Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México

 

Jorge Aguilar Mora, Una muerte sencilla, justa, eterna...
Cultura y guerra durante
la Revolución Mexicana, México, Era, 1990, 439 p.

Javier Torres Parés


La historia contemporánea de México, vista hacia el vértice que encarnan las figuras presidenciales asociadas con los emperadores romanos y la fuerza divinizada que concentran, es un pretexto para enfrentar de lleno una reflexión sobre el Estado.

Una mirada crítica del poder exige apartarse del ámbito que el propio Estado establece para ocultar sus mecanismos internos de alineación. Asumir una visión que exponga sus secretos implica, en primer término, no ceder a la seducción del discurso estatal, encargado de transmitir la historia olvidando a sus víctimas.

La literatura ofrece uno de esos (escasos) espacios de reflexión que nos brindan la posibilidad de escapar a los dictados del Leviatán. Jorge Aguilar Mora opta por ese espacio para reconstruir una parte de nuestra historia revolucionaria restituyéndole sus olvidados y sus muertos. Elige un tratamiento literario para que el "dolor colectivo"[ 1 ] que produce el proceso revolucionario se transforme en memoria y en instrumento de análisis de la sociedad.

En el sentido mismo del libro ("libro de estilo"), se perfila la propuesta de una perspectiva que se rebela ante los caprichos de los poderosos. En este horizonte, los archivos y las bibliotecas descubren los datos para proporcionar a la historia de su materialidad y sustraerla al discurso que la empobrece. Las fuentes se convierten entonces en un poderoso recurso para aproximarse a los personajes que de otra manera se desdibujan entre miríadas de nombres y pierden su sustancia, categoría totalizante de la filosofía de la historia.[ 2 ]

La aspiración a la totalidad singular (la individualidad) lleva aquí al encuentro con la persona, con su globalidad sustanciada por la intensidad que le pertenece, aunque, como totalidad, inaprehensible. Es necesario entonces optar por una geografía delimitada. Apelar a "una historia regional de la vida" para localizar un lugar que brinda al autor el encuentro con su propia sustancia, inscrita en la de muchos hombres, incorporada a una historia anónima, profunda y con frecuencia silenciosa..., como explicaba Braudel.[ 3 ] Ubicación ajena a la que pertenecen los semidioses que no se dejan moldear por su época y distante de aquélla en la que reposan los héroes que reducen los acontecimientos al abultado papel que se asignan.

Los fusilados son los escogidos para rescatar los olvidos, para evitar las omisiones en la transmisión del pasado y la excusa para el retorno al norte, a Chihuahua, al origen del escritor y región clave del devenir contemporáneo. Los fusilados obligan a pensar en la restitución de nuestra diversidad. Son ellos los que modelan un complejo proceso que es necesario interpretar a la luz de sus muertes.

El libro es una revisión del pasado emprendida como una vuelta a las raíces, como nostalgia por pertenecer y adquirir sentido de comunidad. Los datos y nombres de los documentos reflejan al propio escritor y permiten la disolución de lo subjetivo y lo objetivo en la radical subjetividad.

Para lograrlo, Jorge Aguilar Mora precisa regresar a una región íntima de nuestro curso histórico. Así, se aproxima a Herder y a Ranke por su énfasis en la igualdad de valores y sustancia de todas las culturas y en la presencia de múltiples interlocutores igualmente legítimos y pertinentes. Esta actitud le permite concebir al individuo como totalidad en sí mismo, ajeno a universales que lo manipulan y que al cabo lo excluyen de su propia construcción. Este viaje hacia sí lo vincula con Bajtin y con la "polifonía de la historia".

Libro, lectura de la historia, viaje al origen, plenos de rabia. Furia a causa de la muerte del hermano y contra el Estado que ignora este asesinato y lo olvida y como respuesta a la violencia permanente que caracteriza a nuestra sociedad. Violencia que obliga a restaurar la heterogeneidad contradictoria de nuestro siglo y a desmentir, como intentó Jorge Cuesta, un discurso estatal hegeliano que se concibe como un coronamiento del conjunto del curso histórico y que por ello otorga al aparato estatal un carácter sagrado.

Jorge Aguilar Mora entiende esta diversidad como la multiplicidad de hilos que se anudan (o desanudan) en el curso histórico. Tejidos formados por una tradición intelectual ciega a los atavismos populares, por mitos inexplicados en la filosofía y por una revolución negada en la literatura. Ideas y hombres que construyen o que enrarecen la trama del desarrollo de nuestro siglo XX.

El trasfondo en el que operan el olvido y el monólogo se sostiene en una idea supuestamente civilizatoria. Occidente y la decencia han sido largamente entendidos como el patrimonio de los "autoelegidos", frente a una masa redimible y despreciable (lo primero posible por lo segundo) de rasgos indígenas.

Esta manera de ver es posible por medio de la lente pulida por una tradición formada por las ideas de hombres como Justo Sierra, Francisco Bulnes, Carlos Pereyra o José López Portillo y Rojas. Tantos nombres como variaciones del mismo argumento que requiere la negación de lo indio para posibilitar la afirmación de lo hispano y occidental. La época terminal del porfirismo produce una "ciencia" que pudo definir al "mestizo vulgar" como el producto del "desamparado tálamo de incesantes amasiatos". Ideas que han hecho su camino hasta nuestros días.

El texto revela que la búsqueda de la identidad es una obsesión persistente. Fijación enfermiza que se concreta como la imposición de una falsa homogeneidad impulsada por un resorte racista. La reflexión de "lo mexicano" se condena a la esterilidad porque niega la alteridad. Tal negación impide a esta vertiente de ideas salir de un monólogo que establece que los indios sólo pueden ser verdaderos sujetos de la nación en la medida en que se occidentalicen o, en otros términos, que dejen de ser lo que son.

Para Jorge Aguilar Mora, La raza cósmica es el eje que articula esta tradición, base de sustentación del nacionalismo que domina nuestro presente en un doble sentido: se proyecta desde el poder y aplasta nuestra diversidad. Es nacionalismo que se constituye como continuación del genocidio cultural que el porfirismo dejó incompleto.

El autor recoge la caracterización que Vasconcelos hace de sí mismo como un "coordinador" de ideas. Nos muestra su carácter ecléctico, su esfuerzo vano por "coordinar a Nietzche con San Agustín", unión paradójica de vitalismo y "mala conciencia cristiana". Vasconcelos exige que se le reconozca su capacidad de definir ideas, pero no de crearlas: en el fondo, pensaba que sólo era posible reproducir el pensamiento europeo. La "creación heroica" de Mariátegui, quien desde los sistemas occidentales piensa de manera original su realidad concreta, es completamente ajena para nuestro filósofo. Junto con Alberdi, Vasconcelos forma parte de una corriente que predica esta incapacidad creativa y que, de acuerdo con Aguilar Mora, produce un aggiordamiento hispánico y católico. El paradigma "culto y moderno" de la filosofía se asocia con su equivalente en la literatura.

En Una muerte sencilla, justa eterna..., se denuncia el monólogo existente en la novela que consagra el proyecto de producción literaria de Los Contemporáneos. Modelo capaz de dejar en el margen a quienes no se conformen con sus exigencias, sus cánones tienen que ser obedecidos por quienes aspiran a pertenecer a la "República de las Letras". Expulsión del mundo de lo literario, ley de hierro para preservar el paradigma único, la subvaloración de Nellie Campobello (De fusilamientos, 1915) o de Rafael F. Muñoz (Se llevaron el cañón para Bachimba), es uno de los medios que permiten la instauración del monólogo en el terreno de la literatura.

En el libro de Aguilar Mora se argumenta una disidencia que se opone a la manipulación de la literatura como discurso cultural dominante. Manejo mediado por el grupo de Los Contemporáneos, que fijan el modelo de la "novela de la Revolución " en el nihilismo de Los de abajo, de Mariano Azuela, o en la incomprensión del mundo campesino de Noriega Hope (La inútil curiosidad). Se reproducen en estos escritores la idea de que la Revolución es sólo una serie irracional de hechos y la visión pesimista de la incapacidad indígena para intervenir con sus propios objetivos en la lucha revolucionaria.

Literatura monológica que ignora a los escritores que plasman en su visión del proceso revolucionario la fuerza mítica de los insurrectos, escritura ésta que, por su parte, evoca un pasado de otro modo irrecuperable; para Jorge Aguilar Mora nuestro discurso cultural logra reunir positivismo y novela para impedir la construcción de una auténtica visión dialógica del proceso histórico.

Esta obra se inscribe en la tradición que recoge la fuerza de los mitos en la rebelión, junto con José C. Valadés (Porfirio Díaz contra el gran poder de Dios) y otros, que incorporan en nuestra historia a la Santa de Caborca o los milenarismos indígenas. Aguilar Mora revela al Villa que encarna la "inasimilable separación del oprimido", restituye su carácter a través de una mirada que reconoce en la movilización de las pasiones el sentido mismo de la Revolución. Escoge pensar a Villa desde la perspectiva del mito voluntarioso de Sorel. Rompe con la prisión del sentido-único-de-nuestra-historia, perspectiva que habría impedido a Krauze ahondar en su personaje y que -cabe agregar- lo imposibilitó para detenerse ante el magonismo o para hacer de Lombardo Toledano algo más que una triste caricatura.

En este mapa de las pasiones, Aguilar Mora observa a sus personajes. Indaga las determinaciones morales de Lucio Blanco o de Francisco J. Múgica. Este procedimiento le permite desarmar la visión monolítica de nuestro proceso histórico para convertirlo en un árbol de historias cuyas ramas se extienden en todas direcciones. Ese procedimiento, por otra parte, lo lleva a subestimar en ocasiones la legitimidad de las opciones propiamente políticas (como en el caso de Antonio I. Villarreal) o a reproducir, ante la ausencia ocasional de revisión historiográfica, algunos de los prejuicios más notorios (como el del intento magonista de separar una parte del territorio para fundar una suerte de república del anarquismo).

Siguiendo este itinerario, el autor se encuentra con las invocaciones míticas del jacobinismo radical, como el del obrero Silvino García, capaz de legitimar la violencia de la guerra social apelando a los símbolos de la Revolución Francesa, o que invierte el discurso criollo hispanizante para predicar la "contra-conquista" de Tenochtitlan, raíz mítica que justifica la aparente irracionalidad de las masas y el temido desvío violento de la foule.

Al recorrer la frontera, el autor la encuentra habitada por personajes míticos. Catarino Garza, los Flores Magón, los anarquistas de la Industrial Workers of the World (IWW), los rebeldes del "Grupo Alzado en Armas en Texas", Gregorio Cortés, Villa... Vengadores, fantasmas que recorren la frontera desde el siglo XIX. Son personajes que definen, con sus milenarismos, una estrategia de supervivencia ante los embates expropiadores de la tierra y de la dignidad que sufren los hombres fronterizos, capaces de rebelarse contra los gobiernos y los terratenientes de México y de Estados Unidos.

En este contexto, surge el Plan de San Diego, proyecto desesperado para independizar los estados fronterizos del sudoeste estadounidense y crear una nación latina. El plan es una rebelión contra el racismo y las vejaciones. Los hombres fronterizos hacen de la región un punto neurálgico de nuestro desarrollo, definitorio de muchas de las características de la Revolución. Así se establece la frontera como lugar de "trenzado y agonía" de nuestra historia.

El verdadero mutismo es colectivo. Es el silencio de los individuos inmersos en una comunidad acallada y expulsada; se instaura por medio del derrocamiento de las utopías de los derrotados en nombre de una modernidad siempre excluyente y tardía. Modernidad obsesiva e inalcanzable; perseguida en el momento en que los países desarrollados se piensan a sí mismos como posteriores a la historia (Fukuyama), como utopía realizada y futuro cristalizado en presente y, sobre todo, en presente inmutable; miedo a la vida y al cambio.

El silencio colectivo se produce al interiorizar el discurso colonizador, que lo vuelve "íntimo" y que se aloja entre nosotros dada la carencia de verdadera autocrítica del discurso liberador. Se ocultan así -nos dice Aguilar Mora- los "latidos diminutos de la enfermedad oscura que se propaga en los espejismos del triunfo de la democracia". Democracia que no logra desembarazarse del descrédito de su insuficiencia para dotar de sentido a la vida. Por ello, el autor insiste en la vitalidad de las utopías y las ilusiones. Jorge Aguilar Mora parte de estos ejes para combatir la pasividad y hacer de la preservación de la unidad y la salud propias una lucha irrenunciable frente a una actitud ante la historia y la vida que se disuelve en la desesperanza. Legitima así la búsqueda de la felicidad como modo de subversión y justifica la construcción de una intimidad que busca su sentido en la historia. Organiza un horizonte de vida para enfrentar nuestra modernidad. Una muerte sencilla, justa, eterna..., sólo pide silencio para permanecer a la escucha atenta del enemigo y para percibir al final, la voz cálida, cercana, que le revela: "los muertos te hicieron escribir el libro".

[ 1 ] Las citas corresponden al texto de Jorge Aguilar Mora, Una muerte sencilla, justa, eterna... Cultura y guerra durante la Revolución Mexicana, México, Era, 1990, 439 p., salvo indicación en contrario.

[ 2 ] Agnes Heller, Teoría de la historia, 2ª. ed., México, Fontamara, 1986, p. 210.

[ 3 ] Fernand Braudel, La historia y las ciencias sociales, Madrid, Alianza Editorial, 1984, p. 26-27.

Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, Álvaro Matute (editor), Ricardo Sánchez Flores (editor asociado), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 14, 1991, p. 275-280.

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