Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México

HACIA UNA NUEVA FRONTERA. BAJA CALIFORNIA
EN LOS PROYECTOS EXPANSIONISTAS NORTEAMERICANOS,
1846-1865

Marcela Terrazas


Al despuntar el siglo XIX, los Estados Unidos de América se encontraron inmersos en un extraordinario proceso de expansión territorial hacia el oeste, que se prolongó hasta el periodo que antecede a la guerra de Secesión. La anexión de la Luisiana, Florida y Texas no hartaron, sin embargo, los apetitos imperiales de la joven nación.

Durante la década de los cuarenta, los norteamericanos, presos de una verdadera fiebre expansionista, se propusieron la obtención de los territorios de Óregon, territorio que disputaban a la Gran Bretaña; Nuevo México y Alta California, dominios mexicanos, así como el establecimiento de los límites de Texas en el río Bravo y no en el río las Nueces, que era el lindero de esta lejana provincia que había pertenecido a México.

Con este propósito, John Slidell, comisionado norteamericano, llegó a México en noviembre de 1845. Slidell debía presionar a las autoridades mexicanas para la venta de sus dos provincias septentrionales y para fijar el límite meridional de Texas a la altura del río Grande, que así llamaban al Bravo. Pero la administración mexicana no recibió al emisario estadounidense, cancelándose con ello la posibilidad de llegar a un acuerdo pacífico. De manera tal que, de acuerdo con el punto de vista norteamericano, sólo restaba una vía para alcanzar el objetivo propuesto: la guerra. Ésta fue declarada por el Congreso de la Unión Americana el 11 de mayo de 1846. Fuerzas norteamericanas tomaron Nuevo México, Alta California, Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas. Winfield Scott desembarcó en Veracruz en marzo de 1847. El presidente James Buchanan nombró a Nicholas P. Trist comisionado de paz ante el gobierno mexicano, considerando que la victoria del ejército de los Estados Unidos se había consumado con la rendición de San Juan de Ulúa.[ 1 ]

Las instrucciones del Departamento de Estado a Trist para convenir la paz establecían como condición sine qua non la cesión de las provincias de Nuevo México y Alta California. La entrega de Baja California y la concesión del derecho de tránsito por Tehuantepec podían ser objeto de negociación, pero las conversaciones de paz no debían romperse si sólo se consiguieran las dos provincias mexicanas norteñas. La compensación que los Estados Unidas estaban dispuestos a dar a México sería desde luego proporcional al territorio que este país entregara: veinte millones de dólares por Alta California y Nuevo México y cinco más por Tehuantepec o la península.[ 2 ]

Entretanto, la Baja California se encontraba en manos de los norteamericanos. La ocupación de las Californias que - de acuerdo con las Bases de la Organización Política de la República - eran un sólo departamento,[ 3 ] se inició propiamente cuando el ejército norteamericano tomó el puerto de Monterey el 7 de julio de 1846. Al parecer las autoridades navales de los Estados Unidos se precipitaron a declarar consumida la conquista de aquella entidad debido probablemente a la sumisa disposición de las autoridades de la Alta California, que fue interpretada por los invasores como el deseo de los californios de pertenecer a los Estados Unidos.

No obstante la actitud triunfalista de los norteamericanos, los vecinos de Alta California organizaron la resistencia hacia el mes de septiembre. A pesar de sus esfuerzos por resistir la invasión, los patriotas fueron aplastados pocos meses después y, en enero de 1847, el secretario de Guerra, William Marcy, ordenó la ocupación de la península ante el temor de que el gobierno mexicano intentara recuperar Alta California partiendo de aquel territorio.

Las naves norteamericanas que llegaron a San José del Cabo, Cabo San Lucas y La Paz, entre marzo y abril de ese mismo año, encontraron al jefe político de la entidad, Francisco Miranda, igualmente dispuesto a acordar un tratado de neutralidad; empero, la diputación territorial nombró a Mauricio Castro en sustitución del traidor Miranda, organizándose la resistencia, para lo cual se pidieron armas y pertrechos a Sonora y Sinaloa.[ 4 ] En un principio la presencia amenazante de los barcos norteamericanos en las costas sudcalifornianas pareció suficiente para someter a la región, pero al conocer el mando militar estadounidense de la reorganización de un gobierno regional en San José del Cabo, decidió la ocupación de los sitios clave. Entretanto, el presidente Polk, ensoberbecido por la noticia de las victorias de su ejército, delineaba la nueva frontera que deseaba como botín de guerra. Las fuerzas estadounidenses se aprestaron a lanzarse sobre la ciudad de México mientras los generales mexicanos, divididos, no acertaban a formar un frente común contra el enemigo. Después de las derrotas en Padierna y Churubusco, los mexicanos concertaron una tregua con las fuerzas estadounidenses. El comisionado norteamericano y sus homólogos de México entablaron negociaciones de paz. Trist presentó un proyecto de tratado que giraba en torno a tres puntos centrales: establecimiento de una nueva frontera, arreglo de las reclamaciones y cesión de derechos de tránsito por Tehuantepec. El proyecto pretendía que Texas, Nuevo México, Alta y Baja California pasaran a ser dominio de los Estados Unidos; establecía el pago de las demandas de los ciudadanos norteamericanos por el gobierno de los Estados Unidos y pretendía la autorización para el libre tránsito por Tehuantepec.[ 5 ] La negativa de los mexicanos a ceder más allá de Texas llevó a la ruptura de las conversaciones. Las hostilidades se reiniciaron hasta desembocar en la rendición de la capital. Entonces, México tuvo que firmar la paz en condiciones mucho más desventajosas, enfrentando la propia división interna entre los partidarios de continuar la guerra, los liberales puros, y los de pactar la paz, los liberales moderados.

En abril y octubre de 1847, la resistencia sudcaliforniana a la invasión enfrentó situaciones cada vez más difíciles que la llevaron a buscar el apoyo del gobierno federal. El ayuntamiento de Mulegé desconoció a las autoridades impuestas por los Estados Unidos y pidió su adhesión al estado de Sonora para así obtener la protección militar de la entidad.[ 6 ] El gobierno de la República envió hombres, armas, pertrechos y el capitán Manuel Pineda sustituyó a Palacios Miranda con instrucciones de organizar la defensa del territorio.

Los enfrentamientos armados entre los norteamericanos y las milicias de Comondú y Mulegé se iniciaron al comenzar el mes de octubre de 1847. En respuesta a las agresiones de los lugareños, los norteamericanos mantuvieron el bloqueo naval a Mulegé desde este momento hasta el término de la ocupación militar de la península.[ 7 ] Hubo también acciones bélicas en La Paz (el 16 y 17 de noviembre) y San José del Cabo (19 de noviembre), de las que Mauricio Castro dice

los que se dirigieron a San José del Cabo, si no excedieron a los nuestros que pelearon en La Paz, por lo menos mostraron un valor como de fieras, llegando a treparse sobre sus casas atrincheradas, sufriendo nuestros valientes un fuego de cañón a quemarropa por muchas horas [...]. Sólo la falta de parque y [tiempo] para reponerlos de sus fatigas pudo separar nuestras tropas del enemigo.[ 8 ]

Los sudcalifornianos, empeñados en la defensa de su tierra, sufrieron serios descalabros, pero no dejaron de presentar resistencia a las fuerzas invasoras que se veían reforzadas con la llegada de nuevas embarcaciones que acudían en su apoyo. Empero, no todos se comprometieron en la defensa de la soberanía mexicana en la península, hubo quienes se sumaron a los invasores y hacia el final de la ocupación constituyeron una asamblea que planeó la separación de Baja California y su anexión a los Estados Unidos. Algunos de ellos dormían en la playa para estar cerca de la escuadra norteamericana,[ 9 ] o pidieron a los comandantes navales estadounidenses que los sacaran de la península y los llevaran a Alta California, donde establecerían su residencia.[ 10 ]

La defensa de la península se prolongó hasta finales de marzo de 1848, en que las fuerzas norteamericanas lograron someter en forma definitiva a sus adversarios. Para entonces el tratado de paz entre los Estados Unidos y México ya se había firmado. En él se estableció la línea divisoria que dejaba Baja California en manos mexicanas.

Las fuerzas estadounidenses, no bastante conocer el contenido del tratado, permanecieron en la península hasta el último día en que pudieron hacerlo. Muchos de sus jefes navales expresaron su descontento por lo que para ellos resultaba inexplicable: devolver la Baja California a México.

De esta manera las pretensiones expansionistas norteamericanas sobre Baja California se vieron frustradas a consecuencia de los acuerdos del 2 de febrero. La península permaneció bajo la jurisdicción mexicana así como también el territorio que la comunica con el resto de la república. Este desenlace puede explicarse en parte si consideramos que, desde las primeras instrucciones del gobierno norteamericano a su comisionado, fue claro que la incorporación de Nuevo México y Alta California a la Unión Americana era condición sine qua non para firmar la paz con los mexicanos; su anexión fue en última instancia la causa por la que los ejércitos norteamericanos emprendieron la marcha hacia México. No así el territorio de la Baja California o la concesión del derecho de tránsito por el istmo de Tehuantepec que, aunque importantes, eran puntos negociables, lo cual nos habla del orden en el marco de las prioridades estadounidenses.

Debe considerarse también que, a pesar de que existían sectores norteamericanos profundamente interesados en la incorporación de más territorio mexicano a los Estados Unidos - incluidos los que pugnaban por apoderarse de todo México -, no fueron ellos los que determinaron la línea fronteriza que se estableció en los Tratados de Guadalupe Hidalgo. Las contradicciones regionales entre el Norte y el Sur estadounidenses, agudizadas a medida que avanzaba el siglo XIX, determinaron posiciones antagónicas respecto a la anexión de otros territorios que no fueran los inicialmente pensados: el límite meridional de Texas en la rivera del Bravo, Nuevo México y Alta California.

Es pertinente subrayar que los intereses estratégicos, comerciales y navales que movían la codicia norteamericana sobre las Californias, se satisficieron en buena medida con la adquisición de la Alta California con sus magníficos puertos en San Francisco y San Diego, desde donde era posible establecer la plataforma para el comercio con Asia e Hispanoamérica, y los enclaves marítimos necesarios para la flota que realizara ese comercio. Por otra parte debe estimarse que también los Estados Unidos debieron hacer concesiones en aras de la paz.

Por su parte, los mexicanos que negociaron la paz, pelearon porque la Baja California permaneciera bajo el dominio de México pues consideraron que, de pasar ésta a manos norteamericanas, tarde o temprano el noroeste del país correría la misma suerte que la península. Los comisionados se obstinaron asimismo en que los Estados Unidos dejaran una franja territorial que comunicara la entidad con el resto del país considerando que en caso contrario la península quedaría en calidad de ínsula para México y no tardaría en ser absorbida por los estadounidenses.[ 11 ]

El Tratado de Guadalupe Hidalgo puso fin a la guerra entre México y los Estados Unidos, pero no terminó con las ambiciones norteamericanas sobre el territorio mexicano. Durante los quince años posteriores a la firma del acuerdo, se sucedieron numerosos intentos filibusteros para arrebatar nuevos territorios a México,[ 12 ] especialmente en la región noroeste. Ésta era considerada como una frontier es decir como un frente de expansión, no como un límite. Así, entre 1850 y 1865, seis invasiones filibusteras a Sonora y Baja California intentaron seriamente despojar a México de estas provincias (las expediciones a Baja California fueron organizadas por Joseph Morehead, 1851; William Walker, 1853). Estas expediciones encabezadas por cazadores de fortuna y poder, muchos de ellos buscadores de oro decepcionados por sus fracasos en California (cuatro de éstos norteamericanos y dos de origen francés), recibían el financiamiento de capitalistas estadounidenses u otros particulares, y realizaban sus correrías solapados por el gobierno de los Estados Unidos.

El filibusterismo se vio favorecido por la escasa densidad de población de esos territorios y por el exiguo apoyo que el gobierno de México, agobiado por la penuria económica, brindaba para la defensa de sus provincias, especialmente aquellas más distantes del centro. Se benefició también de la crítica situación política mexicana que, en la posguerra con los Estados Unidos, vio surgir la polarización de las posturas de federalistas y centralistas. Unos decididos a instaurar una república federal; los otros, decepcionados del modelo republicano, dispuestos a imponer la monarquía con un príncipe europeo.[ 13 ]

La bancarrota crónica del erario nacional, además de favorecer la inestabilidad social, impidió al gobierno apagar las sublevaciones étnicas, alimentó el aventurerismo político y dio pie a la administración norteamericana para ejercer presiones políticas a través de las llamadas "reclamaciones". Éstas eran en el fondo un eficaz instrumento diplomático político del Estado norteamericano para coaccionar al gobierno de México. En los años que sucedieron a la guerra este recurso fue empleado en innumerables ocasiones, pero fue notorio que su uso se incrementó cuando el gobierno de los Estados Unidos buscó obtener la península de Baja California, Sonora, Chihuahua, el derecho de tránsito por el istmo de Tehuantepec, o cuando quiso hacerse del territorio de La Mesilla. El filibusterismo, al igual que las reclamaciones, constituyeron dos modalidades del expansionismo norteamericano. La primera, instrumentada por la sociedad civil estadounidense y tácitamente protegida por el régimen de los Estados Unidos; la segunda, practicada por la administración norteamericana y apoyada por una amplia base social de aquella nación. Ambas fueron empleadas por los norteamericanos tanto en México como en otras áreas de su interés, especialmente en Centro América (Costa Rica, Nicaragua y Colombia), donde los Estados Unidos deseaban construir un canal interoceánico. También en este periodo afloran manifestaciones del viejo deseo por adueñarse de Cuba, con lo que conseguirían el control de la cuenca del Caribe.

En 1855, el triunfo de la revolución de Ayutla y el restablecimiento del sistema federal no lograron imponer el acuerdo político, la armonía social y, menos aún, la estabilidad económica que México precisaba con urgencia. Los plenipotenciarios norteamericanos comisionados ante el gobierno de la república observaron que la precaria situación de la economía mexicana podía redituar en favor de los intereses de los Estados Unidos. Éstos podían obtener de las administraciones mexicanas en turno ventajosos tratados comerciales, pagos de reclamaciones y, principalmente, derechos de tránsito por Tehuantepec y por el norte, a la vez que el establecimiento de una nueva frontera que dejara en manos estadounidenses los territorios de Baja California, Sonora y Chihuahua. A cambio, se ofrecía a México un préstamo que le permitiera tanto mantener en pie el régimen constitucional, como saldar la deuda de la administración mexicana con los acreedores ingleses. De esta forma, los norteamericanos pretendían aplicar los principios de la Doctrina del Destino Manifiesto, al ampliar sus dominios en el hemisferio y poner en práctica la Doctrina Monroe, al terminar con el predominio financiero británico en México. Ambas doctrinas fueron fundamentales en la política exterior y en el desarrollo histórico norteamericano durante el siglo XIX.

Al estallar la guerra entre conservadores y liberales (1858 - 1860), se estableció en México una dualidad de poderes cuya crítica situación permitió a los Estados Unidos beneficiarse de las vicisitudes mexicanas, tal como sus enviados recomendaran. En un primer momento, la administración norteamericana reconoció al gobierno reaccionario de Zuloaga con la esperanza de obtener de él los consabidos tránsito y el establecimiento de la nueva frontera, pero al fracasar en sus propósitos, se dirigió al gobierno constitucional.

Las relaciones con la administración liberal se entablaron en un periodo especialmente crítico para ésta, en medio del cual se firmó un protocolo en el que Juárez prometió a los Estados Unidos la península de Baja California y el derecho de tránsito por Tehuantepec y dos vías en el norte, bajo los términos deseados por los norteamericanos.[ 14 ] La Casa Blanca alentada por tales promesas, extendió su reconocimiento a Juárez, dispuesta a hacer efectivos los acuerdos firmados.

El régimen liberal, no obstante su debilidad, o tal vez por causa de ella, no consumó la venta de la península de Baja California ni la cesión de tierras a lo largo de las vías. Tales concesiones habrían levantado una gran oposición, especialmente en los estados norteños, donde los liberales encontraron su mayor apoyo. Comenzó entonces una larga contienda diplomática, pues los norteamericanos estaban obstinados en hacerse de la península, en obtener los territorios a lo largo de las rutas y en controlarlas militarmente, mientras los mexicanos se empeñaron en conseguir recursos pecuniarios, apoyo militar y en no ceder la menor extensión territorial posible.

Las difíciles negociaciones del gobierno constitucional con el enviado norteamericano, Robert Milligan Mc Lane, se desarrollaron al tiempo que la guerra civil en México se radicalizaba. Mientras aquél dictaba las leyes que pretendían arrancar a la Iglesia la base de su poder económico y de control social que ejercía, los reaccionarios obtuvieron el reconocimiento y el apoyo de España. Entretanto, las presiones de una intervención europea crecían y el presidente Buchanan, desde Washington, lanzaba amenazas de invadir México.

Se firmó entonces (diciembre de 1859) el tristemente célebre tratado Mc Lane - Ocampo, el cual quedó enmarcado entre la penosa situación del erario, el fortalecimiento de la oposición conservadora, la posibilidad de una intervención europea, la derrota de los ejércitos juaristas en numerosas y consecutivas batallas, la defección de importantes sectores de la causa liberal y la actitud amenazante de los Estados Unidos. A pesar de todo, el tratado no cedió a los Estados Unidos la jurisdicción sobre la península. Finalmente el debatido acuerdo no entró en vigor, debido al rechazo norteamericano por razones que no nos compete discutir aquí. Sin embargo, las circunstancias en que se gestó el tratado hicieron evidente que la actitud agresiva de la diplomacia norteamericana enfrentaba una postura defensiva de la nación mexicana empobrecida hasta el último extremo, endeudada y comprometida con los acreedores nacionales y extranjeros que maniataban a administraciones de cualquier partido, sumida en una anarquía de la que parecía no poder salir, devastada por décadas de lucha entre facciones políticas que no acertaban, en esas circunstancias, a establecer un gobierno sólido y estable. Es posible pensar que un Estado mexicano firme y fuerte, surgido de una economía solvente y vigorosa, habría hecho frente a la amenazante política externa norteamericana en términos muy distintos. La fragilidad e inestabilidad del Estado y la precaria economía de México eran los mejores aliados de los proyectos de expansión abrigados por los Estados Unidos.

Debemos considerar que los apetitos estadounidenses sobre el noroeste de México, en general, y sobre la península de Baja California, en particular, obedecieron al deseo de los inversionistas norteamericanos de adquirir las minas de la región, después de que notas periodísticas estimularon la codicia por aquellas tierras al exaltar en sus descripciones la bondad de sus suelos, las enormes riquezas minerales y los magníficos puertos.[ 15 ]

Los norteamericanos actuaban alentados también por el interés de obtener derechos de tránsito en Tehuantepec y el norte, que explotarían sus pujantes compañías ferroviarias, logrando de esta manera la salida de sus mercancías hacia el Pacífico. Los atraía la posibilidad de apoderarse de los litorales del Golfo de California y de convertir Guaymas en el punto de confluencia de los ferrocarriles procedentes del este y del centro de los Estados Unidos, pues en ese momento no existía aún el ferrocarril transcontinental; todas estas condiciones fueron fundamentales para el impulso de su próspero comercio con Asia. Actuaban bajo la profunda convicción en su Destino Manifiesto e iban guiados por la ambición de establecer, por enésima vez, una nueva frontera, aun cuando para esos años ya habían logrado la transcontinentalidad a plenitud. Convencidos de la vigencia de la Doctrina Monroe, tenían el firme propósito de poner fin al predominio financiero británico en México para allanar el camino hacia una nueva hegemonía: la norteamericana.

Desde 1828 y hasta 1860, las administraciones norteamericanas estuvieron dominadas, la mayor parte del tiempo, por el partido demócrata, que fue el portavoz idóneo de los plantadores sureños con quiénes los capitalistas del norte pudieron conciliar durante algún tiempo sus intereses. Empero, hacia la segunda mitad del siglo XIX, el avance del capitalismo norteamericano había alterado la correlación de fuerzas y se hacía indispensable un cambio profundo en todos los órdenes. Éste había de venir precedido por una guerra: la guerra de Secesión. El triunfo electoral del partido republicano, en noviembre de 1860, fue sólo el comienzo de una gran conflagración en la que la Unión se enfrentaría a los estados sureños que, integrados en una confederación, trataron de separarse del pacto federal.

A su llegada a la Casa Blanca, la primera administración republicana hizo público su deseo de comenzar una nueva etapa en las relaciones con México. Lincoln aseguró a Juárez que comenzaría una política "desinteresada, sincera, sin ambiciones",[ 16 ] que se opondría a los designios expansionistas de los sureños. El antiexpansionismo que mostraba la Unión puede entenderse como resultado de su economía preponderantemente industrial y financiera que no requería - como la estructura agraria del Sur - un dominio territorial más extenso. Los apetitos anexionistas de los especuladores de tierra norteños se satisficieron, al menos parcialmente, con las adquisiciones de Nuevo México y Alta California, y los Estados Unidos tenían aún por hacer la tarea de dirigir los territorios quitados a México en la guerra; debían aún consolidar su mercado interno y existía el imperativo de expandir el mercado externo. Éstas eran las prioridades del proyecto capitalista, de ahí su actitud antiexpansionista.

Por otra parte, considerando la circunstancia específica de la guerra de Secesión, debemos estimar que la Unión se oponía a los planes de expansión de los confederados porque entrañaban el fortalecimiento de un poderoso enemigo y conducían a la pérdida definitiva de los territorios rebeldes. Así se entiende que el proyecto capitalista industrial del norte no considerara, en la primavera de 1861, la incorporación inmediata de más territorio, pues la situación bélica la obligaba a dirigir todos sus esfuerzos en contra del sur, sin distraer la atención en planes anexionistas. Empero, el peligro real de una invasión confederada a México, tal como ésta fue anunciada,[ 17 ] pronto modificó los buenos propósitos de Lincoln. La vieja vocación expansionista afloró de nuevo, y la Secretaría de Estado norteamericana propuso al gobierno mexicano la compra de Baja California, Sonora y Chihuahua[ 18 ] -entidades colindantes con California, leal a la Unión-, así como Nuevo México y Arizona, territorios en disputa. Las provincias mexicanas ambicionadas ofrecían además de atractivos siempre apetecidos, el aliciente de su envidiable situación estratégica cuyo dominio apaciguaría los temores de la Unión sobre un posible ataque de los separatistas sobre tierras mexicanas; además, la posesión de esos territorios terminaría con los propósitos del sur de lanzarse sobre la región y tranquilizaría aquellos apetitos norteños de expansión que, aunque menos vociferantes que los del sur, no eran por ello menos reales.

Esto explica la oportuna proposición del ministro norteamericano Thomas Corwin que, aprovechando las dificultades que enfrentaba la administración liberal, ofreció a México un préstamo que sirviera tanto para evitar la caída del gobierno de Juárez y la intromisión de las monarquías europeas en México, como para dar a los Estados Unidos la jurisdicción sobre Baja California, Sonora y Chihuahua.[ 19 ] Pocos meses después, cuando el gobierno de Juárez, agobiado por la penosa situación de la hacienda pública, decretó el 16 de julio de 1861 la suspensión del pago de la deuda pública y las potencias ultramarinas se aprestaron a lanzarse sobre México, el plenipotenciario estadounidense hizo nuevas propuestas al gobierno mexicano.

Invocando la misión de los norteamericanos de preservar el área de la libertad, Corwin propuso que la administración norteamericana se hiciera cargo de los intereses de los bonos británicos, a cambio de lo cual, México empeñaría todas las tierras públicas y derechos mineros en Baja California, Sonora y Chihuahua. Éstas pasarían a manos norteamericanas si el gobierno mexicano, como era de preverse por el estado de bancarrota en que se encontraba, no pagara puntualmente el adeudo.[ 20 ] Con este convenio, la administración norteamericana impediría a las monarquías europeas y a los confederados lanzarse sobre México, al tiempo que trazaba una nueva frontera. En ella, el codiciado noroeste mexicano quedaba en manos de los Estados Unidos.

Resulta interesante observar cómo la agresiva política norteamericana hacia México, operaba en un momento en que, al igual que en la guerra con los Estados Unidos, la unión federal de los estados mexicanos mostraba su debilidad, especialmente en el norte, donde abundaban los planes para separarse de la república y unirse a los confederados. La diplomacia estadounidense acometía cuando la integridad y soberanía nacional afrontaban proyectos imperiales de las monarquías europeas. Este periodo correspondía asimismo a la crisis doméstica más grave en la propia historia norteamericana en el siglo XIX, en que amenazaban circunstancias que ponían en juego su propia subsistencia como nación, amagada con la intromisión de la Gran Bretaña y Francia, deseosas de participar en la caída del joven imperio americano.

Bajo tal orden de cosas, el gobierno de la Unión autorizó a su ministro para negociar el acuerdo con México, a condición de que Inglaterra y Francia desistieran de sus propósitos intervencionistas. De esta manera, se articulaban las políticas que combinaban los proyectos de expansión sobre México, con las medidas opuestas a la intervención de las monarquías no sólo en este país, sino en el propio conflicto norteamericano, ya que la Unión temía que los verdaderos designios de aquellas potencias, al enviar sus escuadras a través del Atlántico, obedecieran al interés de aliarse con los confederados. El tratado propuesto a México, tal como Matías Romero, ministro mexicano en Washington estimó: "corresponde a una venta mal disimulada por una cantidad bastante miserable".[ 21 ]

Entretanto, la situación desesperada del gobierno mexicano llevó a Juárez a la firma de dos acuerdos más oprobiosos aún que el antes mencionado: uno con el plenipotenciario inglés, donde se derogaba la suspensión de la deuda, se reducían aranceles a los productos británicos y se entregaban las aduanas mexicanas a interventores ingleses; el otro, con el comisionado norteamericano, donde se hipotecaban todas las tierras públicas y antiguas propiedades de la Iglesia en favor del gobierno norteamericano a cambio de once millones de pesos.[ 22 ] Este convenio excedía ampliamente las pretensiones de la primera propuesta y las propias expectativas del Departamento de Estado. El rechazo del gobierno británico al convenio acordado por su ministro echó por tierra los dos acuerdos e hizo inminente la intervención de las potencias europeas en México.

El arribo de las tres flotas a Veracruz marcó el viraje de la política de la Unión hacia la administración de Juárez. El régimen republicano de los Estados Unidos perdió interés en la firma de un tratado con el régimen mexicano y se vio obligado a aplazar sus proyectos para modificar la frontera. La guerra de Secesión se hallaba en pleno desarrollo; la victoria estaba aún lejana e incierta; Lincoln necesitaba asegurar la neutralidad de Francia e impedir su alianza con la Confederación, especialmente en ese momento en que la guerra con los ingleses parecía probable. El gobierno de los Estados Unidos pretendía asimismo que Inglaterra se retirara de la alianza tripartita para evitar el estallido de un conflicto que no deseaba ni podía enfrentar.

El ministro norteamericano todavía firmó otro acuerdo más con la administración de Juárez cuyas cláusulas leoninas evidenciaban la grave situación mexicana. El Corwin-Doblado hipotecó todo el territorio nacional a cambio de una suma irrisoria.[ 23 ] Pero las gestiones de Corwin no encontraron la aprobación de su gobierno que a esas alturas ya no estaba dispuesto a entrar en tratos con el régimen juarista. Washington había determinado finalmente su política hacia México y la intervención francesa, y estaba decidido a no prestar ayuda al gobierno liberal y a proclamar su neutralidad en el conflicto franco-mexicano.

En ese momento, la Unión no estaba en condiciones de ayudar al gobierno de Juárez y éste, debilitado en extremo, no tenía nada atractivo que ofrecer a la administración de Lincoln. Las condiciones habían cambiado mucho entre 1861 y 1863, y la Unión debía adecuar su política a los nuevos tiempos actuando con precaución extrema. El término de la guerra de Secesión y la victoria de la Unión sobre la Confederación determinaron una nueva etapa en el desarrollo norteamericano; en éste, México volvería a ocupar un importante papel dentro de los proyectos norteamericanos; el énfasis, sin embargo, estaría puesto en la expansión del mercado, no del territorio. En este nuevo contexto, el interés norteamericano por la Baja California cobraría un sentido enteramente distinto.

 

[ 1 ] Carlos Bosch García, Documentos de la relación de México con los Estados Unidos (1º de diciembre de 1843-22 de diciembre de 1848). IV: De las reclamaciones, la guerra y la paz, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 1985, 990 p. (Serie Documental, 16), p. 30.

[ 2 ] James Buchanan, secretario de Estado norteamericano, a Nicholas P. Trist, comisionado del gobierno de los Estados Unidos ante el gobierno de México. Washington, 15 de abril de 1847, United States of America, The National Archives of Washington, Records of the Department of State. Diplomatic Instructions 1801-1906, Mexico, v. 16, rollo 112, 10 de noviembre, 1845 - 6 de abril de 1854.

[ 3 ] Con el decreto del 22 de agosto de 1846, dado durante la presidencia de Mariano Salas, se inició un periodo considerado como transitorio del sistema centralista al federalista que termina al expedirse el Acta Constitutiva y de Reformas en mayo de 1847. Durante esta etapa, las Californias se mantuvieron unidas en la condición de estado. Véase Edmundo O'Gorman, Historia de las divisiones territoriales de México, 3a. ed., México, Porrúa, 1966, 326 p., mapas, p. 99.

[ 4 ] Francisco Villegas y Teófilo Echevarría, funcionarios de la jefatura interina de Baja California, enviaron al Ayuntamiento de Mulegé un comunicado que llevaba anexos los convenios celebrados entre los enviados de la corveta norteamericana Portsmouth y la diputación territorial, pidiendo a los de Mulegé observaran la misma conducta de neutralidad ofrecida por ellos. Francisco Villegas, jefe interino, y Teófilo Echevarría, secretario de la jefatura política de Baja California, a Tomás Zúñiga, presidente del Ayuntamiento de Mulegé, Baja California. La Paz, Baja California, 17 de abril, 1847, Archivo Histórico Diplomático de la Secretaría de Relaciones Exteriores, FIL-6-I.

[ 5 ] Proyecto de tratado presentado por el comisionado de los Estados Unidos, Nicholas P. Trist, ante los comisionados mexicanos. Azcapotzalco, México, 27 de agosto de 1847. Este impreso aparece anexo al despacho de Trist a Buchanan. México, 27 de septiembre de 1857, United States of America, The National Archives of Washington, Dispatches from the United States Ministers to Mexico 1823-1906, v. 14, rollo 15.

[ 6 ] Antonio Campuzano, comandante general del estado de Sonora, al juez de Paz de Mulegé, Baja California. Guaymas, Sonora, 20 de agosto de 1847, Archivo Histórico Diplomático de la Secretaría de Relaciones Exteriores, FIL - 6 - I.

[ 7 ] Ángela Moyano, México y Estados Unidos: orígenes de una relación 1819-1861, México, Secretaría de Educación Pública, 1985, 349 p. (Frontera), p. 159.

[ 8 ] Mauricio Castro, jefe político de Baja California, al ministro de Relaciones Interiores y Gobernación. San Antonio, Baja California, 18 de diciembre de 1847, Archivo Histórico Diplomático de la Secretaría de Relaciones Exteriores, L - E - 1093.

[ 9 ] Bradford Shubrick, comandante en jefe de las fuerzas navales estadounidenses en el Pacífico, escribe esta nota en San José del Cabo, Baja California, 4 de noviembre de 1847. El documento aparece anexo al despacho de Nathan Clifford y H. Sevier, comisionados norteamericanos ante el gobierno mexicano, a J. Buchanan. México, 30 de mayo de 1848, United States of America, The National Archives of Washington, Dispatches from the United States Ministers to Mexico 1823-1906, v. 13, rollo 14.

[ 10 ] H. W. Halleck a Shubrick. Mazatlán, Sinaloa, 6 de mayo de 1848, United States of America, The National Archives of Washington, Dispatches from the United States Ministers to Mexico 1823-1906.

[ 11 ] Trist a Buchanan. México, 4 de septiembre de 1847, United States of America, The National Archives of Washington, Dispatches from the United States Ministers to Mexico 1823-1906.

[ 12 ] Cfr. vid. Joseph Allen Stout, The liberators. Filibustering expeditions into Mexico 1848-1862 and the last thrust of Manifest Destiny, Los Angeles, Westernlore Press, 1973, 202 p., ils.; del mismo autor "Idealism or Manifest Destiny. Filibustering in North Western Mexico, 1850 - 1865", Journal of the West, Norman, Oklahoma, v. 11, abril de 1872, p. 348 - 360.

[ 13 ] Charles Hale, "The war with the United States and the crisis in Mexican thought", The Americas, v. 14, octubre de 1957, p. 153-174. En este interesante artículo, Hale sostiene que la guerra con los Estados Unidos y sus funestas consecuencias propiciaron un periodo de autocrítica, examen y debate entre los partidos políticos mexicanos entre los años 1847 - 1853. En esos años los liberales reforzaron sus convicciones republicanas en tanto los conservadores, decepcionados del balance de treinta años de gobiernos republicanos, buscaron establecer una monarquía europea en México para resolver sus males.

[ 14 ] Willam Churchwell, comisionado norteamericano, a Lewis Cass, secretario de Estado de los Estados Unidos. Veracruz, 2 de febrero de 1859, en William R. Manning (comp.), Diplomatic Correspondence of the United States. Inter-American Affaires 1831-1860, selección y ordenación de William R. Manning, 12 v., Washington, Carnegie Endowment for International Peace, 1937, v. IX, p. 1030 -10 31.

[ 15 ] A ellas se sumaban los informes del cónsul norteamericano en Mazatlán, Smith, quien describió a Baja California como un territorio de excelentes tierras que llegaban a producir tres cosechas al año, y entrañaban extraordinarias riquezas mineras. Smith a Cass. México, 19 de octubre de 1857, United States of America, The National Archives of Washington, Dispatches from the United States Ministers to Mexico 1823-1906, rollo 2.

[ 16 ] William Seward, secretario de Estado norteamericano, a Thomas Corwin, ministro extraordinario y plenipotenciario de los Estados Unidos en México, Washington, 6 de abril de 1861, United States of America, The National Archives of Washington, Diplomatic..., v. 17, rollo 113. Sobre la gestión diplomática de Thomas Corwin, véase Marcela Terrazas, Los intereses norteamericanos en el noroeste de México. La gestión diplomática de Thomas Corwin, 1861-1864, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 1990.

[ 17 ] Los esclavistas estaban dispuestos a apoderarse de todo México, y como primer paso se disponían a adueñarse de los estados fronterizos. Matías Romero, ministro mexicano en Washington, al ministro de Relaciones Exteriores de México. Washington, 21 de febrero de 1861, en Matías Romero (ed.), Correspondencia de la Legación Mexicana en Washington durante la intervención extranjera 1860-1868, 10 v., México, Imprenta del Gobierno en Palacio, 1870 - 1892. (Colección de Documentos para Formar la Historia de la Intervención), v. I, p. 692-693.

[ 18 ] Seward a Corwin. Washington, 3 de junio de 1861, United States of America, The National Archives of Washington, Records of the Department of State. Diplomatic Instructions 1801-1906, Mexico, v. 17, rollo 113.

[ 19 ] Corwin a Seward. México, 29 de junio de 1861, United States of America, The National Archives of Washington, Dispatches from the United States Ministers to Mexico 1823-1906, v. 28, rollo 29.

[ 20 ] Corwin a Seward. México, 29 de julio de 1861, United States of America, The National Archives of Washington, Records of the Department of State. Diplomatic Instructions 1801-1906, Mexico, v. 17, rollo 113.

[ 21 ] Romero al ministro de Relaciones Exteriores. Washington, 13 de septiembre de 1861, en Matías Romero (ed.), Correspondencia de la Legación Mexicana en Washington durante la intervención extranjera 1860-1868, 10 v., México, Imprenta del Gobierno en Palacio, 1870-1892. (Colección de Documentos para Formar la Historia de la Intervención), v. I, p. 731.

[ 22 ] Corwin a Seward. México, 29 de octubre de 1861, United States of America, The National Archives of Washington, Dispatches from the United States Ministers to Mexico 1823-1906, v. 30, rollo 29.

[ 23 ] Corwin a Seward. México, 28 de julio de 1862, United States of America, The National Archives of Washington, Dispatches from the United States Ministers to Mexico 1823-1906.

Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, Álvaro Matute (editor), Ricardo Sánchez Flores (editor asociado), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 13, 1990, p. 105-117.

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