Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México

 

Víctor Díaz Arciniega, Querella por la cultura "revolucionaria" (1925),
México, Fondo de Cultura Económica, 1989, 206 p.

Álvaro Matute


Aunque el análisis de la polémica de 1925 que ha emprendido Víctor Díaz Arciniega, en lugar de haber optado por el título guzmaniano de "querella", también hubiera podido tener el aroniano de "el opio de los intelectuales mexicanos", en realidad es preferible el primero definitivo. ¿Qué es este libro? En primer lugar, el resultado de una investigación hemerográfica consistente en la revisión de los periódicos capitalinos desde noviembre de 1924 hasta el final de 1925, de los cuales se extrajo una amplia gama de opiniones acerca de la literatura y de la Revolución.

Si se quiere filiar este libro dentro de algún campo de estudio, el más indicado es el de la historia intelectual, es decir, aquella que, si bien se encuentra muy cerca de la historia de las ideas, no se centra propiamente en ellas, sino más bien en el cotejo de las ideas y las actitudes con la realidad circundante. Esta realidad circundante, en el caso mexicano, es la impuesta por el Estado. De hecho parece ser imposible hablar de historia intelectual sin tener al Estado nacional como algo más que un telón de fondo, es el escenario y tal vez aun la mayor parte del lunetario. La referencia al Estado es no sólo necesaria, sino absolutamente obligatoria.

De esta manera, el libro de Víctor Díaz Arciniega no podía permanecer en el plano de la crítica literaria. De hecho no es un libro de crítica literaria sino, como dije arriba, de historia intelectual, lo cual implica ser de historia política y de historia de las ideas. El año de 1925 es clave para ilustrar la relación entre ideas y realidad política. Es, de hecho, el año del advenimiento de Plutarco Elías Calles al poder, ya que asumió la banda presidencial en diciembre de 1924, y resulta año clave, distinto de los anteriores y posteriores, por la sencilla razón de que 1924 fue ante todo el año de la rebelión delahuertista y 1926 el del inicio del conflicto religioso. 1925 está en medio de dos años de convulsión militar, asimilando lo sucedido en el anterior y preparando lo que vendrá después.

La situación de Calles no era fácil. Se encontraba atrapado entre Álvaro Obregón y la impopularidad. Requería de legitimación más que nadie. Con la derrota y el exilio de De la Huerta y sus partidarios se va la posibilidad de ejercer una política conciliadora, como la que se llevó a cabo en el segundo semestre de 1920. Pero también se fue un contingente al que resultó fácil calificar de "reaccionario" para así legitimar al presidente de la República y su política, a la cual se le fue dotando del ser auténtica y claramente revolucionaria. La revolución estaba encarnada por Calles y su régimen.

Cabe hacer la aclaración de que durante 1917-1924 la retórica revolucionaria no había hecho acto de presencia, sino apenas en forma muy limitada o discreta; no había llegado a la cima estatal, entre otras cosas porque no había sido necesaria en regímenes acaudillados por figuras de alcance nacional y más protagónicas de la Revolución armada. Si bien tanto Carranza como Obregón deslegitimaron a sus adversarios, no necesitaban ungirse con el incienso revolucionario porque no les hacía falta. Carranza quería la pacificación y Obregón el equilibrio. En sus políticas culturales, en el caso del primero simplemente no había y en el del segundo se llevó a cabo un gran experimento; la imaginación llegó al poder y se pusieron en práctica acciones que tenían fines bien determinados los cuales no necesitaban ser dotados del ser revolucionario. Hacia 1925, y en la medida en que no habría continuidad en la política cultural, lo que se hiciera debía estar ungido con la esencia de la revolucionariedad.

Es un acierto de Díaz Arciniega haber encontrado entre sus apoyos un artículo muy importante de Guillermo Palacios, publicado en la revista Historia Mexicana sobre "Calles y la idea oficial de la Revolución Mexicana" y en su tesis lamentablemente inédita, que bien podría llamarse, al modo o'gormaniano: "La invención de la Revolución Mexicana". No es que esto haya acaecido precisamente en 1925, sino desde luego en el momento en que se empezó a tener idea de la realidad revolucionaria, digamos desde el célebre aserto de Luis Cabrera, pero en 1925 la invención de la Revolución fue algo definitivo. Ser revolucionario o no ser. Y creo que debo aclarar que, si hablo de la invención, lo hago en un sentido rigurosamente heideggeriano, como O'Gorman lo hizo con la de América. Es decir, me refiero a la dotación de sentido a un ser histórico: "sólo lo que se idea es lo que se ve; mas lo que se idea es lo que se inventa", según expresa el epígrafe de la primera parte del libro de O'Gorman en la edición de 1958.

Ahora bien, en 1925 la Revolución era algo vital para el callismo. Para Obregón era algo natural, era prácticamente un hecho histórico que él, como caudillo, había protagonizado y que en su ascenso al poder había aglutinado a bandos antes en pugna, como los zapatistas, cuyos ideólogos prestaron grandes servicios al obregonismo. Tocaba ahora su turno a Morones y la crom y era necesario recoger la revolucionariedad para que Calles se convirtiera en su gran abanderado e intérprete. Entonces, precisamente cuando muchos revolucionarios habían dejado de serlo, como bien lo mostró Hans Werner Töbler en otro artículo publicado hace años en Historia Mexicana, era indispensable levantar la antorcha de la Revolución, apoderarse de ella y descalificar al enemigo como ajeno y adverso a la Revolución. Esto es, entre otras cosas, la polémica de 1925 según la pudimos leer en el libro de Víctor Díaz Arciniega, Querella por la cultura "revolucionaria" (1925).

Otro aspec to por el cual 1925 resulta crucial es porque en él se inicia una nueva política cultural en el manejo de la Secretaría de Educación Pública. Si bien José Vasconcelos se había retirado desde junio de 1924, su sucesor, el doctor Gastélum, no había hecho sino continuar los programas de su ilustre predecesor. En cambio, con el advenimiento de Puig Cassauranc, apoyado primero por Gamio y después por Moisés Sáenz, sí cambian las cosas. Esto es tratado en la primera parte del apéndice del libro ahora comentado. Para el nuevo gobierno era vital legitimar con la retórica revolucionaria el cambio de la política cultural animada por Vasconcelos, la cual, a su vez, le había dado al régimen de Obregón su mejor carta de presentación. Pero para el gobierno de Calles era necesario erradicar toda huella vasconcelista, porque su impulsor era un hombre independiente y, por lo tanto, peligroso. Era necesario convertirse en el único elemento que podía determinar qué era y qué no era la Revolución. Y para ser revolucionario era menester escribir literatura revolucionaria y enseñar derecho revolucionario.

En efecto, el libro de Díaz Arciniega rompe los límites impuestos por la historia de la literatura para relacionar la tarea de poetas, ensayistas y novelistas con la de otros intelectuales, entre los que caben los profesores de la Escuela Nacional de jurisprudencia de la Universidad Nacional. La segunda parte del apéndice del libro recoge la polémica surgida a raíz del cese de profesores del antiguo régimen, entre ellos Eduardo Pallares y Miguel S. Macedo, porque no eran revolucionarios. Ello puso de manifiesto la inseguridad de un régimen que proclamaba que no había más ruta que la suya y también el descontento que causaban medidas arbitrarias como ésa. También puso en el tapete de la discusión el ejercicio de una crítica despiadada por parte de elementos antirrevolucionarios como Nemesio García Naranjo, quien más que ningún otro intelectual -fallecido el viejo Bulnes- censuró la arbitrariedad revolucionaria.

Todo eso era parte de un mismo discurso y todo eso está íntimamente relacionado con las expresiones acerca de la necesidad de una literatura más viril. Todo eso está expresado en la fórmula interpretativa de Díaz Arciniega del nacional populismo, fórmula que expresa cabalmente las aspiraciones reales de un Estado manipulador de la acción cultural. Todo eso expresa, también, la ingenuidad de una izquierda que por años sería el soporte de un Estado que la toleraba excepto cuando ella quería ir más lejos y entonces la reprimía. Así, mientras los revolucionarios eran cada vez más antirrevolucionarios, crecía la cultura de la Revolución cada vez más viril, demagógica, nacional-populista, retórica y marginalizadora de todos los esfuerzos independientes que tenían que ir contracorriente para afirmarse por sus propios valores.

El Estado, por su parte, salió ganando en el sentido en que se convirtió en el recipiendario de todos los aspirantes a dirigir algo. Se inició lo que Díaz Arciniega recoge del folklore político mexicano: la frase de César Garizurieta que conviene restituir a su original expresión de juego de palabras: "vivir fuera del erario es vivir en el error". No todos fueron intelectuales orgánicos, muchos fueron intelectuales-burócratas, si cabe, y muchos de ellos dejaron de ser lo primero. El callismo, con Morones, no sólo corrompió al movimiento obrero, sino que con Puig Cassauranc también afectó a los hombres de pluma.

La necesidad de legitimación llegó a extremos con la legislación reglamentaria del artículo 130 que provocó una guerra muy dolorosa. Ser revolucionario consistiría más en afectar las superestructuras, ya que la infraestructura de los revolucionarios era buena tierra bien regada, propiedad de los revolucionarios.

Volviendo al libro de Díaz Arciniega, en él se asiste a un momento fundamental de la invención de la Revolución Mexicana, al pasar revista a un gran número de opiniones provenientes de todas las posiciones políticas e intelectuales vivas en 1925. Año crucial, en él concurren los viejos porfirianos, los ateneístas de todos los signos (Vasconcelos, Silva y Aceves, García Naranjo), la generación de 1915, contemporáneos, estridentistas, socialistas, en fin, todos los aquí presentes -lo que quiere decir que había algunos ausentes, con opiniones potenciales muy interesantes-.

El manejo de la información, su ordenamiento y análisis y los apoyos en los que se sustenta, hacen de este breve libro una lectura rica, aparte de obligada, para conocer la historia de la cultura mexicana del siglo XX, la cual, si bien cuenta con visiones panorámicas como la emprendida por Carlos Monsiváis dentro de la Historia general de México, requiere de análisis meticulosos como el de ahora, o como el llevado a cabo por Guillermo Sheridan sobre los Contemporáneos ayer, o como los de Luis Mario Schneider sobre los estridentistas, o el recientemente aparecido de Claude Fell sobre José Vasconcelos, los años del águila, 1920-1925, excelente marco de lo que Díaz Arciniega puntualiza en su Querella. Para concluir este comentario, el epígrafe de Heidegger que abre este libro, "la historia de la literatura debe volverse historia de problemas", está muy bien logrado. La Querella por la cultura "revolucionaria" se sale de la literatura para recuperar el problema de la superestructura en 1925 y su disparadero hacia todo su devenir.

Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, Álvaro Matute (editor), Ricardo Sánchez Flores (editor asociado), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 13, 1990, p. 259-263.

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