Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México

REFLEXIONES SOBRE LAS DIFERENTES ESCUELAS HISTÓRICAS DESDE LA ANTIGÜEDAD HASTA NUESTROS DÍAS

Antonio Benavides


Presentación

Este artículo del historiador español Antonio Benavides apareció en México en 1846, en El Tiempo (5 de marzo), periódico que los conservadores tenían para difundir sus ideas políticas; detrás de este diario estaba su principal ideólogo: Lucas Alamán.

La investigación que estoy realizando en el Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional Autónoma de México tiene como objetivo encontrar las fuentes de inspiración de Alamán; de ahí el interés particular por este texto que el guanajuatense incluyó en esta publicación. En él encontramos coincidencias con su pensamiento histórico-político como su rechazo al llamado siglo filosófico, que por su excesivo racionalismo y escepticismo negaba la existencia de Dios, así como su defensa del catolicismo como factor de unidad nacional. Pero el artículo tiene un valor en sí mismo a pesar de tratarse de un historiador poco conocido aun en su país. Se trata, como Alamán, de un político escribiendo historia, o de un historiador haciendo política. El caso de Alamán es bien conocido entre nosotros.

Posteriormente, en el mismo instituto (en la colección de la Sociedad Alzate, que se encuentra aún por clasificar) encontré la publicación del original del artículo que fue hecha tres años antes en París para una revista cultural, ediciones éstas que eran muy apreciadas el siglo pasado, pues abarcaban todo tipo de conocimientos.[ 1 ] Destinada al continente americano y a España, presenta diferentes secciones como filosofía, viajes, química, música, medicina y, entre ellas, la de historia, donde apareció este escrito. La administración de la Revista Enciclopédica ofrecía sus servicios para el intercambio de libros "u otros objetos" con el continente americano, de ahí el título de la obra. Debido a esta feliz casualidad tuve oportunidad de enterarme más extensamente de información sobre este historiador español, así como de la labor que el partido al que estaba afiliado desarrollaba en el exilio. Los editores, Patricio de la Escosura y Eugenio de Ochoa, eran miembros distinguidos del partido moderado en España, y en ese momento se encontraban en París exiliados por estar los progresistas en el poder.

Antonio Benavides y Navarrete nació en Baeza, España, en 1808. Estudió en Granada, en cuya universidad fue luego catedrático de derecho. Paso después a la carrera judicial y fue magistrado en la Audiencia de Puerto Rico. De vuelta a la península entró a la vida política afiliándose al partido moderado. El levantamiento y triunfo del general progresista Espartero (1841) lo obligó a ir al exilio, estableciéndose en París. El desprestigio de este militar favorecía el tan cotidiano golpe militar, mismo que les abriría el camino a los moderados. Este grupo llegó al poder después de un largo periodo de guerra y caos en España, motivando en la sociedad un deseo de paz y orden. Con un sentido programático que los haría sentirse el punto de equilibrio entre las facciones extremas, los moderados dominaron el gobierno durante diez años. Los principios que guiaban a este grupo quedaron plasmados en la Constitución de 1845 que reforzaba la autoridad real y el centralismo, declaraba religión de Estado la católica, suprimía la libertad de imprenta, así como el principio de soberanía popular y eliminaba la milicia nacional. Como puede apreciarse, estos postulados los acercaban más al conservadurismo que al liberalismo.

En 1847 Benavides fue titular de la cartera de Gobernación y en dos ocasiones más volvió a ocupar puestos políticos. Perteneció a la Real Academia de la Lengua y a la de la Historia, de la cual fue director. Sus obras más importantes son : Historia de Fernando VII; Memorias de don Fernando IV de Castilla, Historia política de España de 1820 a 1823 y una Historia de las regencias españolas en el presente siglo. Murió en 1884.

En el escrito que aquí presentamos, nuestro autor propone una lectura más profunda de la historia. Dice que los hombres han tenido una gran afición a ella, pero la han leído como una novela o, los menos, han encontrado lecciones en el pasado para el porvenir. Sin embargo, no se ha sistematizado el estudio de las escuelas y corrientes históricas, en pocas palabras, el análisis de las formas como se ha escrito la historia.

Las civilizaciones griega y romana comenzaron esta "ciencia". Pero la forma se reducía a la mera crónica de los hechos y así se mantuvo, sin cambios fundamentales, hasta el siglo XVIII. A raíz del escepticismo que dominó el pensamiento en ese tiempo, en Francia nació una historia crítica, pero con el fin de minar la estructura del absolutismo: se utilizó la historia como "máquina de guerra". Ésta fue la escuela filosófica que olvidó el estudio concienzudo de los hechos en aras de una excesiva teorización que no en pocas ocasiones deformaba los hechos para adaptarlos a una hipótesis preconcebida.

Siguiendo a Francia, Benavides no oculta su entusiasmo por las nuevas formas de hacer la historia, donde la imaginación toma el lugar de la razón, y la fe la del escepticismo. Éste es el nuevo tipo de historiografía surgida con la restauración de la monarquía francesa. Se explaya en su admiración por Chateaubriand, máximo apologista del cristianismo como elemento fundamental de la civilización occidental. Guizot resulta también de sus preferidos debido al intento que hace por sistematizar el conocimiento histórico, incluso lo compara con Linneo, éste en su clasificación del mundo vegetal y el otro del "mundo moral". (Se refiere básicamente a su obra inconclusa Historia de la civilización en Francia). No hay que olvidar que en Francia Guizot predicaba los ideales del justo medio, ni absolutismo ni jacobinismo: la solución la veía en una monarquía verdaderamente constitucional.

Su repaso por la historiografía alemana de ese entonces denota un conocimiento no tan amplio como el que muestra de la francesa. De la inglesa destaca, por notable, la Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano de Gibbon. Además de una digresión sobre la historiografía española, donde se lamenta que no exista una historia general,[ 2 ] Benavides promete hablar en un próximo artículo sobre la Historia de los Reyes Católicos de Prescott que, dice, está traduciendo.[ 3 ]

Enrique Plasencia de la Parra


Historia

Reflexiones sobre las diferentes escuelas históricas desde la antigüedad hasta nuestros días

por don Antonio Benavides[ 4 ]

El estudio de la historia ha sido siempre uno de aquellos a que han mostrado más afición los hombres de todos los siglos, y de todas las naciones. El deseo de saber las cosas pasadas, la curiosidad de averiguar los hechos de los que antes que nosotros tuvieron la dicha o la desgracia de venir al mundo, han sido grandes incentivos para la lectura de los libros históricos; y fuerza será añadir también a los curiosos aquella gran porción del mundo sabio inteligente que estudia en la historia las causas ocultas de los sucesos visibles, que el vulgo ignorante aplaude o vitupera a su placer. Unos leen la historia como la novela, sin curarse más que del interés dramático que ofrecen los personajes de las varias épocas que comprende y del desenlace próspero o adverso de los sucesos: otros, aunque no los más, estudian en la historia de los hechos pasados, la historia de la edad presente; y sacan en muchas ocasiones lecciones saludables, que suelen aplicar con provecho en las diferentes situaciones a que los llevan los lances de la fortuna: pero unos y otros leen la historia; y he aquí confirmada nuestra primera proposición, de la afición que los hombres tienen a la lectura, cuando no al estudio de los libros históricos.

¡Pero cuántas y cuán diversas maneras de escribirla! ¿A cuántos métodos, y a cuántas denominaciones no han dado lugar las diferentes sectas o escuelas, hijas del espíritu investigador, y crítico de los tiempos modernos? Esto era más sencillo como ciertamente lo eran todas las cosas entre los antiguos; y es bien seguro que un hombre de letras de los tiempos de Augusto o de Nerón, se hubiera reído, y muy mucho, si al decir que iba a referir la historia de la república, o la de los emperadores, se le hubiese preguntado de qué manera iba a escribirla, pues es claro por demás que Salustio, Tito Livio y Tácito, no comprendieron nunca otro modo de escribir la historia que el de referir los sucesos pasados, variando solamente en el estilo, o en la severidad o indulgencia a que los inclinaba su carácter, o en la más o menos perfección de cada uno, hija del talento y del estudio, dotes que no a todos es dado poseer en igual grado.

Era desconocida en la literatura antigua la novela; ahora se extiende la dominación de este ramo de la literatura moderna hasta el campo de la historia. Tenían los hombres de aquel entonces muy presentes la vida, los hábitos, las costumbres de sus antepasados; y hubiera sido ciertamente ridículo que el historiador descendiese a pormenores de todos sabidos, y tal vez muchos en uso todavía entre los contemporáneos. De aquí la inutilidad de esa historia enciclopédica del día, que algunos han dado en llamar descriptiva. La literatura no se consideraba como una máquina de guerra contra el gobierno establecido ni abrigaba tampoco la idea de trastornar la sociedad. Por eso la historia no mostraba empeño en desfigurar los hechos que contaba, aplicándolos a medida de su gusto para probar el triunfo de una idea o de un principio, con el cual pudiera batir en brecha a los poderes establecidos. No conocían por consiguiente lo que después se ha llamado historia filosófica. El mundo intelectual y el mundo civilizado era mucho más reducido que al presente; la humanidad tampoco había pasado por algunas crisis, como por ejemplo la que atravesó en la Edad Media : el comercio entre puertos distantes era muy limitado; y de todo punto se ignoraba la existencia de un nuevo mundo: las ciencias eran muy poca cosa, comparadas a los adelantamientos que han hecho en los tiempos modernos. El mundo en los tiempos de los buenos historiadores romanos contaba XVIII siglos menos de vida que ahora, y no tenía casi otra cosa de qué hablar que de los griegos, pues la historia de los grandes pueblos del Oriente, y de las grandes monarquías antiguas, estaba envuelta en densas tinieblas que era imposible penetrar. Faltaba, pues, la historia crítica, como la llaman algunos, y que con tanta boga navega en los tiempos que corremos.

La historia de los antiguos era, pues, una sola narración de los hechos, sin más comentarios ni otras autoridades que el solo dicho del autor que debía ser creído bajo su palabra; pero tanto es a veces el mérito de esta narración, que muchos modernos la han tomado por modelo, y hoy es el día en que una exacta imitación de aquellas obras sería un título de gloria que los contemporáneos acordarían de buen grado al que tuviera la dicha de conseguirlo.

No buscaremos la perfección de las obras históricas en los tiempo azarosos de la Edad Media, en los cuales las ciencias rendían homenaje a la guerra, puesto que los letrados necesitaban para vivir el amparo del más fuerte, y sacrificaban para conseguirlo su independencia y también su saber. ¿Ni qué podía esperarse tampoco de aquella época de revueltas y parcialidades sin cuento, y en la cual nada había asentado ni sólido [sic], donde ningún derecho era reconocido, y las nociones de lo justo y de lo injusto o eran olvidadas o completamente despreciadas? Crónicas y meras compilaciones, monumentos curiosos para escribir la historia, pero nada más; y aun así hay que dar gracias a sus autores que, envueltos en el torbellino de las contiendas civiles, tenían bastante valor para escribir sus obras, sin temor a las venganzas de partido, mucho más terribles cuando partían de la fuerza aconsejada por la ignorancia. Menester es descender a los tiempos modernos para encontrar los tipos de los diferentes modos de escribir la historia que, al mismo tiempo que han enriquecido al mundo literario, lo han dividido en sus opiniones, dando así lugar a nuevas producciones, no ya sobre la historia, sino sobre el modo de escribirla.

Con sumo pesar nos vemos obligados a confesar que, aunque muy amantes de nuestra patria y orgullosos con las glorias que ninguna otra nación parece disputarle, no puede revindicar para sí la palma de la historia, ni aun títulos tiene siquiera para entrar en el certamen que sobre este punto tan capital de las letras humanas pueden celebrar las demás naciones europeas. Al emitir así francamente nuestra opinión, debemos aclarar un poco más nuestro pensamiento, y decir que hablamos de los tiempos modernos, de la época en que el estudio de la historia ha hecho tan considerables progresos entre los alemanes, los ingleses y los franceses; y en la cual no encontramos una obra tan siquiera que de citar sea, más que la excelente por más de un título del conde de Toreno sobre El levantamiento, guerra y revolución de España. Abunda nuestra nación, quizá más que otra alguna, en excelentes crónicas: empezando por la de Isidoro Pacense y concluyendo por la historia general de España del padre Mariana, que no podemos darle otro título que el de crónica, aunque nos encante su estilo, lo bellísimo de su dicción y las galas del bien decir, en donde campean, quizá más que en ninguna otra parte, la lozanía, la sonoridad y el vigor de la lengua castellana. Desde los tiempos de don Juan II de Castilla encontramos a porfía escritores de historia, o cronistas que han legado a la posteridad ricos tesoros, de los cuales no han sabido aprovecharse sus descendientes, sea descuido, sea indiferencia, sea el atraso consiguiente a la desventura que por tantos años persigue, sin tregua ni descanso, a nuestra patria. Ayala, Castillo, Pulgar, Lebrija, L. Marineo, Salazar de Mendoza, Florián de Ocampo, Ambrosio de Morales y otros varios no dejan nada que desear en punto a buenos cronistas; pero nos quejamos de que no son leídos cuando ni impresos están Bernáldez, Alonso de Palencia, Carbajal, el cura de los Palacios, y las Quincuagenas de Oviedo, obra riquísima de pormenores y anécdotas ocurridas en España a fines del siglo XV y principios del XVI. Esto por lo que respecto a Castilla; pues, si echamos una ojeada al reino de Aragón, estamos seguros de encontrar una serie de historiadores tan cabal, que nos creemos nos tachen de exagerados, si decimos que ninguna otra nación la posee más completa. Zurita y sus continuadores Argensola, Zayas, Dormer, Blancas, Panzanos, Urtarroz, Abarca y la Ripa forman el mejor y más importante cuerpo de historia, digno por cierto de mejor suerte que la que le ha cabido en la desgracia común que ha envuelto a las cosas y a los hombres de España.

Con tales elementos era de esperar que la musa de la historia, siguiendo la bien comenzada tarea que dejaron, a fines del siglo XVII, los autores que hemos citado en tan buen estado, acabaran la obra en el siglo XVIII, ayudando con nuevos trabajos a satisfacer el ansia que aquejaba a toda la Europa de ciencia y adelantamiento, y más que a otra alguna a la nación francesa en aquel siglo fecundo, que tan grande influencia ejerció después en la suerte de la humanidad. Mas la desgracia, que desde entonces no deja de perseguir a la España, acabó con todo de un golpe y para mucho tiempo, y aunque en un corto periodo de paz y tranquilidad, dieron muestras las ciencias y las artes de salir del letargo en que yacían, ya sea que la época de que hablamos fuese demasiado corta, ya que otras causas más poderosas lo impidiesen, fue el resultado que, tan pronto como se mostró aquel repentino fulgor, desapareció para dar lugar otra vez a la densa niebla que cada día que pasa es más difícil de disipar.

Perdónesenos esta digresión a los que nos dolemos del estado desgraciado de nuestra patria, puesto que españoles somos y no queremos renunciar a este nombre, y entremos ahora en el vastísimo campo que nos ofrece el cultivo de la historia, del cual han cogido tan colmada cosecha las demás naciones europeas.

Hasta el siglo XVIII en Francia, la historia era una narración más o menos exacta, más o menos verídica, de los hechos acaecidos en las épocas anteriores, cuando de repente un escritor poco conocido hoy, y aun oscurecido en su tiempo entre la multitud que rodeaba el trono, y era el más bello ornamento del siglo de Luis XIV, introdujo la novedad en la historia general, de pintar los usos y costumbres de las diferentes épocas de que la narración se ocupaba. Fue el novador el abate Le Gendre, pero el poco crédito del autor, conocido sólo por las continuas adulaciones que dispensaba al monarca, hizo que este ensayo no tuviera grandes resultados por entonces. Duclos escribió una historia de Luis XIV muy celebrada por Voltaire: lacónico e impasible como Suetonio, su laconismo degenera en indiferencia y parcialidad, y al emitir los curiosos pormenores, y aun las palabras del rey, desprecia las propias y acomodadas tintas con que hubiera podido de una pincelada pintar el carácter de aquel monarca: lo contrario hubiera hecho Tácito; pero no era lícito en aquel tiempo a los historiadores decir la verdad, tal como ellos la comprendían: costábanles muy caro o los más animosos los alardes de independencia que de vez en cuando se atrevían a ostentar. Trevet, en una memoria que escribió muy a los principios del siglo XVIII, sobre el origen de los franceses, se atrevió a decir que los francos no habían formado una nación independiente, y que sus primeros caudillos habían recibido de los emperadores romanos el dictado de patricios. Esto sólo le valió la persecución y el encierro en la Bastilla; y calcúlese por este rasgo, si los que no sufrían una ligera broma acerca de la legitimidad originaria de la nación, oirían con calma las vivas discusiones sobre recientes sucesos, y las cuestiones a que podían dar lugar una desacertada administración, y las más gravosas contribuciones. La Historia de Carlos XII, escrita por Voltaire, modelo de historias bajo el aspecto de la narración, y muy distante de todo lo que pudiera herir al gobierno en aquella época, no pudo imprimirse sino a hurtadillas en Lyon y en Rouen, y gracias a las estratagemas e inmensos recursos con que el autor contaba.

Pero a medida que entraba el siglo, la actividad del pensamiento crecía, y con ella desaparecían también las ligaduras con que hasta entonces se había procurado encadenarlo: talentos eminentes se presentaron en la arena literaria, y no hubo asunto por arduo y grave que fuera, o por pequeño y hasta entonces desapercibido, que no se trajera a discusión sujetándolo al examen de una apasionada y parcial crítica; y decimos esto, porque la literatura del siglo XVIII fue reaccionaria, y una máquina de guerra dispuesta a destruir el gobierno y cambiar la faz de la sociedad. La escuela filosófica condujo al escepticismo, al entendimiento y la historia debía por necesidad participar del aire que a la sazón corría: en vano para atajar el mal que se difundía por todas partes, algunos celosos defensores de las ideas rancias, y de la venerable antigüedad quisieron oponer un dique al torrente destructor con que amenazaban los novadores: en vano hombres muy sabios, atrincherados tras una inmensa erudición, oponían a la nueva escuela el estudio de los monumentos históricos, y curiosísimas y laboriosas investigaciones sobre los tiempos antiguos; las nuevas doctrinas hicieron prosélitos, se extendieron como por encanto por toda la Francia; y a pesar de d'Aguessau y de Trevet, la escuela filosófica dominó todos los entendimientos, avasalló todas las voluntades; y Bayle y Voltaire, el uno con sus dudas y anécdotas, la mayor parte falsas, y el otro con sus burlas y sus chanzas, vencieron a los eruditos e impusieron al mundo un yugo más duro, más terrible, y sobre todo más peligroso, que el que había sufrido en los siglos medios cuando la ciencia estaba en manos de unas cuantas docenas de laboriosos monjes.

Escribió Voltaire entre sus muchas obras históricas, una que revela, más que ninguna otra, las tendencias de la literatura en aquella época y que da principio a la escuela escéptica, que después han seguido otros escritores modernos. Esta obra fue el Ensayo de las costumbres; escrita con mucho talento, con admirable facilidad, y hasta con donaire y gracia, tuvo en aquellos tiempos, y casi hasta nuestros días ha tenido, un inmenso suceso: hija de la escuela filosófica de aquel siglo, no hallamos epíteto que peor le cuadre, pues si la filosofía es la razón, la verdad y la justicia, nada se aparta tanto de la filosofía como un libro, en el cual todos los sucesos están mirados por un prisma apasionado que tiene embargada al escritor la razón y sus ojos cerrados a la verdad y a la justicia. Los tiempos antiguos no son en su concepto más que una serie prolongada de crímenes a cual más feo y más vergonzoso; los hombres de esa época son tiranos, crueles y asesinos de la humanidad; y la grande y saludable institución del cristianismo, con sus naturales y legítimas consecuencias, pasa desapercibida cuando no envuelta también en el cruel anatema. Voltaire no escribió la historia; pintó, sí, una caricatura histórica.

No era más feliz tampoco en sus producciones la escuela antigua; a porfía una y otra andaban para desviar de la verdadera senda al entendimiento humano; esto acontece en el campo de la literatura, lo mismo que en el de la política, en los tiempos de acaloradas contiendas, en los cuales puede decirse, sin peligro de errar, que ninguno de los partidos que pelean tiene razón. El presidente Henault, en su compendio de la historia de Francia y en sus obras dramáticas, se propuso defender todavía los usos y maneras de la aristocracia y de la monarquía, y a pesar de su carácter de magistrado, se advierte en todas sus respiraciones una decidida afición al poder absoluto de los reyes, calificando de derechos inajenables e imprescriptibles las visibles usurpaciones de los reyes de la tercer raza, sobre las franquicias y libertades de que algún día estuvieron en posesión las municipalidades y los estados generales: para el autor la nación está como debe estar; nada de reformas, nada de mudanzas: no era extraño este su modo de pensar: presidente, y además superintendente de la casa de la reina, no era regular que fuese apóstol de nuevas doctrinas el que tanto interés tenía en conservar las antiguas.

Mably, educado por los jesuitas, y con favor, con el cardenal de Tencin, de quien era algo pariente, escribió primero a favor de las ideas antiguas en su obra de Paralelo entre franceses y romanos; pero independiente y altivo a la vez, no pudo avenirse ni con la corte, ni con los filósofos, ni con el cardenal, ni consigo mismo: renegó de sus primeros escritos y se hizo el campeón de las ideas de libertad y de independencia; y no hallando modelos que imitar ni que seguir en la historia moderna, eligió a los hombres de las antiguas repúblicas de Grecia, y entre ellas, a Esparta. No estaba mal buscar en lejanas tierras su ejemplo, el que ni podía sufrir el yugo de un gobierno ni la autoridad y peso de una opinión. Avínole pronto lo que acontece a todo aquel que se separa del poder y no milita tampoco bajo las banderas de la oposición; perder toda influencia: en efecto, muy poca fue la que ejerció en su época; su obra histórica, Observaciones sobre la Francia, tiene bastante mérito y de más elogios sería digna, si no incurriese tan a menudo en la falta que achaca a los que le precedieron, cual es la de pintar los siglos antiguos y narrar los sucesos de épocas pasadas bajo el punto de vista de los tiempos modernos; y el que esto decía se esfuerza en probar que Carlomagno tenía en mucho los derechos imprescriptibles del pueblo, y la soberanía que a este pueblo le pertenecía de razón y de justicia.

Seguían las dos escuelas históricas su carrera en el siglo XVIII: la una, la que sostenía a duras penas un gobierno que se desmoronaba por instantes, lánguida y desfallecida tocaba ya a su término: la otra, poderosa con el amparo de la opinión pública que la protegía con denuedo, se ostentaba orgullosa y desvanecida, y cada día hacía nuevos prosélitos: pero ambas muy distantes del recto camino que conduce a los hombres por medio de sabias e imparciales investigaciones al descubrimiento de la verdad.

Al empezar a hablar de las escuelas modernas históricas, nos parece justo hablar primero de los alemanes que seguían muy de cerca las huellas de los franceses y que adelantaban más que éstos en las altas regiones de la inteligencia. A decir verdad, a la Alemania se debe el origen de la secta filosófica; no de aquella falsa filosofía del siglo XVIII que consistía en hablar mal de Dios y del gobierno, sino de aquella filosofía que investiga la esencia de los seres y que penetra más allá de los sucesos visibles, buscando en sus causas las causas de los fenómenos sociales. Estos trabajos filosóficos, si bien en sus principios se han separado de la verdadera senda, han contribuido mucho a descubrir las leyes que gobiernan la especie humana, adoptando por base las tres o cuatro grandes tradiciones que, esparcidas sobre la tierra, son como las señales que indican al viajero el camino que debe seguir para llegar al punto que se propone. A favor de estas grandes lumbreras el filósofo ha podido penetrar en las densas oscuridades que ofrece la noche de los siglos, y pedir cuenta al hombre y a la especie de su misión sobre la tierra. Ha podido seguir la huella de las grandes instituciones de los pueblos y predecir sus mudanzas y sus catástrofes. Ha podido ver en una palabra su cantor y su profeta; Homero que refiere la historia de los griegos e Isaías que predice el fin y destrucción de la desgraciada Sión. Pero esta nueva escuela filosófica ha dado lugar a nuevas cuestiones, y más empeñadas contiendas, y la Alemania se ha dividido en dos sectas que con afán y empeño siguen sus trabajos e investigaciones históricas: la una es la escuela filosófico-histórica, y la otra la histórica simplemente. La primera tiene a su cabeza a W. Hegel, el cual establece cuatro fórmulas o principios históricos de la sociedad, y estos cuatro principios existen o los hace existir el autor en el Oriente, la Grecia, Roma y en los pueblos de origen germánico. Cada uno de estos pueblos obra de distinta manera, pero con sujeción al principio que en él domina, y de aquí su índole distinta, su religión, sus leyes, sus costumbres, etcétera. Según W. Hegel hay una cosa que se llama alma universal, y ésta se transforma de cuatro maneras cuando se manifiesta en la especie humana; y de aquí los cuatro principios y los cuatro pueblos. La inmovilidad caracteriza el Oriente, la actividad a la Grecia, la lucha entre ambos principios a Roma, el resultado de la lucha a los pueblos de origen germánico. Este sistema sobre ser casi ininteligible, ofrece además el inconveniente de prestarse maravillosamente al gusto y capricho del historiador, que puede hacer servir la historia a su deseo y fantasía empleando los principios y las grandes fórmulas, como empleaba Procusto su lecho que a los grandes y a los chicos les convenía igualmente.

La escuela histórica se atiene a los hechos y nada más; y creemos esto más prudente. A su cabeza estuvo Niebuhr, y después M. Savigny autor de la historia del derecho romano. La escuela filosófica intenta probar que los hechos son naturales consecuencias de esas fórmulas o principios que asienta como base de su sistema. La escuela histórica pretende que los hechos agitando los hombres, y poniendo en acción su entendimiento, son antecedentes precisos de sus principios;[ 5 ] la primera además reconoce una ley providencial en todos los sucesos históricos y un encadenamiento estrecho y sucesivo; y proclama como la primera ley del género humano la ley de la expiación.

Llamados ahora a dar nuestra opinión sobre estas dos escuelas diversas, diremos, en dos palabras, que ambos sistemas [son] exagerados y llevados al extremo nos parecen igualmente falsos. Hay tal relación entre los hechos y los hombres que los ejecutan, que a veces es imposible considerarlos de todo punto separados: la acción y reacción continuas que los hombres ejercen unos sobre otros hace que a veces el individuo piense o ejecute alguna cosa en virtud de un hecho anterior; y que otras veces el entendimiento ayudado por investigaciones laboriosas, y con toda la energía de que es capaz cuando está dotado de grandes cualidades, presienta los hechos, los invente los cree él mismo; pero, ¿quién es el hombre, el historiador que puede decir: he aquí la regla el compás para guardar de una vez y para siempre éstas tan diferentes situaciones de la vida? ¿Quién puede con verdad y sin riesgo de equivocar a los demás, ajustar los sucesos todos de una época dada a un principio de antemano formulado, y más al hablar de países remotos a los cuales se conoce imperfectamente, de épocas pasadas, de naciones y pueblos que ni vestigios han dejado? ¿Quién, al hacer el oficio de creador de un mundo moral, dejará aparte sus pasiones, su manera de ver las cosas, las condiciones de su existencia, la situación del día y de la hora en que escribe? Las ilusiones y los sueños el delirio, y la mentira; he aquí lo que el historiador legará a la posteridad en lugar de los hechos acaecidos y que únicamente son el patrimonio de la historia.

Despojados del exclusivismo que los caracteriza, han parecido después estas dos escuelas alemanas, en Francia, y ya sea que a nuestro limitado entendimiento no se le alcance el gran mérito de las obras de los alemanes cuya profundidad es tal que, a veces no las entendemos, o ya sea que en literatura así como en política no nos gustan los sistemas exclusivos y extremos, preferimos a la alemana, en cuanto a nosotros nos es dado juzgar, esta parte de la literatura francesa. Decimos más, y es que esta escuela exagerada de los alemanes, puede considerarse como una escuela reaccionaria, aunque de buena índole, como opuesta a las doctrinas impías y destructoras del errado filosofismo del siglo XVIII; mas como el carácter de esta época de las letras está ya juzgado imparcialmente en la Europa y nadie cree en los dogmas de Rousseau, ni a nadie convencen las bufonadas de Voltaire nos parece de todo punto inútil y antes sí muy perjudicial, extraviar el entendimiento separándolo de las trilladas sendas del saber, para conducirlo a unos laberintos intrincados de donde no le sea dable salir ni con el auxilio de la lógica ni de los buenos estudios. Filosófica se llama esta escuela; teológica la llamaríamos nosotros, y a nuestro entender con razón. No es de hoy este modo de escribir la historia: cerca de doscientos años hace se presentó en el mundo literario un hombre que echó los primeros cimientos de este edificio, y que a su decir, sustituyó la historia de la humanidad a la historia del hombre: este hombre fue Vico. En la Nueva ciencia, obra que escribió, dice que se propone «tratar la historia eterna universal que en todas épocas se reproduce bajo las formas de las historias particulares, y describir el círculo ideal dentro del cual da vueltas el mundo real.» A esto llama el autor «la filosofía y la historia de la humanidad.»

Empieza Vico su historia diciendo que los fundadores de la sociedad fueron los cíclopes, o los gigantes, proposición algo aventurada y difícil de probar; pero por eso mismo no lo prueba: los gigantes eran algún tanto aficionados a revoluciones, y a vivir sin Dios y sin ley; se oyó de repente un trueno, y se asustaron, y entonces cayeron en la cuenta de que había en alguna parte algún otro que pudiera más que ellos: éste fue el principio de la idolatría, necesaria y útil al mundo porque domó la fuerza y porque la religión de los sentidos preparó la religión de la razón; y ésta la de la fe. Empieza la sociedad; empieza la familia: los primeros padres de la familia, son los primeros sacerdotes; son los primeros reyes; son los patriarcas: primera edad; edad de oro; pero ¡oh dolor! vienen unos salvajes y luchan con estos patriarcas; pero son vencidos los salvajes y obedecen a ciertas condiciones; empieza la ciudad. Los padres de familia son los nobles, los salvajes, que los coloca el autor en la clase de unos refugiados o emigrados, componen el pueblo, la plebe; pero esta gente descontenta aprovecha una ocasión y sorprende a sus amos; y he aquí el origen de las repúblicas. Los estados populares se corrompen; la anarquía ejerce su ominoso imperio por todas partes y el pueblo mismo proclama la monarquía sujetándose a uno solo, al más fuerte. Con este motivo sienta Vico algunas máximas que serán conocidas de todos nuestros lectores por el mucho uso que los escritores políticos de nuestros días han hecho de ellas. "La necesidad de orden fundó la monarquía, como la necesidad de libertad había adoptado la aristocracia, como la necesidad de la igualdad la democracia." Pero, dice Vico, si la monarquía no consigue mejorar las costumbres del pueblo y la corrupción no se detiene, entonces no hay otro remedio más que el de la guerra; una nación de más virtudes se encarga de castigar a la mala, y la salva de su perdición haciéndola su esclava; porque escrito está: El que no sabe gobernar, obedecerá; el imperio del mundo le toca de derecho al mas recto. He aquí una ligera muestra de la Nueva ciencia de Vico: omitimos hacer ningún comentario; pero el más apasionado a sus doctrinas convendrá con nosotros, que no es la manera que emplea, la más conveniente para escribir la historia.

Antes de hablar de las modernas escuelas francesas, justo será echar una rápida ojeada sobre la Gran Bretaña, que por tanto entra hoy en la civilización europea. Antes del siglo XVIII, no hay que buscar en la Inglaterra ningún monumento histórico que merezca la pena de ser leído. Fue preciso que los escritores del siglo XVIII pusieran en movimiento con sus innumerables obras la Europa para que en un rincón de la Escocia se dedicasen a la historia algunos jóvenes que recibían en Edimburgo una educación esmerada, a la manera inglesa, que debiera algún día hacerlos brillar en el parlamento y en el foro. Hume fue el primero que dejando a un lado el Vinio, y otros autores romanos con los cuales pudiera algún día ser un mediano abogado, abrazó con entusiasmo la causa de los escritores franceses, leyendo con ansia las obras de Montesquieu y Voltaire. Ocurrían entonces en la Inglaterra aquellas grandes cuestiones políticas que hicieron caer del gobierno a lord Chatarim, pero que lo dejaron en disposición de poder volver a ocupar la silla del poder: pues bien, todo esto era de poca monta a los ojos de Hume, que no veía más que la filosofía francesa emancipando a la humanidad y al pensamiento de las trabas con que hasta entonces habían estado oprimidos, en vez que las discusiones del parlamento eran estériles querellas de partido; adoptó ciegamente, la enseña de la nueva secta filosófica, y como discípulo que se daba los aires de maestro, exageró las doctrinas de éstos hasta el punto de ser más incrédulo y escéptico que ellos. En un tratado que escribió, De la naturaleza humana, niega los efectos, niega las causas, y lanzado en el más ilimitado idealismo escandalizó toda la Inglaterra. Dotado de fecunda imaginación, y con disposiciones admirables para escribir la historia ayudadas con la inmensa erudición que adquirió en el desempeño de la modesta plaza de conserje de la Biblioteca de Edimburgo, emprende la grande obra de la historia de Inglaterra; pero su esperanza que era la de llegar a tener un día una gran gloria literaria, única cosa a que aspiraba, quedó por esta vez frustrada, porque a una voz todos los partidos se levantaron para anatematizar su obra, él mismo lo dice: "Whigs, tories, anglicanos, no conformistas, cortesanos, patriotas, todo el mundo levantó un grito de indignación contra mi obra. No me perdonaban las lágrimas que consagré a la memoria de Strafford, y el haber compadecido la triste suerte de Carlos I". Cosa singular, y el doctor Lingard, ministro católico, en la historia de Inglaterra que en estos últimos tiempos ha escrito, dice que Carlos I fue culpado, y no lleva a mal sino la ilegalidad en los procedimientos. Pero Hume en los volúmenes sucesivos logró vencer la indiferencia del público; su historia al fin tuvo un gran suceso en Inglaterra y mucho más en Francia, donde el autor vivió algunos años, viéndose obsequiado y complacido no sólo por los filósofos, lo cual era muy natural sino hasta por príncipes y otros individuos de la familia real.

¿Pero su historia de Inglaterra es digna hoy de la admiración que causó a las gentes del siglo XVIII, que extasiadas, daban a Hume el primer lugar entre los historiadores? De ninguna manera. Aparte del estilo, el método, orden y claridad que en ella reinan, la obra de Hume es una continuación de la obra de Voltaire sobre la cual hemos ya dado nuestra opinión. Hume por sus opiniones escépticas no era el más a propósito para escribir la historia: no creía en nada, ni en la religión, ni en la libertad, ni en la patria, ni en sí mismo. Frecuentemente, al estilo de Voltaire, de las cosas más pequeñas deduce inmensos resultados, grandes catástrofes; cuando, si hubiera pensado con alguna más seriedad, hubiera hallado la verdadera causa, que era de tanta magnitud al menos, como las consecuencias que producía. Echábanle los whigs en cara que se doliera de la muerte de Strafford, y casi sin motivos era este dolor; porque no pinta al ministro de Carlos I, como una víctima impíamente sacrificada por la revolución y abandonada por su rey, haciendo honor a los sentimientos magnánimos y a la generosa resignación de aquel desventurado personaje, sino que antes por el contrario su acto de abnegación es un negocio de cálculo; en concepto del historiador, Strafford ofrece su vida al rey, o ya porque sin remedio la veía perdida, o ya para ablandar sus entrañas con aquel acto de inimitada generosidad. Hace algunas pausas de cuando en cuando el autor para contar en ellas los adelantos de las ciencias y artes y explicar los usos y las costumbres de las épocas que ha narrado; grande falta en quien pretende ser buen historiador, porque estas esenciales tintas son propias del cuadro ya trazado, que deben apercibirse en su conjunto y estar en unión para que produzca con el efecto que es de desear. Por último, Hume es descuidado en punto a los hechos y comete errores de consideración por no haber trabajado con esmero algunos pasajes, y tomándose la molestia de leer algunos manuscritos y obras antiguas que tuvo a su disposición.

¿Qué diremos de Robertson, inferior, en nuestro concepto a Hume, también de la misma escuela de Edimburgo, de esa bella colonia de sabios que de repente aparece en el norte de Europa? Que es un discípulo de Voltaire y escéptico como Hume; en alguna cosa difiere del primero. Robertson no habla de los tiempos pasados para burlarse de ellos y tratarlos con desprecio y risa; todo lo contrario, es de los primeros historidadores que perciben en la Edad Media algo de bueno y de provechoso para la humanidad; pero las ideas modernas, y los pensamientos del día entran por mucho en el juicio que forma de los tiempos antiguos; de suerte que la introducción que precede a la historia de Carlos V, es una novela más bien que un trozo histórico; el grande acontecimiento de las cruzadas está casi copiado de Voltaire; ni sus causas ni sus efectos están expresados, ni concebidos con aquella razón y aquella claridad con que escritores más modernos, han sabido presentarlos a la consideración pública en nuestros días: la preocupación deja siempre hondas huellas, y tan fatal es para el triunfo de la verdad la preocupación en materias religiosas, como la opuesta que tanto alarde hace de la impiedad.

Nos falta otro discípulo inglés de la escuela francesa, y es bien seguro que no hay ninguno que más revele su origen que Gibbon, que es el discípulo de que hablamos; pero al mismo tiempo no podemos menos de pronunciar su nombre con veneración, al acordarnos del monumento que su inmenso saber ha levantado, y que durará mientras exista en los hombres el gusto por las letras y la afición a la lectura: hablamos de la Decadencia y caída del Imperio Romano. Faltábale a la Inglaterra una obra histórica de esta importancia, es decir, no había ninguno de sus hijos ensayado aún el género crítico y erudito, el que cobra su fuerza con los trabajos de la antigüedad y a Gibbon cúpole la suerte de ensayarlo y desempeñarlo con felicísimo éxito. Este autor exagera los vicios en que incurrieron sus paisanos; es escéptico en todo, independiente y osado, en los pensamientos y en el estilo. Protestante, católico y otra vez protestante, habla de los asuntos religiosos como Voltaire: así, la grande y saludable institución del cristianismo, pasa casi desapercibida en su obra sin dignarse más que echar una ojeada sobre ella, y tratarla como de paso dando lugar preferente a otras instituciones perecederas, que no tenían como la primera la misión de regenerar el mundo. Su vista alcanza tan poco que no le permitió ver en el cristianismo, en aquel ligero soplo que empezaba en los tiempos de Augusto, la formidable institución que iba a salvarle el mundo de la inminente ruina que la amenazaba; que iba a vengar a la humanidad de tantos ultrajes como había sufrido y sufría bajo el imperio de un Nerón y de un Calígula; que iba en una palabra a volver por la dignidad del hombre abatida y humillada por la esclavitud en que yacía, y por la tiranía que con él ejercían los que se llamaban sus amos. A los ojos de Gibbon, los cristianos son unos revoltosos a los cuales hacían bien en castigar, y bajo este concepto celebra las sangrientas ejecuciones de los procónsules, y la aprobación que a ellas daban los emperadores. Su inmensa erudición no le sirve en ciertos pasajes más que para argüir falsamente sobre muchos puntos históricos; y la ironía y el amargo sarcasmo con que se burla de aquellos que sabían morir por sus creencias y por su fe, indisponen contra él al hombre que estima en algo la grandeza y libertad del pensamiento, y la verdadera dignidad de la especie humana. Los demás defectos que encontramos en Gibbon son pequeños al lado de los que acabamos de referir, y sólo nos contentaremos con decir que todo cuanto hace relación a su inmenso saber, a la sobra de erudición que poseía, a los grandes trabajos que emprendió, está desempeñado con una maestría propia tan sólo del que tuvo toda su vida una sola pasión, la del estudio y afición a las letras que no abandonó ni aun en sus últimos años, ni aun con las tareas del parlamento a las que miró siempre con una casi total indiferencia.

Tiempo es ya de ocuparnos, aunque con la brevedad que exige un artículo de revista, de los modernos escritores franceses, que a nuestro entender han llevado la historia a un alto grado de perfección, aunque no dudamos que sea susceptible de más adelantamiento, y esto lo decimos aun confesándonos ciegos admiradores de algunos de ellos.

Pasada la revolución, la Francia empezó a coger el fruto de los grandes trabajos literarios emprendidos y llevados a término en el siglo XVIII. Pero al tomar en cuenta los hijos, las obras de sus padres, separaron la verdad de la mentira, la razón de la pasión; y aunque abrazaron la libertad, no ultrajaron la religión, porque estas dos palabras, en vez de excluirse, son inseparables compañeras. Los historiadores siguieron la pauta trazada hasta entonces por los que les habían precedido en la carrera, adoptando unos los principios de la escuela antigua histórica, emprendiendo otros obras históricas filosóficas, y modificando algunos y amalgamando estos sistemas con los nuevos progresos que la ciencia había hecho, y la costosa experiencia que la humanidad había adquirido en las recientes revueltas. Daunou, Lacretelle, Montlosier, Malte-Brun, Lemontey, Mazure, todos escritores de alguna nombradía, han adoptado cada uno el método que más conviniera a sus opiniones y creencias; todos ellos, conformándose con el espíritu de su siglo y conociendo las necesidades de la nueva época, han estudiado con más conciencia que los escritores del siglo XVIII, aunque sin perder de vista la libre facultad de pensar que ya no ha tenido trabas a favor de la libertad política conquistada. Pero de vez en cuando, algunos hombres de talentos distinguidos exasperados a la vista de los padecimientos de la humanidad, invocan los tiempos antiguos, y quieren acomodar a los tiempos presentes ideas e instituciones que es un problema todavía saber, si en la época que estuvieron en boga produjeron tantos bienes como hoy sus apologistas enumeran. M. Bonald, en su teoría del poder civil y religioso, y el conde Josef de Maistre, en todas sus obras, son los principales campeones de un sistema que su simple lectura nos revela lo distantes que estamos de los tiempos y de las ideas que defienden con más talento que fortuna. No en balde pasan los hombres y los sucesos. El tiempo nos arrastra con su rapidísimo vuelo, y querer vencerlo y navegar con viento contrario es una insigne locura que no produce más que un trabajo estéril, y la compasión hacia el autor que se lanza solo y sin auxilio en tan proceloso mares.

Según M. Carrel,

Las cosas en sus continuas transformaciones no arrastran tras sí a todos los hombres de talento, ni avasallan los hombres de carácter con facilidad; no amparan todos los intereses con el mismo cuidado; por esto se elevan de vez en cuando enérgicas protestas a favor de los tiempos pasados. Pero cuando una época ha pasado, todo el poder humano no es capaz de hacerla volver, porque la Providencia en sus sabios y ocultos arcanos ha tenido cuidado de romper el molde; los restos han quedado esparcidos por la tierra, y hay algunos que por lo hermoso deben contemplarse.

Una mujer, sin par hasta ahora en el mundo, enriqueció el catálogo de las obras históricas con sus Consideraciones sobre la revolución de Francia. La gloria, la libertad, resaltan en este admirable compendio, y también el noble, el bello carácter de su autor, aquella fiera independencia que le valió a madame Staël el destierro, y una muerte anticipada.

Pero entre todos los escritores de este siglo sobresale por sus gigantes proporciones M. de Chateaubriand, y no hay uno solo que pueda disputarle la palma del saber ni del bien decir. Su admirable facilidad, sus inmensos estudios y su buen gusto debían llevarlo naturalmente a escribir la historia, y no es sólo en los escritos históricos donde el autor se ostenta grande historiador, sino en todas sus obras; léanse su itinerario, sus mártires, la grande obra del Genio del cristianismo, hasta sus novelas de Atala, René y el Abencerraje, y en todas ellas se verá con admiración la flexibilidad de su talento, que se presta a todos los géneros, formando uno particular y casi hasta su tiempo desconocido, donde campean las citas y recuerdos históricos al lado de los hechos de sus héroes fingidos, hijos de aquella lozana imaginación, que todo lo hermosea dándole un aspecto risueño y encantador.

En cuanto a la historia, Chateaubriand se acerca a la escuela alemana, pero corregida de sus vicios y sobre todo de su oscura metafísica, de tal suerte que aparece inteligible e interesante a punto de deleitar instruyendo.

Según M. de Chateaubriand, el orden social descansa sobre tres verdades o principios que le sirven de fundamento; la verdad religiosa, la verdad filosófica o sea la independencia de la razón [y] la verdad política o sea la libertad. El autor dice que el mundo moderno ha nacido al pie del Calvario, pero que las naciones se componen de tres pueblos, el pagano, el cristiano y el bárbaro. De aquí la necesidad de remontarse hasta Augusto para conocer bien los pueblos modernos, época en que empiezan el cristianismo, el Imperio Romano y las primeras señales de vida que dieron los pueblos del norte. Sigue el historiador desempeñando su tarea aunque la falta de tiempo le impidió acabar su obra y darle toda la extensión que debiera; toda ella tiene en nuestro concepto mucho mérito, pero muy singularmente en todo aquello que tiene relación con el principio o verdad religiosa. El cristianismo está considerado tanto en sus tiempos pasados como en el presente, conforme a los altos destinos que ha cumplido ahora y los que debe cumplir en adelante. La religión, según M. de Chateaubriand, no debe ser como pretende M. de Maistre un arma con la cual puedan los pueblos ser reducidos a una servidumbre común y dominados por una teocracia despótica ni tampoco, como opina M. de Lamennais, un medio de crear una porción de repúblicas, sin otro círculo que el de la tierra, ejerciendo sobre ellas una rigurosa dictadura. El cristianismo fue un arma política en su Edad Media, porque así lo exigió la más imperiosa necesidad: cuando las naciones hubieron perdido sus derechos, la religión, único poder moral existente a la sazón poderoso, los tuvo en guarda como su depositaria, mas hoy que los pueblos gozan y usan de estos derechos, la religión renuncia a ellos, porque su pupilo ha llegado ya a mayor edad. La edad política del cristianismo acabó; pero su edad filosófica ha llegado: la religión, ahora como en los primitivos tiempos de la Iglesia, acude con la dulzura de sus máximas y la persuasión evangélica a consolar al desgraciado en su hogar, y a combatir en la cátedra la moral pervertida y los principios errados de la falsa filosofía.

Por último, M. de Chateaubriand escribe la historia como el pintor hace sus cuadros, con el corazón, con la vehemencia de la pasión; porque el historiador es preciso que sienta, que no sea testigo mudo de los sucesos, y el autor de que nos ocupamos ama la gloria, ama la libertad, y jamás se olvida de su patria; esto unido a las demás prendas que le adornan le hace acreedor a ocupar uno de los más distinguidos lugares entre los escritores franceses.

M. de Barante, en su Historia de los duques de Borgoña, ha creado la escuela descriptiva, obra de sumo interés y que pasará a la posteridad con el mismo renombre que tiene entre sus contemporáneos.

M. Thierry, en sus Cartas sobre la historia de Francia e Historia de la conquista de Inglaterra, ha dado a la literatura una muestra de su mucho saber y de sus profundas investigaciones; su historia es, al par que docta, filosófica.

M. Guizot en su historia de la revolución de Inglaterra, pero más en su curso de la civilización francesa, ha perfeccionado, o más bien creado el verdadero género filosófico, despojado de la oscuridad alemana; sin perder por eso las altas miras y la sublime inteligencia de los literatos de la otra parte del Rhin, M. Guizot ha comprendido perfectamente el principio, o la verdad dominante en cada una de las épocas que describe, y lejos de querer ajustar los hechos a un principio de antemano promulgado, deduce de la más exacta observación de los hechos, las verdades o principios de las sociedades, ni más ni menos que M. Comte, para explicar sus leyes y fenómenos morales. M. Guizot es un Linneo; lo que éste hizo en el mundo visible y material, el primero lo ha hecho en el mundo moral, y lástima es que este sabio profesor, este grande hombre de las ciencias, no haya concluido su obra que haría sin duda época entre todas las de sus contemporáneos.

Entre las muchas obras de M. Sismondi, la mejor de todas es la historia de las repúblicas italianas: severo a veces, y algunas veces injusto, su saber es profundo, pero incurre en el defecto de juzgar los tiempos antiguos por los tiempos modernos, achaque de que a duras penas pueden librarse los escritores.

Sólo nos resta que consagrar dos palabras a la moderna escuela fatalista. Llevan en ella las banderas dos personas eminentes así en la historia como en la política, las cuales han escrito dos obras históricas sobre el mismo asunto, que les han servido para llegar a una grande altura en el mundo literario, y en el mundo político. Los dos personajes son M. Thiers y M. Mignet, y las obras, las respectivas historias sobre la Revolución Francesa. Grandes dotes tienen estos dos historiadores; el uno ha escrito la historia de la revolución muy por extenso, descendiendo a veces a pequeños pormenores; el otro ha hecho un compendio: estilo, método, descripciones animadas, retratos admirables; todo se encuentra en ambas, y en la de M. Thiers un episodio que, él sólo, le ha valido al autor la nota de uno de los mejores ingenios de la época: hablamos de las guerras de Italia, pero estas dos obras han hecho en estos últimos tiempos un daño inmenso, dando el inmoral y funesto ejemplo de ensalzar el crimen y de creerlo necesario, no como justo castigo de la Providencia divina, sino como eslabón preciso de la cadena de los acontecimientos. Tan funesta doctrina ha destruido el fundamento de los códigos penales de la Europa culta, y uno de los más sabidos principios de la moral de todas las naciones: "Odia el delito y compadece al delincuente". Los escritores de que nos ocupamos, por una aberración del entendimiento fatal para el orden social, han dicho: "Odia al delincuente, pero celebra y aun ensalza su crimen": máxima atroz que han exagerado todavía más sus discípulos, erigiendo una secta de terroristas teóricos que miran con envidia a los terroristas prácticos del año de 93. Error crasísimo: como si el terror sirviera más que para cometer horrorosos crímenes, y no llevara envuelto en sí, al mismo tiempo que el anatema de toda una generación, el germen de la muerte del poder que lo emplea como medio de gobierno.

Tiempo es ya de concluir nuestro artículo, mas como no hemos concluido la tarea que nos hemos propuesto, dejaremos para el próximo número el hablar de las dotes que debe reunir el escritor que se dedica hoy a la historia, la cual con tantos sistemas, tantos y tan variados acontecimientos como han ocurrido en los últimos siglos y tan grandes ensanches como han tomado los conocimientos y la civilización, es más difícil de escribir cada día. Con el compás de la crítica más imparcial examinaremos la excelente historia de los Reyes Católicos que ha escrito el americano Prescott y presentaremos a la consideración de nuestros lectores algunas muestras de la traducción que de la lengua inglesa a la española hemos emprendido y pensamos publicar muy en breve. Así pasamos la vida, entregados al estudio, lejos de la patria que nos dio el ser, llorando sus desgracias y nuestras desventuras en una tierra extranjera, a la cual debemos la más generosa hospitalidad.

[ 1 ] Revista Enciclopédica de la Civilización Europea, publicación que tiene por objeto dar a conocer en el nuevo mundo la marcha incesante de las naciones más cultas de la Europa en las vías del progreso intelectual, París, 1843, t. II.

[ 2 ] La primera gran Historia general de España, completa y detallada, apareció entre 1850 y 1867 en 30 volúmenes, debida a la pluma de Modesto Lafuente.

[ 3 ] Este artículo no lo encontramos en el siguiente número de la Revista Enciclopédica ni en todos los números posteriores de El Tiempo.

[ 4 ] Revista Enciclopédica de la Civilización Europea, publicación que tiene por objeto dar a conocer en el nuevo mundo la marcha incesante de las naciones más cultas de la Europa en las vías del progreso intelectual, París, 1843, t. II, p. 21-54. Para la transcripción de este artículo, se modernizó la ortografía, se subrayaron los títulos de varias obras que Benavides cita y que no lo estaban, así como el señalamiento con [sic] de pasajes que resultan ininteligibles y que creemos se debieron a errores de redacción desde la primera publicación de estas "Reflexiones".

[ 5 ] El texto en cursivas indica un párrafo con una mala redacción. (Nota de Enrique Plasencia.)

Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, Álvaro Matute (editor), Ricardo Sánchez Flores (editor asociado), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 13, 1990, p. 231-251.

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