Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México

UN ACUERDO ENTRE CACIQUES:
LA ELECCIÓN PRESIDENCIAL DE MANUEL GONZÁLEZ (1880)

Silvestre Villegas Revueltas


Whereas a cacique is a ruler among men, a caudillo is a ruler among caciques

John Lynch, 1981

El presente artículo se ha dividido en dos secciones. La primera examina la discusión sobre la problemática que en torno de las características del caudillismo y del caciquismo se encuentra presente en el ámbito de las instituciones republicanas. La legitimidad, el poder y el dominio son fundamentos esenciales para la gestión exitosa del hombre fuerte, bases que en un contexto autoritario fueron criticadas por los contemporáneos que vivieron los procedimientos de la elección gonzalista. En este sentido la historiografía que estudia el periodo ha hecho distinciones interesantes y los ha clasificado como liberales viejos, liberales moderados o conservadores y aquellos que continuaron las posturas del conservadurismo intransigente de la época de la Reforma y del Segundo Imperio. La segunda parte del artículo analiza el perfil de los candidatos, en particular el de Manuel González, sus nexos con los diversos actores del ámbito nacional, las particularidades de la campaña presidencial y la importancia que tuvo Porfirio Díaz en todo el proceso. El cambio de régimen materializaba un propósito del movimiento tuxtepecano que, a pesar del oficialismo que significaba González, fue bien recibido por el público. Sin embargo y al mismo tiempo, planteaba el problema acerca de la independencia y la capacidad de acción que frente al poder de Díaz pudiera adoptar el nuevo gobierno. Ambas interrogantes resaltan el debate que caracterizó la sucesión presidencial de 1880, cambio pacífico de administración que no tenía parangón desde el tiempo en que el general Arista sucedió al presidente Herrera, a principios de los años cincuenta.

Discusión del problema

Caracterización del caudillo

Para abordar el tema es necesario partir de una definición del caudillismo que, aunque obviamente no totalizadora, brinde una serie de elementos esenciales para la discusión de una realidad del último cuarto de siglo del México decimonónico. Al respecto se señala que el régimen de un caudillo es el de:

un gobierno personalista y cuasi militar de origen y base económica provinciales, que cumplió cierta función de integración nacional en las épocas de decadencia o debilitamiento de una autoridad central efectiva. El caudillismo no fue nunca socialmente revolucionario, pese a que en ocasiones los caudillos hayan podido sentirse solidarios de una determinada ideología.[ 1 ]

Resaltan varias características en la anterior definición. El ser del régimen reside en una persona que ha llegado a tal posición, casi siempre, como resultado de un alzamiento militar, o a partir de lo que en la terminología del siglo XIX se dio en llamar "producto de la última revolución". El caudillo finca su base de operación, sus apoyos militares y financieros en una o varias regiones, donde los intereses locales apuestan por el triunfo de la causa, sabiendo que ello le dará oportunidades de aumentar y consolidar poder político y económico, siempre frente y en contra de otro grupo con intereses diferenciados. Respecto de su postura ideológica, cualquier definición tiende a la universalidad y por lo tanto es excluyente de las particularidades de las regiones y del desarrollo histórico de un determinado país. Lo anterior quiere decir en forma concreta que, al encabezar el caudillo un alzamiento y llegar al poder bajo las banderas de un proyecto de reforma, su gobierno podrá asumir como propia una serie de reivindicaciones sociales conceptualizadas por personas ajenas al inicio y desarrollo de "la revolución". Pero, por el otro lado, existe la posibilidad de que el régimen caudillista se afiance como un freno y al mismo tiempo como remedio efectivo, necesario, a un elemento básico que contiene la anterior definición, referido ello a la conceptualización y necesaria existencia de un gobierno con suficiente poder que actúe frente a la desintegración del Estado que antes había sido una unidad.[ 2 ] El hecho de tener una "autoridad central efectiva" nos lleva a un elemento de principal importancia: las bases de legitimidad que le dan sustento.

Peter Smith ha visto las dictaduras no como una aberración del fenómeno del caudillismo hispanoamericano, sino como una manifestación que se explica a partir de la cultura política regional y que puede rastrearse a lo largo del proceso histórico de la construcción del Estado nacional en América Latina. Para la cultura política hispanoamericana, la búsqueda y la consecución de la legitimidad por parte del hombre fuerte lo pone en la creencia de que el pueblo acepta la distribución del poder político como justa y apropiada, porque vislumbra un beneficio social que redundará en mejoras materiales para su propia sociedad. La legitimidad provee la racionalidad para que se verifique una aceptación generalizada y una sumisión voluntaria a la autoridad política. Bajo este esquema, las reglas que impone el caudillo son estables, precisas y de aplicación universal.[ 3 ] Por el contrario, un líder que no puede afirmarse a partir del uso de los valores tradicionales, carismáticos, legales o la combinación de los tres, lo pondrá ipso facto en una situación de ilegitimidad o de vacío de legitimidad que necesariamente engendrará un estado donde se cuestionen las bases que dan sustento a su autoridad.

Smith propone explorar la legitimidad política a partir de dos categorías que se derivan inmediatamente de la cultura hispanoamericana. La primera es el dominio, y éste se ejerce a partir de los que están en el poder.[ 4 ] El dominio tiene como principio que la ley del caudillo adquiere fuerza cuando una mayoría comienza a obedecerla; sin embargo, una consecuencia negativa de este tipo de legitimación es la incertidumbre.[ 5 ] Es posible establecer que el dominio será largo, siempre y cuando exista una situación dominante. Pero por definición, la disminución y pérdida del poder implica un quebranto de esa legitimidad.

A la segunda categoría el autor la ha llamado achievement expertise, que es usualmente la habilidad para realizar logros económicos específicos. En este sentido, el poder y la autoridad deben estar en las manos de aquellas personas que tienen el conocimiento y las capacidades para ejercerlo. La legitimidad, que en este particular caso despliega la autoridad, depende del deseo de la sociedad por conseguir un logro material y, por el otro lado, la legitimidad se obtiene a partir del compromiso y luego la consecución que el caudillo adquirió en lograr un determinado objetivo, no importando los medios utilizados para conseguirlo.[ 6 ] La observación tolerante de la legislación liberal-juarista, luego la creación de infraestructura y modernización del país, así como la implantación de una paz duradera iniciada durante el régimen de Porfirio Díaz, continuada por Manuel González y afianzada por Díaz, el caudillo en el poder, son un verdadero ejemplo de la forma como las administraciones llamadas porfirianas (1876-1880, 1880-1884, 1884-1911) obtuvieron la legitimidad necesaria, no solamente para llegar al poder sino en particular para desarrollar auténticos programas de gobierno.

José Luis Romero no está de acuerdo acerca de que la legitimidad de los caudillos pueda edificarse con el correr del tiempo, tampoco de que el logro de una estabilidad política y de la modernización que pueda alcanzar el país durante la gestión caudillesca contribuyan a la construcción de una legitimación. Para él, el caudillo ha sido y es siempre una autoridad de facto y sus acciones, a pesar de todo el carácter integrador que pueda otorgársele, siempre serán políticas autoritarias.[ 7 ] En este mismo tenor crítico, Antonio Annino ha afirmado que, durante la primera mitad del siglo XIX, las elites del pensamiento liberal e inclusive los conservadores en Hispanoamérica consideraron que, al término del proceso emancipador, el necesario desarrollo y afianzamiento de las instituciones públicas se vio "traicionado por un nuevo actor político, el caudillo, cuyo poder arbitrario y personal limitó la soberanía de las leyes e instauró la anarquía".[ 8 ] Efectivamente la inestabilidad señalada por los actores políticos del siglo XIX y examinada por los especialistas era provocada por la frecuencia de los alzamientos militares, por la inobservancia de la legislación y por la atomización de lo que alguna vez fueron entidades cohesionadas a la fuerza, pero controladas por el gobierno español. Sin embargo, al mismo tiempo hay que ponderar que llegó el momento en que las elites que en un principio se habían beneficiado de la falta de una autoridad efectiva posteriormente se dieron a la búsqueda del hombre fuerte que pusiera término a una situación que generaba dificultades económicas e inseguridad lo mismo para el hacendado y el comerciante, que pobreza y leva para el peón del campo y para los trabajadores de la ciudad. A pesar de un estado evidentemente caótico, algunos autores como Marcello Carmagnani sostienen que, de acuerdo con los índices de producción de materias primas y a los datos que surgen a partir de los movimientos de importación y exportación, la aparente inestabilidad en la que se ha insistido desde el siglo XIX más bien pudiera considerarse como el estado natural en la evolución de los estados hispanoamericanos.[ 9 ]

Finalmente, Annino retoma el fenómeno de la revolución, que es recurrente en el siglo XIX y en el accionar de los caudillos, a partir de una característica central que se encuentra en la definición tomada al inicio de este texto y que es compartida por los teóricos del fenómeno -la base provincial-, esto es, la existencia de viejos y nuevos poderes territoriales.[ 10 ] Los levantamientos decimonónicos y la forma en que procedieron los caudillos tuvieron como particularidad buscar su legitimación a partir del consentimiento a nivel local que articula la idea de la soberanía e intereses de los pueblos y de los ayuntamientos. Las aspiraciones de las comunidades locales eran la búsqueda de que les fuera reconocida su existencia diferenciada y la promesa de que se les hiciese justicia sobre problemáticas muy concretas. Sin embargo, tales pretensiones localistas, que en un inicio fueron utilizadas por el caudillo en ciernes, chocaron cuando éste, ya desde el ejercicio del gobierno central, consideró dichas demandas particulares como un impedimento en la consolidación del Estado nacional y cuya aplicación significaba un retroceso del país hacia prácticas tradicionales que, con muchas dificultades, se habían estado superando. Ambas lecturas de las aspiraciones locales resultaban para el caudillo totalmente contrarias a la modernidad anhelada; sin embargo, las demandas de aquéllos no desaparecieron sino que, por el contrario, con el tiempo volvieron a ser motivo de una nueva revolución.

El caudillo tuvo su ser en un contexto de aguda fragmentación regional debida a una escasa penetración social del Estado, situación peculiar del periodo oligárquico en la formación del Estado latinoamericano. Asimismo fueron los caudillos los que, frente a la ausencia de autoridad y de legitimidad que alguna vez tuvo la Corona española, obligaron a las fuerzas políticas divergentes a estructurarse en contextos que con el paso del tiempo pudieran ser considerados como nacionales; por esta razón, fueron ellos los que cumplieron un papel de control sociopolítico de integración y legitimación.

La importancia del cacique

Llegados a este punto de análisis, se agrega un elemento fundamental en el accionar del caudillo. Aunque contradictorio, para conseguir el éxito de una política centralizadora y duradera se hacía necesario el trabajo a partir de una base regional, de una red de vínculos entre diversas regiones relacionadas entre sí y de la cultivación de lealtades clientelares que resultaban fundamentales para la existencia y permanencia del régimen caudillesco. El nexo personal centro-región era y es esencial en el accionar del hombre fuerte local. Para Entrena Durán, el éxito del caudillo radicaba no tanto en lo que reiteradamente se ha señalado como el carisma personal, sino "en el poder de una complicada malla de intereses creados. Con este fin procuraba atraerse el apoyo de toda una red de caciques, convenientemente distribuidos por los distintos niveles sociales y localidades del territorio nacional, de cuyo control dependía en gran medida la eficacia de la función unificadora desempeñada por los caudillos".[ 11 ]

Frente a los intentos centralizadores por mermar sus poderes, los caciques argumentaban el ejercicio de su autoridad al afirmar por la vía del hecho que ellos no solamente tenían el mando, sino que efectivamente poseían una auténtica representatividad de los intereses y aspiraciones locales. Contrario a la visión territorial y al dominio de larga duración del cacique, el actuar de un gobierno desde el centro resultaba en la ocupación periódica y muchas veces breve de la presidencia, por individuos que el tener una visión global de la problemática del país los llevó a una directa colisión con los diversos intereses de los poderes locales personificados en el cacique. Esta situación se tornó más peligrosa cuando las administraciones centrales se vieron en la obligación de cumplir con diversos compromisos con las potencias extranjeras, lo que implicaba en muchas ocasiones interferir directamente en los dominios del cacique; ello generó violentos enfrentamientos que resultaron en revoluciones, o inclusive en intervenciones militares extranjeras.

El cacique es un individuo arraigado a su región y a su grupo social, acertadamente señala Jaime Olveda, pocas veces incursionó en latitudes extrañas y casi nunca alternó con miembros de otras esferas sociales. Observó el ambiente político desde lejos y desde allí dio a conocer al gobierno su punto de vista; sin reparar en nada, el hombre fuerte se pronunciaba contra los que pretendían disputarle el poder. Olveda agrega en su definición la siguiente caracterización de sumo interés. De acuerdo con su propia personalidad, solamente ante una amenaza externa el cacique "era capaz de remover su sentimiento nacionalista e impulsarlo a defender el país [.] es el momento en que abandona su acción meramente local y trata de proyectarla a un marco más amplio; por consiguiente es la única circunstancia en la que está dispuesto a solidarizarse con sus enemigos tradicionales".[ 12 ]

Para François Chevalier, el permanecer siempre en el poder es la esencia del caciquismo pero, para que la detentación del poder pueda perdurar, el cacique debe contar con la colaboración incondicional de fuerzas leales a su persona. La popularidad, el ascendiente y el prestigio son absolutamente necesarios, pero nunca suficientes para una retención prolongada del poder. Asimismo gobernar a través del miedo y del terror tampoco son factores para engendrar un poder duradero; no podrá crearse una comunidad estable mientras los intereses del cacique, de otros hombres de importancia y de otros grupos político-económicos tengan más factores que los opongan que intereses en común.[ 13 ]

Resulta evidente el localismo en el que actuaban la mayoría de los caciques; sin embargo, cuando un problema terminaba por afectar sus intereses, tuvieron que interactuar con el gobierno del centro. Mientras éste careció de los medios para ejercer un control unilateral sobre ellos, la oposición no llegó a un levantamiento. En este sentido Xavier Guerra ha afirmado que el caciquismo es la unión estructural entre dos mundos: el de la autoridad local de la sociedad tradicional y el de la cultura política moderna. Para un Estado que se encontraba en proceso de consolidación, el cacique podía ser un enlace entre un gobierno que pretendía ser nacional y los miembros de la autoridad local que el cacique se afanaba en refrendar a partir de nexos personales, familiares, comunitarios y de compadrazgo.[ 14 ] Los lazos más íntimos, establecidos éstos entre el compadre y las personas que de él dependían, generaban una especie de vínculos y lealtades entre las partes, capaces de explicar la relativa facilidad con la que en momentos precisos eran reclutados diversos apoyos por quienes se decidían a participar en una insurrección armada. Es conveniente repetirlo, solamente un ataque a los dominios e intereses del cacique podía decidirlo a responder con una rebelión y a erigirse abiertamente en cabeza de ésta; el triunfo y mantenerse en el poder pudiera resultar en erigirse como caudillo.[ 15 ]

Con bastante frecuencia los caciques solían ser propietarios de grandes extensiones de tierra, eran hacendados que además defendían diversos intereses ligados a la producción agrícola que generaba su propiedad. Tal es el caso del control de los caminos que servían al comercio y que además estaban vinculados con los ingresos que eran percibidos por las aduanas internas, que se ubicaban dentro de los límites del cacicazgo, mismo que podía coincidir con los límites de un departamento o entidad federativa. Por otro lado, respecto de las aduanas marítimas y fronterizas, aunque la captación fiscal de las dos últimas correspondía al gobierno central, muchas veces éste no tenía control ni del punto donde se encontraba localizada la aduana ni de los montos recaudados. Los ingresos fiscales por concepto de comercialización de la plata muchas veces no fueron remitidos a la capital del país o a los acreedores extranjeros porque los agentes del cacique se apropiaban de ellos, aduciendo aquél el no cumplimiento de ciertas responsabilidades por parte del gobierno central.

El caso del enfrentamiento entre Benito Juárez y Santiago Vidaurri por el control de la aduana de Piedras Negras, las razones aducidas por el presidente respecto de que los fondos fueran destinados para equipar al ejército republicano y, por el otro lado, el reclamo de Vidaurri en torno de que el centro quería apoderarse de todos los ingresos estatales pero era incapaz de cumplir con sus compromisos dentro del pacto federal evidenciaba la disparidad de visiones sobre México. También resulta un excelente ejemplo del enfrentamiento entre un gobierno que quería ser racional y que estaba enfrentando una invasión extranjera y la de un cacique que desde finales de 1855 se manejaba con completa autonomía. Vidaurri estaba haciendo excelentes negocios, debido a la complejidad que se vivía en la zona fronteriza de Coahuila y Tamaulipas, resultado ello de la guerra de Secesión y del bloqueo marítimo que enfrentaban los puertos confederados.

La situación de la república

En el último cuarto del siglo XIX, los liberales que habían participado en las administraciones de Benito Juárez y de Sebastián Lerdo y que pertenecían a la de Porfirio Díaz, junto a los miembros del Congreso y aquellos del poder judicial, consideraban que debía fundarse un nuevo arreglo político en la república. Se trataba de un compromiso moderno, que consolidara las líneas generales del pensamiento liberal y de las políticas de gobierno concebidas a partir del triunfo republicano de 1867 y, por el otro lado, un cambio de estrategia que tuviera como base la modificación en las relaciones que el gobierno tenía con lo que hasta el momento habían sido los pilares del antiguo orden conservador. Debía llegarse a un acuerdo con la Iglesia católica que, aunque combatida a lo largo de varias décadas y minada en sus poderes, continuaba existiendo a lo largo del territorio nacional. Y por otro lado el tema del ejército que, aunque ya no era el santannista ni el de los seguidores de Zuloaga o Márquez, afirmaba sin ambages su importancia cardinal en el triunfo sobre las huestes imperiales. Respecto del proceso militar de la revolución tuxtepecana, ésta había contado con el apoyo de los caciques regionales, los cuales no solamente habían buscado aumentar su poder político y económico local, sino que se sentían poseedores de los atributos suficientes para participar en la gestión del gobierno porfirista. Por último, pero íntimamente unido a las redes de los cacicazgos, a los proyectos administrativos del régimen y a los compromisos internacionales que tenía el gobierno mexicano, resultaba imperioso modificar las bases en que se sustentaba el comercio. Que éste dejara de ser una actividad preponderantemente de autoconsumo y que fuera atractiva tanto para los intereses nacionales como para los extranjeros. Debía rediseñarse el concepto de los ingresos fiscales y las formas como se hacían las contribuciones; dentro de este marco resultaba indispensable llevar a cabo un plan que fomentara las comunicaciones.[ 16 ] Finalmente, y en este caso sí era al que menos atención se le concedía: el eterno problema de la tenencia de la tierra, particularmente lo retardatario que para "los liberales-evolucionistas" significaba la permanencia de la propiedad comunal.

Friedrich Katz ha señalado que los caciques fueron el principal soporte de los regímenes conservadores; ello es un error a nuestro juicio. Pero está en lo justo al sostener que el poder que ellos habían ejercitado, su virtual autonomía para gobernar en sus propios territorios, tuvo que ser posteriormente cedido a otras personas que capitalizaron la victoria del bando republicano y entendieron los afanes centralizadores desde la ciudad de México.[ 17 ] En su opinión los terratenientes, cuya condición no necesariamente los convierte en caciques, veían con sospecha el apoyo que bajo las administraciones liberales recibían sectores medios tales como pequeños empresarios, comerciantes locales, baja burocracia y algunos periodistas. Todos éstos, que son considerados por Katz como middle class, estimaban que el poder ejercido por los caciques era el principal impedimento para su propio avance. Por ello presionaban al gobierno mexicano para que fortaleciera sus políticas aglutinadoras, en contraposición a que continuaran prevaleciendo los intereses localistas de los caciques.

Más bien puede afirmarse que prácticamente el conjunto de los caciques -aunque algunos apoyaron a las administraciones conservadoras- se unió al bando liberal tomando como bandera el federalismo, los derechos del municipio, los ingresos fiscales y demás metafacultades que, a juicio de ellos, eran inherentes a las prerrogativas que disfrutaban los estados y que estaban consagradas en la Constitución Federal de 1857. Es un hecho que después del triunfo republicano los caciques continuaron disfrutando de diversos privilegios; sin embargo, la mayoría, aunque no la totalidad, sí percibió que se estaba gestando un cambio, al principio imperceptible y luego evidente, acerca del poder efectivo que ellos habían ejercido y el dominio real que estaban construyendo, con dificultades pero paulatinamente, las administraciones de la hasta hoy llamada República Restaurada y las del periodo tuxtepecano. Lo que existió entre 1867 y 1884 fue una convivencia entre los caciques y el gobierno central. No era la sumisión del poder ejecutivo federal al de las localidades sino, más bien, el procedimiento llevado a cabo por los gobiernos del periodo restaurador fue buscar y hacer alianzas más efectivas. Todavía no estaban en posición de suprimir los cacicazgos surgidos a partir de la guerra de Intervención.

La existencia de los caciques fue fundamental para hacer cumplir las órdenes de un gobierno central que ya estaba más fortalecido y que buscaba apoyos cuando se celebraban elecciones presidenciales, legislativas, de gobernadores y municipales. Era imperioso que el centro y los caciques locales trabajaran de común acuerdo para que saliera como ganador el candidato que desde la Ciudad de México era señalado como el adecuado y que además contaba por su comunión de intereses, con el aval de las fuerzas locales. El gobierno en la capital del país siempre buscó la ayuda de los caciques para el combate de aquellos levantamientos que eran promovidos por otras fuerzas locales, las cuales habían sido desdeñadas u afectadas puntualmente en sus intereses. La alianza también era efectiva cuando otros intereses querían apoderarse de los espacios exclusivos del cacique, quien contaba con el favor del centro. En un contexto cada vez más centralizador -por ejemplo el mantenimiento de los caminos-, los caciques paulatinamente dejaron de hacerse cargo de aquellos servicios públicos que desde décadas atrás debía haber brindado el estado mexicano y que, a partir de los años setenta, bajo una relativa prosperidad lo estaba ejecutando.

En esta época la tendencia del gobierno general fue la de paulatinamente reducir, por acuerdo o por la fuerza, el ascendiente e independencia de los hombres fuertes locales. Al respecto, Georgette José Valenzuela señala que hacia los años ochenta los caciques tendían a convertirse en un obstáculo para la modernización del país y sobre todo para la centralización política que desde el discurso oficial se presentaba como un elemento esencial de la tan anhelada unidad nacional. En otro sentido, y en una lectura fina que hace la autora, resultó que los caciques tradicionales terminaron por entender y aceptar la existencia de un caudillo indiscutible y de las diferentes circunstancias que producían los nuevos tiempos. Estos hombres fuertes, ya de edad madura, no fueron molestados, recibieron premios como senadurías y concesiones para aumentar su riqueza. Pero, desde otra perspectiva y sin duda más interesante, el nuevo régimen propició "el surgimiento de nuevos cacicazgos [.] los que ya no debían su existencia y permanencia a las redes de apoyo regionales, sino básica y fundamentalmente a los apoyos provenientes del centro del país".[ 18 ]

En su aspecto político y en particular respecto de las prerrogativas que jurídicamente podía ejercer el presidente, el periodo restaurador de 1867 a 1884 se define como la ambición largamente postergada en la existencia de un ejecutivo federal fuerte, legítimo por su origen, sostenido y sostenedor de la Constitución liberal, un gobierno de alcance nacional y con poderes suficientes para negociar con los intereses regionales y las potencias extranjeras acuerdos positivos, factibles y duraderos. Por lo que se refiere a los caciques y a las diversas fuerzas locales, la existencia de un gobierno fuerte y centralizado significaba la disminución de poderes y la limitación de la autonomía que por tanto tiempo habían gozado; pero por otro lado esperaban y exigían que la administración central los reconociera y coadyuvara en el mantenimiento y desarrollo de sus intereses políticos y económicos.

A lo largo de la lucha contra los conservadores e imperialistas, Benito Juárez había desarrollado una ambición por la autoridad y el poder que dimana de ella, más aún, paulatinamente buscó e implantó las medidas adecuadas para crear una serie de grupos sociales con poder político y económico que coadyuvaran en la construcción de esa autoridad. La ambición y el éxito para conseguir tal ascendiente fueron y son las bases en que se ha fundado el caudillismo. Juárez desarrolló para el presidencialismo mexicano la de dar vida a sujetos e intereses ligados a su persona y autoridad, y frente al problema de la sucesión presidencial no dudó en reelegirse para prolongar su mandato. Sin embargo, es necesario apuntar que continuó incorporando a sus colaboradores que a pesar de sentirse presidenciables le fueron leales. El objeto era que individuos como José María Iglesias, Sebastián Lerdo de Tejada o Ignacio Mejía se sintiesen partícipes de la fuerza y del éxito que estaba construyendo la administración, y al mismo tiempo que tal circunstancia los hiciere verse como partícipes en la consecución del nuevo orden de cosas, que se vieran con los suficientes méritos para sucederlo. Ya fuese respecto de la presidencia, dentro del gabinete, o bien en el ámbito de los cargos de elección popular, Juárez quiso evitar los descontentos entre candidatos rivales. Sabía que un escenario negativo era el de un aspirante, lo mismo a la primera magistratura que a la de un municipio, buscara agregarse apoyo a partir del siempre latente descontento popular; peor aún, que lo pretendiera a partir del alzamiento militar. Díaz lo buscó de esta forma, y debido a ello combatirlo era el único remedio.

Al insistir en el principio de autoridad sustentado en la legitimidad del régimen, Juárez fue construyendo una forma de poder que se haría consustancial al presidencialismo mexicano. Sin necesidad de recurrir al cuartelazo y observando religiosamente la necesidad de convocar a elecciones, desdeñó los argumentos que contra una nueva reelección le exponían miembros del gabinete y correligionarios. Más perturbador: "con la obediencia de los gobernadores y disciplina de los soldados, Juárez demostró los beneficios de un presidencialismo centralista y autoritario; y el claro talento de Díaz abarcó de una sola ojeada el panorama político de México sometido al régimen presidencial".[ 19 ]

Al insistir sobre el proceso centralizador que se argumenta en estas páginas, Guerra coincide con la historiografía que ha estudiado la época de Juárez, y en particular el Porfiriato, acerca de que durante su primera administración Porfirio Díaz, como objetivo esencial, trabajó por mantener la cohesión del país y paulatinamente rehacer a su favor las redes de poder que existían entre los jefes militares y los caciques. En palabras de Guerra, estos dos poderes locales representaban al de los liberales triunfadores, es decir, la llegada al poder de "la elite de las guerras de Reforma e Intervención".[ 20 ] El proceso de afianzamiento del poder presidencial no implicaba la desaparición de los cacicazgos; al contrario, se contaba con ellos, se les daba prebendas y protección a cambio de que reconocieran a Díaz como la principal autoridad, como el gran cacique: el caudillo. Entre 1876, la reelección de 1888 y quizá hasta los primeros años de la década de los noventa, la generación de gobernadores y comandantes que acompañaron a Díaz fue la de los militares educados en las guerras de Reforma, Intervención y en las rebeliones de los años setenta. Eran el sostén más firme y leal del régimen como sucedió en el caso de Manuel González. Los que resultaban peligrosos y no sometidos a los dictados del caudillo -llámense Trinidad García de la Cadena, el cacique de Zacatecas, o Ramón Corona, el militar de prestigio y gobernador del siempre importante estado de Jalisco- resultaron muertos en circunstancias altamente sospechosas.

Como fatalidad en la historia del México independiente, llegado el momento en que debía definirse el proceso de sucesión presidencial en 1880, el régimen liberal de Porfirio Díaz era en la óptica de Marcos Águila un régimen político autoritario, más centralizado que el de sus antecesores, respetuoso de las formas "pero renegado del contenido de la Constitución de 1857".[ 21 ] Aunque el presidente había renunciado a la reelección siguiendo la máxima del Plan de Tuxtepec de 1879, Díaz se preparaba para desarrollar un trabajo creativo: consensuar la elección del candidato y decidir su triunfo.

La campaña presidencial

El origen tuxtepecano

Durante la guerra de Reforma, el oficial conservador Manuel González había militado bajo las órdenes de José María Cobos y de Leonardo Márquez, haciendo de los territorios del Estado de México, Puebla y Oaxaca los lugares donde en diversas ocasiones se enfrentó al coronel Porfirio Díaz. Años después, su esposa Laura Mantecón, oaxaqueña de prosapia, lo convenció para que se acogiera al indulto del presidente Juárez que tenía por objetivo el de sumar fuerzas para combatir al ejército francés; quedó el coronel González bajo el mando del ya general Díaz. Los dos fueron hechos prisioneros en Oaxaca, luego se escaparon, y ya en pleno avance republicano ambos participaron en Miahuatlán y en la batalla del 2 de abril; las cargas de caballería de la división gonzalista contribuyeron en mucho a la victoria. Durante el combate, Manuel perdió parte del brazo y Carlos Pacheco, un brazo, un ojo y una pierna. Porfirio Díaz no olvidó a sus compañeros de armas. Los llamó para la rebelión de la Noria, y ante el fracaso González nuevamente se acogió al indulto retirándose a su natal Matamoros. Ya en la revolución de Tuxtepec y debido a los fracasos que en el noreste Porfirio Díaz sufrió frente a las fuerzas de Mariano Escobedo y Carlos Fuero, la estrategia militar fue dividirse para intentar una pinza que no pudiera ser detenida por los generales del gobierno. "El caudillo del sur" se iría a Oaxaca, y González, que contaba con el apoyo de los caciques Servando Canales de Tamaulipas, Jerónimo Treviño y Francisco Naranjo en Nuevo León, apoyado en los importantes ingresos aduanales de la frontera, pudo formar una división perfectamente pertrechada en las tres armas. Las fuerzas de González cruzaron la escarpada serranía oriental; el avance no era oculto, puesto que fue reseñado por la prensa de la época. Alcanzó el 16 de noviembre de 1876 los llanos de Tlaxcala: "A las cuatro de la tarde se presentó en el campo -Tecoac- la brillante columna del intrépido general Manuel González, cuyo empuje y bizarría decidieron a favor de la causa del pueblo una batalla que, a su vez, viene a determinar la caída del lerdismo".[ 22 ]

Díaz no se ilusionaba, sabía lo decisiva que militarmente había sido la llegada de González. Éste había perdido la parte del muñón que le quedaba del brazo derecho y se debatía entre la vida y la muerte. Los amigos y posteriormente los partidarios de don Manuel lo consideraban como el Blucher de aquel lejano Waterloo, el que verdaderamente había ganado la batalla, el que había liquidado al régimen bonapartista, aunque los laureles se los hubiese llevado el duque de Wellington. Como Díaz señalaba en su misiva, la revolución de Tuxtepec había recogido las esperanzas del pueblo, en concreto esto significaba los intereses de los caciques locales, de los ayuntamientos, de los comerciantes, de los profesionistas y de muchos diputados que apoyaban el movimiento tuxtepecano. El "pueblo" no era la masa, sino aquellos sectores que tenían intereses que defender o acrecentar, esto es, los cuerpos intermedios de la sociedad.

En febrero de 1877 González tomaba posesión de la gubernatura de Michoacán; en marzo, Díaz le confirió el grado de general de División. Poco más de un año después, en mayo de 1879, el presidente lo incorporó a su gabinete como ministro de Guerra y el 10 de diciembre fue designado como jefe de Operaciones del Ejército de Occidente, cuerpo militar que cubría el extenso territorio comprendido entre Guanajuato y Baja California. Su misión en concreto era pacificar la región de Tepic, zona autárquica, donde todavía operaban los seguidores del ya muerto cacique Manuel Lozada. A lo largo de 1880, cuando se desarrollaba la campaña presidencial, González estuvo ausente de la capital, alejado de las intrigas palaciegas, en silencio, mientras la prensa exigía definiciones a los candidatos.

Como puede advertirse en este sucinto recorrido de la relación establecida entre Díaz y González, se aprecia que, a pesar de que en un principio militaron en facciones opuestas, el posterior acercamiento llegó a grados de confianza y lealtad que definieron el nexo. El compadrazgo, que era otro eslabón, se estableció con el primogénito de González, Manuel González Mantecón, en plena lucha contra los imperialistas. La relación era la de los compañeros fogueados en la guerra, de los que conocían las realidades del país. Aunque habían vivido en las ciudades, la mayor parte de su vida había transcurrido entre el campo y los pueblos. Éstos habían sido por largos periodos sus lugares de operaciones y refugio; sabían del poder y procedimientos de los caciques locales y de la importancia de las relaciones familiares. Conocían las formas como se podía interesar a los hombres que comandaban divisiones a conciliar sus aspiraciones con las necesidades de un ámbito más amplio; finalmente, también sabían de los peligros que una exclusión absoluta de las fuerzas militares podía conllevar. En palabras de Xavier Guerra, entre 1876 y 1880, los jefes del ejército estacionados en las diversas entidades federativas eran el grupo de los íntimos de Díaz, de los que desconfiaban de las palabras y aptitudes de los civiles. González no era caudillo ni cacique, era un militar leal, y ello fue cuidadosamente ponderado por el presidente Díaz para, a principios de 1880, llevar adelante su decisión definitiva sobre quién sería su candidato.[ 23 ]

El régimen tuxtepecano pudo perdurar porque Díaz gobernó con el apoyo de sus colegas militares, del México rural y de las alianzas que había establecido con los diversos caciques. No disminuyó el número de los efectivos del ejército y durante el cuatrienio 1876-1880 no tuvo mayor injerencia en la vida interna de los estados, respetó la autonomía de los municipios y escuchó las peticiones de los pueblos. Para Georgette José Valenzuela, además de los militares existía un grupo de civilistas, algunos de ellos jóvenes que, a partir de ese momento, justificaron ante sus contemporáneos "la impostergable necesidad histórica y científica de que México pudiera tener un gobierno estable, aunque ello significara la pérdida de la libertad política".[ 24 ] Alcanzar la paz y un orden social aunado al progreso económico perdurable se antojaba primordial frente al padecido estado perpetuo de levantamientos, de violencia y de criminalidad en las ciudades, en los caminos y en los pueblos. El progreso que proclamaban aquellos jóvenes debe entenderse como una meta a ser alcanzada; en ese momento era la utopía frente a la realidad de un comercio local y mayoritariamente de autoconsumo, de un estancamiento en la producción de las minas y de un gobierno que recibía pocas rentas debido a lo raquítico de las operaciones de importación y exportación. Asimismo, porque el gobierno central no controlaba en buena medida el manejo de los fondos recaudados en las aduanas marítimas y fronterizas del país. Éstas estaban intervenidas por empleados ligados a los caciques y por comerciantes locales, quienes muchas veces cuando la administración aduanal era estricta fomentaban el contrabando, pues les dejaba mejores dividendos.

El general Porfirio Díaz, conocedor de los valores, mentalidad y hábitos de ese México profundo, de ese país tradicional, de la importancia de los vínculos familiares lo mismo que de las creencias religiosas, supo conciliarlos con la práctica de algunos principios liberales. Ello era también una herencia del Juárez de la restauración de la república. Veía con preocupación la poca flexibilidad que en tales asuntos tenía su ministro Justo Benítez y ponderaba lo moderado de jóvenes como Justo Sierra y Francisco Bulnes. Existía una corriente importante que señalaba que el país ya no quería el radicalismo anticlerical de los cincuenta sino la comprensión de las necesidades de un pueblo católico, falto de educación, pobre, y sin embargo con esperanzas. "Hacia 1880 Díaz tejió hábilmente las redes políticas locales con las nacionales con el propósito de lograr un objetivo: una elección pacífica y el triunfo de su candidato".[ 25 ] Porfirio, que se perfilaba como el caudillo indiscutible, buscó en la contienda electoral ser el árbitro principal y lograr un consenso entre los otros jueces que eran los gobernadores estatales, los viejos caciques, y quienes confirmarían la elección del candidato. A pesar de lo anterior, no se escapó para escritores como Ireneo Paz que el procedimiento seguido en esta materia fomentaría a corto plazo la construcción de un poder regulador, metaconstitucional, sustentado en adeptos que por conveniencia o inacción seguirían los dictados del presidente Díaz.

Los candidatos

Una vez que los hombres políticos del país pudieron tener alguna certeza de que Porfirio Díaz no buscaba la reelección y de que de esta forma se daba cumplimiento a una de las máximas del Plan de Tuxtepec, la cual estaba en concordancia con lo que desde 1868 había sido la bandera porfirista y la de los opositores a las reelecciones de Benito Juárez, a partir de noviembre de 1879 algunos de ellos apostaron por presentarse como candidatos a la presidencia. El experimento revestía signos novedosos pero a su vez de peligro. Aunque la administración tuxtepecana enfrentaba problemas de distinta índole, como eran los focos de rebeldía en el occidente del país, en lo general, los caciques no fueron molestados en sus dominios y se resolvieron las tensiones con el gobierno de los Estados Unidos debido al problema de las depredaciones que en ambos lados de la frontera hacían los llamados indios bárbaros. Asimismo se trató de sortear la perenne crisis hacendaria, cumpliendo religiosamente con los pagos referentes a la deuda que se tenía con Washington. Puede decirse que ninguno de los problemas mencionados planteaba en los hechos una ruptura geográfica, militar o política con el gobierno porfiriano.

Los generales Jerónimo Treviño y Trinidad García de la Cadena, quien además era abogado, lo mismo que el licenciado Ignacio L. Vallarta se presentaron como candidatos a la presidencia de acuerdo con los típicos moldes de lo que en este trabajo se ha caracterizado como caciques. En Nuevo León, Zacatecas y Jalisco, respectivamente, estos hombres eran representantes de intereses locales y regionales con una amplia trayectoria de independencia y de enfrentamiento respecto del gobierno del centro. Al mismo tiempo aquellas entidades habían proveído de apoyos suficientes para el éxito de la revolución de Tuxtepec. Treviño era uno de los caciques norteños que, junto con García, había sido pieza clave para el desarrollo del alzamiento que finalmente llevó a Díaz al poder; debido a tales razones, dichos individuos se convirtieron en colaboradores fundamentales de la primera administración porfirista. Treviño ingresó al gabinete de González y luego permaneció en Nuevo León sin ser molestado durante las siguientes administraciones. En cambio, García de la Cadena intentaba revertir una tendencia que pretendía desplazarlo del poder desde finales del primer gobierno porfirista y que continuó durante el cuatrienio 1880-1884.

Vallarta, independientemente de sus bases y nexos políticos en su estado natal, como presidente de la Suprema Corte de Justicia representaba una de las opciones civilistas, la de los abogados que, por sí mismos y de tiempo atrás, formaban un importante cuerpo de poder, al igual que García. Durante la gestión de Manuel González se sucedieron en Jalisco diversos problemas que llegaron al punto de ruptura cuando el Senado declaró la desaparición de poderes en el estado obligando la renuncia del gobernador, del congreso local y la llamada para la celebración de nuevas elecciones. Poco tiempo después, en noviembre de 1882, el mismo Vallarta renunciaba a la Corte.

Siguiendo la tendencia de contar con un gobierno encabezado por un civil, Justo Benítez y Manuel María de Zamacona se incorporaron a la contienda presidencial en tiempos opuestos, con apoyos totalmente disimilares, siendo los dos empleados del presidente. La historiografía reiteradamente ha señalado que al primero lo perdió su protagonismo en el ministerio, lo que le atrajo múltiples enemigos, el sentirse mentor de Díaz y que éste terminara por rechazarlo debido a que era un candidato civil. Si bien todo lo anterior puede ser hasta cierto punto verdad, lo realmente significativo era que en la administración tuxtepecana Benítez se manejaba con independencia. En un mundo con preponderancia de militares, un civil sin mayores afanes podía ser vigilado por los caciques y tutelado por Díaz, ello era cosa fácil; en cambio, a finales de 1879, la libertad con la que se manejaba el abogado era el peligro que el presidente ponderaba. De pronto toda la experiencia de Juárez se le agolpaba en la memoria a don Porfirio. Definitivamente no convenía que Benítez fuera el candidato oficial y que llegara a la primera magistratura. Por ello recibió los ataques más furibundos durante la campaña. Resulta igualmente significativo que, junto con García de la Cadena y Vallarta, a lo largo de la gestión 1880-1884 Benítez no fuera beneficiado por la política de conciliación que durante la administración gonzalista sí amparó a los que alguna vez habían sido antiporfiristas, como los generales Alatorre y Fuero (Icamole), o bien acogió a conocidos imperialistas como Octaviano Muñoz Ledo e Ignacio Aguilar y Marocho.

Por lo que respecta a Zamacona, algunos lo consideraron como una figura para dividir aun más el voto civilista como el candidato de El Monitor Republicano y como el representante del liberalismo viejo, el de la Reforma y el Segundo Imperio. Se sabía que en 1863 Zamacona y Francisco Zarco habían hecho mancuerna tanto en la prensa como dentro del gabinete de Benito Juárez, para desenmascarar el doble juego que estaba practicando Manuel Doblado, cacique de Guanajuato y quien por lo menos desde 1855 era el hombre fuerte del Bajío. Aunque alejado de la problemática mexicana, a Zamacona se le reconocía la posesión de conocimientos jurídicos y diplomáticos, lo mismo que un penetrante sentido de análisis acerca del concierto internacional. Tales facultades le habían servido para desempeñar un buen papel como ministro plenipotenciario en Washington y, por ello, fue consultado por el gobierno de Díaz para que diera su parecer en torno de las bases que pudieran servir para la elaboración de un protocolo que terminara con el extrañamiento diplomático que todavía existía entre las repúblicas de Francia y México. El asunto se resolvió favorablemente para ambas partes en diciembre de 1880.[ 26 ]

Otro que, aunque militar, combatía con la pluma era Vicente Riva Palacio, quien se consideraba con las aptitudes y los apoyos regionales en el importante Estado de México para contender por la presidencia. Sin embargo, el presidente Porfirio Díaz le hizo ver que no tenía posibilidades ni contaba con su apoyo; probablemente don Vicente pensaba que la referencia presidencial era para esa particular ocasión. En su calidad de ministro de Fomento había desplegado una enorme capacidad de imaginación y trabajo; sin embargo, es posible que Díaz percibiera cierta peligrosa versatilidad, referida a la idoneidad de los planes de Riva Palacio que tendían a la modernización del país, proyecto y principio de realización durante el régimen tuxtepecano y un elemento esencial para el periodo 1880-1910.

En otro espacio puede resultar interesante reflexionar acerca de las razones por las cuales ni González ni posteriormente el propio Díaz llamaron a Riva Palacio para que de nueva cuenta ocupara la cartera de Fomento y ésta fuese ocupada por el general Pacheco. Finalmente, en la óptica del ejecutivo, el caso de Riva Palacio era otra vez el de una independencia en el accionar político que no convenía; González lo comisionó para que escribiera un historia sobre la guerra de Intervención que a la postre daría lugar al México a través de los siglos.[ 27 ] Su postura crítica sobre la forma en que estaba terminando la administración de don Manuel le ocasionó que fuera encerrado en la cárcel de Santiago Tlatelolco. Su retención coincidió con la contienda presidencial de 1884. A manera de compensación, durante su segunda administración Díaz lo envió como ministro en España, otra diferencia con el ocaso que se cernía sobre Benítez.

Cosío Villegas afirma que la elección de Manuel González como candidato para la presidencia de la república se definió porque éste no había tenido una filiación política precisa ni tampoco un programa administrativo propio que fuera contrario a las líneas generales que había establecido Porfirio Díaz. Asimismo, que su postulación era el resultado de un entendimiento entre los gobernadores estatales, algunos de los cuales eran a su vez caciques regionales.[ 28 ] El presidente buscó que se identificara a González como un militar de amplia trayectoria y de auténtica filiación tuxtepecana; se trató de resaltar que, después de 1863, no había participado en otros círculos políticos que no fueran los liberales -las odiosas parcialidades que desde el nacimiento de la república habían provocado la existencia del nefasto "espíritu de partido"-. Para los gobernadores todavía no convencidos, Díaz hizo evidente que su candidato también contaba con el respaldo de los caciques norteños: Hipólito Charles, de Coahuila; Treviño, que a su vez era otro presidenciable, así como Francisco Naranjo y Servando Canales, de Tamaulipas.[ 29 ] La candidatura de González era de fusión porque, aunque la sostenía Díaz, no la impuso sin el parecer de sus todavía pares estatales.[ 30 ] Éstos se manifestaron en contra de la de Benítez y advirtieron que la ambición del abogado oaxaqueño podría generar inestabilidad y el surgimiento de alzamientos militares.

La situación política de Porfirio en 1880, esto es, la búsqueda de un consenso entre los diversos pares regionales relativo a la sucesión presidencial depositada en González, marcó un procedimiento distinto del unilateralismo de la candidatura única, que fuera desarrollada en 1884 durante la campaña para obtener la primera reelección. La diferencia resultó aun mayor en la segunda reelección de 1888, cuando Díaz ya se perfilaba como el caudillo indiscutible frente a los caciques de vieja raigambre. Éstos finalmente ya habían aceptado la sumisión respecto del poder central.

La contienda

La lectura de la prensa de aquella época no deja dudas de que la contienda por la presidencia primero entusiasmó porque, a pesar de todas las fallas electorales, los periódicos y los círculos políticos apoyaron abiertamente a sus respectivos candidatos. La segunda etapa refleja una franca crítica acerca de la existencia de una candidatura oficial y el detrimento que ello revestía frente a los otros candidatos. La última parte, que es posterior a los resultados de la elección, se caracteriza por una ausencia de comentarios sobre el presidente electo, pero al mismo tiempo señala la agenda pendiente que había dejado la administración de Porfirio Díaz.[ 31 ] La sucesión era un problema resuelto y las esperanzas del país se volcaban en González; para los más críticos, las formas en que se había llevado la elección presagiaban problemas mayúsculos.

Desde las páginas de El Monitor Republicano, José María Vigil señalaba que en los países republicanos y con una democracia consolidada no se presentaban crisis electorales, porque se tenían establecidas las formas por las cuales surgían los candidatos; el desarrollo de las contiendas era una hecho normal y el desenlace estaba perfectamente marcado. En cambio, en México las elecciones eran una especie "de logogrifo pavoroso, un conflicto de intereses y de pasiones encontradas, que al chocar hacen caer sobre el país un diluvio de males cuyo término no es posible prever ni calcular".[ 32 ] Señalaba que un año antes, la administración porfirista presentaba unidad entre sus elementos y hacía valer una preponderancia entre los llamados partidos políticos de oposición. Sin embargo, como resultado de la campaña presidencial, de repente el gobierno se veía atacado por los mismos que no hacía mucho tiempo la elogiaban. Apuntaba que hasta hace pocos días el partido tuxtepecano había sido el dominante; ahora éste se hallaba disuelto en cadenistas, benitistas, gonzalistas, agrupaciones que aparecen y mueren en derredor de nuevas personalidades. Finalizaba diciendo: el partido porfirista es ya una denominación histórica, sin ningún valor en la actualidad.

En síntesis, Vigil identificaba con claridad que la cuestión de la sucesión presidencial era un asunto que desestabilizaba a todos aquellos países que no contaban con una democracia consolidada como era el caso de México, que existía un faccionalismo al interior de la administración porfirista y que en 1880 el ascendiente del presidente era tan débil que el llamado porfirismo terminaría cuando tocara fin el cuatrienio. Ello lo expresó en enero; sin embargo, para finales del año, Vigil había comprendido que Díaz de ninguna manera estaba acabado.

En otra lectura, quizá más realista, la del político que ha estado adentro del gobierno y que en su óptica interpreta los problemas nacionales, Vicente Riva Palacio, quien además dirigía el llamado directorio gonzalista, sostenía que en la república mexicana, bajo un sistema democrático y de carácter liberal, un gobierno liderado por Manuel González buscaría mejorar las condiciones de vida, lo mismo que encauzar los principios civilizadores en beneficio de la sociedad. La nación quería hombres políticos pero que fueran prácticos e industriosos, que llegaran a los puestos públicos por medio del libre sufragio y no por medio de la revolución. El nuevo gobierno debería proseguir con un plan económico que protegiera la propiedad, que promoviera las inversiones y que fomentara el trabajo digno; todo ello evitaría las funestas consecuencias de la vagancia y la anarquía que propugnan los socialistas y heriría de muerte al monopolio que limita la competencia y encarece los productos. Asimismo, se pronunciaba por el pago de todos aquellos créditos reconocidos por la nación, y en este sentido el autor secundaba la postura mexicana desde el tiempo de Juárez: las liquidaciones deberían hacerse de acuerdo con las leyes existentes.[ 33 ] Riva Palacio impulsaba un proyecto del gobierno que él consideraba como el más adecuado para México: el fomento de la inversión nacional y extranjera para la creación de infraestructura y el cumplimiento de pagos respecto de las deudas que la república tenía con sus acreedores internos y extranjeros, Gran Bretaña, España y Francia. El régimen de Porfirio Díaz había pagado puntualmente los créditos que tenía con los Estados Unidos y de ello informó la prensa nacional dando noticia de los montos liquidados.

Una vez que la candidatura de Manuel González empezó a tener alguna fuerza, la prensa que favorecía a los otros candidatos empezó por recordar los antecedentes políticos de aquél durante la guerra de Reforma, subrayando que él había formado parte de las huestes conservadoras que dieron muerte a Santos Degollado y a Leandro Valle. Salvador Quevedo y Zubieta agregaba: "podemos asegurar que con la presidencia del general González viene la reacción, el predominio absoluto del partido conservador, de la pérdida de las instituciones y la más espantosa de las tiranías".[ 34 ] Se insistía en que los conservadores habían iniciado la guerra civil que tantos muertos y problemas internacionales había provocado, que después de más de un década de los "acontecimientos de Querétaro", y a pesar de estar derrotados, continuaban criticando el orden de cosas en México, producto de la Constitución de 1857. Para la prensa liberal, los conservadores todavía soñaban con el restablecimiento de un gobierno que tuviera como base el dominio de las clases privilegiadas, entre ellas "la dictadura de la sotana".

En cambio, La Constitución subrayaba que un gobierno encabezado por los señores Vallarta o Zamacona sería de hombres apegados al credo liberal, conscientes del peso de la ley, los cuales seguirían una marcha constitucional. Los dos abogados habían comprendido que alcanzar la modernidad política significaba que el país tuviera un gobierno democrático en manos de civiles; por el contrario, aunque el gobierno del general González estuviese lleno de energía y fuese el terror de los revolucionarios, sería exclusivista por su proclividad a fomentar redes clientelares. Para los liberales y para la gente instruida, la existencia de una administración militarista y cuasi conservadora significaba que por cuatro años quedaría velada la Constitución.[ 35 ] En este mismo orden de cosas, el periódico La Paz señalaba en su editorial titulado "El gran problema" que muchas personas no estaban de acuerdo en que la instauración de un clima pacífico a lo largo de la república pudiera resultar de colocar en la presidencia a un militar, aunque éste fuese de reconocido prestigio. Subrayaba que el presidente Díaz, aunque soldado, había podido gobernar en paz debido a su honradez, a su buena fe y a su decidido empeño por hacer el bien a su país y a sus conciudadanos. Exaltar las virtudes del ejército por el solo hecho de serlo era un inconveniente: "cuando los militares se encargan de dirigir los intereses de un país, las ruedas de la prosperidad se paran y la antorcha de la civilización se extingue".[ 36 ]

Durante los primeros meses de 1880 circuló ampliamente la noticia de que González no era mexicano, pues había nacido en España y ello lo imposibilitaba constitucionalmente (artículo 77) para ser presidente de la república. La respuesta que tuvo que elaborarse no fue rápida, pues lo mismo el ministro mexicano en España, el general Ramón Corona, tuvo que buscar la fe de bautismo, y Servando Canales hizo lo propio en Tamaulipas. Se pudo establecer que Manuel González había nacido en el rancho El Moquete, cercano a Matamoros, en junio de 1832. Otros documentos señalan 1833.[ 37 ] Tiempo después los ataques se endurecieron al señalar que, si González llegaba a la presidencia, sería Ramón Fernández quien verdaderamente gobernase, como había sucedido en Michoacán.[ 38 ]

Los comentarios acerca de la contienda electoral pasaron de una confianza en un proceso electoral equilibrado a la crítica de la existencia de un candidato oficial; sin embargo, pocas veces se mencionó abiertamente al general Díaz como promotor de la causa gonzalista. A manera de ejemplo de lo que significaba un candidato privilegiado por el gobierno, el diario La Paz reprodujo del chileno José Victorino Lastarria lo siguiente:

Las candidaturas oficiales son el complemento de la intervención del ejecutivo en las elecciones y simbolizan la anulación del ejercicio de la soberanía nacional, pues ésta deja de existir desde el instante en que el Estado se atribuye el poder de elegir a los funcionarios en quienes la nación debe delegar el poder político ¿Para qué puede servir el derecho al sufragio, si han de ser los gobernantes mismos los que designan y apoyan a los candidatos elegibles, si ellos han de dirigir las elecciones y convertirlas en una función destinada al servicio de sus intereses políticos? ¿Qué será de la soberanía si sus representantes han de ser los servidores del poder político, designados por él mismo, si ello viene a ser un derecho del Estado para constituirse y organizarse a sí propio, y no un derecho de la nación para constituir y organizar al Estado.[ 39 ]

Pero si bien la cita reproducida por el periódico dejaba ver la impugnación referente a la injerencia del ejecutivo en el plano de las facultades del Estado y del derecho de gentes, El Zacatecano ponía el acento en el conflicto del siglo XIX hispanoamericano: en el caso de que González ocupe la presidencia "no será por voluntad del pueblo sino por los ardides del centro".[ 40 ] Era la protesta que hacía el candidato presidencial Trinidad García de la Cadena, cacique de Zacatecas. Su oposición, en 1880, a las formas en que se estaba llevando a cabo la contienda presidencial no fue perdonada por González, quien durante su administración le fomentó problemas electorales en su estado. Luego su desafecto por el régimen de Díaz fue mayúsculo, y en 1886 se reveló: ¡murió cuando intentaba huir!

Mientras la campaña evolucionaba y se hacía más evidente la parcialidad del régimen en el poder, José María Vigil subrayó que no era suficiente contar con el apoyo oficial para constituir un gobierno, el partido gonzalista debería definir su posición, que la nación supiera cuáles eran los títulos con los que se pretendía ejercer el poder y quiénes en suma serían los individuos que, asumiendo las bondades de dicho proyecto de gobierno, formarían parte de la futura administración.[ 41 ] El Vigilante respondió al día siguiente de haberse verificado las elecciones señalando cuál era el programa político del partido gonzalista. Un buen gobierno era aquél que tenía como ley el desarrollo de los principios democráticos, que proveía de empleos y huía del favor como regla. Un gobierno positivo era inflexible en castigar el crimen como celoso en prevenirlo; era el que promovía todo aquello que pudiera resultar en un beneficio general. Para la consecución de esto último debía comprenderse que en la época del vapor y la electricidad, México no podía bastarse por sí mismo, el aislamiento de una sociedad civilizada equivalía a perpetuar el statu quo. México debía resolver el problema de sus relaciones exteriores -aún no se restablecían con Francia y la Gran Bretaña-. Era perentorio arreglar la deuda pública, promover la simplificación del cobro de impuestos, la distribución equitativa de la recaudación fiscal entre los estados de la federación y la creación del crédito a partir del establecimiento de bancos hipotecarios, de avío y de emisión. Finalmente y por ello de la mayor importancia, el nuevo gobierno buscaría hacer mejores presupuestos y trataría de llegar a una nivelación entre los ingresos y los egresos. La consecuencia inmediata de dicha reforma sería crear confianza entre los capitalistas extranjeros, la promoción de grandes inversiones, el aumento de la producción, más empleo, mayor consumo, un ejemplo y estímulo para los capitales nacionales, en fin la generación y el movimiento de la riqueza pública.[ 42 ]

Vigil, con cierta incredulidad, señaló que de años atrás se venía repitiendo que lo que México necesitaba para acabar con sus problemas era que los gobiernos hicieran poca política y mucha administración. Criticaba que "este expresivo galicismo" había surgido en las altas esferas de los círculos políticos y podía ya considerársele como el procedimiento de todo un programa oficial. Días más adelante comentó que en el ambiente flotaba la creencia de que en el futuro gabinete del presidente Manuel González, el general Díaz sería ministro de la Guerra, a lo que él mismo se contestaba: ¡se contentará con papel tan modesto pudiendo dirigir la política entre bastidores!

Una vez pasadas las elecciones y para rematar acerca de lo que estaba sucediendo, Vigil subrayó que el espíritu del personalismo en la dirección del gobierno era un vicio perjudicial para el desarrollo de las instituciones democráticas en México. Definía: el personalismo es subordinar el bien general a los intereses del caudillo que son procurados por sus parciales, no importando si los medios fueron o no lícitos. Y agregaba: igualmente negativa resulta la falsa idea de que el partidario tiene que abdicar de toda su independencia en aras de la subordinación ilimitada respecto de su jefe; ello es una práctica abusiva y antidemocrática, es considerar como un compromiso sagrado las aspiraciones del patrón, aunque se cometan los mayores errores y aberraciones:

Tal abnegación, tal lealtad si se quiere tendrá todos los caracteres góticos de las virtudes feudales, pero está muy lejos de ese sentimiento de independencia y dignidad inherente a los ciudadanos de la repúblicas democráticas [.]. Lo que queremos es el predominio del bien público sobre el individual, el imperio de la mayoría sobre las decisiones autoritarias de esa especie de pontífices políticos.[ 43 ]

El editorial de Vigil no dejaba dudas acerca de su profundo desafecto respecto del cómo se había construido la candidatura de González; era la crítica a los apoyos clientelares que se habían formalizado y a la multiplicidad de personeros que, con tal de quedar bien con Díaz y con la mirada en seguir gozando de las primicias del poder, eran capaces de llegar a la abyección total. La victoria había sido aplastante según el informe que dio la comisión escrutadora del Congreso el 24 de septiembre. González había obtenido once mil votos frente a mil quinientos de Benítez y poco más de mil que le correspondieron a García de la Cadena; el resto de los candidatos había recibido cantidades insignificantes. La abismal diferencia en el número de votos así como el triunfo de los candidatos oficiales para la Cámara de Diputados y las legislaturas locales, todo ello, era lo que en el argot moderno se conoce como "carro completo". Pero al menos la de 1880 había sido una elección. Cuatro años más tarde Díaz volvió a ganar de manera arrolladora pero no había contrincantes; por lo tanto, en estricto sentido, no era una elección. Los caciques, los políticos, los militares y en general los votantes habían ya perdido la dignidad a la que hacía mención Vigil. Significaba el control del caudillo, ese engendro de patriarca público.

Al analizar los datos que arrojó la elección, puede afirmarse que ésta era el producto de las recomendaciones de la autoridad central, que como órdenes terminantes habían sido retomadas por la mayoría de los gobernadores, de los presidentes municipales y de los agentes de la policía. El resultado era que en la composición del Congreso como en las legislaturas locales no estaban los más aptos ni los más liberales y probos sino "los más fieles a la consigna [.], los que han contraído títulos en la complicidad de actos reprobables".[ 44 ]

Para Águila, en la elección de 1880, ninguno de los candidatos era en sustancia una alternativa progresiva, distinta o alejada de la representada por González. Brillaron por su ausencia el candidato que representara al lerdismo, o bien los extremos, el de un candidato que fuera conservador-religioso o aquel que retomara las banderas del liberalismo puro.[ 45 ] En la óptica de Cosío Villegas, la elección de 1880 se caracterizó por una falta de figuras reconocidas desde el punto de vista nacional, y ello favoreció a Manuel González. Sin embargo, esa misma situación provocó que en dicho momento Díaz apareciera como el gran concertador de intereses, como el constructor de un régimen que ofrecía continuidad en los temas nacionales, como el hombre que había fomentado una transición pacífica y legal. Estas últimas tres características no eran poca cosa para ese pueblo -el de las instituciones intermedias mencionadas al inicio del artículo- que ya estaba comenzando a disfrutar la mies de la estabilidad. Según las preocupaciones de Vigil, qué y por qué ese pueblo mexicano estaba sacrificando sus libertades es una pregunta que se antoja volver a replantear para revalorar el muchas veces mencionado anhelo de paz que capitalizó el Porfiriato.

Epílogo

En el primer gabinete de Manuel González, Díaz no ocupó la cartera de Guerra sino la de Fomento, importante por el presupuesto que manejaba y por la importancia que el régimen le concedía al desarrollo en infraestructura que el país estaba experimentando. Meses después se convirtió en gobernador del estado de Oaxaca, obteniendo en diversas ocasiones licencias para atender asuntos privados, para viajar al extranjero, para mantenerse activo y comunicado con los círculos políticos del país. Igualmente fue senador que miembro de la Suprema Corte de Justicia. A lo largo de cuatro años no se mantuvo quieto ni quiso disfrutar del amparo de la vida privada; sus movimientos eran reseñados por los periódicos y era objeto de magníficos recibimientos. Hacia mayo de 1883 un desplegado firmado por generales como Sóstenes Rocha y Mariano Escobedo y civiles como Pablo Macedo, Justo Sierra y Manuel María de Zamacona proponía a Porfirio Díaz como su candidato para las elecciones de 1884.

El temprano lanzamiento de Díaz, que coincide con una orquestada campaña de críticas a la administración y vida privada del presidente González, tuvo su razón de ser porque don Manuel había resultado más independiente de lo que Díaz esperaba y los logros del tamaulipeco, lo mismo en el terreno de las inversiones extranjeras que en el asunto de crearse un círculo político propio a partir de una bien manejada estrategia de incorporación de ciertos personajes que en los años setenta habían combatido a Díaz, lo hicieron peligroso para éste. Era la independencia que no soportaba el caudillo en ciernes. Muchas habían sido en el terreno político las víctimas de Porfirio y, aunque existía un tácito acuerdo entre los compadres para el relevo presidencial, Díaz sabía por experiencia propia que la gente cambiaba durante el ejercicio del poder y ello era la duda que lo atormentaba desde el primero de diciembre del ochenta.

Los historiadores que han estudiado el Porfiriato consideran la administración de González como la de un capítulo del mismo régimen instalado en 1876, el cual culminó con la Revolución Mexicana. Don Coever la llamó un interregnum y José Valenzuela la ha concebido como la administración que colocó los cimientos "de la futura dictadura, es decir, fue un gobierno de transición".[ 46 ] Victoriano Agüeros, editor del diario conservador El Tiempo, señalaba que de un extremo a otro de la república la única voluntad existente era la de un hombre: la del presidente; que en el país no había política nacional, ni de principios ni de partido, lo único que dominaba era una oligarquía que, a la sombra de las llamadas libertades, estaba produciendo el más infame de los servilismos; "si ésa es la libertad, maldita sea [.] nada hay más despótico, nada más tiránico que la libertad del liberalismo".[ 47 ]

[ 1 ] Enciclopedia Internacional de las Ciencias Sociales, Madrid, Aguilar, 1976, v. 2, p. 223.

[ 2 ] El análisis de las ideas vertidas en los planes políticos que se sucedieron a lo largo del siglo XIX mexicano, aunado a los comentarios que surgen a partir de la lectura de la correspondencia particular y de los conceptos expuestos en diversos textos de aquella época, como los que surgen a partir de la más contemporánea tesis acerca de la seguridad nacional, puede llevar a afirmar que problemas como el faccionalismo, la atomización y el peligro de una desaparición del Estado siempre han estado presentes en las quejas de los militares que exigen el ejercicio de un poder aglutinador y organizativo en la persona de un caudillo. Véase Brian Loreman y Thomas Davies, The politics of antipolitics: the military in Latin America, Lincoln, University of Nebraska Press, 1989, p. 19-21.

[ 3 ] Peter H. Smith, "The search for legitimacy", en Hugh Hamill, Caudillos, dictators in Spanish America, Tulsa, University of Oklahoma Press, 1992, p. 88-89.

[ 4 ] A manera de ejemplo se incluyen dos definiciones jurídicas que pueden explicar el sentido de las categorías que utiliza Smith. Dominio: "Es el derecho real en virtud del cual una cosa se encuentra sometida a la voluntad y a la acción de una persona. Es inherente a la propiedad el derecho de poseer la cosa, de disponer o de servirse de ella, de usarla y gozarla según la voluntad del propietario. Él puede desnaturalizarla, degradarla o destruirla (teoría predominante en el siglo XIV)", en José Alberto Gorrone, Diccionario jurídico Abeledo-Perrot, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, t. 1, 1993, p. 806. "Algunas definiciones señalan la ilimitación del dominio hasta el punto que muchas legislaciones consideran que lleva implícito no sólo el derecho de usar una cosa, sino también el de abusar de ella. Es el jus utenti atque de los exégetas romanos". Véase Manuel Ossorno, Diccionario de ciencias jurídicas, políticas y sociales, Argentina, Hebosti, 1974, p. 265. Acerca de las características del poder, éste se utiliza como la capacidad de lograr objetivos comunes y, en un sentido más amplio, el poder se entiende como el potencial que tienen personas, familias, religiones o partidos políticos para cambiar un estado de cosas. Existen varios tipos de poder como el poder destructivo, el poder productivo y el poder integrativo. Éste último tiene la capacidad de construir organizaciones, unir gente, inspirar lealtad y crear legitimidad; sin embargo, como cualquier poder, el integrativo tiene la vertiente de crear enemigos, porque todo poder cuenta con una tendencia aniquiladora y excluyente. Para mayor información, véase Kenneth E. Boulding, Las tres caras del poder, Barcelona, Paidós, 1993.

[ 5 ] "Incierto: La incertidumbre de los actos jurídicos puede resolverse por la nulidad, por la ineficacia y aun por la inexistencia del acto, así como mediante una norma legal de presunción que subsane o supla la incertidumbre", en José Alberto Gorrone, Diccionario jurídico Abeledo-Perrot, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, t. 1, 1993, p. 292.

[ 6 ] Peter H. Smith, "The search for legitimacy", en Hugh Hamill, Caudillos, dictators in Spanish America, Tulsa, University of Oklahoma Press, 1992, p. 93-94.

[ 7 ] Véase José Luis Romero, Latinoamérica: las ciudades y las ideas, México, Siglo XXI, 1976.

[ 8 ] Antonio Annino, "Soberanías en lucha", en Annino Antonio et al., De los imperios a las naciones: Iberoamérica, Zaragoza, Ibercaja, 1994, p. 229.

[ 9 ] Véanse Marcello Carmagnani, "El liberalismo, los impuestos internos y el Estado federal mexicano, 1857-1911", en Carlos Marichal, La economía mexicana, siglos XIX y XX, México, El Colegio de México, 1992 (Lecturas de Historia Mexicana, 4), y Estado y mercado: la economía pública del liberalismo mexicano, 1850-1911, México, El Colegio de México, 1994.

[ 10 ] Antonio Annino, "Soberanías en lucha", en Annino Antonio et al., De los imperios a las naciones: Iberoamérica, Zaragoza, Ibercaja, 1994, p. 253.

[ 11 ] Francisco Entrena Durán, México: del caudillismo al populismo estructural, Sevilla, Escuela de Estudios Hispano-Americanos, 1995 (Colección Difusión y Estudio), p. 23.

[ 12 ] Jaime Olveda, "El cacicazgo de Gordiano Guzmán", en Carlos Martínez Assad, Estadistas, caciques y caudillos, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1988, p. 18. Los casos de existencia de poderes caciquiles eminentemente locales, que se enfrentan pero que al mismo tiempo coexisten en una determinada entidad, muestran el grado de atomización del poder político y la existencia de diversos intereses económicos. En diversos momentos los estados de Guerrero, Oaxaca, Puebla o Tamaulipas, por mencionar tan sólo algunos casos, contaron con varios caciques locales, situación que resalta frente al poder estatal o regional que ejercieron caciques como Pesqueira en Sonora y el noroeste, Doblado en Guanajuato y el Bajío y Terrazas en Chihuahua.

[ 13 ] François Chevalier, "The roots of caudillismo", en Hugh Hamill, Caudillos, dictators in Spanish America, Tulsa, University of Oklahoma Press, 1992, p. 33-34.

[ 14 ] François-Xavier Guerra, Del Antiguo Régimen a la Revolución, México, Fondo de Cultura Económica, 1988, v. 1, p. 15.

[ 15 ] Francisco Entrena Durán, México: del caudillismo al populismo estructural, Sevilla, Escuela de Estudios Hispano-Americanos, 1995 (Colección Difusión y Estudio), p. 86.

[ 16 ] Durante la administración de Manuel González se crearon los nuevos códigos de comercio y minería. Este último dio un vuelco total respecto de la legislación anterior reconociendo, a la usanza anglosajona, que el inversionista también era propietario del subsuelo y no solamente disfrutaba de una concesión del Estado. De igual forma resultan cardinales para el desarrollo material de las administraciones González-Díaz, la negociación de sendos tratados comerciales con el imperio Alemán (1883), con Estados Unidos (1884) y con la Gran Bretaña (1886).

[ 17 ] Friedrich Katz, " Mexico. Restored Republic and Porfiriato 1867-1910", en Leslie Bethell, The Cambridge History of Latin America, Cambridge University Press, 1986, v. V, p. 3.

[ 18 ] Georgette José Valenzuela, "Ascenso y consolidación de Porfirio Díaz, 1877-1888", en Javier Garciadiego, et al., Gran historia de México ilustrada. De la Reforma a la Revolución, 1852-1920, México, Planeta-Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2001, t. IV, p. 93.

[ 19 ] José C. Valadés, El pensamiento político de Benito Juárez, México, Manuel Porrúa, 1972, p. 155.

[ 20 ] François-Xavier Guerra, "El Porfiriato: su construcción, 1876-1895", en F.-X. Guerra, y Mariano E. Torres, Estado y sociedad en México, 1867-1929, Puebla, El Colegio de Puebla, 1988, p. 72.

[ 21 ] Marcos Águila, El liberalismo mexicano y la sucesión presidencial de 1880, México, Miguel Ángel Porrúa-Universidad Autónoma Metropolitana Azcapotzalco, 1995, p. 9-10.

[ 22 ] Carta de Porfirio Díaz al gobernador de Oaxaca, Tecoac, 16 de noviembre de 1876, tomada de Apuntes para la biografía del general de División Manuel González, México, Tipografía de Filomeno Mata, 1879, p. 98-99, en Georgette José Valenzuela, "Ascenso y consolidación de Porfirio Díaz, 1877-1888", en Javier Garciadiego et al., Gran historia de México ilustrada. De la Reforma a la Revolución, 1852-1920, México, Planeta-Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2001, t. IV, p. 83.

[ 23 ] La historiografía tradicional consideró el gobierno de Manuel González un capítulo del prolongado Porfiriato y bajo esta concepción ha sido estudiado. En esta línea se encuentran desde los trabajos de José C. Valadés y Daniel Cosío Villegas hasta recientemente estudios como el del ya citado de Marcos Águila (1995) y el de Paul Garner (2001). Sin embargo, los diversos sucesos del periodo gonzalista motivaron que desde el siglo XIX Salvador Quevedo y Zubieta escribiera un texto muy crítico, al grado de ser considerado libelo según algunos estudiosos, o bien su único biógrafo Don Coever produjera una tesis convenientemente documentada, dándole a la administración de González un carácter de interregnum del Porfiriato. Más recientemente, Morelos González Canseco escribió una biografía novelada, y Georgette José Valenzuela estudió su archivo, que se encuentra en la Universidad Iberoamericana, produciendo dos catálogos y recientemente un capítulo de una historia general de México, ya citada en este texto. El mismo acervo ha dado por resultado otros dos libros, cuya autoría es de María Eugenia Ponce Alcocer y de Carlos González Montesinos, respectivamente.

[ 24 ] Georgette José Valenzuela, "Ascenso y consolidación de Porfirio Díaz, 1877-1888", en Javier Garciadiego, et al., Gran historia de México ilustrada. De la Reforma a la Revolución, 1852-1920, México, Planeta-Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2001, t. IV, p. 83.

[ 25 ] María Eugenia Ponce Alcocer, La elección presidencial de Manuel González, 1878-1880: preludio de un presidencialismo, México, Universidad Iberoamericana, 2000, p. 3. La extensa, bien documentada e importante investigación realizada por Ponce Alcocer brinda una interesante visión sobre distintos temas que rodean la elección de 1880. En su capítulo primero estudia el sistema electoral que emanó de la Constitución de 1857 y los mecanismos para fomentar el voto clientelar. En el segundo hace un recorrido de la forma como los presidentes se percataron de que con dicha constitución era difícil gobernar puesto que se necesitaba un ejecutivo fuerte; en este apartado se agregan sendos perfiles de los candidatos Benítez y Vallarta. El tercer capítulo muestra a Díaz como el gran elector y se analizan las posibilidades de García de la Cadena, Zamacona, Riva Palacio, etcétera. Finalmente, en las secciones cuarta y quinta Ponce discute los mecanismos de las alianzas políticas e identifica los casos de aquellas entidades donde los contrarios a González ganaron la elección. La diferencia era que los opositores al candidato oficial habían contado con el decidido respaldo del gobernador estatal.

[ 26 ] Para mayor información, véase Silvestre Villegas, Mexico's British debt and the question of rupture and restoration, tesis de doctorado en Historia, University of Essex, 2001, p. 189-190.

[ 27 ] En el Archivo Histórico de la Secretaría de Relaciones Exteriores, México, bajo la clasificación de Vicente Riva Palacio, resulta de gran interés ver los informes acerca de los datos que pudieron ser encontrados por otros diplomáticos y agentes consulares de la república acreditada ante distintos países, acerca de la Intervención francesa y el Segundo Imperio, mismos que le fueron remitidos al coordinador de la obra. Al respecto, véase Silvestre Villegas Revueltas, "Sebastián Scherzenlechner y México", Históricas. Boletín de Información del Instituto de Investigaciones Históricas, n. 50, 1997, p. 35-37. Sobre la contienda presidencial de 1880, Vicente Riva Palacio dirigió El Coyote, periódico creado con el exclusivo objeto de apoyar la candidatura de González. En el libro de Eugenia Ponce se reproducen algunas magníficas caricaturas aparecidas en dicho diario y que hacen mofa lo mismo de Benítez que de otros candidatos presidenciales y de sus apoyos políticos.

[ 28 ] Daniel Cosío Villegas, Historia moderna de México. El Porfiriato. Vida política interior. Primera parte, México, Hermes, 1970, p. 588.

[ 29 ] "Don Servando Canales está considerado como un verdadero cacique que logró conservar la paz en el Estado mediante un original sistema político que puso en práctica y que consistía en concentrar en un lugar determinado a todos los elementos nocivos y perturbadores del orden [.] les facilitaba los medios para que se eliminaran unos a otros", en Santos Guzmán Treviño, Compendio de historia de Tamaulipas, México, Editorial del Magisterio, 1963, p. 124.

[ 30 ] Maribel Miró Flaquer, Catálogo de documentos-Carta de la Colección Porfirio Díaz- Tamaulipas, marzo 1876, noviembre 1885, Ciudad Victoria, Universidad Autónoma de Tamaulipas, Instituto de Investigaciones Históricas, 1985, p. 90-93.

[ 31 ] Frente a los materiales usados en los estudios ya publicados sobre Manuel González, particularmente su archivo ubicado en la Universidad Iberoamericana, en esta sección se privilegió el uso de fuentes hemerográficas, porque la riqueza de títulos y la variedad de enfoques producidos por los editorialistas brindan una visión diaria, apasionada, de aquellos que vivieron la contienda presidencial de 1880.

[ 32 ] "Editorial", El Monitor Republicano, 1o. de enero de 1880, Biblioteca Miguel Lerdo de Tejada, Secretaría de Hacienda y Crédito Público.

[ 33 ] "Año nuevo", El Ferrocarril, 1o. de enero de 1880, Biblioteca Miguel Lerdo de Tejada, Secretaría de Hacienda y Crédito Público.

[ 34 ] "La candidatura de Manuel González", La Constitución, 23 de marzo de 1880, Hemeroteca Nacional, Universidad Nacional Autónoma de México.

[ 35 ] Prisciliano Díaz, "La situación", La Constitución, 5 de marzo de 1880, Hemeroteca Nacional, Universidad Nacional Autónoma de México.

[ 36 ] Isidro Montiel, La Paz, 18 de mayo de 1880, Hemeroteca Nacional, Universidad Nacional Autónoma de México.

[ 37 ] Aurelio Melgarejo, Información ad perpetuam rendida ante el juzgado del distrito norte de Tamaulipas en representación del C. Manuel González para demostrar que éste nació en territorio de la república mexicana y que en consecuencia es mexicano por nacimiento, México, Horcasitas, 1880, p. 5, 11 (Biblioteca Marte R. Gómez, Ciudad Victoria, Tamaulipas, Fondo Gabriel Saldívar).

[ 38 ] Fernández fungió como secretario particular durante la gubernatura de González. Estando éste en la presidencia lo nombró gobernador del Distrito Federal haciendo interesantes negocios en las líneas de vapores que surcaban los lagos del valle de México. Luego, el presidente lo nombró ministro plenipotenciario en Francia y éste trató infructuosamente de llegar a un acuerdo en torno de una posible reconversión de las deudas que México tenía con el Comité de Tenedores de Bonos Mexicanos en Londres. Su hija se casó con Manuel González hijo.

[ 39 ] "Lecciones de política positiva", La Paz, 20 de mayo de 1880, Hemeroteca Nacional, Universidad Nacional Autónoma de México.

[ 40 ] "Las elecciones", El Zacatecano, citado por La Constitución, 2 de junio de 1880, Hemeroteca Nacional, Universidad Nacional Autónoma de México.

[ 41 ] "Boletín", El Monitor Republicano, 23 de junio de 1880, Biblioteca Miguel Lerdo de Tejada, Secretaría de Hacienda y Crédito Público.

[ 42 ] "Programa de gobierno", El Vigilante, 28 de junio de 1880, Hemeroteca Nacional, Universidad Nacional Autónoma de México. Es importante señalar que una vez pasadas las elecciones, Manuel González sufrió dos atentados contra su vida, uno en Guadalajara y otro en León. El secretario de Guerra Carlos Pacheco le advirtió (23 de julio) que se cuidara de las personas que lo acompañaban en su comitiva, "con usted van dos asesinos pagados y en los cuales parece que usted tiene confianza. Esté usted prevenido", Carlos González Montesinos, El general Manuel González. El Manco de Tecoac, México, Comunicación Gráfica, 2000, p. 580.

[ 43 ] "Boletín", El Monitor Republicano, 10 de julio de 1880, Biblioteca Miguel Lerdo de Tejada, Secretaría de Hacienda y Crédito Público.

[ 44 ] "La organización del Partido Liberal", El Monitor Republicano, 14 de agosto de 1880, Biblioteca Miguel Lerdo de Tejada, Secretaría de Hacienda y Crédito Público.

[ 45 ] Marcos Águila, El liberalismo mexicano y la sucesión presidencial de 1880, México, Miguel Ángel Porrúa-Universidad Autónoma Metropolitana Azcapotzalco, 1995, p. 97. Respecto de la participación de los católicos, François-Xavier Guerra ha sostenido que, como parte de esa política de acercamiento entre los diversos actores políticos, Porfirio Díaz solicitó a la jerarquía eclesiástica que no apoyara movimientos rurales que ostentaran como bandera la defensa de la religión. Otra condición es que no hicieran política en tanto católicos, sino que podrían hacerlo de manera individual.

[ 46 ] Georgette José Valenzuela, "Ascenso y consolidación de Porfirio Díaz, 1877-1888", en Javier Garciadiego et al., Gran historia de México ilustrada. De la Reforma a la Revolución, 1852-1920, México, Planeta-Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2001, t. IV, p. 91.

[ 47 ] Daniel Cosío Villegas, Historia moderna de México. El Porfiriato. Vida política interior. Primera parte, México, Hermes, 1970, p. 706.

Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, Marcela Terrazas y Basante (editora), Alfredo Ávila (editor asociado), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 25, 2003,
p. 115-148.

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