El canónigo no perdía oportunidad para recordar que "no es lo mismo ser revoltosos que ser libres" y que, por lo mismo, la participación y los cambios políticos debían atemperarse con los principios del cristianismo "¿de qué nos serviría ser libres si fuéramos impíos?" (p. 9). Para Manuel de la Bárcena, como buen cristiano, el hombre es libre para elegir entre el bien y el mal, pero si elige lo último se encadena, el pecado quita la libertad. De ahí la necesidad de un grupo que dirija al resto de la población. Cuando se reunió la junta electoral de provincia en Valladolid, el gobernador de la mitra la exhortó a elegir como representantes de la nación a hombres ilustrados y virtuosos, es decir, personas con conocimientos, pero también temerosos de Dios;[ 49 ] en suma, individuos capaces de dirigir a los demás, quienes no eran, por lo visto, sabios ni virtuosos, lo cual los volvía susceptibles de desperdiciar su libertad. Un año después, con motivo de la nueva reunión de la junta electoral de provincia, De la Bárcena insistía en la necesidad de elegir hombres sabios para diputados a las Cortes, pero además de la ciencia, necesaria para conseguir el progreso de la monarquía; se hacía menester que los diputados no fueran presuntuosos y, "todavía más, se requiere probidad y hombría de bien; porque si no, la ciencia servirá a la maldad".[ 50 ] En estos dos sermones dedicados a promover una elección "correcta", el predicador prevenía a los representantes populares de tener cuidado con las reformas en materia de religión, con lo cual mostraba los límites de su adhesión a la Constitución y al proceso liberal español.

En el sermón de 1821, dirigido a la junta electoral, también insistía en que la libertad había sido conseguida gracias a la Constitución española, de modo que era innecesario pelear por la independencia para alcanzarla. En marzo ya se tenían noticias certeras del pronunciamiento encabezado por Agustín de Iturbide en Iguala, de manera que el gobernador de la mitra michoacana no podía menos que pedir por la paz: "cristianos, concordia, que el Evangelio todo es paz y caridad [...]. Dulce paz ¡por qué te alejas!" No podía comprender cómo, si toda la sociedad se encaminaba a un mismo fin, había quienes promovían la desunión y el faccionalismo, que ponían en peligro la nave del Estado. Por tal motivo, puede parecer una nueva contradicción en su carrera y en su pensamiento que, unos cuantos meses después, Manuel de la Bárcena fuera uno de los principales defensores de la independencia, crítico feroz de España[ 51 ] y partidario de Agustín de Iturbide. ¿Cuál puede ser la consistencia (y la importancia) del pensamiento de un hombre que primero se declara admirador de un monarca absoluto (en 1808) y después de una Constitución liberal (1812 y 1820), crítico acérrimo de los movimientos de independencia (en 1810 y todavía a comienzos de 1821) y luego partidario de la emancipación?

La retórica de un eclesiástico

A partir de 1808, según Carlos Herrejón, en los sermones de los predicadores novohispanos, "la interioridad de la religión, parecía ser suplantada por el ruido y las amenazas de un fatal desquiciamiento social".[ 52 ] Esto explicaría la rápida mudanza de las ideas de Manuel de la Bárcena y de muchos otros eclesiásticos y publicistas de la época: no podía ser menos en un entorno tan crítico y desesperado. Sin embargo, también podemos encontrar elementos constantes en los escritos (o, por mejor decir, en la forma de los escritos) del canónigo michoacano. Por ejemplo, en casi todos el autor empezaba por descalificarse para tratar acerca del tema abordado. En el sermón por las honras del obispo Antonio de San Miguel, de 1804, iniciaba con una amarga queja por no ser un orador elocuente, por tener una "débil voz y poca sabiduría", lo cual lo hacía "inepto para desempeñar tan grave cargo" (p. 2). Aquí puede apreciarse un recurso retórico que le permitía "curarse en salud", pues si alguien estaba capacitado para hablar del difunto prelado era, por cierto, Manuel de la Bárcena. Sin embargo, la estrategia discursiva iba más allá. Como -según él- era incapaz de hacer un buen sermón, sólo relataría lo sabido por todos. En la Exhortación que hizo en el juramento constitucional de 1820 repetía el artificio: él no elaboraría argumentos, sólo diría lo que todos conocían: "mi lengua sólo será el órgano de vuestro corazón y mi voz el eco de vuestros pensamientos" (p. 1). Lo mismo sucedería con los discursos a las juntas electorales michoacanas de 1820 y 1821. En el primero, De la Bárcena comenzaba diciendo:

Si por una parte me anima [a decir un discurso a la junta electoral] la novedad y la grandeza del asunto, por la otra me desalienta la consideración de vuestra presencia ¿qué puedo decir yo, que vosotros no sepáis? ¿ni qué puedo aconsejaros que no tengáis ya determinado? Ciertamente, jamás he hablado en público con menos necesidad que al presente, y si lo hago es tan solamente porque la Sagrada Carta me lo manda [p. 1-2].

En el de 1821, insistía en que "mis cortas luces, vuestra expectación, la grandeza del asunto y la dificultad de los tiempos, todo me desalienta", por lo cual nada diría de desconocido a sus escuchas. Con este recurso, Manuel de la Bárcena hacía creer a la audiencia que no pretendía convencerla de sus argumentos sino sólo dar expresión a las ideas que ésta ya tenía o conocía. Así, por cierto, la convencía mejor.

No resulta vano dar un seguimiento a la forma como Manuel de la Bárcena exponía su pensamiento. Considero de la mayor importancia para el entendimiento de las ideas el conocimiento del lenguaje en el cual fueron expresadas, es decir, los "modismos, retóricas, formas de hablar acerca de la política, juegos del lenguaje distinguibles, en los cuales hay un propio vocabulario, reglas, precondiciones e implicaciones, tono y estilo".[ 53 ] Comprender el lenguaje empleado por Manuel de la Bárcena contribuirá a explicar mejor el sentido de sus ideas y las de su época. Es cierto que el arcediano de Valladolid no es considerado uno de los grandes ideólogos mexicanos del siglo XIX, pero -por lo mismo- vale la pena acercarse a su pensamiento. Es cierto que la historiografía no ha considerado que su obra sea trascendente, pero esto no quiere decir que no lo fuera en su momento.[ 54 ]

La importancia de estudiar el pensamiento de un individuo como Manuel de la Bárcena está en que nos permite comprender un poco mejor cómo los hombres formados en una tradición intelectual pudieron comprender, interpretar y, por lo tanto, actuar en un contexto imprevisto. En el caso concreto, resulta claro que la crisis iniciada en 1808 puso en graves aprietos a quienes por su posición ejercían algún tipo de liderazgo en la sociedad novohispana. De la Bárcena se vio obligado a emplear sus sermones para promover la tranquilidad social y el apoyo al régimen que mejor garantizara la continuidad de los privilegios eclesiásticos, pero también (como buen ilustrado) el bienestar y la "pública utilidad".

De acuerdo con el IV Concilio Provincial Mexicano de 1771 (que no fue aprobado, pero sí muy influyente en la Iglesia novohispana) la prédica debía caracterizarse por su consistencia, utilidad y adaptación. Los predicadores debían interpretar la Escritura en el sentido aceptado por la Iglesia y no de un modo que se prestara a equívocos. En cuanto a la utilidad, se insistía en que se evitarían los "discursos vanos", pues todos debían contener enseñanzas. La adaptación, por último, se refería a que se evitaran cuestiones difíciles e inútiles, y se debía predicar con sencillez y con discursos capaces de ser entendidos por el auditorio.[ 55 ] En la obra de Manuel de la Bárcena podían apreciarse estas características, salvo, quizá, la primera, lo cual puede entenderse si consideramos que debía explicar a su feligresía una situación inédita.

Una de las particularidades de los sermones de Manuel de la Bárcena es que son una especie de glosa de citas o epígrafes bíblicos. En el caso del sermón fúnebre dedicado a la memoria del obispo San Miguel, el canónigo inició con la lectura de la primera carta a Timoteo, en la cual Pablo recomendaba que los obispos fueran sin crimen, caritativos y humildes: Oportet enim Episcopum, sine crime esse, siccut Dei dispensatorem, non superbum [traducido por De la Bárcena como "conviene que el obispo sea sin crimen, como dispensador de Dios, no soberbio"]. Ya mencioné cómo, en ese sermón, De la Bárcena fue relatando episodios de la vida de San Miguel en los que demostraba que cumplía con estas características. En 1820, dividió su Exhortación por el juramento a la Constitución en tres partes, que se correspondían con el epígrafe: Jerusalem deserta est: venite aedifiquemus muros Jerusalem, et non simus ultra oprobium [Jerusalén está destruida, venid a edificar de nuevo Jerusalén, y no seamos más el oprobio del mundo]. El primer apartado mostraba el estado crítico de España, el segundo invitaba a la reconstrucción de la monarquía y el tercero profetizaba su grandeza. En los discursos a las juntas electorales de 1820 y 1821 los epígrafes eran: Provide de omnes populo viros potentes, et timentes Deum [elige de entre el pueblo a hombres autorizados y temerosos de Dios] y Date viros sapientes, et quorum conversatio sic probata [dad varones sabios, con la confianza de todos]. Así, Manuel de la Bárcena podía hacer una comparación entre los sucesos críticos que describía y el pasado bíblico, con lo cual esperaba tranquilizar a sus feligreses, pues les mostraba cómo, en realidad, nada había de nuevo bajo el sol y cómo, al final, de seguro triunfaría el plan divino. Esto es mucho más evidente en el sermón con el que juró lealtad a Fernando VII en 1808. Iniciaba con un relato acerca de las intrigas del desleal Abiatar al rey David y cómo, al final, éste abdicó en su amado hijo Salomón. La semejanza (aquí no importa si era real o fingida) de la narración bíblica con los sucesos ocurridos en España hacía exclamar al canónigo vallisoletano: "ésta, católicos, ¿es historia o profecía? ¿No veis en ella la exaltación del joven Fernando con todas sus circunstancias principales?" Cuando en 1820 juró la Constitución, repitió de manera puntual su retórica. Entonces relató la historia de Nehemías, quien al ver destruida su ciudad convocó al pueblo elegido para reconstruirla sobre nuevas bases: "¿qué es esto, españoles, historia o profecía?", se volvía a preguntar el canónigo.

Con este recurso, Manuel de la Bárcena hacía parecer que los relatos bíblicos incluidos a modo de epígrafes en sus sermones se referían a los acontecimientos presentes. De esta manera, no sólo sorprendía por su ingenio sino que incluía a España y, después, al imperio mexicano en un plan divino, lo cual hacía que el pueblo (español hasta 1821, mexicano después) fuera, nada menos, el elegido por Dios: "Cuanto más confronto la historia sagrada con la nuestra, mayor semejanza encuentro entre la nación hebrea y la española", afirmaba en su Exhortación de 1820 (p. 2). Después repetiría el mismo argumento para México. En la Oración gratulatoria por la independencia, tras el epígrafe Cantemus Domino gloriose enim magnificatus est [cantemos alabanzas al Señor que nos ha magnificado], Manuel de la Bárcena explicaba que éste era el canto con el cual Moisés exhortaba al pueblo elegido tras haber sido liberado de Egipto:

Pueblo de Nueva España, tú te hallas hoy en este mismo caso, tú has conseguido la libertad, tú has pasado el Mar Rojo, tú has vencido con el divino amparo a los enemigos que se oponían a tu gloriosa marcha. Tú has triunfado como Israel y yo como Moisés te exhorto a que agradezcas tan singulares beneficios y bendigas la magnificencia del Omnipotente.[ 56 ]

Esta comparación conducía al predicador a señalar (como después haría el Himno Nacional) que: "sin duda, aquí ha andado el dedo de Dios" (p. 3). Meses después, en el sermón que dedicó en la función anual de la Orden de Guadalupe, Manuel de la Bárcena terminó postulando el nuevo pacto entre Dios y el imperio mexicano. El epígrafe había sido tomado del Génesis: Hoc signum foederes inter me, et vos (ésta es la señal de mi alianza con vosotros). Nuestra Señora de Guadalupe se convertía, en la retórica del canónigo de Valladolid, en el arco iris mexicano que había otorgado a su pueblo elegido los tres colores de las garantías de religión, independencia y unión. La religión la trajo con su aparición milagrosa, responsable única de la evangelización americana (con lo cual quitaba un título de legitimidad al dominio español); la segunda fue para proteger a la primera: "pues viendo que la religión podía peligrar, si continuábamos mancipados a un gobierno extranjero, nos hizo independientes" (p. 6-7). La unión era el último don que permitiría el engrandecimiento del imperio; pero los mexicanos debían (como su parte de la nueva alianza) conservar esos regalos: mantener la unidad con el patriotismo desinteresado, defender la independencia para no caer en manos de una potencia irreligiosa y, sobre todo, conservar el cristianismo, pues "el que no sea cristiano apostólico no es ciudadano nuestro, no es mexicano" (p. 9).

Estas expresiones no eran nuevas. Algunos años antes, cuando Manuel de la Bárcena todavía se consideraba un buen ciudadano español, había dicho a sus feligreses: "el catolicismo es inseparable de la nación española: luego el que no es católico no es español". El predicador estaba poniendo vino nuevo en odres viejos, en modelos culturales bajo los cuales se había formado y con los cuales concebía la nueva realidad. Así, a finales de 1821 publicó un par de folletos en los que seguía la misma estructura de sus sermones. Es cierto que no conocemos el primero de ellos, titulado La subida más alta, la caída es muy lastimosa; pero en la Parte segunda afirmaba que en su "anterior papel" hizo "una viva comparación del ejército israelito [ sic ] y su principal caudillo, a el imperial trigarante y su primer gefe: es innegable [...] que apenas empezamos a ver reverberar nuestra floreciente nueva vida que nos prepara (a pesar de tantos hombres fementidos y conspirantes) nuestra eternal felicidad".[ 57 ]

Es decir, de nuevo mostró cómo los sucesos que condujeron a la independencia de Nueva España tenían su antecedente en la historia bíblica y, también, que dicha historia era profética. Lo interesante de publicar un folleto con forma de sermón es que los sermones sirven para dar a conocer la revelación a la feligresía, un auditorio que recibe esas verdades, mientras que los folletos son instrumentos para que el público pueda discutir y formarse una opinión racional.

Según parece, De la Bárcena no se percataba de esta fundamental diferencia. En la Parte segunda de la subida más alta hacía una crítica a quienes pretendían sembrar cizaña en el recién independiente México. Abundaban, como en los sermones, las referencias a las sagradas escrituras y las promesas a una "eternal felicidad" siempre y cuando se mantuviera la unidad del nuevo imperio, conseguida por "el Adalid Americano que hoy nos ha redimido, después de trescientos años de cautiverio" (p. 4). El predicador metido a publicista estaba consciente de los riesgos de las conspiraciones y planes opuestos al Plan de Iguala y el Tratado de Córdoba, pues México podía ser independiente, pero no era una nación. Manuel de la Bárcena pensaba sobre todo en la actitud de los habitantes de las provincias más alejadas del centro del imperio (la parte central era la única que, con justicia, podía considerarse "mexicana") frente a las convulsiones provocadas por los intrigantes:

¿no será una perturbación y desconcierto, entre aquellos incautos comarcanos?, ¿no será de gran sorpresa y sobresalto a los moradores de los presidios de San Antonio del Béjar, del Paso del Norte, y San Felipe de Jesús Guevavi? ¿no les remorderá a los hijos de Sonora, de Culiacán, del fuerte de Montes Claros, y del río Yaqui? A más de esto ¿no trascenderá este contagioso veneno hasta las fecundas provincias de la antigua y nueva California? (p. 2).

No resulta extraño que el gobernador de la mitra michoacana volviera, en éste y otros casos, a la necesidad de la unión. La unidad social en México era una de las gracias que la virgen de Guadalupe había otorgado a su pueblo elegido, la cual había evitado el desorden, tan temido por los hombres de bien del nuevo país. De ahí la insistencia en la enseñanza evangélica: "todo reino dividido en sí mismo será desolado".[ 58 ] Por supuesto, esta tópica no era nueva. El propio De la Bárcena la había empleado antes (con las mismas palabras y la misma cita bíblica), sólo que para apoyar la unidad de la nación española.[ 59 ]

Ya he señalado estas repeticiones en los argumentos y en la forma del discurso en casi todas las producciones literarias de Manuel de la Bárcena, por lo cual no es sorprendente una más. Lo que sí merecería una explicación, entonces, es cómo este promotor de la unidad en casi cualquier contexto justificó la división de la monarquía española en 1821. ¿Cómo defendió la independencia novohispana si esto significaba dividir un reino, lo cual acarrearía la desolación, según el Evangelio de Mateo? Me parece que a la historia sacra también se podría aplicar la sentencia de Paul Valéry: ofrece ejemplos para todo. Por esto, no habrá costado mucho trabajo al canónigo michoacano dar con la célebre y salomónica partición justa: "divídase al infante y llévese cada una su parte".[ 60 ] No obstante, la paradoja persiste ¿los reinos pueden, o no, dividirse? Como vimos en el apartado anterior, en un contexto crítico y tan mudadizo como el del mundo hispánico entre 1808 y 1823, las ideas cambiaban tanto que las últimas podían llegar a ser opuestas a las primeras; pero en este apartado también pudimos apreciar que en el mismo contexto, las estrategias retóricas que no cambiaron también resultaron en contradicciones.

La justicia y la necesidad de la independencia

El gran problema que debía enfrentar Manuel de la Bárcena era conciliar su defensa de la unidad social con la de la ruptura, cuando Nueva España alcanzó su independencia. Lo más fácil hubiera sido considerar que el pueblo novohispano era distinto del español y se hallaba dominado por éste, pero el canónigo michoacano sabía bien que no había una "nación" novohispana diferente de la española. En el único caso en el que se podía hablar de un pueblo distinto y sojuzgado por España era, como vimos, en el de los indígenas, con quienes podía hacerse causa común, pero, para un español que ocupaba una posición dominante en la sociedad, tal vez no convenía insistir mucho en el derecho de los indios dominados a liberarse de sus opresores.

Manuel de la Bárcena debía hallar otros argumentos, menos peligrosos, para favorecer la independencia y, permítaseme insistir en esto, justificar la ruptura de la monarquía española. Ya mencioné que el canónigo de Valladolid mal podía creer en la preexistencia de una nación americana que diera legitimidad a la emancipación. En el Manifiesto al mundo reconocía que las posesiones españolas en América, por la enormidad del continente, no podían "formar todas una sola nación, y ya de hecho están divididas en muchas" (p. 3). No faltaría quien adujera que el territorio cubierto por el imperio mexicano era también muy vasto y extenso para constituir a su vez una nación, por lo cual De la Bárcena se adelantaba a esa posible observación, que reconocía como acertada:

El mismo Dios, autor de las sociedades, dividió la tierra en muchas regiones proporcionadas para formar diferentes estados, y con sólo echar una mirada sobre el mapa, se conocerá que la Nueva España es una de ellas; de suerte que cuando quitando el océano se uniera Cádiz con Veracruz, todavía la España y la Nueva España debían ser estados diferentes. Aun sola la Nueva España es demasiado grande para una monarquía moderada; y si ahora por su escasa población necesita estar unida, tiempo vendrá en que Nuevo México requiera y necesite segunda independencia [p. 11-12].

Vale la pena tener presente que la idea de nación de Manuel de la Bárcena era ajena al nacionalismo y más cercana, por lo que puede verse, a la utilidad pública (pues la poca población hacía menester una sola nación por el momento) y a la naturaleza establecida por el mismo Dios (dado que Nuevo México está muy lejos del centro de Nueva España, tarde o temprano sería una sola nación). El fundamento de las naciones se hallaba pues, para el canónigo michoacano, en la utilidad y la naturaleza, las cuales, por cierto, se encontraban relacionadas de un modo estrecho: "cada hombre, y cada sociedad está obligada a mirar por su conservación: ésta es la primera ley de la naturaleza" (p. 11). Podríamos caracterizar este pensamiento como el de un católico ilustrado, lo cual significa que admitía la racionalidad de la naturaleza, pero creada por Dios y regida por sus leyes:

Si no hubiera un espíritu supremo que gobernara al universo, los elementos estarían encontrados, o confundidos entre sí: los astros, no teniendo movimientos ordenados, vagarían errantes por los espacios, y chocando unos con otros se disolvería la máquina del mundo, porque no podría tener duración si no fueran contenidas y dirigidas sus partes por el Ser eterno que las ha criado.[ 61 ]

Por supuesto, estas leyes también afectaban las relaciones sociales y las de los estados. Debe recordarse que Manuel de la Bárcena se formó en una tradición hispana de pensamiento cristiano. De acuerdo con los teóricos neotomistas españoles, había una jerarquía de leyes. Primero estaba la ley eterna por la cual actuaría el propio Dios; luego seguiría una ley divina, con la cual Dios rige su creación y a los hombres en particular. En tercer lugar habría un derecho natural (ius naturale) implantado por Dios a los hombres para que comprendan su papel en el mundo; por último, estaría la ley positiva, ordenada y puesta en vigor por los hombres en sus sociedades.[ 62 ] Hugo Grocio, uno de los autores más citados por Manuel de la Bárcena, había señalado que la ley positiva no debía contrariar al derecho natural; de lo contrario, resultaría injusta y podría resistírsele.[ 63 ]

El Manifiesto se dividía en dos puntos, el primero dedicado a probar la justicia de la independencia y el segundo su necesidad. En la primera parte, Manuel de la Bárcena se dedicaba a repetir, con alguna variante, los argumentos empleados por los demás publicistas de la época, quienes, como ya mencioné, para llegar a la justicia de la emancipación, demostraban la injusticia del dominio español en América. Así, repetía que ni la evangelización ni las bulas papales daban a España dominio sobre el Nuevo Mundo. Recordaba que Hernán Cortés no estaba facultado por su señor para hacer la guerra a un pueblo que, si bien pagano, tenía derecho a ser libre y tener posesiones. Para fundar sus alegatos recurría al derecho de gentes formulado por Grocio. Los trescientos años de dominación ibérica tampoco habían generado derecho alguno para la metrópoli, pues ésta no había reportado ningún beneficio para los americanos, quienes la repudiaban.

De mayor importancia eran los argumentos de De la Bárcena en su punto segundo: la necesidad de la independencia. En última instancia, no importaba si la emancipación era justa o no, ésta ocurriría por necesidad, de modo que era inútil resistirla. Así, para el canónigo michoacano resultaba claro que las leyes que daban forma a la monarquía española eran opuestas a las naturales, por lo cual ésta podía fracturarse:

Jamás vieron los siglos una injusta y repugnante unión de reinos, pues separados por un inmenso océano, parece que la misma naturaleza los había destinado, no sólo a una mutua independencia, sino también a un eterno olvido [...], pero la fuerza de las armas trastornó los planes de la naturaleza, y reuniendo bajo un cetro pueblos tan distantes y tan heterogéneos formó un monstruo político.[ 64 ]

No obstante, una vez que se formó ese Estado tan contrario a las leyes de la naturaleza, éstas tenderían a imponerse. Con el paso del tiempo, la Nueva España alcanzó la fortaleza necesaria para separarse de su madre patria. Ya otros autores se habían referido también a que, como podía observarse en los seres vivos, había una ley natural que hacía que los vástagos, al alcanzar la madurez, se separaran de sus progenitores; pues bien, América se hallaba ya en ese caso y nada había más natural que emanciparse de su metrópoli.[ 65 ] El vástago ya era más potente que la decrépita progenitora, por lo cual estaba en edad de independizarse: "ésta es ley de la naturaleza en todos los seres animados", afirmaba el gobernador de la mitra michoacana. Así, la propia naturaleza de las cosas haría que, tarde o temprano, llegara la hora de la ruptura.

También debía considerarse que, en la práctica, la península ya no era la metrópoli. Era verdad que desde Madrid se seguían imponiendo funcionarios que, en la mayoría de los casos, resultaban incompetentes, por desconocer la realidad americana; pero en la importantísima materia del comercio, la península no era ya sino "una factoría de la Europa".[ 66 ] Resultaba ofensivo a la razón que los países fuertes y feraces de América estuvieran subordinados a la atrasada España. De nada valía que el régimen constitucional y liberal español ofreciera no la sujeción sino la igualdad a sus posesiones ultramarinas; la verdad era que las seguía considerando inferiores. En la práctica la Constitución de 1812 siempre se había aplicado de una manera discrecional, amén de marginar a más de una tercera parte de los habitantes de América, las castas, a las que no consideraba ciudadanos.

El principal problema del constitucionalismo español, según Manuel de la Bárcena, era pretender aplicar las mismas leyes a diversas regiones, con necesidades diferentes. El centralismo administrativo promovido por la Constitución de 1812 provocaba que las autoridades desconocieran las realidades locales y que les aplicaran leyes que no estaban diseñadas para sus particularidades, lo cual violentaba los derechos naturales de los habitantes de estas regiones. Por supuesto, el autor recurría a Montesquieu para justificar que si bien los derechos del hombre eran los mismos en cualquier lugar y época, para que se cumplieran debía tomarse en cuenta el clima y temperamento de cada región.[ 67 ] De esta manera, si en verdad se quería la utilidad pública de la Nueva España, debía dejarse que sus hijos diseñaran e implementaran sus propias leyes. El Manifiesto al mundo concluía con una exhortación a España: América debía tener su derecho: "las constituciones políticas deben ser tantas y tan diversas, cuantas y cuan diversas son las regiones del mundo" (p. 15). La independencia, tal como la preveía el Plan de Iguala, establecería una "constitución peculiar y adaptable al reino" o, según otra versión, "una constitución análoga al país". De esta manera, las instituciones y el derecho positivo del nuevo imperio respetarían las leyes naturales, lo cual conduciría a la "verdadera libertad" de sus habitantes, quienes sabían bien cuáles eran sus necesidades y la manera de resolverlas. En esto se distinguían de los funcionarios venidos de la península, en especial de los virreyes, a quienes el autor criticaba con acritud no sólo por desconocer los territorios que debían gobernar sino por corruptos. No debe entenderse por esto que Manuel de la Bárcena consideraba que la corrupción era privativa de los europeos y las virtudes de los americanos. De hecho, como veré más adelante, más bien consideraba que la naturaleza humana tendía a ser corrupta, pero las virtudes podían florecer si el hombre se ocupaba en el bienestar de su propia patria, entendida no como toda una nación sino como el terruño, la región en la que se vivía y a la cual podía servirse con la conciencia de que, tarde o temprano, el progreso y el bien común de la región llevarían al bienestar personal y familiar. Un Estado libre podía conseguir el florecimiento de las virtudes: "La primera virtud de un ciudadano es el patriotismo, que consiste en promover la felicidad pública; a esa virtud se opone el egoísmo, que busca engañosamente su bien particular, con prejuicio del bien común".[ 68 ]

Ésta era la primera ley natural: sólo los habitantes de un territorio estarían en verdad interesados en el progreso regional, tal como el difunto obispo San Miguel, Manuel Abad y Queipo y él mismo se habían interesado en la "pública utilidad" de la diócesis michoacana. Como ellos, eran los hombres sabios y conocedores de las ciencias quienes mejor podían hacerse cargo de la dirección del resto de sus compatriotas. De ahí la necesidad de que los diputados, los representantes del pueblo, fueran duchos no en una sino en "casi todas" las ciencias: la jurisprudencia civil, la política y diplomacia, la economía, la agricultura, las artes y el comercio, pero sobre todo, la teología, pues era Dios quien había diseñado las leyes naturales y sociales.[ 69 ]

Era cierto que los hombres eran iguales y, por lo tanto, a nadie tenían como superior, de modo que la soberanía se hallaba en toda la sociedad. Sin embargo, para Manuel de la Bárcena era imposible que el gobierno estuviera, en la práctica, en las manos de todos.[ 70 ] Esto se debía tanto a las consideraciones modernas que fundaban el gobierno representativo, pero también a otro motivo. Jean-Jacques Rousseau había llegado a la conclusión de la soberanía popular a través del argumento de que todos los hombres, en estado natural, son virtuosos y, por lo mismo, libres e iguales. De esto se desprendía que nadie, por cualquier convencionalismo, podía considerarse superior (soberano) a los demás.[ 71 ] Manuel de la Bárcena llegaba a la misma conclusión, pero no por considerar la virtud natural del género humano. Para el canónigo michoacano y para otros publicistas mexicanos de la época, la libertad y la igualdad eran dones divinos. Como señalaba otro defensor de la independencia: "todos los hombres nacieron libres e iguales, y el Criador supremo puso en ellos la razón, ese soplo de la divinidad, para que conociesen lo justo y lo honesto".[ 72 ] Éste es el origen del conocimiento del derecho natural. Todos los hombres tienen ese soplo de sabiduría divina que les permite diferenciar lo bueno de lo malo y, por lo tanto, conocer sus derechos, pero esto no los capacita para gobernarse de un modo directo. Debe recordarse que para el cristianismo, pese a la libertad que Dios dio a los hombres, éstos tienden de un modo irremediable a elegir lo malo: "Consideremos que nuestra naturaleza quedó enferma por el pecado, y que no siendo perfectos los hombres, tampoco el gobierno humano puede serlo: es preciso que todas nuestras inclinaciones se resientan de las flaquezas de la humanidad".[ 73 ]

Si los hombres se empeñaran en querer todos gobernarse con entera libertad, se llegaría, de seguro, a los excesos mostrados por los franceses. Por tal razón, debían elegirse representantes virtuosos, sabios y temerosos de Dios. También debían existir personas como el propio Manuel de la Bárcena, cristianos constitucionales capaces de dirigir su rebaño por el buen camino, de proteger sus derechos naturales, y promover el bien común y la pública utilidad. Esto sólo se conseguiría, desde esta perspectiva, si cada región gozara de la posibilidad de darse leyes que garantizaran la libertad de sus habitantes. Sólo un Estado libre podía hacerlo.

A modo de conclusión

Éste es un ensayo de historia intelectual cuyo objetivo ha sido conocer el pensamiento de un individuo. No estoy seguro de que las ideas de Manuel de la Bárcena hubieran sido parte de una corriente más amplia a la que bautizaría como "cristianismo constitucional"; sin embargo, puede postularse a modo de hipótesis. Recuérdese que los proyectos constitucionales hispánicos de la época (la Constitución de 1812 y el Decreto Constitucional de Apatzingán) estaban arraigados en la cultura católica, al grado de considerar como ciudadano de las naciones definidas en esos documentos a los buenos cristianos, los hombres de buenas costumbres. Esto no es de extrañar. Como he probado en este artículo, individuos como Manuel de la Bárcena habían sido formados en una tradición que, de una manera intempestiva, entró en crisis. Tuvieron que dar una explicación a las nuevas circunstancias con los instrumentos mentales con los cuales se habían educado. Por supuesto, esta maniobra intelectual resultó en inconsistencias y contradicciones, como las del canónigo de Valladolid, quien favoreció en un periodo muy breve una monarquía absoluta, una constitucional, la unión de la nación española y su fractura, al declararse por la independencia. Sin embargo, al mismo tiempo se puede apreciar alguna coherencia en su pensamiento si atendemos no tanto a las ideas que expresaba sino a la manera como lo hacía.[ 74 ]

Es verdad que la permanencia de elementos en la retórica de Manuel de la Bárcena también conduce a contradicciones, pues su contexto era muy cambiante. Sin embargo, esto nos ha permitido mostrar algunas de las características del pensamiento cristiano-constitucional. La más importante es que hallaba el fundamento del orden social y del político en "la naturaleza de las cosas", creada y regida por la divinidad. La necesidad de un gobierno paternal que guiara al pueblo se deducía de la naturaleza corrupta de los hombres, la cual los hace incapaces de autogobernarse sin la ayuda de una minoría selecta de individuos virtuosos y sabios. Esto no quiere decir que De la Bárcena negara los derechos de sus conciudadanos. Al contrario, consideraba que los tenían por naturaleza, pero para protegerlos debían contar con la tutoría de sus dirigentes, únicos capaces de promover la pública utilidad y conservar la religión, sin la cual se perdería la libertad, pues el pecado encadena al hombre.

La naturaleza también dictaba el derecho a la independencia de América:[ 75 ] es una ley natural que los vástagos se separen de sus padres cuando llegan a la mayoría de edad, argumento que podía emplearse como metáfora para la relación entre la vieja y la Nueva España. La naturaleza también había separado a Europa del nuevo mundo con un enorme océano, y resultaba "monstruoso" tratar de mantener unidos esos dos continentes. El aumento del comercio que beneficiaría a todo el mundo (incluida España) sería una consecuencia natural de la emancipación. Por último, los habitantes de las diversas regiones del imperio español tenían el derecho de tener leyes adecuadas al clima y la naturaleza de sus regiones (como había señalado el Plan de Iguala al prometer una constitución "análoga" al país). Este último argumento era de tal importancia para Manuel de la Bárcena que abría la posibilidad a que, en un futuro no muy lejano, algunas regiones del imperio mexicano buscaran y obtuvieran su propia independencia. La profecía del arcediano de Valladolid no se cumplió de una manera cabal: es cierto que México perdió su parte más septentrional, pero fue en una guerra injusta con su vecino del norte. Sin embargo, acertó al considerar que las provincias del país no tardarían en pedir para sí el derecho a tener leyes adecuadas a sus peculiaridades. No se produjeron secesiones internas, pues el federalismo consiguió satisfacer ese "derecho natural".

[ 1 ] Fray Manuel Mercadillo, "Parecer", en Manuel de la Bárcena, Exhortación que hizo al tiempo de jurarse la Constitución Política de la Monarquía Española, en la iglesia catedral de Valladolid de Michoacán [...], Méjico, Oficina de D. Alejandro Valdés, 1820, p. II. Subrayado en el original. La mayoría de los sermones, discursos y demás opúsculos de la época citados en este trabajo proviene de la Mexican Pamphleteering Collection de la Sutro Library, San Francisco, California, cuya copia en micropelícula pude consultar en la biblioteca del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional Autónoma de México. Otros los consulté en la Colección Lafragua, Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional de México y en la Biblioteca del Centro de Estudios de Historia de México de Condumex. Agradezco a Edna Coral su ayuda en la transcripción de algunos documentos de Manuel de la Bárcena. Los dictaminadores de Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México elaboraron sugerencias valiosas y me señalaron algunos errores. Agradezco en especial la atenta lectura de Virginia Guedea. Por supuesto, el título de este artículo está inspirado en el de la fundamental obra de Annabel S. Brett, Liberty, right and nature. Individual rights in later scholastic thought, Cambridge, Cambridge University Press, 1997.

[ 2 ] La representación de Álvaro Flórez Estrada, de 1818, fue publicada en México después de la proclamación del Plan de Iguala, con el sugerente título de Profecías políticas a favor de nuestra independencia. O justificación de ella en razón del despotismo del gobierno español, México, Imprenta (contraria al despotismo) de D. J. M. Benavente y socios, 1821. Es verdad que se promovió el diálogo con los insurgentes, pero debe señalarse que los peninsulares nunca descartaron el recurso de las armas para pacificar los territorios americanos: Timothy E. Anna, España y la Independencia de Améric a, traducción de Mercedes e Ismael Pizarro, México, Fondo de Cultura Económica, 1986, p. 262-299; Michael P. Costeloe, La respuesta a la Independencia. La España imperial y las revoluciones hispanoamericanas, 1810-1840, traducción de Mercedes Pizarro, México, Fondo de Cultura Económica, 1989, p. 112-124.

[ 3 ] Entre muchos otros, véanse El Americano Liberal J. V., Proclama de un americano a los insurgentes y demás habitantes de Nueva España, Méjico, Imprenta de Don Alejandro Valdés, 1820; e Independencia. Amargos frutos que produce este árbol, México, Oficina de D. Juan Bautista Arizpe, 1820.

[ 4 ] Anónimo, La independencia, México, Oficina de José María Betancourt, 1821. Manuel Ferrer Muñoz, "Los comienzos de la independencia en México: el arranque del proceso hacia la configuración de un Estado nacional", ponencia presentada en la IX Reunión de Historiadores Canadienses, Mexicanos y de los Estados Unidos, ciudad de México, octubre de 1994.

[ 5 ] Anónimo, Justicia de la Independencia o apuntamientos sobre los derechos de los americanos, México, Oficina de José María Betancourt, 1821.

[ 6 ] Anónimo, Justicia de la Independencia o apuntamientos sobre los derechos de los americanos, México, Oficina de José María Betancourt, 1821, p. 7.

[ 7 ] A. de R., La necesidad de la independencia demostrada por un joven americano, Méjico, Oficina de los Ciudadanos Militares Joaquín y Bernardo de Miramón, 1821; Joaquín Infante, Solución a la cuestión de derecho sobre la emancipación de la América, por el ciudadano..., natural de la isla de Cuba, Mégico, Oficina de José María Betancourt, 1821. Estos argumentos respondían a los señalamientos de que la América independiente sería incosteable, pues sus gastos de defensa serían excesivos, amén de que sus mercados serían inundados por los comerciantes británicos: A. J. F., Ventajas de la independencia, [México], Imprenta de D. Mariano Ontiveros, 1821.

[ 8 ] La crítica a las capacidades de los americanos y en especial de los indígenas: Breves reflecciones [ sic ] sobre la independencia de América, Méjico, Oficina de los Ciudadanos Militares Joaquín y Bernardo de Miramón, 1821. La defensa de las capacidades "naturales" de los habitantes del Nuevo Mundo en Defensa de Méjico y justa causa de su independencia, Méjico, Imprenta Americana de José María Betancourt, [1821].

[ 9 ] J. M. C., Reflexiones sobre la independencia, reimpresas en Guadalajara, Oficina de Don Mariano Rodríguez, 1821, p. 1.

[ 10 ] M. J. U., El amigo de los españoles americanos y europeos, México, Oficina de J. M. Benavente y Socios, 1821.

[ 11 ] Elías Palti ha señalado la falta de unidad y exclusividad de los estados hispanoamericanos, lo cual dificulta su definición como naciones: E. J. Palti, "La construcción política de la nación en América Latina", Metapolítica, v. VI, n. 22, marzo-abril de 2002, p. 22-29.

[ 12 ] Manuel Ferrer Muñoz, "Los comienzos de la independencia en México: el arranque del proceso hacia la configuración de un Estado nacional", ponencia presentada en la IX Reunión de Historiadores Canadienses, Mexicanos y de los Estados Unidos, ciudad de México, octubre de 1994. Agradezco los comentarios del profesor Ferrer, hechos hace largo tiempo.

[ 13 ] Fernando Pérez Memén, El episcopado y la independencia de México (1810-1836), México, Jus, 1977, p. 181. Véanse Antonio Joaquín Pérez Martínez, Discurso pronunciado por el Illmo. Sr. D. Antonio Joaquín Pérez Martínez, obispo de la Puebla de los Ángeles, entre las solemnidades de la misa que se cantó en la catedral de la misma el día 5 de agosto de 1821, acabada de proclamar y jurar la independencia del imperio mejicano, Puebla, Oficina del Gobierno Imperial, 1821; [José de San Martín], Al primer gefe del Exército de las Tres Garantías. Al primer ciudadano don Agustín de Iturvide. Primer promotor y defensor de la libertad americana, Guadalajara, en la Oficina de Mariano Rodríguez, 1821.

[ 14 ] Véase P. F. S., Respuestas a las imposturas de un folletista español. O sea tapaboca al libelista autor del anónimo publicado en Filadelfia intitulado: Manifiesto a los hombres de la [in]justicia que llama justicia el Dr. D. Manuel de la Bárcena, México, Imprenta de doña Herculana del Villar y Socios, 1822.

[ 15 ] Por estos mismos motivos, la edición que he empleado en este artículo es la de la ciudad de México: Manifiesto al mundo. La justicia y la necesidad de la independencia de la Nueva España, México, Imprenta de D. Mariano Ontiveros, 1821, 22 p. La edición poblana tenía sólo 19 páginas.

[ 16 ] Brian Connaughton, "Cambio de alma: religión, constitución e independencia en Puebla, 1820-1822", en Dimensiones de la identidad patriótica. Religión, política y regiones en México. Siglo XIX, México, Miguel Ángel Porrúa-Universidad Autónoma Metropolitana, 2001, p. 53-72; Javier Ocampo, Las ideas de un día. El pueblo mexicano ante la consumación de su independencia, México, El Colegio de México, 1969.

[ 17 ] Manuel de la Bárcena, Oración gratulatoria a Dios, que por la independencia mejicana dijo en la catedral de Valladolid de Michoacán el Dr. D. Manuel de la Bárcena, arcediano de ella, y gobernador de la sagrada mitra, el día 6 de septiembre de 1821, México, en la Imprenta Imperial, 1821, p. 4. En este sermón, el autor olvidó su fundamental diferencia entre la independencia desde el punto de vista de los naturales y desde la perspectiva de los colonos, pues hizo referencia a la "populosa Tenoixtitlán" que había recuperado sus derechos: p. 2.

[ 18 ] Manuel de la Bárcena, Sermón exhortatorio que en la solemne función anual, que hace la imperial orden de Guadalupe a su celestial patrona, predicó el Exmo. Sr. Dr. D. Manuel de la Bárcena: arcediano, dignidad de la santa iglesia catedral de Valladolid de Michoacán, Caballero Gran Cruz de la misma orden, y consejero de Estado, el día 15 de diciembre del año de 1822, en la iglesia de San José el Real de esta corte, con asistencia de S. M. el emperador, y de SS. AA. el príncipe imperial y el príncipe D. Ángel, México, Imprenta del Supremo Gobierno, 1823, p. 9. La ciudadanía vinculada con el catolicismo también había sido promovida por los insurgentes, véase el artículo 15 del Decreto Constitucional de Apatzingán: "la calidad de ciudadano se pierde por el crimen de herejía, apostasía y lesa nación", "Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana", Apatzingán, 22 de octubre de 1814, en Ernesto de la Torre, La Constitución de Apatzingán y los creadores del Estado mexicano, 2a. ed. con un apéndice, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 1978.

[ 19 ] David A. Brading, Church and State in Bourbon Mexico. The diocese of Michoacán, 1749-1810, Cambridge, Cambridge University Press, 1994, p. 207-210; el dato del nacimiento en: "Bárcena, Manuel de", Diccionario Porrúa. Historia, biografía e historia de México, 6a. ed., 4 v., México, Porrúa, 1994, v. 1, p. 374.

[ 20 ] David A. Brading, Church and State in Bourbon Mexico. The diocese of Michoacán, 1749-1810, Cambridge, Cambridge University Press, 1994, p. 207. De la Bárcena tenía una capellanía con una dote de dos mil pesos: "Capellanía de misas que mandó fundar el bachiller Manuel Escandón", Valladolid, 1789, en Archivo General de la Nación, Capellanías, v. 277, exp. 133, f. 169v-171.

[ 21 ] Un estudio acerca de esta doble faceta es el de Juvenal Jaramillo Magaña, Hacia una Iglesia beligerante. La gestión episcopal de fray Antonio de San Miguel en Michoacán (1784-1804). Los proyectos ilustrados y las defensas canónicas, Zamora, El Colegio de Michoacán, 1996. Acerca de las lecturas de De la Bárcena, Abad e Hidalgo, véase Lucas Alamán, Historia de Méjico. Desde los primeros movimientos que prepararon su independencia en el año de 1808 hasta la época presente, 5 v., Méjico, Imprenta de J. M. Lara, 1849-1852, v. 4, p. 459.

[ 22 ] Miguel Santa María, "Memorial sobre la situación económico-social de la Nueva España", en En favor del campo. Gaspar de Jovellanos, Manuel Abad y Queipo, Antonio de San Miguel y otros, introducción, selección y notas de Heriberto Moreno García, México, Secretaría de Educación Pública, 1986, p. 205-228; Manuel Abad y Queipo, "Representación sobre la inmunidad personal del clero", en J. M. L. Mora, Obras sueltas, 2 v., París, Librería de Rosa, 1837, v. 1, segunda sección, p. 3-69. Es de hacer notar que en Guadalajara ocurría un fenómeno parecido: Brian Connaughton, "La Iglesia y la Ilustración tardía en la intendencia de Guadalajara: el discurso ideológico del clero en su contexto social", Estudios de Historia Novohispana, v. 9, 1987, p. 159-188. Margaret Chowning hace notar que en Michoacán "los clérigos más progresistas [de Valladolid] eran peninsulares": Margaret Chowning, Wealth and power in provincial Mexico. Michoacán from the Late Colony to the Revolution, Stanford, Stanford University Press, 1999, p. 64.

[ 23 ] El virrey marqués de Branciforte al señor Llaguno, México, 20 de mayo de 1795, en Archivo General de la Nación, Correspondencia de Virreyes, v. 182, f. 122; Testimonio de los autos formados por la provisión de canonjía lectoral vacante en la iglesia catedral de Valladolid por ascenso del señor doctor D. Manuel de la Bárcena, Valladolid, 1806, en Archivo General de la Nación, Clero Regular y Secular, v. 125, exp. 5, f. 159-270. Acerca de la protección del obispo a De la Bárcena, véase el sermón que éste hizo a la memoria del prelado, en 1804, en el cual afirmaba: "yo que le debí tantos beneficios, le pagaré siquiera con este pequeño y triste homenaje de mi gratitud". Manuel de la Bárcena, Sermón pronunciado en las solemnes honras que celebró la santa iglesia catedral de Valladolid el 30 de octubre de 1804 a la buena memoria del difunto obispo el Illmo. y reverendísimo señor maestro D. fray Antonio de San Miguel Iglesias, del Consejo de S. M., Valladolid, [s. e.], 1804.

[ 24 ] Carlos Juárez Nieto, La oligarquía y el poder político de Michoacán, 1785-1810, Morelia, H. Congreso del Estado de Michoacán de Ocampo-Instituto Nacional de Antropología e Historia-Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Instituto Michoacano de Cultura, 1994, p. 227.

[ 25 ] Carlos María de Bustamante, Cuadro histórico de la revolución mexicana, introducción de Roberto Moreno de los Arcos, México, Fondo de Cultura Económica-Instituto Cultural Helénico, 1985, v. 1, p. 74; Lucas Alamán, Historia de Méjico. Desde los primeros movimientos que prepararon su independencia en el año de 1808 hasta la época presente, 5 v., Méjico, Imprenta de J. M. Lara, 1849-1852, v. 1, p. 464. La casa de Manuel de la Bárcena era una de las más caras de Valladolid. La compró en 1793, y en 1821 estaba valuada en treinta y cinco mil pesos: Margaret Chowning, Wealth and power in provincial Mexico. Michoacán from the Late Colony to the Revolution, Stanford, Stanford University Press, 1999, p. 22, 24.

[ 26 ] Lillian Estelle Fisher, Champion of Reform. Manuel Abad y Queipo, New York, Library Publishers, 1955, p. 222-225.

[ 27 ] Lillian Estelle Fisher, Champion of Reform. Manuel Abad y Queipo, New York, Library Publishers, 1955, p. 210.

[ 28 ] Carta de Manuel de la Bárcena a Juan Bautista de Arechederreta, en Lucas Alamán, Historia de Méjico. Desde los primeros movimientos que prepararon su independencia en el año de 1808 hasta la época presente, 5 v., Méjico, Imprenta de J. M. Lara, 1849-1852, v. 4, p. 298-299.

[ 29 ] Carlos María de Bustamante, Cuadro histórico de la revolución mexicana, introducción de Roberto Moreno de los Arcos, México, Fondo de Cultura Económica-Instituto Cultural Helénico, 1985, v. 4, p. 248.

[ 30 ] Hay un debate importante acerca del carácter del Plan de Iguala y la consumación de la independencia de México: hasta hace no mucho tiempo, se aceptaba sin vacilación que el movimiento trigarante había sido reaccionario; mientras que en los últimos años algunos historiadores han resaltado su adhesión a los principios liberales de la Constitución de Cádiz. Para ilustrar este debate puede verse el artículo de Roberto Breña (quien de un modo decidido toma partido por quienes consideran al movimiento trigarante como reaccionario): "La consumación de la independencia de México: ¿dónde quedó el liberalismo? Historia y pensamiento político", Revista Internacional de Filosofía Política, 16, diciembre de 2000, p. 59-93.

[ 31 ] Carlos María de Bustamante, Cuadro histórico de la revolución mexicana, introducción de Roberto Moreno de los Arcos, México, Fondo de Cultura Económica-Instituto Cultural Helénico, 1985, v. 5, p. 320; Lucas Alamán, Historia de Méjico. Desde los primeros movimientos que prepararon su independencia en el año de 1808 hasta la época presente, 5 v., Méjico, Imprenta de J. M. Lara, 1849-1852, v. 5, p. 310.

[ 32 ] Carlos María de Bustamante, Cuadro histórico de la revolución mexicana, introducción de Roberto Moreno de los Arcos, México, Fondo de Cultura Económica-Instituto Cultural Helénico, 1985, v. 5, p. 325 y 334; Lucas Alamán, Historia de Méjico. Desde los primeros movimientos que prepararon su independencia en el año de 1808 hasta la época presente, 5 v., Méjico, Imprenta de J. M. Lara, 1849-1852, v. 5, p. 326, 337 y 339; Vicente Rocafuerte, Bosquejo ligerísimo de la revolución de Mégico desde el grito de Iguala hasta la proclamación imperial de Iturbide, Philadephia, Imprenta de Teracrouef y Naroajeb, 1822, p. 118-119.

[ 33 ] La petición la hizo De la Bárcena el 23 de noviembre, Lucas Alamán, Historia de Méjico. Desde los primeros movimientos que prepararon su independencia en el año de 1808 hasta la época presente, 5 v., Méjico, Imprenta de J. M. Lara, 1849-1852, v. 5, p. 423.

[ 34 ] De la Bárcena fue el encargado de felicitar al Congreso recién instalado por ausencia de Iturbide: Lucas Alamán, Historia de Méjico. Desde los primeros movimientos que prepararon su independencia en el año de 1808 hasta la época presente, 5 v., Méjico, Imprenta de J. M. Lara, 1849-1852, v. 5, p. 498; acerca de su oposición a las manifestaciones iturbidistas y xenófobas, vid. v. 5, p. 404.

[ 35 ] El Congreso no removió a los regentes Agustín de Iturbide, a quien se temía, e Isidro Yáñez, quien veía con simpatía a los opositores del Generalísimo. Lorenzo de Zavala, Ensayo histórico de las revoluciones de México desde 1808 hasta 1830, 2a. ed., 2 v., México, Imprenta a cargo de Manuel N. de la Vega, 1845, v. I, p. 122; Lucas Alamán, Historia de Méjico. Desde los primeros movimientos que prepararon su independencia en el año de 1808 hasta la época presente, 5 v., Méjico, Imprenta de J. M. Lara, 1849-1852, v. 5, p. 546; Vicente Rocafuerte, Bosquejo ligerísimo de la revolución de Mégico desde el grito de Iguala hasta la proclamación imperial de Iturbide, Philadephia, Imprenta de Teracrouef y Naroajeb, 1822, p. 181; Actas del Congreso Constituyente Mexicano, t. I, México, Oficina de D. Alejandro Valdés, 1822, p. 21 de la segunda foliatura. Acerca del conflicto entre el ejecutivo y el legislativo, véase Jaime E. Rodríguez O., "The struggle for dominance: the legislature versus the executive power in early Mexico", en Beyond kingdom, beyond colony. The birth of modern Mexico, ed. por Christon Archer, Wilmington, Scholarly Resources, en prensa.

[ 36 ] Lucas Alamán, Historia de Méjico. Desde los primeros movimientos que prepararon su independencia en el año de 1808 hasta la época presente, 5 v., Méjico, Imprenta de J. M. Lara, 1849-1852, v. 5, p. 611 y 627.

[ 37 ] Manuel de la Bárcena llegó a tal grado de intimidad con Iturbide que fue el encargado de bautizar al príncipe Felipe de Jesús Andrés en diciembre de 1822, cuando el emperador regresó de Jalapa, luego de haber reprendido a Antonio López de Santa Anna, quien se rebelaría ese mismo mes a favor de la república: Lucas Alamán, Historia de Méjico. Desde los primeros movimientos que prepararon su independencia en el año de 1808 hasta la época presente, 5 v., Méjico, Imprenta de J. M. Lara, 1849-1852, v. 5, p. 680. El Diccionario Porrúa (citado) afirma que De la Bárcena murió en 1830, pero no aporta mayores datos ni cita la fuente de donde obtuvo este dato.

[ 38 ] David A. Brading, Church and State in Bourbon Mexico. The diocese of Michoacán, 1749-1810, Cambridge, Cambridge University Press, 1994, p. 251-254. Incluso, Brading ha sugerido que si Abad se hubiera encontrado en el virreinato en 1821 (y tenido alguna idea de las calamidades que lo seguirían en la península) habría favorecido el movimiento de Iturbide.

[ 39 ] Cristina Gómez Álvarez ha mostrado cuál era la lógica de esta carrera tan -en apariencia- oportunista y poco comprometida con unos principios: El alto clero poblano y la revolución de independencia, 1808-1821, México-Puebla, Universidad Nacional Autónoma de México, Facultad de Filosofía y Letras-Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 1997, p. 107-218.

[ 40 ] Manuel de la Bárcena, Sermón pronunciado en las solemnes honras que celebró la santa iglesia catedral de Valladolid el 30 de octubre de 1804 a la buena memoria del difunto obispo el Illmo. y reverendísimo señor maestro D. fray Antonio de San Miguel Iglesias, del Consejo de S. M., Valladolid, [s. e.], 1804, p. 3.

[ 41 ] Manuel de la Bárcena, Sermón pronunciado en las solemnes honras que celebró la santa iglesia catedral de Valladolid el 30 de octubre de 1804 a la buena memoria del difunto obispo el Illmo. y reverendísimo señor maestro D. fray Antonio de San Miguel Iglesias, del Consejo de S. M., Valladolid, [s. e.], 1804, p. 17-18.

[ 42 ] Manuel de la Bárcena, Sermón que en la jura del señor don Fernando VII (que Dios guarde) dixo en la catedral de Valladolid de Michoacán el Dr. [...], tesorero de la misma iglesia y rector del Colegio Seminario, México, Imprenta de Arizpe, 1808.

[ 43 ] Manuel Abad y Queipo, "Proclama a los franceses, en que se les hace ver la chocante contradicción entre sus doctrinas y su conducta servil, que sufre el despotismo feroz de Bonaparte, y se describe el carácter de este monstruo", en Colección de los escritos más importantes que en diferentes épocas dirigió al gobierno D. Manuel Abad y Queipo, obispo electo de Michoacán, movido de un celo ardiente por el bien general de la Nueva España y felicidad de sus habitantes, especialmente de los indios y las castas: y los da a luz en contraposición de las calumnias atroces que han publicado los cabecillas insurgentes, a fin de hacerle odioso con el pueblo, y destruir por este medio la fuerza de los escritos con que los ha combatido desde el inicio de la insurrección, estudio introductorio y notas de Guadalupe Jiménez Codinach, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1994, p. 125-134. Acerca de los sermones frente a la Revolución Francesa, vid. Carlos Herrejón Peredo, "La Revolución Francesa en sermones y otros testimonios de México, 1791-1823", en La Revolución Francesa en México, coordinado por Solange Alberro, Alicia Hernández Chávez y Elías Trabulse, México, El Colegio de México-Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos, 1992, p. 97-110.

[ 44 ] Manuel de la Bárcena, Sermón que en la jura del señor don Fernando VII (que Dios guarde) dixo en la catedral de Valladolid de Michoacán el Dr. [...], tesorero de la misma iglesia y rector del Colegio Seminario, México, Imprenta de Arizpe, 1808, p. 6. Acerca del fernandismo en 1808, véase Marco Antonio Landavazo, La máscara de Fernando VII. Discurso e imaginario monárquicos en una época de crisis. Nueva España, 1808-1822, Zamora-México, El Colegio de Michoacán-Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo-El Colegio de México, 2001, p. 41-57.

[ 45 ] Manuel de la Bárcena, Sermón que en la jura del señor don Fernando VII (que Dios guarde) dixo en la catedral de Valladolid de Michoacán el Dr. [...], tesorero de la misma iglesia y rector del Colegio Seminario, México, Imprenta de Arizpe, 1808, p. 7-8. El predicador no citaba a Tomás de Aquino, pero véase la similitud del argumento: "Según la naturaleza, el rey ocupa en su reino el lugar que el alma ocupa en el cuerpo y Dios en el mundo": Tomás de Aquino, La monarquía [De regno, 1265-1267], 3a. ed., estudio preliminar, traducción y notas de Laureano Robles y Ángel Chueca, Madrid, Tecnos, 1995, p. 63.

[ 46 ] John Austin (How to do things with words, Oxford, Clarendon Press, 1962) hacía notar que las ideas expresadas por medio de locuciones tenían niveles (el ilocucionario y el perlocucionario) que implicaban acciones. Es verdad que la vindicación de las ideas como hechos no es nueva: José Gaos apuntaba en 1960 que "las ideas no sólo son tan hechos históricos como los que más lo sean, sino aquellos hechos históricos de que dependen los demás" ("Notas sobre la historiografía", en Álvaro Matute, La teoría de la historia en México (1940-1973), México, SepSetentas, 1974, p. 84), sólo que apuntaba hacia la semiótica: las ideas como instrumentos para definir y dar sentido a los hechos. En cambio, el presente giro lingüístico en la historia intelectual considera pertinentes las ideas expresadas, las locuciones. Acerca de la importancia de la lingüística pragmática en la historiografía reciente, en especial en la estadounidense, véase Elías José Palti, "Giro lingüístico" e historia intelectual, Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 1998 (incluye preciosas traducciones de textos de Stanley Fish, Dominick LaCapra, Paul Rabinow y Richard Rorty).

[ 47 ] No he podido consultar este sermón, pero lo ha parafraseado Margaret Chowning, Wealth and power in provincial Mexico. Michoacán from the Late Colony to the Revolution, Stanford, Stanford University Press, 1999, p. 111. La ficha del sermón es Exhortación que hizo al tiempo de jurarse la Constitución española, en la catedral de Valladolid..., México, Imprenta de Manuel de Zúñiga y Ontiveros, 1813.

[ 48 ] Manuel de la Bárcena, Exhortación que hizo al tiempo de jurarse la Constitución Política de la Monarquía Española, en la iglesia catedral de Valladolid de Michoacán, Méjico, Oficina de D. Alejandro Valdés, 1820, p. 4.

[ 49 ] En efecto, De la Bárcena equiparaba la virtud con el temor de Dios: Discurso a la junta electoral de provincia en la catedral de Valladolid de Michoacán, México, Imprenta de Juan Bautista Arizpe, 1820, p. 5.

[ 50 ] Manuel de la Bárcena, Discurso a la junta electoral de provincia en la catedral de Valladolid de Michoacán, por el Dr. D. [...] el 11 de marzo de 1821, suplemento al Noticioso General, 38, miércoles 28 de marzo de 1821.

[ 51 ] Lucas Alamán no podía entender cómo un peninsular, como Manuel de la Bárcena, podía suscribir la Declaración de Independencia, en la cual se acusaba a España de haber oprimido y tiranizado por trescientos años a la "nación mexicana" (una entidad que, con toda evidencia, no tenía tres siglos sino que estaba naciendo apenas): Lucas Alamán, Historia de Méjico. Desde los primeros movimientos que prepararon su independencia en el año de 1808 hasta la época presente, 5 v., Méjico, Imprenta de J. M. Lara, 1849-1852, v. 5, p. 374.

[ 52 ] Carlos Herrejón Peredo, "El sermón en Nueva España durante la segunda mitad del siglo XVIII", en La Iglesia católica en México, editado por Nelly Sigaut, Zamora y México, El Colegio de Michoacán-Secretaría de Gobernación, Subsecretaría de Asuntos Jurídicos y Asociaciones Religiosas, 1997, p. 263.

[ 53 ] J. G. A. Pocock, "The concept of a language and the métier d 'historien: some considerations on practice", en The languages of political theory in early-modern Europe, ed. por Anthony Pagden, Cambridge, Cambridge University Press, 1990, p. 19-38, la cita en p. 21.

[ 54 ] De modo tradicional, la historia de las ideas se ha dedicado al estudio de "obras clásicas", definidas desde una perspectiva ahistórica sin considerar que cada época y circunstancia redefina cuáles son sus "clásicos": Quentin Skinner, "Meaning and understanding in the history of ideas", en Meaning and context. Quentin Skinner and his critics, ed. por James Tully, Cambridge, Polity Press, 1988, p. 30-67, p. 30.

[ 55 ] Carlos Herrejón Peredo, "El sermón en Nueva España durante la segunda mitad del siglo XVIII", en La Iglesia católica en México, editado por Nelly Sigaut, Zamora-México, El Colegio de Michoacán-Secretaría de Gobernación, Subsecretaría de Asuntos Jurídicos y Asociaciones Religiosas, 1997, p. 253.

[ 56 ] Manuel de la Barrera, Oración gratulatoria a Dios, que por la independencia mejicana dijo en la catedral de Valladolid de Michoacán el Dr. D. Manuel de la Bárcena, arcediano de ella, y gobernador de la sagrada mitra, el día 6 de septiembre de 1821, México, en la Imprenta Imperial, 1821, p. 1.

[ 57 ] M. B., Parte segunda de la subida más alta, la caída es muy lastimosa, México, Imprenta Americana de D. José María Betancourt, 1821, p. 1.

[ 58 ] Manuel de la Bárcena, Sermón exhortatorio que en la solemne función anual, que hace la imperial orden de Guadalupe a su celestial patrona, predicó el Exmo. Sr. Dr. D. Manuel de la Bárcena: arcediano, dignidad de la santa iglesia catedral de Valladolid de Michoacán, Caballero Gran Cruz de la misma orden, y consejero de Estado, el día 15 de diciembre del año de 1822, en la iglesia de San José el Real de esta corte, con asistencia de S. M. el emperador, y de SS. AA. el príncipe imperial y el príncipe D. Ángel, México, Imprenta del Supremo Gobierno, 1823, p. 8.

[ 59 ] Cfr. Manuel de la Bárcena, Exhortación que hizo al tiempo de jurarse la Constitución Política de la Monarquía Española, en la iglesia catedral de Valladolid de Michoacán, Méjico, Oficina de D. Alejandro Valdés, 1820, p. 7.

[ 60 ] Manuel de la Bárcena, Manifiesto al mundo. La justicia y la necesidad de la independencia de la Nueva España, México, Imprenta de D. Mariano Ontiveros, 1821, 22 p., p. 16.

[ 61 ] Manuel de la Bárcena, Sermón que en la jura del señor don Fernando VII (que Dios guarde) dixo en la catedral de Valladolid de Michoacán el Dr. [...], tesorero de la misma iglesia y rector del Colegio Seminario, México, Imprenta de Arizpe, 1808, p. 6.

[ 62 ] Quentin Skinner, Los fundamentos del pensamiento político moderno: II. La Reforma, traducción de Juan José Utrilla, México, Fondo de Cultura Económica, 1986, p. 154-155.

[ 63 ] Hugo Grotious, On the law of war and peace. De jure belli ac pacis, traducida del latín original, reproducida y editada por Wei Wilson Chei, <http://www.geocities.com/Athens/Thebes/8098>, libro i, § XVII [consultado el 14 de octubre de 2002]. Acerca de la tradición política española del derecho natural en la cual se insertaba también Hugo Grocio, véase Annabel S. Brett, Liberty, right and nature. Individual rights in later scholastic thought, Cambridge, Cambridge University Press, 1997, p. 165-204.

[ 64 ] Manuel de la Bárcena, Manifiesto al mundo. La justicia y la necesidad de la independencia de la Nueva España, México, Imprenta de D. Mariano Ontiveros, 1821, 22 p., p. 4. Margaret Chowning señala la contradicción de estas ideas con las que expresó De la Bárcena en 1813, cuando afirmaba que la Constitución española había borrado el Atlántico: Margaret Chowning, Wealth and power in provincial Mexico. Michoacán from the Late Colony to the Revolution, Stanford, Stanford University Press, 1999, p. 112.

[ 65 ] Anónimo, Justicia de la Independencia o apuntamientos sobre los derechos de los americanos, México, Oficina de José María Betancourt, 1821, p. 9. Estos argumentos no eran muy originales. Ya habían sido expuestos antes, tanto en el contexto hispano como en el angloamericano. Thomas Paine había señalado que el océano separaba más que unía a América de sus metrópolis ("Common sense", en The Thomas Paine Reader, editado por Michael Foot e Isaac Kramnick, London, Penguin Books, 1987, p. 65-115). Iguales o semejantes ideas expresó Melchor de Talamantes en 1808, pero sería Dominique de Pradt quien mayor influencia tuvo en los discursos independentistas novohispanos de 1821: Guadalupe Jiménez Codinach, México en 1821: Dominique de Pradt y el Plan de Iguala, México, El Caballito-Universidad Iberoamericana, Departamento de Historia, [1982].

[ 66 ] Manuel de la Bárcena, Manifiesto al mundo. La justicia y la necesidad de la independencia de la Nueva España, México, Imprenta de D. Mariano Ontiveros, 1821, 22 p., p. 20-21.

[ 67 ] Manuel de la Bárcena, Manifiesto al mundo. La justicia y la necesidad de la independencia de la Nueva España, México, Imprenta de D. Mariano Ontiveros, 1821, 22 p., p. 14. Ya Aristóteles había reconocido que si bien la ley natural es, en general, diferente y opuesta a la historia, en ocasiones ésta podía tener alguna influencia en la primera: vid. Carlo Ginzburg, "To kill a Chinese mandarin. The moral implications of distance", en Wooden eyes. Nine reflections on distance, Martin Ryle and Kate Soper translators, New York, Columbia University Press, 2001, p. 157-161.

[ 68 ] Manuel de la Bárcena, Sermón exhortatorio que en la solemne función anual, que hace la imperial orden de Guadalupe a su celestial patrona, predicó el Exmo. Sr. Dr. D. Manuel de la Bárcena: arcediano, dignidad de la santa iglesia catedral de Valladolid de Michoacán, Caballero Gran Cruz de la misma orden, y consejero de Estado, el día 15 de diciembre del año de 1822, en la iglesia de San José el Real de esta corte, con asistencia de S. M. el emperador, y de SS. AA. el príncipe imperial y el príncipe D. Ángel, México, Imprenta del Supremo Gobierno, 1823, p. 12. Esta creencia en que sólo puede haber libertad en un Estado libre era parte, también, de la tradición del humanismo cívico: Quentin Skinner, Liberty before liberalism, Cambridge, Cambridge University Press, 2001, p. 66-77.

[ 69 ] Manuel de la Bárcena, Discurso a la junta electoral de provincia en la catedral de Valladolid de Michoacán, por el Dr. D. [...] el 11 de marzo de 1821, suplemento al Noticioso General, 38, miércoles 28 de marzo de 1821.

[ 70 ] Discurso a la junta electoral, de 1820, p. 5.

[ 71 ] Jean-Jacques Rousseau, "Del contrato social", Del contrato social/Discursos, prólogo, notas y traducción de Mauro Armiño, Madrid, Alianza, 1996, libros I y II, p. 9-61.

[ 72 ] J. M. C., Reflexiones sobre la independencia, reimpresas en Guadalajara, Oficina de Don Mariano Rodríguez, 1821, p. 1.

[ 73 ] De la Bárcena, Sermón que en la jura del señor don Fernando VII (que Dios guarde) dixo en la catedral de Valladolid de Michoacán el Dr. [...], tesorero de la misma iglesia y rector del Colegio Seminario, México, Imprenta de Arizpe, 1808, p. 13.

[ 74 ] La nueva historia intelectual insiste, según Anthony Pagden, "en la interdependencia del contenido proposicional de un argumento y el lenguaje, el discurso, en el cual fue hecho": Pagden, "Introduction" a The languages of political theory in early-modern Europe, ed. por Anthony Pagden, Cambridge, Cambridge University Press, 1990, p. 1. Acerca de las implicaciones del giro lingüístico, véase Miguel A. Cabrera, "On language, culture and social action", History and Theory, n. 40, diciembre de 2001, p. 82-100.

[ 75 ] Acerca de la importancia del jusnaturalismo en la justificación de la independencia, véase José Carlos Chiaramonte, "Fundamentos iusnaturalistas de los movimientos de independencia", Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani, 3a. serie, n. 22, 2o. semestre de 2000, p. 33-71.

Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, Marcela Terrazas y Basante (editora), Alfredo Ávila (editor asociado), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 25, 2003,
p. 5-41.

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