Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México

 

Alfredo Ávila, En nombre de la nación: la formación del gobierno representativo
en México, 1808-1824,
México, Taurus-Centro de Investigación y Docencia Económicas, 2002, 415 p.

María José Garrido Asperó
Instituto de Investigaciones Doctor José María Luis Mora


En la década de 1990 se dieron a conocer algunas obras que ofrecieron una distinta interpretación de la revolución de independencia. En términos generales esta reciente historiografía señaló que para tener una explicación más cabal del proceso de emancipación de la Nueva España y de la formación del Estado nacional mexicano debíamos ubicar este proceso dentro de la dimensión de otro más amplio y complejo: el de la revolución política liberal del mundo hispánico. Esta historiografía propuso entender la revolución de independencia como parte del proceso que culminó con la disolución del imperio español en América y como parte también del que condujo a la quiebra del Antiguo Régimen.

El análisis del impacto que tuvo la revolucionaria legislatura de Cádiz para autonomistas, insurgentes y realistas (ahí se incluye el estudio de las ideas, las instituciones y las prácticas políticas), el del comportamiento de los diversos sectores urbanos desafectos al régimen colonial y sus vínculos con la insurgencia y el de las propuestas y formas de organización política de los levantados en armas han motivado que los especialistas del periodo pongan mayor atención en los aspectos políticos que acompañaron al movimiento militar y acuerden que la revolución de independencia fue un proceso fundamentalmente político.[ 1 ]

Alfredo Ávila, formado en esa tradición, propone en En nombre de la nación. La formación del gobierno representativo en México[ 2 ] que entre 1808 y 1824 ocurrió en nuestro país una verdadera revolución. Este periodo no sólo marcó el fin de la dependencia con España, también, afirma el autor, produjo "una transformación radical en la cultura política". En palabras de Luis Villoro se arribó a "la racionalización del fundamento de legitimidad del poder" (p. 14). La soberanía nacional en oposición a la absoluta fue, desde entonces, el argumento que debía legitimar a los gobiernos y sus proyectos y el discurso al que debían recurrir aquellos que desearan dirigir los destinos del país.[ 3 ]

El interés primordial de Alfredo Ávila es comprender las características que conformaron el sistema representativo mexicano en sus orígenes y (aunque esta obra concluye en 1824) dilucidar el impacto que tuvo en el orden político postindependiente. Para ello, nos ofrece un análisis cuidadoso no sólo de las diversas formas que desde la teoría y la legislación adquirió el sistema representativo, desde el Antiguo Régimen hasta el establecimiento de la república federal, sino también de las prácticas políticas que acompañaron la adopción de los principios liberales y, de gran importancia, de las contradicciones que implicaron.

Las tesis que sostiene y lleva a buen término son, por un lado, que el sistema representativo mexicano se nutrió tanto de la experiencia liberal española, las instituciones y la legislación que derivó de esas Cortes como de la insurrección popular iniciada en 1810. Alfredo Ávila afirma que, si bien fracasaron los proyectos políticos de los insurgentes, "la guerra que les dio origen cambió de manera radical la cultura política de las comunidades y pueblos que se levantaron en armas" (p. 17) en favor o en contra del régimen colonial.[ 4 ] Por el otro, que la transición de un orden político tradicional a uno moderno se complica a la luz de las contradicciones. El nuevo modelo de representación política liberal, que parte de un principio democrático, en el que la soberanía pertenece al conjunto de los individuos que integran la nación (quienes lo ejercen a través del voto), en la práctica evitó que fueran todos los ciudadanos los que participaran en los negocios públicos. Ese sistema efectivamente otorgó la igualdad ante la ley, permitió que amplios sectores de la población tomaran parte en las decisiones, politizó a la población pero no concedió la igualdad política total. De ahí que la marginación de amplios sectores en la toma de decisiones no sea una supervivencia de la cultura política de Antiguo Régimen, muy al contrario, es un producto del régimen liberal (p. 298).

Ávila también propone que al consumarse la independencia, tanto por la situación de guerra como por las contradicciones del liberalismo, surgieron distintas voces que afirmando ser portadoras de la voluntad nacional marcaron tres opciones distintas al sistema representativo mexicano: la vía del poder legislativo, la del caudillismo y la del ejército (p. 201).

Así, sin negar el significado que tuvo Cádiz en la formación de un gobierno constitucional y representativo en México, la interpretación que ofrece el autor, sustentada en un sólido trabajo de investigación y reflexión, contribuye a superar el mayor obstáculo en la comprensión de los orígenes del sistema representativo en México y nos proporciona una más adecuada valoración de los cambios y las continuidades que se dieron en el proceso de transición del Antiguo Régimen al sistema liberal representativo.

El autor entiende por cultura política "el conjunto de prácticas y creencias que afectan las relaciones de poder en una sociedad" (p. 14) y es este razonamiento el que le permite plantear y demostrar que la cultura política liberal no se reprodujo en México tal como se planteaba en el modelo ideal (que, por cierto, tampoco se estableció por completo en ningún otro país), pues no sería a través de las urnas como se decidiría el rumbo de los negocios públicos sino a través de los pronunciamientos militares, portavoces, según sus dirigentes, de la voluntad nacional (p. 297). Y esto es lo realmente novedoso del trabajo.

De tal manera, fueron las tradicionales representaciones corporativas y los nuevos actores sociales y políticos (caudillos, ejércitos, clases medias aspirantistas, agitadores profesionales, etcétera) los que dirimieron los conflictos en el México postindependiente, pese a que el modelo de representación política adoptada desde Cádiz había quedado como precepto legislativo (p. 298). En nombre de la nación demuestra que, si bien los cambios generados por la guerra y el funcionamiento de las nuevas instituciones liberales transformaron el régimen, la cultura política que se adoptó es incomprensible sin el recuento de las prácticas que lo sustentaron, el análisis de sus contradicciones y la negociación entre los actores políticos.

En el primer capítulo se ocupa el autor de estudiar la representación política de Antiguo Régimen. Muestra que en ese sistema de organización, en el que la soberanía descansaba en la figura del rey, la sociedad estaba representada por las corporaciones y grupos. Los diputados, apoderados o abogados de ellas eran considerados interlocutores válidos ante el monarca. Este sistema de representación funcional era un mecanismo de negociación entre los cuerpos y las autoridades.[ 5 ]

El segundo capítulo está dedicado a analizar las respuestas que en materia de representación política se dieron tanto en la vieja como en la Nueva España tras la ausencia del monarca. Desde la idea de representar al rey, siguiendo la lógica corporativa o funcional, hasta la de representar a la nación española cuando los liberales peninsulares lograron tomar la iniciativa en el proceso de reorganización política de todo el imperio. Ávila concluye que si bien las Cortes eran soberanas, la representación novohispana siguió siendo tradicional.

Alfredo Ávila se ocupa de la primera experiencia constitucional en el capítulo tercero. Esto da oportunidad al autor para tratar otros temas estrechamente vinculados con la representación política y plantear las contradicciones del mismo: éstos son la igualdad jurídica vs. la política o de representación, los procesos electorales y, de gran importancia, los atributos soberanos otorgados o no por la Constitución de Cádiz a las nuevas instituciones de gobierno con las que se debía reorganizar el imperio, así como los ayuntamientos constitucionales y las diputaciones provinciales. Éste es un tema de relevancia dado que una importante postura historiográfica sostiene que la Constitución provocó una revolución local al multiplicar los ayuntamientos constitucionales y que estos cuerpos poseían atributos soberanos.[ 6 ] Efectivamente: las instituciones liberales, los ayuntamientos constitucionales, las diputaciones provinciales y los procesos electorales transformaron el régimen colonial; pero, como demuestra Ávila, la Constitución no les otorgó soberanía. Tan sólo las Cortes eran soberanas.

El capítulo cuarto está dedicado a las transformaciones que sufrirían las propuestas en torno a la soberanía y la representación política de los insurgentes. Tras señalar que éstas fracasaron, el autor afirma que el papel de la insurgencia en el desarrollo del gobierno representativo fue importante pues contribuyó a eliminar la figura de un poder superior al de la sociedad, a establecer el principio de igualdad y principalmente porque movilizó a la población.

Ávila analiza las pugnas que en materia de representación política se dieron tras el triunfo del levantamiento militar de 1820 y el restablecimiento del régimen constitucional en el capítulo quinto. Se ocupa de las propuestas que ofrecieron quienes apoyaban el restablecimiento del régimen gaditano para representar a la nación soberana y quienes intentaron mantener el tipo de representación funcional o corporativa. Plantea que, con la consumación de la independencia, la única fuente legítima para constituir al Estado sería la nación, entendida como la reunión de los individuos iguales y soberanos, pero que las ambigüedades del Plan de Iguala marcaron el camino para tres formas distintas de representación: la de las Cortes o Congreso, es decir, el poder legislativo; la del caudillo que asume que en su persona se concentra la voluntad popular (en ese momento, Agustín de Iturbide) y el ejército (p. 201).

Los últimos dos capítulos están dedicados a la lucha que se dio por la representación durante el primer imperio entre el poder ejecutivo y el legislativo y al establecimiento de la república federal. Explica cómo las disputas ocurridas durante el imperio se debieron a la diferente interpretación que Agustín de Iturbide y los diputados del primer Congreso Constituyente hicieron de la representación.[ 7 ] Analiza cómo, tras la caída del emperador, las propuestas en materia de representación política y la negociación entre los actores políticos condujeron finalmente al establecimiento de la república. Se ocupa también de las novedades que la Constitución de 1824 aportó en términos de representación y organización política.

Si con En nombre de la nación. La formación del gobierno representativo en México el tema del origen y la naturaleza de ese sistema en nuestro país no se agota, celebramos contar con una fresca y novedosa interpretación.

[ 1 ] Desde esta perspectiva, la guerra popular, campesina, anticolonialista, en la que predominaron demandas particulares y grandes personajes dejó de ser por sí sola la que explicaba la emancipación política de la Nueva España y el accidentado camino en la formación del Estado nacional mexicano. Algunas de las obras que con mayor claridad han propuesto que la revolución de independencia surgida de una crisis política fue un movimiento esencialmente político y han recuperado la dimensión imperial y estudiado las prácticas políticas de la época son: Michael P. Costeloe, La respuesta de la independencia. La España imperial y las revoluciones hispanoamericanas, 1810-1840, México, Fondo de Cultura Económica, 1989; François-Xavier Guerra, Modernidad e independencia. Ensayos sobre las revoluciones hispánicas, Madrid, mapfre, 1992; Jaime E. Rodríguez O., La independencia de la América española, México, El Colegio de México-Fondo de Cultura Económica, 1996; Virginia Guedea, En busca de un gobierno alterno. Los Guadalupes de México, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 1992, y Manuel Chust, La cuestión nacional americana en las Cortes de Cádiz, 1810-1814, Valencia, Fundación Instituto Historia Social-Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 1999.

[ 2 ] Esta obra está basada en la tesis con la que autor obtuvo el grado de maestro en Historia (Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional Autónoma de México, 1998). La tesis lleva por título Representación y realidad. Transformación y vicios en la cultura política mexicana en los comienzos del sistema representativo. Posiblemente el cambio de título obedece a que el último detalla con más claridad los objetivos del autor: el análisis de las formas y las voces que, apelando a la soberanía nacional, intentaron establecer un gobierno representativo en nuestro país.

[ 3 ] Como se sabe, Luis Villoro en el excelente ensayo "Sobre el concepto de revolución", Teoría. Revista de Filosofía, v. 1, 1 de julio de 1993, p. 69-86, señala que la principal condición para que una revolución se dé es que la comunidad niegue el fundamento de legitimidad aceptado hasta entonces y proponga otro. En el caso estudiado por Ávila, asistimos al momento en que se negó un orden político arbitrario basado en la soberanía de un individuo, y se propuso otro universalmente válido y sustentado en la soberanía del pueblo.

[ 4 ] Este acierto es apoyado por otras obras recientes. Basta mencionar el libro de José Antonio Serrano Ortega, Jerarquía territorial y transición política. Guanajuato, 1790-1836, México, El Colegio de Michoacán-Instituto de Investigaciones Doctor José María Luis Mora, 2001, en el que el autor demuestra que en la intendencia de Guanajuato existía antes del inicio de la crisis imperial una importante cultura política autonomista y cómo la Constitución de Cádiz no impactó en la región sino hasta 1820. Antes de esa fecha fue la propia dinámica de la guerra, en particular las modificaciones en el sistema fiscal y la organización militar, la que transformó las relaciones de poder. En esta región, la Constitución gaditana, tras el triunfo del levantamiento militar de 1820, institucionalizó los cambios que se venían gestando.

[ 5 ] Habría sido muy interesante que Alfredo Ávila incluyera en su reflexión lo propuesto por François-Xavier Guerra en "De la política antigua a la política moderna. La revolución de la soberanía", en François-Xavier Guerra, Annick Lempérière et al., Los espacios públicos en Iberoamérica. Ambigüedades y problemas. Siglos XVIII y XIX, México, Centro Francés de Estudios Mexicanos y Centroamericanos-Fondo de Cultura Económica, 1998, p. 366, p. 109-139. En este interesante artículo, Guerra sostiene que en el Antiguo Régimen se reconocía la soberanía del rey, pero que también una clase de cuerpos ejercían las funciones de gobierno que hoy consideramos propias de la soberanía (p. 124).

[ 6 ] Esta postura historiográfica es encabezada por Antonio Annino y Marco Bellingeri.

[ 7 ] El problema de la dualidad de soberanías que se dio durante el efímero imperio de Agustín de Iturbide fue planteado por Luis Villoro en La revolución de independencia: ensayo de interpretación histórica, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Coordinación de Humanidades, 1953, 238 p. Considero que para tener una mejor comprensión del fracaso del primer imperio habría que incorporar a las reflexiones de Alfredo Ávila un análisis más detallado de la relación entre las autoridades de gobierno y el ejército y de manera más significativa el de la difícil y desordenada situación económica que en buena medida condicionó el mal desempeño de diputados y emperador.

Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, Marcela Terrazas y Basante (editora), Alfredo Ávila (editor asociado), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 26, 2003,
p. 164-169.

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