Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México

LOS INDIOS VOLUNTARIOS DE FERNANDO VII

Virginia Guedea


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La caída de México-Tenochtitlan en poder de Hernán Cortés y la consecuente destrucción de la casta militar mexica significaron el principio del fin de la corta pero vigorosa tradición guerrera de los habitantes indígenas del valle de México. Entre 1521 y 1530 algunos de los naturales de esta zona participaron en varias expediciones militares,[ 1 ] como las emprendidas por Pedro de Alvarado, Nuño Beltrán de Guzmán, Francisco de Montejo el joven o el mismo Cortés a Las Hibueras, pero en lo sucesivo no volvieron a tener ocasión de dedicarse a actividades relacionadas con la guerra. La política que siguió el gobierno español con las regiones conquistadas fue la de no permitir que se armara la población -sobre todo la indígena- y evitar la creación de fuerzas militares que no fueran las estrictamente indispensables. En pocas regiones se siguió más rigurosamente esta política que en la capital del virreinato y sus alrededores, por lo que fue muy poco lo que en ella sobrevivió de la tradición guerrera tanto del indígena conquistado como del conquistador español.[ 2 ]

A pesar de que las fuerzas armadas novohispanas debían desempeñar no sólo actividades estrictamente militares, como las de expansión y defensa de la colonia, sino también funciones policiacas, como el mantenimiento del orden público y la vigilancia de la población civil, durante más de dos siglos sólo se mantuvieron cuerpos organizados de manera permanente en determinados lugares. En las zonas de frontera, amenazadas de continuo por levantamientos indígenas o por incursiones de tribus no sometidas; en las costas, para protegerlas de alguna posible invasión o de ataques piratas, y en la capital, donde se contaba con la pequeña guardia de corps del virrey, la que desempeñaba funciones casi exclusivamente ceremoniales. De hecho, el centro de la Nueva España llevó una existencia casi siempre pacífica, dedicado primordialmente, como lo exigía su condición de colonia, a la explotación de sus enormes recursos naturales. Cuando algún peligro, interno o externo, llegaba a amenazar la paz de determinada región donde no hubiera fuerzas armadas o éstas no fueran suficientes, o cuando había necesidad de ejercer una mayor vigilancia en el mantenimiento del orden público, se recurría al expediente de levantar milicias locales. Éstas se integraban con los vecinos del lugar, a los que se daba alguna instrucción en el manejo de las armas y quienes, en caso necesario, prestaban sus servicios por un tiempo limitado y sin salir de la provincia, de acuerdo con la obligación que tenía todo súbdito novohispano de acudir a servir en defensa del rey y del reino. Durante largos años no hubo necesidad de implantar otras medidas, ni siquiera en los casos, que no fueron pocos, de rebeldía de algunos grupos indígenas.

En 1692, cuando la terrible escasez de alimentos que se padecía en la ciudad de México ocasionó un motín entre las clases menesterosas, compuestas en su inmensa mayoría por indios, las autoridades de la capital no contaban con una fuerza suficiente para controlarlo. Fue entonces cuando se organizó por primera vez en ella un cuerpo armado permanente compuesto por los vecinos, que se integró con individuos pertenecientes al comercio y a los distintos gremios, quienes habían sido los más afectados por el motín y quienes habían acudido a sofocarlo. Al saber lo sucedido, el monarca español consideró prudente la regularización de esta fuerza y, por una real cédula del 18 de febrero de 1693, concedió a los comerciantes de la capital de la Nueva España la formación de un Regimiento del Comercio, cuerpo que debía ser financiado y quedar bajo la responsabilidad del Consulado de México.[ 3 ] Pero la creación de este cuerpo y la de alguno otro semejante no alteró mayormente la situación que existía en la Nueva España ni significó un viraje importante en la política de la Corona respecto a la fuerza militar con que debía contar la colonia.

Todo esto cambió con el advenimiento de los Borbones al trono de España, sobre todo a partir de la toma de La Habana y de Manila por los ingleses en 1762, lo que puso de manifiesto la necesidad de que las colonias españolas estuvieran en condiciones de defenderse por sí mismas de cualquier amenaza, ya fuera externa o interna. El gobierno peninsular se vio obligado entonces a recurrir a una nueva estrategia: la de establecer en ellas fuerzas regulares y permanentes que pudieran actuar en forma coordinada y eficaz ante cualquier emergencia. La creación de un ejército regular novohispano sería una más de las reformas en la organización del virreinato llevadas a cabo durante el gobierno de Carlos III.[ 4 ]

Sin embargo, una vez tomada esta decisión, el gobierno de la metrópoli se enfrentó a un serio dilema. Por varias y muy importantes razones, entre las que destacaban las económicas, no le era posible el envío de tropas peninsulares en número suficiente para constituir el grueso del ejército novohispano, lo que hubiera sido la manera más rápida y fácil de alcanzar su objetivo. Pero integrarlo mayoritariamente con los naturales de la Nueva España no parecía una medida prudente dada su circunstancia colonial y, por otra parte, la tarea de organizar y adiestrar a quienes, en general, carecían de una tradición militar costaría tiempo, dinero y esfuerzo. Para resolver el problema se intentó combinar ambas alternativas y así fue como, "además de haber mandado algunos regimientos de España, se fueron formando los cuerpos veteranos y milicias provinciales".[ 5 ]

Estas milicias que, como ya vimos, existían desde los inicios de la Colonia, bien organizadas y disciplinadas, debían constituir el grueso de las fuerzas armadas novohispanas. No se pretendía, claro está, que alcanzaran el profesionalismo de las tropas regulares; pero, al menos en teoría, la solución parecía atinada. Después de todo, la colonia no se hallaba en estado de guerra. Se trataba simplemente de preparar fuerzas armadas que pudieran defenderla con eficacia en caso de alguna invasión o de alguna revuelta y no de organizar fuerzas ofensivas.

Para la integración de las fuerzas armadas novohispanas tanto regulares como milicianas se pensó siempre en recurrir primeramente a los peninsulares que radicaban en la colonia y a los criollos. Hacia la segunda mitad del siglo XVIII, los españoles americanos constituían ya un grupo numeroso y en ellos se suponía, a causa de los lazos de sangre y las ligas de tipo económico, una mayor lealtad hacia la península y una mayor comunidad de intereses con ella que en los otros habitantes de la colonia, a excepción de los españoles europeos. Sin embargo, la política de integrar estas fuerzas con peninsulares y criollos no resultaría fácil debido a numerosos motivos, como el reducido número de peninsulares, la desigual distribución de los distintos grupos étnicos en el territorio del virreinato y la falta de interés de muchos de los criollos por dedicarse al servicio de las armas, excepto cuando se trataba de cargos militares de importancia. El hecho de que se mostraran interesados en alcanzarlos se debía a una buena dosis de vanidad por lo que implicaba de prestigio social y económico, pero principalmente a las ventajas que se tenían al gozar del fuero militar.[ 6 ] Esto provocó que los cargos de mayor autoridad se ocuparan bien pronto por peninsulares y por criollos, mas subsistió el problema de integrar en su totalidad los cuerpos armados. Fue así como se dio cabida en sus filas a los demás grupos étnicos que componían la población colonial, aunque se procuró, en la medida de lo posible, exceptuar a los negros y a los indios, en quienes no se tenía suficiente confianza y de quienes se temía algún disturbio una vez que se vieran armados.[ 7 ]

Con todo, no fueron pocos los indígenas que sirvieron militarmente, como había ocurrido desde los inicios de la Colonia. Tanto los indios milicianos en el norte, que auxiliaban en la defensa de las fronteras, como los indígenas que componían cuerpos de milicias en Yucatán prosiguieron prestando servicios militares de importancia. Todos ellos estaban exentos de pagar tributo para así recompensar sus servicios.

Los negros y las castas tampoco quedaron del todo fuera del servicio militar. En regiones de clima extremoso, sobre todo en las costas, su participación continuó siendo indispensable, entre otras razones porque resistían sin problemas los rigores del clima. Así pues, también cuerpos de milicias compuestos exclusivamente de negros o pardos, a los que asimismo se les eximió del pago del tributo en recompensa a los servicios que prestaban.

En la capital del virreinato y en alguna otra ciudad de importancia se formaron nuevas compañías de milicias urbanas. En México estas compañías se compusieron en su mayoría de artesanos, ya que el comercio de la ciudad continuaba contando con su propio regimiento. A pesar de la numerosa población capitalina, casi nunca se pudo tener completos a los cuerpos armados, tanto los de milicias como los de tropas regulares, porque la inmensa mayoría de los habitantes de la ciudad no parecía tener ningún interés en alistarse en sus filas.[ 8 ] El mismo Regimiento del Comercio adolecía de este problema, ya que los comerciantes más importantes no deseaban servir personalmente y recurrían a la práctica de utilizar alquilones, individuos pagados para sustituirlos en las funciones militares.[ 9 ] Esta falta de interés planteó un problema realmente serio para las autoridades encargadas de llevar a cabo el reclutamiento, quienes en varias ocasiones se vieron obligadas a recurrir a medidas extremas, entre ellas la leva forzosa, para alcanzar su objetivo. Esto fue causa de que se cometieran muchas injusticias, principalmente con individuos pertenecientes a los estratos socioeconómicos más bajos, los más indefensos siempre, injusticias que en algunos casos redundaron en el enriquecimiento de varias de estas autoridades, las que a veces parecían estar dedicadas más a la extorsión de estos infelices que a su alistamiento en los distintos cuerpos militares. Esta actitud de los encargados del reclutamiento y el descontento que provocaba se hallan descritos con toda claridad en dos representaciones que José Antonio de Alzate dirigiera al virrey marqués de Branciforte para pedirle pusiera remedio a tan detestable práctica.[ 10 ]

La falta de personas dispuestas a servir ocasionó que se echara mano de quien se pudiera, sin demasiadas exigencias. No pocos individuos cuya conducta había sido realmente antisocial, incluso verdaderos criminales, llegaron a formar parte de las fuerzas armadas y esto provocó algunas veces problemas entre ellos y el resto de la población, principalmente en los casos en que algunos de estos cuerpos desempeñaban funciones de policía, como sucedió en la ciudad de México.[ 11 ] Con todo, dejando a un lado los problemas entre los distintos cuerpos militares y la población civil, el hecho fue que los habitantes de la Nueva España, en particular los de la capital, se fueron acostumbrando a la presencia cotidiana de las fuerzas armadas.[ 12 ]

Los problemas a los que España se enfrentaba con las demás potencias europeas continuaron determinando en buena medida la política que la metrópoli seguía con sus colonias, sobre todo en relación con las fuerzas armadas que en ellas se habían levantado. No es casual el hecho de que la mayoría de los virreyes de la Nueva España durante la segunda mitad del siglo XVIII fueran militares de carrera. Esto se debió a que su función de capitanes generales cobró por entonces mucho mayor importancia. En 1797, al saberse que de nuevo había estallado la guerra entre España e Inglaterra, se movilizaron en la Nueva España varios de los regimientos de milicias, a los que se les ordenó unirse a los cuerpos del ejército acampados en Córdoba, Orizaba, Jalapa y Perote para encargarse de la defensa de Veracruz. Mientras tanto, otras unidades formaron el Ejército del Norte, cuyo centro fue San Luis Potosí, para rechazar cualquier amenaza que se presentara por aquel lado, movilización que duraría hasta mediados del año siguiente.[ 13 ] En 1805 se inició una vez más la guerra entre Inglaterra y España, guerra que aquélla extendió al continente americano al lanzarse al ataque de Buenos Aires. Esto provocó otra movilización de tropas en la Nueva España, llevada a cabo por el virrey José de Iturrigaray, quien decidió acantonar cuerpos regulares y de milicianos, lo que se efectuó nuevamente en Jalapa, Perote y puntos vecinos, reuniéndose cerca de catorce mil hombres.[ 14 ]

La integración de estas fuerzas tampoco fue fácil. Se tuvo que recurrir a una leva cuyo rigor fue excesivo y cuyos encargados no se detuvieron ante consideraciones de ninguna clase para cumplir su cometido. Las restricciones de tipo étnico fueron haciéndose a un lado cada vez más y en julio de 1807 Iturrigaray se propuso una política mucho más flexible. Si no había suficientes blancos, castizos o mestizos que llenaran los requisitos militares, se alistarían otras castas no tributarias; en su defecto se llamaría a los tributarios no indígenas y, finalmente, a los indios.[ 15 ] El temor a un posible levantamiento indígena se veía desplazado cada vez más por el temor a una amenaza, que parecía más real, de origen externo, que bien podría ser una invasión por alguna potencia europea con la que España estuviera en guerra, como era el caso de Inglaterra.

La amenaza externa

A principios de 1808 se vieron cumplidos los temores que tenían las autoridades españolas de que una nación extranjera invadiera alguno de sus territorios, pero no sería ningún dominio americano el que correría semejante suerte sino la península, ni sería tampoco Inglaterra la potencia invasora sino Francia, hasta ese momento aliada de España. La invasión de la metrópoli por tropas francesas llevó nada menos que a la caída de la casa reinante y puso en grave riesgo la existencia misma del Imperio Español. El peligro de que las colonias americanas se vieran a su vez invadidas parecía más cercano que nunca, y ello vino a aumentar la preocupación ya existente en la Nueva España por contar con fuerzas armadas suficientes para rechazar con éxito cualquier intento de esta clase.

Las noticias de los distintos y críticos acontecimientos que se sucedían por entonces en la península comenzaron a llegar a la Nueva España a principios de junio de 1808, cuando se supo de los motines ocurridos en Aranjuez que terminaron con la renuncia de Carlos IV. A fines de mes llegaron noticias de la partida de los miembros de la familiar real para Bayona y del levantamiento del pueblo de Madrid el 2 de mayo. Hacia mediados de julio se conocieron en la ciudad de México las renuncias de los distintos individuos de la familia real a la Corona de España e Indias en favor de Napoleón, así como el nombramiento del duque de Berg como lugarteniente general del reino. Todas estas noticias, cada vez más alarmantes, provocaron gran agitación en el ánimo de los novohispanos. Por otra parte, la desaparición de la familia reinante venía a plantear serios problemas para el gobierno colonial y, además, la ocupación de la metrópoli por fuerzas extranjeras hacía imposible esperar su auxilio en caso de cualquier amenaza armada que se cerniera sobre la colonia. Las autoridades de la Nueva España se dieron cuenta de que debían enfrentarse a esta crisis sin contar con más recursos que los propios.

Tan desgraciados sucesos tuvieron la virtud de provocar una reacción general por demás favorable a las legítimas autoridades y de inmediato comenzaron a hacerse públicas protestas de fidelidad a los monarcas prisioneros y ofertas de toda clase de personas y propiedades para el sostenimiento de su causa. En la representación elaborada por el regidor Juan Francisco de Azcárate, que el Ayuntamiento de la ciudad de México entregó al virrey el 19 de julio para hacerle saber su opinión acerca de lo que debía hacerse a causa de las renuncias de los reyes, se dice que sus habitantes están dispuestos a sostenerlos con sus personas, "sus bienes, y [que] derramarán hasta la última gota de su sangre para realizarlo. En defensa de causa tan justa, la misma muerte les será apacible, hermosa y dulce".[ 16 ] Dos días más tarde, el 21 de julio, los gobernadores de las parcialidades indígenas de San Juan y de Santiago se dirigieron a su vez al virrey. Le informaban que las terribles circunstancias en que habían puesto al reino "la renuncia y cesión inútil de una corona inalienable por su constitución legal" los obligaban a tomar parte en sus calamidades públicas:

Bien conocen los indios, señor excelentísimo, que son unos miserables destituidos de proporciones para ofrecer un servicio considerable, y que tal vez se cree son los ínfimos en el valor y demás virtudes militares; pero son los primeros que sacrificarán sus cortos bienes propios y comunes, su reposo y tranquilidad, sus hijos y familias, y hasta la última gota de su sangre, por no rendir vasallaje a quien sólo merece el justo enojo de nuestra nación.[ 17 ]

Según su ofrecimiento, los gobernadores expresaban estos sentimientos a nombre de más de catorce mil indios de que se componían ambas parcialidades. El escrito termina con las firmas de las autoridades indígenas, encabezadas por la del gobernador de San Juan, Eleuterio Severino Guzmán, y la del alcalde presidente Francisco Antonio Galicia. También firmaron Dionisio Cano y Moctezuma y Manuel Santos Vargas Machuca, gobernador de Santiago, entre otros. Las autoridades de la parcialidad de San Juan no se detuvieron aquí sino que, para poder hallarse en estado de cumplir su promesa, mandaron hacer listas de los habitantes de los pueblos y barrios que comprendía su jurisdicción.[ 18 ]

Otras corporaciones indígenas hicieron también ofrecimientos semejantes. La república de naturales de Querétaro, por medio de su corregidor de letras Miguel Domínguez, hacía saber que, de ser ciertas las novedades ocurridas en Europa,

estamos todos los caciques de esta dicha nobilísima ciudad dispuestos a plantar diez mil hombres de honda y piedra y de más armas que se puedan adquirir en toda la jurisdicción de esta ciudad; y últimamente estamos resueltos a derramar primero hasta la última gota de sangre que tenemos que desamparar la defensa de la ley de Dios y de nuestro Católico Monarca (Que Dios Guarde).[ 19 ]

Poco después, los vecinos de la ciudad de Texcoco y las repúblicas de naturales de su jurisdicción ofrecieron igualmente al virrey "sus personas, sus cortos intereses, seis mil indios y todos los vecinos de razón del propio Tezcuco y sus contornos, para que vuestra excelencia, como primer jefe de la nación, cuente con este corto, sincero obsequio", dispuestos todos a defender la religión, el rey y la patria.[ 20 ] Posteriormente los indios de Guadalajara también manifestaron estar dispuestos a sacrificarse por Fernando VII, "ofreciendo alistarse en común y en particular, para que se les ocupe en cuanto sea compatible con sus empleos, sin necesidad de que se les den armas, caballos, manutención ni otros auxilios".[ 21 ]

Además de los ofrecimientos de estas corporaciones indígenas, hubo otros de los distintos ayuntamientos, como fueron los de Veracruz, Jalapa y Querétaro o, más tarde, de los vecinos de Guadalajara.[ 22 ] Las noticias sobre las abdicaciones de los reyes provocaron reacciones semejantes en Puebla, donde, a decir de su intendente Manuel de Flon, conde de la Cadena, el público se manifestó entusiasmado por tomar las armas en defensa de la patria y de la religión y para "guardar estos dominios a su legítimo soberano. Flon informaba al virrey haber recibido un oficio del cura de Santa Cruz, acompañado de una lista de doscientos cinco hombres; que los veedores se le habían presentado para hacerle saber que los gremios querían tomar las armas, a los que ofreció alistar, y que los barrios también le habían hecho llegar un oficio anónimo en los mismos términos. El intendente le comunicaba también a Iturrigaray que había suspendido los alistamientos por las noticias favorables que se habían recibido de España a fines de julio, pero le expresaba su parecer de "que no puede tener vuestra excelencia ocasión más oportuna que la que se presenta, por el pedimento de los barrios de esta ciudad, para hallarse con un ejército formidable y bien disciplinado, pues la conducta de los poblanos sería imitada bien pronto por todos los habitantes del reino.[ 23 ]

No obstante las buenas noticias a las que aludía el conde de la Cadena, recibidas el 29 de julio en la capital, sobre el levantamiento del pueblo español contra los franceses y que ocasionaron un gran regocijo popular que duró varios días, los sentimientos de patriotismo y el espíritu marcial que animaba a los novohispanos, y en particular a los de la ciudad de México, no se vieron disminuidos. El 1 de agosto, día en que Iturrigaray declaraba la guerra a Francia, el Real Cuerpo de Minería ofreció al virrey dar cien piezas de artillería de campaña y levantar ocho compañías de ochenta hombres cada una.[ 24 ] Iturrigaray decidió aprovecharse de este fervor patriótico y espíritu marcial que animaba a la población capitalina, manifestados con marchas muy ordenadas llevadas a cabo durante los tres días de festejos por las buenas nuevas. Ordenó entonces la creación de un nuevo cuerpo militar, llamado de Voluntarios de Fernando VII, y el 6 de agosto dio a conocer las disposiciones para su organización. Los ayudantes de la plaza, Francisco Barroso y el conde de Columbini, formarían las nóminas de las personas que se presentarían voluntariamente a adiestrarse en el manejo de las armas, las que no serían molestadas sino cuando se les impartiera instrucción.[ 25 ] En la formación de estos cuerpos se seguía el ejemplo de la metrópoli, donde era constante la organización de voluntarios para pelear contra el francés, animados por las proclamas que desde su prisión emitía el cautivo Fernando, como la fechada en Bayona el 7 de mayo, la que exhortaba a sus vasallos a tomar las armas en defensa de tus personas, de sus hogares, de su honor.[ 26 ]

Estas compañías de voluntarios no serían exclusivas de la capital. Félix María Calleja, comandante de la décima brigada de milicias, formó una compañía de caballería en San Luis Potosí a petición de los cajeros de su comercio, para lo que contó con la aprobación del virrey.[ 27 ] Desde Guadalajara, el regente de la audiencia, Roque Abarca, el 6 de septiembre informaba al virrey que había publicado un bando a principios del mes para el alistamiento de voluntarios y que en dos días y medio se había alcanzado la cifra de dos mil quinientas sesenta personas.[ 28 ]

A pesar de los ofrecimientos hechos por los gobernadores y otras autoridades indígenas de varias partes del virreinato, no se consideró oportuno incluir a los indios en los nuevos cuerpos. Un ejemplo de esta política de exclusión lo encontramos en Puebla, donde por orden del virrey del 13 de agosto se inició el alistamiento de tropas. El intendente dio aviso a Iturrigaray de que hasta el 6 de septiembre se habían alistado mil setecientos ochenta y dos individuos, "pero en ellos están muchísimos tributarios y otros que por sus edades deben excluirse".[ 29 ] La desconfianza que hacia los indios tenían las autoridades se vio fortalecida por incidentes como el sucedido al mismo conde de la Cadena, quien informó al virrey que, al saber de las renuncias de los reyes, los indios se habían resistido al pago del tributo "diciendo que no tenían rey", aunque por fortuna había podido calmarlos.[ 30 ] Esta desconfianza se puso de manifiesto en la junta de autoridades que en la capital celebró Iturrigaray el 9 de agosto para resolver lo que debía hacerse por la ausencia del monarca. En ella hubo una discusión sobre el significado de la palabra soberanía entre el oidor Guillermo de Aguirre y el regidor Juan Francisco de Azcárate, del ayuntamiento de la ciudad, en la que el primero no aclaró más su concepto "a causa (según se entendió entonces por algunos y explicó después el mismo oidor Aguirre) de que estaban presentes los gobernadores de las parcialidades de indios, y entre ellos un descendiente del emperador Moctezuma".[ 31 ] Entre los indígenas asistentes a estas juntas se contaba Eleuterio Severino Guzmán, gobernador de la parcialidad de San Juan, quien a los pocos días de celebrada esta junta se encargaría de solemnizar debidamente la jura de Fernando VII entre los indios de su jurisdicción.[ 32 ]

Un nuevo cuerpo de voluntarios de Fernando VII lo formó Gabriel de Yermo con los individuos que lo ayudaron a apresar a Iturrigaray y a los miembros más destacados del bando criollo en la noche del 15 de septiembre. Casi todos los nuevos voluntarios eran europeos del comercio de la ciudad, quienes eligieron ellos mismos a sus oficiales. La conducta de estos individuos dejó mucho que desear desde antes de la formación de dicho cuerpo. Durante la prisión del virrey cometieron numerosos desórdenes en palacio y aun se les acusó del robo de varias alhajas.[ 33 ] Su altanería fue en aumento al paso de los días; encargados de custodiar el palacio, a nombre del pueblo, "entraban a la sala del acuerdo y sus capataces pedían imperiosamente que se dictasen las órdenes que les parecía conveniente exigir",[ 34 ] sin obedecer ni siquiera a los oficiales del ejército.[ 35 ] Estos voluntarios se ocuparon de conducir hasta Veracruz al virrey prisionero, quien salió de la capital el 21 de septiembre. Igualmente escoltaron hasta dicho puerto a la virreina, quien inició su viaje el 6 de octubre.[ 36 ]

El problema que plantearon los voluntarios organizados por Yermo no sería fácil de resolver, no sólo por la prepotencia que habían adquirido sino porque continuaban dando el servicio de la plaza. No obstante, el nuevo virrey Pedro Garibay creyó conveniente retirarlos y sustituirlos por otra clase de tropa.[ 37 ] La orden para que los voluntarios se retiraran a sus casas se dio el 15 de octubre, justo al mes de la prisión de Iturrigaray, el mismo día en que la Gazeta de México publicaba la noticia de que los voluntarios, durante los festejos por el cumpleaños del nuevo rey, vestidos con su uniforme de gala, habían paseado el retrato del monarca en un pendón.[ 38 ] La orden de retiro decía que, habiendo llegado varios cuerpos de tropas a la capital, "es justo que descansen los voluntarios de Fernando VII de las loables y útiles fatigas que han hecho hasta ahora en el servicio de las armas para la quietud pública". Se añadía que podían retirarse a cuidar de sus intereses personales y se terminaba dando las gracias a nombre del rey y del mismo Garibay.[ 39 ] A los pocos días, el 19 de octubre, se publicó un decreto en honor de los voluntarios, en que una vez más se daba las gracias "al leal cuerpo del comercio y demás individuos de la capital" por su energía y patriotismo al cooperar al mantenimiento de la quietud y el buen orden.[ 40 ]

Sin embargo de todas estas cortesías, los voluntarios recibieron muy mal semejante disposición y la atribuyeron a que se desconfiaba de ellos,[ 41 ] en lo que no andaban muy errados. El 30 de octubre, a los quince días de haberlos mandado retirar, Garibay se puso en defensa dentro del mismo palacio por temor a ser depuesto como lo había sido Iturrigaray y por las mismas personas.[ 42 ] La orden de retiro no acabaría con los problemas que presentaban los voluntarios. Al día siguiente de que Garibay se atrincherara en palacio, los que habían conducido a Iturrigaray a Veracruz hicieron celebrar una misa en el santuario de Guadalupe para dar las gracias por lo feliz de la expedición, ceremonia que terminó en una riña, de la que el abad dio desde luego noticias al virrey.[ 43 ]

Para controlar todos los desórdenes y organizar mejor el alistamiento, el nuevo virrey encargó a Calleja y a Joaquín Gutiérrez de los Ríos que se ocuparan de hacer a un lado a los perturbadores y de poner a los demás cuerpos de voluntarios en condiciones de servir con utilidad. Garibay aprobó asimismo el plan de los comerciantes de levantar diez compañías de cien hombres cada una, que también llevarían el nombre de Voluntarios de Fernando VII. Para formarlas se aceptaría únicamente a los comerciantes, sus hijos y sus empleados; en caso de no ser suficientes, se aceptarían voluntarios de entre quienes pertenecían a los gremios de la ciudad. Peninsulares y criollos integrarían estos cuerpos; no entrarían en ellos individuos pertenecientes a las castas ni tampoco los indios. Una reorganización semejante se llevó también a cabo en Puebla[ 44 ] y el cantón de Jalapa fue disuelto so pretexto de la paz con Inglaterra.[ 45 ]

La preocupación porque la Nueva España contara con fuerzas adecuadas para su defensa era compartida por el obispo electo de Michoacán, Manuel Abad y Queipo. En un escrito dirigido al Real Acuerdo el 16 de marzo de 1809, le hacía ver que la clase de los españoles no era suficiente para constituir el grueso de las tropas y únicamente debía servir para ministrar sus cuadros de oficiales. "Así, pues, la masa del ejército se debe tomar de las clases tributarias que componen los cuatro cuartos de toda la población del reino, eligiendo los más aptos por sus cualidades físicas y morales", a quienes se debería liberar del tributo para recompensar sus servicios.[ 46 ] Estas fuerzas quedarían repartidas en dos cantones: uno, el más numeroso, en San Luis Potosí, y el más pequeño en Puebla. Pero, como dice Alamán, desgraciadamente no fueron atendidos estos prudentes consejos,[ 47 ] como no lo sería ninguna de las propuestas semejantes que se harían con posterioridad.

A pesar de la desconfianza que se les tenía, no serían los indios quienes dieran señales de inquietud y desasosiego durante los gobiernos de Garibay y Lizana sino los criollos. Las numerosas causas de infidencia que se siguieron a individuos de este grupo a lo largo de este periodo, principalmente en la capital, y que llevaron a Garibay a crear en junio de 1809 una junta consultiva compuesta de tres oidores, hacen ver cuán profundo y extendido era su desafecto. Mas ello no significó que desapareciera la desconfianza que las autoridades coloniales tenían a los indios ni que dejara de considerarse la posibilidad de un alzamiento, sobre todo si se les armaba, a pesar de las repetidas demostraciones de fidelidad que las distintas autoridades indígenas dieron durante estos gobiernos, demostraciones de la que es un ejemplo el caso siguiente.

El 20 de abril de 1809 el virrey Garibay emitió una proclama en la que daba a conocer los sucesos adversos a las armas españolas ocurridos en la península. Lo hacía para prevenir los ánimos en caso de que fuera necesario aportar mayores auxilios a la metrópoli o preparar mejor la defensa de la colonia y aprovechaba la ocasión para exhortar a la unión y a la concordia.[ 48 ] Al recibir esta proclama, Francisco Antonio Galicia, gobernador por entonces de la parcialidad de San Juan, contestó a Garibay informándole que la había dado a conocer a sus gobernados, quienes de inmediato dieron pruebas de su amor a Fernando, de su reconocimiento a la madre patria y de su odio a Napoleón. Le aseguraba que podía contar con los indios puesto que, aun en el caso de que se perdiera la península o que el monarca muriera, sabían que no tenían otro rey "que el inmediato sucesor de la casa de Borbón". Si Napoleón pretendía apoderarse de la América, los indígenas se unirían para evitarlo "con los verdaderos españoles que la habitan" y, aunque no supieran vencer, sabrían morir "en defensa de la religión, del rey y de la patria".[ 49 ]

De hecho, la desconfianza, de las autoridades no se limitaba a un sector de la sociedad novohispana en particular, sino que se fue generalizando. Esto se debió, en parte, a la situación en que se hallaba la península, de donde no se podía esperar ningún apoyo, y que ofrecía una buena oportunidad a cualquier grupo con intenciones separatistas o simplemente renovadoras. También se debió, en buena medida, a que el golpe dado contra Iturrigaray había vulnerado a la propia autoridad virreinal más de lo que sus autores pudieron suponer, de lo que muy bien se dieron cuenta Garibay y su sucesor Lizana. A pesar de la política conciliadora de este último, las causas de infidencia continuaron siendo tan numerosas que la junta consultiva se transformó en septiembre de 1809 en Junta de Seguridad y Buen Orden. El grupo formado por los aprehensores de Iturrigaray, no obstante haberse disuelto como cuerpo de voluntarios, continuaba dando muestras de su prepotencia y el miedo de que volviera a intentar un nuevo golpe de Estado -miedo que, como ya vimos, acompañó a Garibay- sería compartido también por Lizana. El 3 de noviembre de 1809 el arzobispo-virrey Lizana, temeroso de que los peninsulares lo depusieran, dio una orden de la plaza por la que mandaba aumentar la guardia del vivac para que se mantuviera cada dos horas una patrulla en el portal de las Flores, la Diputación y los dos de las Mercaderes, que eran el centro del comercio de la ciudad y sus casas habitadas por europeos. Esta patrulla debía detener a cualquier persona que anduviera armada por esos sitios e impedir toda reunión de más de seis individuos. Debía, además, darse el quién vive a las personas decentes o de mediano porte que salieran o entraran en dichas casas. Si la reunión que se hallare fuera demasiado numerosa debía darse aviso a la guardia de palacio y las guardias de la Cárcel de Corte, del arzobispo y de la Casa de Moneda debían de estar prevenidas.[ 50 ]

Durante sus respectivos gobiernos, Garibay (septiembre 1808-julio 1809) y Lizana (julio 1809-mayo 1810) se preocuparon por mejorar e incrementar las fuerzas de la colonia. El interés por contar con defensas adecuadas seguía siendo una de las mayores y más constantes preocupaciones de las autoridades coloniales. A pesar de los numerosos indicios de que el descontento de no pocos novohispanos se canalizaba hacia la formación de planes cada vez mejor organizados y más peligrosos, como lo muestra la conjuración descubierta en Valladolid en diciembre de 1809, seguía predominando en las autoridades la idea de que antes que nada era necesario prepararse para un ataque extranjero. En ese momento la amenaza externa era todavía, en su opinión, mayor que la que planteaba la inquietud interna. Lo interesante para nosotros de la conspiración de Valladolid es que fue una conjura dirigida por criollos que pertenecían al ejército novohispano, quienes, para ver realizados sus planes, contaban con el apoyo de varios cuerpos militares y que para reforzar sus filas tenían pensado reclutar indios en gran número ofreciéndoles la supresión del tributo. A este fin, los conjurados ya se habían puesto en comunicación con algunos de sus gobernadores.[ 51 ]

A pesar de los esfuerzos de las autoridades, no se llegó a contar por esos años con las tropas suficientes para poner a la colonia en estado adecuado de defensa, entre otros motivos porque simplemente no había suficientes individuos de las clases a las que se pretendía alistar que quisieran servir en filas. La idea de que los indios podían y debían formar parte de las fuerzas novohispanas, idea que de ponerse en práctica hubiera solucionado en mucho el problema del alistamiento, fue encontrando nuevos sostenedores, aunque no llegó a ser aceptada por las autoridades superiores de la colonia. El 7 de abril de 1810, el licenciado Juan Nazario Peimbert y Hernández, distinguido abogado de la capital que posteriormente sería uno de los miembros de la sociedad secreta de los Guadalupes, envió a Lizana Una extensa propuesta sobre cómo formar un ejército de doscientos mil indios.

Peimbert señalaba en su escrito que debía aceptarse el alistamiento voluntario de todo indio tributario, cacique o macehual, que fuera apto para el servicio. Éstos no serían incorporados a los cuerpos de españoles ni saldrían de sus pueblos sino en el caso de una invasión, cuando todos los habitantes de la colonia debían acudir en su defensa. El ejército que estos indios compondrían se llamaría "el Irresistible de Naturales Voluntarios de Fernando VII" y sus jefes y oficiales serían nombrados de entre los mismos indígenas. Los alistados no gozarían de fuero sino hasta ponerse sobre las armas, ni deberían rendirse honores ni obedecerse unos a otros sino en cuanto a lo que tocaba al servicio. El ejercicio se celebraría los domingos después de misa, lo que evitaría que ocuparan estos días en emborracharse y celebrar mitotes, y entre semana cuando fuera posible; quien por causa justificada no pudiese asistir sería excusado de hacerlo. Se darían setenta fusiles a cada departamento donde no hubiera escopetas para que los indios fueran alternándose en su manejo. Cada mes se informaría a la superioridad de los gastos erogados y del estado de los alistamientos, así como de las "ventajas que se hayan conseguido en el aprovechamiento de los indios". Si éstos llegaban a tomar las armas se les pagaría lo mismo que a la tropa veterana y desde ese día quedarían exentos del pago del tributo. Los curas y párrocos debían exhortar a los indios a alistarse, a causa del influjo que en ellos tenían, y servirían de capellanes en sus regimientos. Todo lo anterior debería publicarse por bando.

Peimbert sostenía que si se seguía este plan se conseguiría disciplinar a doscientos mil hombres, según sus cálculos basados en el padrón de 1807, fuerza que desde luego hubiera merecido la denominación de irresistible. En cuanto a las razones que lo asistían para proponer su creación, manifestaba que "los indios no se hallan en lo general como estaban al tiempo de su conquista, en que se tenían por pusilánimes y cobardes; ya tienen otras nociones" -opinión, a nuestro parecer, un tanto heterodoxa-, pues ya se habían mezclado con españoles y con negros, como lo demostraba el hecho de que antes los indios no tenían barbas ni escupían y ahora sí. Los que se tenían por indios habían dado últimamente pruebas de su valentía y la obediencia, "que es el carácter de un buen soldado", era también una de sus virtudes, ya que estaban acostumbrados a obedecer a sus autoridades desde niños. Era importante que quienes los mandasen fueran asimismo indígenas, porque obedecían a los de su clase mejor que a ninguno; a esto se debía el hecho de que sus gobernadores siempre lo fueran. Con lo anterior se desvanecía

la preocupación de muchos que quisieran que los indios jamás se apreciasen y siempre se viesen humillados y abatidos como esclavos con el pretexto de que no se levanten y atumulten. Podría además escribir una resma y no acabaría en comprobación de ser éste un temor pánico hijo de la soberbia, de la impiedad, de la ingratitud y de una insaciable codicia, porque se pretende que jamás los indios se instruyan ni se impongan en sus derechos.

De la soberbia, porque todos, españoles, negros y mulatos, los trataban como a la gente más ruin, sin respetar sus repúblicas. De la impiedad, porque no se compadecían de su miseria, a la que se veían reducidos por vestir y dar de comer a los que los aborrecían. De la ingratitud, porque no agradecían los beneficios recibidos de sus manos; con que los indios dejaran de trabajar ocho días los ingratos notarían la que les debían. Y, finalmente, de la codicia, porque se les había; explotado de mil maneras, como con la venta de bebidas alcohólicas. Según Peimbert, "unos pueblos que han sufrido y sufren tantas cosas, sobradas pruebas dan de su lealtad y obediencia, mayormente cuando no carecen de armas de fuego y otras cosas con que pudieran haberse sublevado". Los motines ocurridos entre ellos habían sido de poca consideración y no debía temerse que disciplinándolas en el arte de la guerra procedan de diversa manera". Otras ventajas las constituían su capacidad de soportar las inclemencias del tiempo y la sencillez de su vestuario y alimento, las que harían que los gastos fueran muy bajos. Trescientos mil pesos bastarían para que en un año quedaran bien instruidos.

Una vez puesto en práctica este plan, debía darse noticia de él en la Gazeta y en los diarios para que las potencias extranjeras supieran que se contaba ya en la Nueva España con un ejército de doscientos mil hombres, sin entrar en su formación los otros grupos de que se componía la colonia. Esto disuadiría a los franceses de invadir estos dominios e, incluso, de proseguir la guerra en la península. Serviría también para que Inglaterra no cambiara de manera de pensar y Estados Unidos, "que ha estado hasta ahora acechando sin decidirse, tampoco se pondrá en el empeño de venir a introducirse a nuestras tierras, ya por sí, o auxiliado del tirano Napoleón". También se ahorraría el poner sobre las armas a muchas tropas; lo que en ellas se hubiera gastado sería más que suficiente para establecer el ejército que proponía y el sobrante podría mandarse a España.[ 52 ]

El escrito de Peimbert, la propuesta más estructurada que de estos años conocemos sobre la creación de cuerpos militares indígenas -que no de un ejército en el sentido moderno-, no corrió con buena suerte. Su extenso alegato contrasta con lo escueto del acuse de recibo de Lizana, fechado el 13 de abril:

He visto con particular aprecio el celo y patriotismo que manifiesta vuestra merced en el proyecto que me remitió con fecha 7 del corriente, de levantar un ejército de 200 000 hombres, compuesto de los indios tributarios, caciques y macehuales del reino, de cuyo pensamiento haré con oportunidad el uso conveniente.[ 53 ]

La oportunidad de que hablaba el arzobispo-virrey para hacer uso de esta propuesta no se presentaría nunca.

A las dos semanas justas de haber dado acuse de recibo a Peimbert, Lizana recibió un escrito de Dionisio Cano y Moctezuma, gobernador por entonces de la parcialidad de San Juan, quien le hacía saber que había cumplido con su obligación de mantener en los indios los sentimientos de lealtad, subordinación y amor a la religión, al rey y a la patria. Estos sentimientos, por la misericordia divina, "les habían sido como connaturales desde la feliz época de la Conquista y no han abandonado en las difíciles circunstancias del día". Por ello, cuando vio que el virrey dictaba disposiciones para defender a la Nueva España y observó que todos en el reino cooperaban a tan importante fin, pensó en reunir a los indígenas para pedirles su cooperación y que participaran en los gastos de la conservación de "esta preciosísima porción de la monarquía española". Sin embargo, después de reflexionar, se convenció de que los indios no podían ayudar con dinero a las necesidades de la patria, ya que "la esterilidad del año pasado los tiene reducidos a la mayor miseria" y porque de natural han sido siempre pobres "y están atenidos para su subsistencia al sólo sudor de su rostro".

Pero no únicamente con dinero era posible servir a la patria ni bastaban para la defensa del reino los cañones y los fusiles. "¿No se necesitan también corazones entusiasmados, amantes de su rey, brazos fuertes y valerosos que manejen aquellos instrumentos, y espíritus impávidos que se resuelvan a entregar primero el último aliento que ser esclavos?" Si se les entrenaba en el manejo de las armas, los indios serían capaces de todo esto y la seducción y la intriga, instrumentos de Napoleón, se embotarían en su misma rusticidad, pues sólo sabían que Fernando era su rey y que la junta gobernaba a su nombre. Por lo anterior, ofrecía al virrey los indios a su cargo y le pedía los dejara participar en la defensa del reino "y que para ello se sirva providenciar se les aleccione en el uso y manejo de las armas a que se prestarán gustosos; se forme un regimiento de indios voluntarios o se tomen las disposiciones convenientes a tan laudable objeto que mi corta capacidad no sabe ni aun insinuar".[ 54 ]

Este escrito de Cano y Moctezuma correría igual suerte que el de Peimbert. La respuesta de Lizana, fechada el 4 de mayo, es asimismo escueta. Le hacía saber que tendría presente "con oportunidad" su solicitud de que se empleara a los indios de la parcialidad a su cargo en la defensa del reino. Mientras se tomaba la resolución que convenía, el gobernador debía hacerles saber que al virrey le había sido "muy estimable aquella demostración de su celo, lealtad y patriotismo".[ 55 ] La oportunidad de poner en práctica las propuestas de Cano y Moctezuma tampoco llegaría a presentarse.

No obstante las repetidas protestas de fidelidad que durante este tiempo hicieron las distintas comunidades indígenas y sus múltiples ofrecimientos a las autoridades de la colonia para defender y auxiliar a la metrópoli, hubo incidentes que hacen ver que no todos los indios pensaban que lo primero y más importante era ayudar a la península. Un ejemplo lo constituye el proceso iniciado a Mariano Paz Carrión el 7 de junio de 1810, a un mes escaso de que la audiencia asumiera el gobierno del virreinato. Desgraciadamente no hemos podido encontrar la causa que se le siguió, aunque sí numerosas referencias a ella en los procesos seguidos con posterioridad a Francisco Antonio Galicia, Eleuterio Severino Guzmán y Dionisio Cano y Moctezuma.[ 56 ]

Desde mediados de 1809, Lizana había recibido órdenes de negociar en la Nueva España un empréstito voluntario de veinte millones de pesos, y en mayo del año siguiente se reunió ya la junta de comisionados. Pero la salida de tanto dinero de la colonia no fue vista con buenos ojos por algunos individuos. Un colegial indio procedente de Oaxaca, Mariano Paz Carrión, quien se hallaba en la capital, promovió unas juntas clandestinas que se llevaron a cabo en el tecpan de Santiago, "relativas a que los pueblos se reuniesen para tratar de independencia como en Caracas, de instalar Cortes y pedir armas del gobierno por medio de un escrito que debía hacer un abogado que al efecto tenían, a pretexto de industriar a los indios en el manejo de ellas". Todo con el fin de impedir la remisión del dinero a España, "aunque al efecto se derramara sangre".[ 57 ] A estas juntas fueron invitados, entre otros, Galicia y Cano y Moctezuma, ex gobernador y gobernador respectivamente de la parcialidad de San Juan, y Ángel Vargas Machuca, gobernador de la de Santiago. Galicia no asistió por hallarse enfermo, pero Vargas Machuca y Cano y Moctezuma sí y fue este último quien se encargó de denunciar a las autoridades lo que sucedía. Paz Carrión fue apresado en la misma casa del gobernador de San Juan,[ 58 ] lo que provocó que la Junta de Seguridad y Buen Orden diera "las gracias a los indios de San Juan por el buen manejo que habían tenido"[ 59 ] en este asunto.

Durante el gobierno de la audiencia que sustituyó a Lizana, uno de los primeros cuidados de las autoridades siguió siendo el poner a la colonia en estado de defensa y brindar los mayores auxilios posibles a la península. Pero la desconfianza que se tenía a ciertos grupos de la población colonial hizo que no se les diera cabida, por lo menos en forma abierta, dentro de las filas del ejército y las milicias, lo que fue un obstáculo más para la organización efectiva de esta defensa. Los indudables signos de descontento que se percibían en muchos de los estratos de la sociedad colonial hicieron que la posibilidad de un levantamiento interno fuera, como siempre, tomada en cuenta; pero como preocupación de las autoridades ocupaba por entonces un lugar de segunda importancia.

El peligro interno

La insurrección que iniciara Miguel Hidalgo el 16 de septiembre de 1810 en el pueblo de Dolores se convirtió de inmediato en el problema más grave con que se enfrentaron las autoridades coloniales de entonces, desplazando del centro de su interés a los que desde 1808 habían sido su preocupación primordial: poner a la colonia en estado de defenderse por sí sola y brindar ayuda a la metrópoli.

Las mismas tropas que se habían procurado reforzar y reorganizar para que pudieran enfrentarse con éxito a un enemigo exterior serían ahora utilizadas para combatir el peligro interno. Pero el ejército novohispano, a pesar de todos los esfuerzos invertidos en su mejoramiento, no se encontraba en las mejores condiciones al tiempo de la insurrección de Hidalgo. Tampoco lo estaban las milicias provinciales. La disolución del cantón de Jalapa había desparramado por el territorio colonial a las fuerzas armadas, lo que hacía muy difícil su manejo y coordinación desde el centro. Las autoridades tuvieron que esforzarse una vez más por poner a los distintos cuerpos militares en capacidad de lucha. Ahora sí se tenía enfrente a un enemigo real y esto hizo que se actuara prontamente y se echara mano de todos las recursos disponibles. Para el régimen colonial fue una gran ventaja el hecho de que, dos días antes del levantamiento de Hidalgo, hubiera sucedido a la audiencia en el gobierno del virreinato un militar de carrera como Francisco Xavier Venegas. El nuevo virrey rápidamente dictó las providencias necesarias para que se levantaran fuerzas en los puntos que corrían peligro, así como para que los vecinos de todas las poblaciones se armaran y organizaran en compañías que sirvieran para defenderlas.[ 60 ] El brigadier Félix María Calleja, el militar más destacado del ejército novohispano, quien se encontraba en San Luis Potosí, también se ocupó de organizar las tropas de su región y puso sobre las armas a los regimientos provinciales de San Luis y de San Carlos, al mismo tiempo que formaba nuevos cuerpos de milicias.[ 61 ]

Las protestas de fidelidad al régimen y de rechazo al movimiento insurgente no se hicieron esperar; fueron numerosas y provinieron de instituciones y personas de toda clase y condición. En la ciudad de México, la parcialidad de San Juan dejaría oír su voz el 28 de septiembre. En una exposición dirigida por sus autoridades a Venegas, le hacían saber que habían leído su proclama aparecida el 23 de ese mismo mes, que se dolían del "alucinamiento delincuente" de quienes se habían rebelado "y llega a lo sumo nuestro pesar al oír que cuenta en su número con algunos indios que les auxilian". Tanto las autoridades como los demás integrantes de la parcialidad entendían que "los únicos dueños de este reino" eran Fernando VII y sus sucesores y que, habiendo jurado y reconocido a la Regencia, la religión no permitía quebrantar tal juramento, antes los estrechaba "a guardar el pacto social, viviendo sujetos a las legítimas potestades". Expresaban que quien procurara separar estos dominios de la península, "cuando aún existe allá quien resista a la dominación extranjera, no puede ser fiel a Fernando VII sino que imposibilita en cuanto está de su parte su restitución al trono". Animados de estos sentimientos, ofrecían al virrey sus personas, asegurando estar "prontos a sostenerlos y derramar la última gota de sangre en defensa de ellos". Le suplicaban que aceptara su oferta, así como que elevara su representación ante el Consejo de la Regencia "para que su majestad sepa y se complazca de que los indios de México tienen la felicidad de contarse entre el número inmenso de europeos y americanos que no se han dejado ni dejarán seducir por el espíritu de partido y rivalidad". Esta exposición fue firmada por el gobernador de la parcialidad, Dionisio Cano y Moctezuma; el ex gobernador, Francisco Antonio Galicia, y por varios alcaldes, entre los que se contaba Ramón Elizalde.[ 62 ]

A los pocos días de haber recibido la exposición anterior y redactado en términos muy semejantes, el virrey recibió un escrito que le dirigieron las autoridades de la parcialidad de Santiago, fechado el 5 de octubre. Le hacían saber que habían leído con gran satisfacción el oficio de la parcialidad de San Juan y, animados de "los mismos sentimientos de religión, lealtad y patriotismo", habían creído suficiente sincerarse ante el virrey en forma verbal, como lo habían hecho ya. Ahora deseaban hacer públicos sus sentimientos para evitar malas interpretaciones sobre su verdadera disposición y por ello hacían constar que se hallaban persuadidos de que los vínculos con España no debían cortarse "mientras exista un solo palmo de tierra española libre de la dominación tiránica". Habiendo jurado como soberano a Fernando VII y al Consejo de la Regencia como su representante, sólo a éste obedecerían y aquél seguiría reinando para siempre en sus corazones. Estaban ciertos de que ninguno de los hijos de la parcialidad "se manchará con el negro borrón de infiel e irreligioso", ni cooperaría a la desolación del reino. Por último, le suplicaban que estos sentimientos, en unión de los de la otra parcialidad, los elevara al Consejo de la Regencia y los mandara publicar "para que la posteridad numere a los individuos de ambas entre los buenos ciudadanos, amantes patricios y fieles vasallos". Firmaban su gobernador, Mateo Ángel Alvarado, Manuel Santos Vargas Machuca y Guadalupe José Velasco, entre otras de sus autoridades.[ 63 ]

Las voces de las parcialidades de la capital no serían las únicas indígenas que se escucharían por entonces. Los gobernadores y repúblicas de Santiago Chalco, de San Francisco Tepeaca y de Jalapa de la Feria, así como el ayuntamiento de Tlaxcala, entre otros, se dirigieron también al virrey para hacerle saber sus sentimientos de lealtad hacia las autoridades legítimas y de adhesión a la justa causa, por los que se encontraban dispuestos a derramar hasta la última gota de su sangre.[ 64 ] El hecho de que entre los partidarios de Hidalgo se encontraran muchísimos indios fue, sin duda, uno de los motivos principales que impulsó a estas corporaciones de naturales a manifestar de inmediato su fidelidad al régimen colonial para evitar cualquier sospecha. De ahí el empeño de algunas en que el virrey publicara sus escritos y los hiciera llegar a la Regencia, la autoridad suprema de la península.

La mayoría -por no decir la totalidad- de estas protestas nos parecen sinceras, entre otros motivos por no existir realmente una liga entre los distintos grupos indígenas de la colonia. A pesar de que muchos de los rebeldes eran indios, había de hecho una gran distancia entre los intereses de estos campesinos y los de los indígenas de las corporaciones mencionadas, cuyo régimen de vida estaba ligado a centros urbanos.

Un problema por demás serio que se le presentó a Venegas y a las autoridades de la capital por esos días fue preparar su defensa, y mantener el orden en ella. La toma de Celaya y de Guanajuato por los insurgentes y el saqueo y mortandad que sufriera esta última hacían temer para la ciudad de México una suerte semejante en el caso de un muy posible ataque insurgente. Este peligro era percibido también por numerosos capitalinos, los que en varias ocasiones llegaron a proponer, a las autoridades medidas encaminadas a evitarlo. Una de estas propuestas fue la creación de nuevos cuerpos de milicias urbanas, que debían llamarse Batallones Patrióticos Distinguidos de Fernando VII.

En junta celebrada en palacio el 4 de octubre, a la que el virrey convocó a las autoridades más importantes de la capital para tratar la propuesta anterior, se acordó levantar dichos batallones, los que debían servir "para la tranquilidad, buen orden y demás fines del servicio del rey y del público de esta capital, siendo el coronel de todos ellos el mismo excelentísimo señor virrey". Las autoridades encargadas de su organización acordaron pedirle a Venegas que publicara por bando "que todos los españoles vecinos y habitantes de esta capital, así americanos como europeos, desde la edad de diez y seis años en adelante, que no estén ya ocupados en el servicio militar y que tengan proporción para mantenerse a su costa en los días que estén empleados y para hacerse un uniforme decente y de la sencillez que conviene" se alistaran en estos cuerpos, para lo cual debían concurrir a las casas capitulares. También acordaron que aquellos que tuvieran caballo propio y desearan hacer el servicio de caballería lo manifestaran al alistarse y terminaban expresando su esperanza de que los primeros que acudirían a su llamado serían los individuos de la nobleza y los empleados de las oficinas, para servir así de ejemplo a las demás clases de la capital. Esta proposición fue aceptada por el virrey, quien, "persuadido de los nobilísimos y apreciables sentimientos de las clases insinuadas de la capital, así europeos como americanos", mandó que se publicase por bando el 5 de octubre.[ 65 ]

Según Lucas Alamán, así fue como se llegaron a formar tres batallones de infantería, un escuadrón de caballería y una compañía de artillería mandados por criollos y peninsulares distinguidos. Estos cuerpos corrieron la misma suerte que la mayoría de las milicias levantadas con anterioridad, pues a poco disminuyó el entusiasmo de muchos de los alistados, quienes comenzaron a pagar para que los sustituyeran en las guardias, "con lo que se perdió la consideración que se les tuvo".[ 66 ] Es interesante señalar aquí que el mismo día de la aparición de este bando se publicó otro para dar a conocer el decreto de la Regencia del 22 de mayo de 1810, por el que se abolía el tributo indígena. Ésta fue una medida que pretendía captar para el régimen la simpatía y el apoyo de los naturales, así como asegurar su fidelidad.[ 67 ]

Mientras Hidalgo abandonaba Guanajuato y se dirigía a Valladolid, se continuaron en la capital los preparativos para su defensa, los que se aceleraron al saber que los rebeldes habían emprendido ya la marcha sobre ella. Venegas, además de ordenar a Calleja que se dirigiera a la ciudad de México y que pasaran a ella otros cuerpos, mandó que las tropas disponibles acamparan en el Paseo Nuevo y en la Calzada de la Piedad y que se colocara artillería en Chapultepec.[ 68 ] Poco después se ordenó la salida de Torcuato Trujillo hacia Toluca para detener a Hidalgo. Entre las medidas tomadas por el virrey merece registrarse aquí la aceptación que dio al ofrecimiento de Gabriel de Yermo y de su hermano de armar a quinientos sirvientes de las haciendas de ambos, fuerza a la que se conoció como "los negros de Yermo".[ 69 ]

El virrey no sólo aceptó la formación de estos cuerpos de negros sino que, ante nueva oferta de San Juan y Santiago para ayudar en la lucha contra los rebeldes, "dando las gracias a las parcialidades, hizo el honor de admitir mandando se hiciera junta de cuatrocientos ocho hombres de las dos parcialidades de San Juan y de Santiago que sirvieran de lanceros en las dos garitas de Peralvillo y Vallejo".[ 70 ] Los capitanes Antonio de Olarte y Antonio Cerrón fueron nombrados comandantes del piquete de San Juan y del de Santiago, respectivamente.[ 71 ] El hecho de haber permitido la creación de estas fuerzas de indígenas nos parece que revela la idea de las autoridades sobre la gravedad de la situación por la que atravesaban. A pesar de que no pocos indios habían sido reclutados en distintos cuerpos, nunca antes se había permitido en la capital la formación de un cuerpo armado compuesto exclusivamente de indígenas, ni siquiera para vigilar el orden público. Estos lanceros, no obstante lo limitado de su número y de que su creación se debió en mucho al afán de atraerse las simpatías y el apoyo de los habitantes de las parcialidades, son muestra de que las autoridades, ante circunstancias inusitadas, se hallaban dispuestas a tomar medidas también inusitadas. No hemos podido encontrar la fecha exacta en que se crearon estos cuerpos de lanceros; sabemos que el 31 de octubre ya existían, pues ese día el virrey dio una orden relativa a su pago.[ 72 ]

Sin embargo del entusiasmo inicial, los lanceros comenzaron a declinar al poco tiempo, al igual que los batallones patrióticos. Creemos que esto se debió, al menos en parte, a haberse hecho efectivo el decreto que abolía el tributo indígena, ya que con ello se disminuyeron los ingresos de sus cajas de comunidad, lo que hacía difícil su sostenimiento. También contribuyó a su decaimiento la indiferencia que a poco mostraron hacia esos cuerpos las autoridades, para quienes, una vez pasado el peligro que representaba Hidalgo, no parecieron ya tan necesarios.

Una de las últimas precauciones tomadas por Venegas al acercarse las huestes de Hidalgo a la capital fue ordenar que la imagen de la virgen de los Remedios se trasladase de su santuario a catedral para evitar que pudiera caer en manos insurgentes y, a su llegada a la ciudad de México, el virrey la declaró generala de las tropas realistas. El espíritu marcial que animaba a los capitalinos no se detuvo allí, sino que se extendió también a las mujeres. Por invitación de doña Ana de Iraeta, viuda del oidor Cosme de Mier, se organizó una "leva sagrada de patriotas marianas". [ 73 ] En el escrito dirigido a las mujeres de la capital para exhortarlas a formar "un patriótico espiritual ejército" que aplacara la ira de Dios, se les recordaba, entre otras debilidades femeninas, que en todos los tiempos las mujeres han "dado causa a los castigos que hoy se experimenta" y se precisaba que la "piadosas reclutas" debían encargarse de velar por turno a la virgen de los Remedios. El entusiasmo de estas patriotas también fue de corta duración y, al igual que ocurrió en los cuerpos de voluntario, recurrieron a la práctica de pagar a quienes las sustituyeran en las guardias.[ 74 ]

No hubo ocasión de ver cuán efectivas habían sido las medidas tomadas en la capital para su defensa. Aunque las tropas de Hidalgo llegaron a estar a la vista de la ciudad a fines de octubre, después de derrotar a Trujillo en el Monte de las Cruces, no se lanzaron a atacarla y a los pocos días iniciaron la retirada. El peligro que había amenazado en forma inminente a la ciudad de México se había conjurado. Es probable que la desaparición de esta amenaza influyera en la pérdida del entusiasmo que a poco se notó en muchos de los alistados y que ya hemos señalado. Sin embargo, para las autoridades, era necesario mantener a todas estas fuerzas en buenas condiciones mientras no cesara la insurrección, por lo que prosiguieron en su empeño de organizarlas y prepararlas. En vista de que los alistamientos voluntarios no eran suficientes, se tuvo que recurrir a la leva forzosa, como ya había ocurrido con anterioridad, aunque a partir de entonces se extendería prácticamente a todos los estratos de la población capitalina. El 6 de abril de 1811, Venegas dio orden a todas las corporaciones de la capital de proporcionar listas de sus miembros, indicando los batallones patrióticos a los que pertenecían y señalando a quienes no prestaran servicio militar para poder completar con ellos la formación de un cuarto batallón.[ 75 ]

La leva forzosa no sería exclusiva de la ciudad de México, como tampoco lo sería la formación de milicias de vecinos. A pesar de los problemas y riesgos que implicaba militarizar a la población colonial, las autoridades se vieron obligadas a recurrir a esta medida a causa de que la insurrección se había extendido a distintas regiones. La prisión de Hidalgo, Allende y otros jefes insurgentes en marzo de ese año no significó el fin de la rebelión, aunque sí le representó un duro golpe, pues para entonces se contaba con otros jefes insurrectos, entre los que comenzaban a destacar Ignacio López Rayón y José María Morelos. Esto llevó a Venegas a adoptar el Proyecto de Reglamento para armar al reino y pacificar al país propuesto por Calleja desde Aguascalientes el 8 de junio de 1811. De sus catorce artículos once están dedicados a la manera en que debían organizarse y armarse los cuerpos de milicias de las distintas ciudades y poblaciones del reino, así como de las haciendas y ranchos, los que se encargarían de su defensa y de perseguir a los rebeldes que aparecieran por sus cercanías.[ 76 ] Según Alamán, estos cuerpos se levantaron con el nombre de "realistas, fieles o patriotas de Fernando VII".[ 77 ]

El reclutamiento en la ciudad de México se vio facilitado por las tareas que emprendió la Junta de Policía y Tranquilidad Pública, creada por Venegas en agosto de ese año después de descubrirse una conjura en su contra.[ 78 ] Los padrones elaborados por los tenientes de la junta y las restricciones que ésta impuso sobre cambios de domicilio, así como la reglamentación del sistema de pasaportes -iniciado desde principios de 1811- y la vigilancia que se estableció en las garitas, permitieron a las autoridades ejercer un mayor control no sólo sobre los habitantes de la capital sino sobre todos aquellos que entraban y salían de ella.

Todas estas medidas tuvieron repercusiones de carácter negativo que se hicieron sentir sobre todo en los grupos de nivel socioeconómico inferior, a los que pertenecían casi todos los individuos que regularmente venían a la ciudad para ofrecer en venta los diversos productos de su trabajo. En su inmensa mayoría eran indígenas, quienes vieron entorpecida su labor cotidiana con todas estas disposiciones y con los abusos a que ellas dieron origen. Las protestas que provocaron fueron tan abundantes que, para acallarlas, la misma junta las recogió en forma de queja, en la que se dice que era tal la dificultad para conseguir pasaportes para quienes venían a vender comestibles, de los que varios habían sido puestos en prisión y a quienes les habían sido decomisadas sus mercaderías por haber perdido el pasaporte, que se experimentaba ya escasez en los mercados de la ciudad.[ 79 ] Esto continuaba a pesar de haberse decretado poco antes que no se impusieran penas pecuniarias a los indígenas que contravinieran el Reglamento de policía, de haberse satisfecho a sus gobernadores los gastos de expedir pasaportes y de haberse ordenado que no se obligase a los indios a desempeñar trabajos serviles en los cuarteles y casillas de policía ni a entregar parte de sus mercaderías,[ 80 ] lo que había motivado el agradecimiento de Francisco Antonio Galicia y de Cristóbal Rojas, gobernadores por entonces de las dos parcialidades.[ 81 ]

Hacia principios de 1812 habían comenzado a llegar a la Nueva España tropas procedentes de la península, pero no por ello las autoridades cejaron en su empeño de consolidar las fuerzas armadas de la colonia. Por ese entonces la insurrección, a pesar de los esfuerzos gubernamentales, continuaba con mayor ímpetu que antes. Desde agosto del año anterior y por iniciativa de Ignacio López Rayón se había erigido en Zitácuaro una junta nacional que pretendía unificar y organizar al movimiento insurgente. La terrible derrota sufrida por Rayón en dicha ciudad a manos de Calleja durante los primeros días de enero de 1812 se vio en cierta forma compensada por los triunfos que venía alcanzando Morelos, quien para el mes siguiente se situó ya en Cuautla, no lejos de la capital. El peligro que la ciudad de México corría en esta ocasión era, ciertamente, menor que el que le había significado la cercana presencia de Hidalgo a fines de 1810. Pero el virrey, deseoso de destruir de una vez por todas a un enemigo cada vez más temible, desde la capital envió en su contra al recién llegado y triunfante ejército de Calleja.

No era Morelos la única amenaza. Los integrantes de la junta originalmente establecida en Zitácuaro habían logrado instalarse en Sultepec, donde continuaron con sus trabajos. Por los alrededores de la ciudad de México se habían levantado numerosas partidas de rebeldes que molestaban el tránsito y las comunicaciones, así como su aprovisionamiento. La entrada de un grupo de insurrectos a la villa de Guadalupe a principios de marzo hizo temer al virrey por la imagen de la virgen que en ese santuario se venera, por lo que ordenó su traslado a catedral como lo había dispuesto con la de los Remedios. Sin embargo, no pudo llevarse a cabo por haberse opuesto los indios de la región, quienes manifestaron su decisión de cortar los puentes de las calzadas de México, y cuyos gobernadores, acompañados de los de las parcialidades de la capital, hicieron saber a Venegas que sus gobernados custodiarían y defenderían el santuario, con lo que se dejó en él a la imagen.[ 82 ]

La situación por la que durante estos primeros meses de 1812 atravesaba la ciudad de México, entre cuyos habitantes se contaban no pocos partidarios de la insurgencia y por cuyos alrededores merodeaban numerosas partidas de rebeldes, parece haber influido en el ánimo del virrey para dedicar su atención a los cuerpos de lanceros. Éstos, para entonces, habían visto disminuidas sus plazas a menos de la mitad por no contar con fondos suficientes para su sostenimiento y dependían ya directamente de los gobernadores de las parcialidades, ya que, a poco de su creación, los capitanes a cuyo cargo estaban fueron destinados a otras plazas y no fueron sustituidos. Para que pudieran sostenerse, Venegas mandó que se les prestaran cinco mil pesos; pero, al acabarse esta cantidad, el asesor de naturales, Rafael de la Llave, solicitó que se suprimiesen. Sin embargo, por considerarlos de interés y que no era conveniente su supresión, el virrey ordenó el 24 de mayo que se les pagase de la Hacienda Pública y un mes después, el 26 de julio, mandó que se les diera diariamente un real de sobresueldo a los sargentos y medio a los cabos y que se les rebajase a los gobernadores a medio real su gratificación, que lo era de un peso diario, todo lo cual se hacía a través del administrador de las parcialidades.[ 83 ]

A pesar de que el servicio de vigilancia que prestaban estos cuerpos de lanceros indígenas no era de gran importancia, el hecho de que se haya, considerado conveniente conservarlos en funciones demuestra hasta qué punto las autoridades juzgaban crítica la situación de la ciudad durante este periodo. Con ello no sólo mantuvieron abierta para los indios de la capital la posibilidad de participar en una actividad y de una manera que hasta entonces les había estado vedada, sino que, al darle permanencia a una medida tomada en un momento de crisis, les hicieron ver cuán graves se presentaban las cosas para el régimen establecido y les hicieron sentir que su cooperación era muy necesaria para el sostenimiento del gobierno colonial.

La Constitución de Cádiz

1812 se significaría en la Nueva España por ser el año en que el movimiento insurgente alcanzó mayor actividad y brillantez en sus operaciones militares. También se significó porque en él se comenzaron a implementar los cambios de mayor envergadura decretados por los nuevos órganos de gobierno peninsular para modernizar la estructura misma tanto de la metrópoli como de sus colonias. Esta obra renovadora del liberalismo español, iniciada poco antes de que diera principio la insurgencia en la Nueva España, quedó plasmada en la Constitución Política de la Monarquía Española, promulgada en Cádiz en el mes de marzo y que sería proclamada en la ciudad de México en septiembre de ese mismo año.

Para las autoridades de la Nueva España la Constitución de 1812 no pudo llegar en momento menos oportuno. No sólo venía a dar carta de legitimidad a la aspiración de la inmensa mayoría de los novohispanos de ser considerados iguales en derechos a los peninsulares, lo que en cierta medida justificaba algunas de las posturas insurgentes, sino que, además, reducía en mucho el poder efectivo del virrey y de la audiencia, quienes se habían mostrado los más decididos partidarios de mantener a la Nueva España sujeta a la metrópoli. No es de extrañar, pues, que se decidieran a cumplir con ella sólo en parte o muy lentamente y que, incluso, se diera marcha atrás en algunos de los artículos que se pretendió implementar. Así sucedió con el relativo a la libertad de imprenta, la que se suspendió a poco más de dos meses de haber sido decretada, y con la elección del ayuntamiento constitucional capitalino, que no llegó a ser instalado por Venegas, medidas que contaron con el apoyo de quienes para defender sus intereses veían la necesidad de mantener un gobierno colonial autoritario y poderoso. Tampoco es de extrañar que esta actitud de las autoridades -a fin de cuentas representantes del poder metropolitano-, de no cumplir con todo lo dispuesto en la península para el gobierno de la colonia, fuera vista con recelo por quienes eran partidarios de seguir sujetos a la metrópoli pero que consideraban que la apertura brindada por las nuevas disposiciones daba cabida legal a muchas de sus aspiraciones. Para los partidarios de la insurgencia, sobra decirlo, fue un argumento más en favor de que la rebelión era el único camino para lograr alguna mejora.

La Constitución de 1812, vista por unos como amenaza, percibida por otros como oportunidad, significaría para todos un cambio importante en el orden de cosas novohispano. Esto no se debió a que llegara a alterar de manera radical la estructura de la colonia, ya que fue poco lo que de ella se implementó y corto el tiempo que permaneció en vigor. Se debió, fundamentalmente, a que abrió nuevas posibilidades para que los distintos grupos de la sociedad novohispana manifestaran los intereses que los animaban y sirvió para que definieran con más claridad los fines que pretendían alcanzar y el camino por el que se proponían lograrlos.

Aquí nos interesa señalar que la Constitución de Cádiz, al conceder a los indios la categoría de ciudadanos españoles, les abrió las puertas, cuando menos en teoría, para desempeñar empleos que hasta entonces les habían estado vedados o limitados, entre ellos el servicio de las armas. Otra consecuencia interesante para nosotros de la igualdad legal decretada para los indígenas sería que sus formas peculiares de gobierno debían desaparecer para dar paso a un régimen que fuera común para todos los novohispanos. Éstas y otras disposiciones, decretadas para brindar a los indios una participación mayor y en pie de igualdad en los asuntos de la Nueva España, no serían vistas en todos los casos con buenos ojos por las autoridades indígenas de la capital. Éstas pronto cayeron en la cuenta de que, por una parte, los cambios decretados no necesariamente significarían una mejora en las condiciones de vida de los indígenas y que, por otra, su implementación conllevaría por fuerza la pérdida de los poderes que hasta entonces detentaban, ya que del gobierno económico y político de los barrios indígenas de la ciudad de México debía encargarse su nuevo ayuntamiento constitucional.

Las dos parcialidades de la capital, la de San Juan Tenochtitlan y la de Santiago Tlatelolco, en que para su gobierno estaba dividida la población indígena de la capital, funcionaban de manera semejante pero con independencia la una de la otra, de acuerdo con el modelo de gobierno español que les fue impuesto desde la conquista. Al frente de cada una de ellas se encontraba un gobernador y contaban también con su propio cabildo, además de un determinado número de funcionarios menores, como tepixques, merinos, alguaciles, topiles, etcétera. Sus autoridades se elegían anualmente, elección que confirmaba el virrey, quien además nombraba al administrador de los bienes de las parcialidades y fungía como juez privativo y protector de los indígenas, ya que presidía el Juzgado General de Naturales.[ 84 ] No obstante la intervención directa de determinados funcionarios en los asuntos de las parcialidades, el ocupar los cargos de gobierno indígena implicaba no sólo el desempeño de numerosas actividades que resultaban en un control directo y efectivo sobre un número considerable de personas, sino también el disfrute de prestigio y consideraciones.

Los gobernadores de San Juan y de Santiago, auxiliados por alcaldes, regidores, escribanos, topiles y demás funcionarios, se encargaban de velar por el buen comportamiento de sus habitantes y porque se mantuvieran en paz y en sosiego. Administraban justicia en casos de delitos menores y contaban con una cárcel para el depósito de los presos. Se encargaban también de recaudar los tributos hasta que se decretó su extinción, así como del buen empleo de los fondos destinados a pagar los salarios de los funcionarios y a cubrir los gastos que se hacían en la celebración de las diversas fiestas y en las obras de manutención de los edificios de su propiedad. Desde que en 1810 se habían creado los dos cuerpos de lanceros, se ocupaban de su funcionamiento y de su pago y a partir de 1811, en que se estableció el sistema de pasaportes, también se ocuparon de su despacho.[ 85 ] Su poder, si bien no tan amplio como el de otras autoridades novohispanas, no era menospreciable ni pequeño. No sólo controlaban directamente a los barrios indígenas de la capital sino que su jurisdicción se extendía a varios pueblos cercanos y su influencia era sentida aun en aquellos que no les estaban sujetos de manera directa.

Tan fue así que los principales de entre los indígenas, auténticos caciques, llegaron a constituir una elite dominante que acaparaba los distintos puestos de su gobierno, sobre todo los de mayor importancia. Si bien quienes los ocupaban no se perpetuaban en los cargos, ya que anualmente se debían elegir nuevos funcionarios, los desempeñaban en forma alterna. Tal fue el caso de Francisco Galicia, a quien vimos como gobernador de San Juan en 1809 y 1811, o el de Eleuterio Severino Guzmán, que lo fue de la misma parcialidad en 1808 y 1813. Dionisio Cano y Moctezuma, alcalde presidente de San Juan en 1808, fue su gobernador en 1810. Eran varias las familias que se alternaban en el poder, como las de los Galicia en San Juan y la de los Vargas Machuca en Santiago, A pesar de lo desfavorables que pudieran parecerle las nuevas disposiciones peninsulares para el gobierno de la Nueva España, esta elite indígena de la ciudad de México fue capaz de darse cuenta de que, para preservar su posición, era necesario que participara en el nuevo orden derivado de la Constitución. Así, en las elecciones celebradas con tanto ruido en noviembre de 1812, resultaron electores para nombrar a los miembros del ayuntamiento de la capital Francisco Antonio Galicia y Dionisio Cano y Moctezuma, el primero por la parroquia de Santa Cruz Acatlán y el segundo por la de Santo Tomás la Palma.[ 86 ] Cuando en abril de 1813 Calleja ordenó la instalación del ayuntamiento que había suspendido Venegas, Galicia y Ángel Vargas Machuca fueron electos para desempeñar el cargo de regidores.[ 87 ]

Los dirigentes indígenas capitalinos también habían reaccionado de inmediato frente al movimiento de insurgencia. Como ya vimos, fueron muchas y muy claras sus protestas de fidelidad a las autoridades establecidas para desvanecer cualquier sospecha. Sin embargo, no por ello dejó de haber en varios de estos indios signos de simpatía por el movimiento de insurgencia -sobre todo a partir de que Rayón y Morelos lograron darle una mejor organización- que en algún caso se manifestó en intentos de acercamiento, cautelosos pero inequívocos, a algunos jefes rebeldes, como veremos más adelante. Todo lo anterior demuestra que la elite indígena de la capital supo percibir con claridad las alternativas de acción que se le presentaban.

Hasta aquí hemos hablado de las dos parcialidades como semejantes en todo. No obstante de que funcionaban de la misma manera en cuanto a su administración y gobierno, es necesario aclarar que debido a varios factores, entre ellos el hecho de que la parcialidad de San Juan contaba con un número considerablemente mayor de habitantes,[ 88 ] durante la época que nos ocupa sus autoridades se mostraron más activas y decididas que las de Santiago. Fueron ellas las que tomaron iniciativas tales como ofrecer sus personas y bienes al servicio del gobierno virreinal, marcando así el paso a seguir a las autoridades de la parcialidad de Santiago.

La línea de conducta tomada por Venegas respecto a los problemas que planteaban en la Nueva España la implantación de la Constitución de Cádiz y la amenaza cada vez mayor que significaba el movimiento insurgente no sería proseguida al pie de la letra por quien le sucedió en el cargo. Félix María Calleja asumió el poder a principios de marzo de 1813, dispuesto a utilizar todos los recursos a su alcance, incluso algunos diferentes a los empleados por su antecesor, para resolver los problemas de la colonia. Profundo conocedor de los novohispanos y de las circunstancias en que se hallaba el virreinato, en donde había vivido desde 1789, no sólo era un militar de probada capacidad, la que había demostrado ampliamente en sus campañas contra los rebeldes, sino también un hábil político. A causa de su origen peninsular y de su actuación frente a los insurgentes, era visto con buenos ojos por los más decididos partidarios de que la Nueva España continuase sujeta a la metrópoli. Pero, debido a su larga permanencia en el país, a su conocimiento de la situación y a las ligas de amistad y de familia que había establecido con criollos destacados, también lo fue por aquellos que veían como ineludible la necesidad de implantar reformas que mejoraran la situación de los novohispanos. Para los rebeldes se presentaría como un serio obstáculo, ya que Calleja habiéndoseles enfrentado repetidas veces en el campo de batalla, conocía en dónde residían su fuerza y su debilidad, de lo que se aprovecharía en su empeño por aniquilarlos. El nuevo virrey sabría sacar la mejor ventaja de todas estas circunstancias para resolver los serios problemas a que se enfrentaba su gobierno.

Convencido Calleja de que su deber primordial era restablecer la paz en la Nueva España, necesitaba, por un lado, acabar con la rebelión armada y, por otro, hacer desaparecer en lo posible los motivos de descontento que le habían dado origen y que continuaban dándole sustento. Para lo primero le era indispensable contar con fuerzas armadas suficientes, tarea que emprendió de inmediato. Para lo segundo la Constitución, con todo y los problemas que planteaba para las autoridades de la colonia, le ofrecía una buena oportunidad, ya que Calleja, habiéndoseles enfrentado repetidas veces en el campo había tomado el camino de reparar pasados errores cometidos en su trato con las posesiones españolas. Así fue como, por lo menos en apariencia, se abocó a hacerla cumplir y en su proclama del 26 de marzo prometió llevar a cabo todo lo dispuesto en ella para mejorar la suerte de las novohispanos.[ 89 ] De hecho no implementó sino aquellas disposiciones que no amenazaban quebrantar su poder o que no presentaban un serio riesgo a la estructura colonial ni a los intereses de sus sostenedores. Así, no puso en efecto la libertad de imprenta, aunque sí se propuso, entre otras cosas, reorganizar el sistema judicial e instalar en la capital su ayuntamiento constitucional. El 15 de marzo se publicó por bando el decreto que disponía que dejara de usarse en los papeles públicos la palabra real, debiendo utilizarse a partir de entonces el término nacional.[ 90 ] A los dos días de esta publicación, se celebró un acuerdo en el que se decidió implementar lo referente a la organización de tribunales y juzgados[ 91 ] y a un mes de su acceso al virreinato se procedió a la elección e instalación del nuevo ayuntamiento constitucional capitalino.[ 92 ]

Hubo ocasiones en que Calleja tuvo que dar marcha atrás a medidas tomadas por su antecesor en el cargo, como sucedió al suprimir el sistema de policía implantado por Venegas en la ciudad de México, o incluso tomar disposiciones no contempladas por la Constitución de 1812. En ella se encargaba a los alcaldes vigilar por la seguridad de los vecinos, pero esta tarea resultó imposible para aquellos funcionarios, cuyo número era muy reducido, y al aumentar los delitos en la capital, Calleja se vio en la necesidad de ordenar que la vigilancia fuera llevada a cabo por patrullas de soldados. [ 93 ] Así también se tuvo que permitir en la ciudad de México el nombramiento de un número mayor de jueces de letras para la administración de justicia en primera instancia.[ 94 ] Sin embargo, con todo y no ser partidario de la Constitución y a pesar de no ponerla en vigor sino en unos cuantos aspectos, la imagen que Calleja llegó a proyectar a los principios de su gobierno fue la de una autoridad dispuesta a cumplir en lo posible con lo decretado en la metrópoli para provecho y mejora de los novohispanos. En realidad a lo que se hallaba dispuesto el nuevo virrey era a terminar de una buena vez con el movimiento insurgente.

Al subir Calleja al poder, y al igual que se había hecho con los virreyes anteriores, el gobernador de la parcialidad de San Juan, Eleuterio Severino Guzmán, de inmediato le hizo la consabida oferta de sus bienes y personas en defensa de la justa causa, de la patria, de la religión y de las personas mismas de los virreyes.[ 95 ] La respuesta de Calleja, además de dar cortésmente las gracias, fue en el sentido de que atendería y protegería a los indígenas de la parcialidad en cuanto estuviera de su parte.[ 96 ] Bien pronto el gobernador de San Juan le recordaría sus palabras.

En un escrito sin fechar, pero que es anterior al 27 de marzo, Guzmán se dirigió nuevamente al virrey, esta vez para participarle el conflicto en que se hallaban los gobernadores y demás autoridades de los pueblos de la parcialidad a causa de que no podían salir los indios de sus pueblos por la fuerte leva que había. Si venían a la capital se les aprehendía y llevaba a la cárcel o a los cuarteles, como había ocurrido a muchos de ellos, que se encontraban "aristados y en actual servicio" a pesar de los numerosos ocursos interpuestos para evitarlo. Los indígenas contribuían al sostenimiento del culto divino, por lo que su falta haría decaer las iglesias de los pueblos; tampoco podrían continuar con sus siembras, de cuyos productos abastecían a la ciudad. Por todo ello pedía al virrey que, "atendiendo a sus clamores como padre, se digne mandar el que a cada uno de los pueblos de la comprensión de esta parcialidad se le dé un resguardo para que, manifestándolo, no se moleste a sus hijos".[ 97 ]

Por el oficio anterior, vemos que, a pesar de sus repetidas ofertas de contribuir a la defensa de la justa causa, los gobernantes indios no estaban muy dispuestos a que sus gobernados participaran en forma activa en ella, si esto era en detrimento de sus actividades cotidianas. A pesar de que la nueva legislación no hacía diferencias entre los novohispanos, estaban decididos a mantener su identidad de grupo por considerar que, de lo contrario, los indígenas se verían afectados y en lo personal ellos perderían poder e influencias. El virrey, quien tampoco deseaba un cambio en la condición de los indígenas ni que formaran parte de los cuerpos armados, entendió los argumentos esgrimidos por Guzmán y le concedió lo que solicitaba, "con prevención de que se califique la calidad por las matrículas respectivas, y al efecto pásese al capitán de la compañía de policía don Joaquín Elizalde".[ 98 ] Hay que señalar aquí que, no obstante haber conseguido del virrey el otorgamiento de los resguardos, las autoridades de San Juan no procedieron de inmediato a poner en práctica esta concesión; cuando menos no hemos encontrado testimonios de que se abocaran por ese entonces a la realización de tal tarea.

No siempre fue a favor de los indígenas de las parcialidades el que se les considerara de condición diferente. Cuando en abril de ese año se inició una terrible epidemia que atacó sobre todo a las clases más pobres, el ayuntamiento de la capital se ocupó de organizar la ayuda a los enfermos por medio de juntas de caridad, pero "los de las parcialidades no fueron atendidos por estas juntas municipales y tuvieron que erogar los gastos hechos con ese objeto de los fondos de sus cajas de comunidad".[ 99 ] Esta epidemia, que duró hasta finales de año, causó una gran mortandad e hizo un terrible estrago entre los indígenas, "quedando desde entonces desierto el barrio de Santiago".[ 100 ]

Las elecciones para integrar el ayuntamiento constitucional capitalino, celebradas ese mismo abril, no resultaron nada satisfactorias para las autoridades superiores de la Nueva España, ya que los partidarios de una renovación en el orden de cosas lograron que salieran electos quienes simpatizaban con sus ideas, y así no se eligió a ningún peninsular. Francisco Galicia y Ángel Vargas Machuca, los dos regidores indígenas con que contaba el nuevo ayuntamiento, al igual que otros de sus miembros fueron vistos con desconfianza por Calleja. El 22 de junio, a poco más de dos meses de haberse instalado el nuevo cabildo, el virrey informaba al ministro de Gobernación de Ultramar que quienes lo componían "fueron entresacados y elegidos de entre los más adictos al partido de la insurrección".[ 101 ] Recordemos aquí que tanto Galicia como Vargas Machuca habían sido invitados a participar en las juntas promovidas en Santiago por Mariano Paz y Carrión en junio de 1809,[ 102 ] aunque no se les pudo probar culpa alguna.

Las sospechas que Calleja abrigaba sobre Galicia fueron aumentando con el transcurso del tiempo. A poco de que el virrey envió el oficio citado en el párrafo anterior, cayó en poder de los realistas una carta dirigida a Rayón, escrita supuestamente por Galicia, en la que se le ofrecía la ayuda de los indios de la capital para que los insurgentes se apoderaran de ella. Sin embargo de iniciársele causa y de hacerse las diligencias del caso, no pudo comprobarse que la carta la hubiera escrito el regidor. Por esos mismos días, Calleja recibió una denuncia anónima contra Galicia, enviada al parecer por algunos indígenas de la parcialidad de San Juan, en la que se le acusaba de hablar mal del gobierno y de tratar de atraerse al populacho. Hechas las averiguaciones pertinentes, tampoco resultó posible probar nada en contra del ex gobernador.[ 103 ]

En el mes de octubre, a escasos tres meses de la denuncia anterior, Galicia de nuevo tuvo problemas con el virrey a causa de un escrito que envió al intendente Ramón Gutiérrez del Mazo sobre el mal comportamiento de las tropas españolas en los barrios indígenas. El tono exaltado de su oficio, en el que hablaba de que el pueblo desesperaba ya por los atropellos que sufría y no podría contenerlo, provocó que Calleja le pidiera aclaraciones sobre algún posible alboroto. También en esta ocasión Galicia pudo salir con bien del problema y su causa quedó suspendida. Para dejar caer todo el peso de su justicia sobre el regidor, el virrey decidió esperar momentos más oportunos, los que se presentarían en agosto de 1814, cuando, abolida la Constitución de Cádiz y reestablecido el antiguo sistema, las autoridades de la Nueva España pudieron recurrir a medidas más directas y efectivas contra quienes habían aprovechado las circunstancias brindadas por la apertura liberal de la península para la consecución de cambios de importancia en la colonia.

[ 1 ] Charles Gibson, Los aztecas bajo el dominio español (1519-1810), traducción de Julieta Campos, México, Siglo XXI Editores, 1967, 533 p., ils., p. 81.

[ 2 ] Christon I. Archer, The army in Bourbon México, 1760-1810, Albuquerque, University of Mexico Press, 1977, 366 p., ils., p. 8.

[ 3 ] Christon I. Archer, The army in Bourbon Mexico, 1760-1810, Albuquerque, University of Mexico Press, 1977, 366 p., ils., p. 168, y María del Carmen Velázquez, El estado de guerra en Nueva España 1760-1808, México, El Colegio de México, 1950, 250 p., ils. y mapas, p. 90.

[ 4 ] Christon I. Archer, The army in Bourbon México, 1760-1810, Albuquerque, University of Mexico Press, 1977, 366 p., ils., p. 4, 9-10.

[ 5 ] Lucas Alamán, Historia de México, 2a. ed., 5 v., México, Jus, 1968, t. I, p. 57.

[ 6 ] Christon I. Archer, The army in Bourbon México, 1760-1810, Albuquerque, University of Mexico Press, 1977, 366 p., ils., p. 137.

[ 7 ] Christon I. Archer, The army in Bourbon México, 1760-1810, Albuquerque, University of Mexico Press, 1977, 366 p., ils., p. 11.

[ 8 ] Christon I. Archer, The army in Bourbon México, 1760-1810, Albuquerque, University of Mexico Press, 1977, 366 p., ils., p. 147.

[ 9 ] Lyle N. MacAlister, The "fuero militar". New Spain 1764-1800, Westport, Connecticut, Greenwood Press, Publishers, 1957 (reimpreso en 1974), 117 p., p. 33.

[ 10 ] Christon I. Archer, The army in Bourbon México, 1760-1810, Albuquerque, University of Mexico Press, 1977, 366 p., ils., p. 149-150. Representaciones de José Antonio de Alzate al virrey del 6 de diciembre de 1796 y del 13 de julio de 1797, Archivo General de la Nación, Historia, v. 44, exp. 18, f. 453-456 v.

[ 11 ] Christon I. Archer, The army in Bourbon México, 1760-1810, Albuquerque, University of Mexico Press, 1977, 366 p., ils., p. 147.

[ 12 ] María del Carmen Velázquez, El estado de guerra en Nueva España 1760-1808, México, El Colegio de México, 1950, 250 p., ils. y mapas, p. 143 y 145.

[ 13 ] Lyle N. MacAlister, The "fuero militar". New Spain 1764-1800, Westport, Connecticut, Greenwood Press, Publishers, 1957 (reimpreso en 1974), 117 p., p. 70-71.

[ 14 ] Lucas Alamán, Historia de México, 2a. ed., 5 v., México, Jus, 1968, t. I, p. 98.

[ 15 ] Christon I. Archer, The army in Bourbon México, 1760-1810, Albuquerque, University of Mexico Press, 1977, 366 p., ils., p. 248-249, y "To serve the King. Military recruitment in late Colonial Mexico", Hispanic American Historical Review, v. 55, n. 2, mayo 1975, p. 245-246.

[ 16 ] Representación del Ayuntamiento de México al virrey Iturrigaray, 19 de julio de 1908, en Juan E. Hernández y Dávalos, Colección de documentos para la historia de la guerra de Independencia de México de 1808 a 1821, 6 v., México (Biblioteca de "El Sistema Postal de la República Mexicana"), José María Sandoval, 1878-1881, v. I, p. 483.

[ 17 ] "Ofertas hechas al excelentísimo señor virrey por las parcialidades de indios de esta capital", 21 de julio de 1808, Suplemento a la Gazeta de México del sábado 10 de septiembre de 1808, publicado el martes 13, t. XV, n. 94, p. 665-666.

[ 18 ] "Cuaderno de listas de los militares patriotas de esta parcialidad de San Juan.", Archivo General de la Nación, Infidencias, v. 82, exp. 4o., cuad. 2o., f. 59.

[ 19 ] Representación de la república de naturales de Querétaro al virrey Iturrigaray, Querétaro 27 de julio de 1808, Suplemento a la Gazeta de México del miércoles 31 de agosto de 1808, publicado el viernes 2 de septiembre, t. XV, n. 87.

[ 20 ] "Otras ofertas hechas por la ciudad de Texcoco y las repúblicas de naturales de su jurisdicción", septiembre de 1808, Suplemento de la Gazeta de México del miércoles 14 de septiembre de 1808, publicado el viernes 16, t. XV, n. 96, p. 677.

[ 21 ] "Noticia de las ofertas que han hecho algunos cuerpos, vecinos e indios de Guadalajara.", s. f., Gazeta extraordinaria de México del viernes 18 de noviembre de 1808 por la tarde, t. XV, n. 127, p. 884.

[ 22 ] Representación del Ayuntamiento de Jalapa al virrey Iturrigaray, 20 de julio de 1808, y representación del Ayuntamiento de Querétaro al mismo virrey, 30 de julio de 1808, en Genaro García, Documentos históricos mexicanos, 7 v., México, Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnología, 1919, v. II, p. 35-37 y 43. Véase también la Gazeta de México del viernes 18 de noviembre de 1808 por la tarde, t. XV, n. 127, p. 884.

[ 23 ] El conde de la Cadena al virrey Iturrigaray, Puebla, 8 de agosto de 1808, Suplemento a la Gazeta de México del miércoles 14 de septiembre de 1808, publicado el viernes 16, t. XV, n. 96, p. 676-677.

[ 24 ] Oferta del Real Cuerpo de Minería al virrey Iturrigaray, 1 de agosto de 1808, en Juan E. Hernández y Dávalos, Colección de documentos para la historia de la guerra de Independencia de México de 1808 a 1821, 6 v., México (Biblioteca de "El Sistema Postal de la República Mexicana"), José María Sandoval, 1878-1881, t. I, p. 505-506.

[ 25 ] "Disposiciones del excelentísimo señor virrey sobre la creación del nuevo Cuerpo Militar de Voluntarios de Fernando VII", Suplemento a la Gazeta de México del sábado 6 de agosto de 1808, publicado el domingo 7, t. XV, n. 74, p. 545-546.

[ 26 ] Proclama de Fernando VII, Bayona, 7 de mayo de 1808, Gazeta de México del miércoles 12 de octubre de 1808, t. XV, n. 111, p. 767.

[ 27 ] "Solicitud de los cajeros de San Luis Potosí para formar una Compañía de Voluntarios de Fernando VII", Suplemento a la Gazeta de México del miércoles 31 de agosto de 1808, publicado el viernes 2 de septiembre, t. XV, n. 87, p. 626.

[ 28 ] "Razón de los alistados voluntarios de nuestro amadísimo soberano Fernando VII", Suplemento a la Gazeta del miércoles 14 de septiembre de 1808, publicado el viernes 16, t. XV, n. 96, p. 675.

[ 29 ] El conde de la Cadena al virrey Iturrigaray, Puebla, 6 de septiembre de 1808, Suplemento a la Gazeta del miércoles 14 de septiembre de 1808, publicado el viernes 16, t. XV, n. 96, p. 676.

[ 30 ] El conde de la Cadena al virrey Iturrigaray, Puebla, 6 de agosto de 1808, en Genaro García, Documentos históricos mexicanos , 7 v., México, Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnología, 1919, v. II, p. 50, y Lucas Alamán, Historia de México, 2a. ed., 5 v., México, Jus, 1968, t. I, p. 139.

[ 31 ] Relación formada por el Real Acuerdo de los pasajes más notables ocurridos en las juntas Generales convocadas por el virrey Iturrigaray, 16 de octubre de 1808, en Genaro García, Documentos históricos mexicanos , 7 v., México, Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnología, 1919, v. II, p. 137-138.

[ 32 ] Oficio de Eleuterio Severino Guzmán al virrey Calleja, ca. 25 de febrero de 1814, Archivo General de la Nación, Infidencias, v. 82, exp. 4o., cuad. 4o., f. 2 v.

[ 33 ] Lucas Alamán, Historia de México, 2a. ed., 5 v., México, Jus, 1968, t. I, p. 166.

[ 34 ] Lucas Alamán, Historia de México, 2a. ed., 5 v., México, Jus, 1968, t. I, p. 166.

[ 35 ] Christon I. Archer, The army in Bourbon México, 1760-1810, Albuquerque, University of Mexico Press, 1977, 366 p., ils., p. 285.

[ 36 ] Lucas Alamán, Historia de México, 2a. ed., 5 v., México, Jus, 1968, t. I, p. 169.

[ 37 ] Lucas Alamán, Historia de México, 2a. ed., 5 v., México, Jus, 1968, t. I, p. 183.

[ 38 ] Véase la Gazeta de México del sábado 15 de octubre de 1808, t. XV, n. 118.

[ 39 ] "Orden para que se retiren a sus casas los voluntarios de Fernando VII, dándoles las gracias por sus servicios", en Juan E. Hernández y Dávalos, Colección de documentos para la historia de la guerra de Independencia de México de 1808 a 1821, 6 v., México (Biblioteca de "El Sistema Postal de la República Mexicana"), José María Sandoval, 1878-1881, t. I, p. 616-617.

[ 40 ] "Decreto en honor del Cuerpo de Voluntarios de Fernando VII levantado en esta ciudad", Gazeta de México del miércoles 19 de octubre de 1808, t. XV, n. 115, p. 804.

[ 41 ] Lucas Alamán, Historia de México, 2a. ed., 5 v., México, Jus, 1968, t. I, p. 186-187.

[ 42 ] Lucas Alamán, Historia de México, 2a. ed., 5 v., México, Jus, 1968, t. I, p. 193-194.

[ 43 ] Lucas Alamán, Historia de México, 2a. ed., 5 v., México, Jus, 1968, t. I, p. 186-187.

[ 44 ] Christon I. Archer, The army in Bourbon México, 1760-1810, Albuquerque, University of Mexico Press, 1977, 366 p., ils., p. 286.

[ 45 ] Lucas Alamán, Historia de México, 2a. ed., 5 v., México, Jus, 1968, t. I, p. 183.

[ 46 ] "Representación sobre la necesidad de aumentar la fuerza armada para mantener la seguridad pública", de Manuel Abad y Queipo, Valladolid, 16 de marzo de 1808, en Juan E. Hernández y Dávalos, Colección de documentos para la historia de la guerra de Independencia de México de 1808 a 1821, 6 v., México (Biblioteca de "El Sistema Postal de la República Mexicana"), José María Sandoval, 1878-1881, t. II, p. 881.

[ 47 ] Lucas Alamán, Historia de México, 2a. ed., 5 v., México, Jus, 1968, t. I, p. 191.

[ 48 ] Proclama del virrey Pedro Garibay, México, 20 de abril de 1809, Gazeta de México del sábado 29 de abril de 1809, t. XVI, n. 156, p. 365-368.

[ 49 ] Francisco Antonio Galicia al virrey Garibay, 7 de mayo de 1809, Gazeta de México, miércoles 17 de mayo de 1809, t. XVI, n. 62, p. 415-416. Alamán dice que esta respuesta le fue dictada a Galicia por el asesor del Juzgado de Naturales, el oidor Guillermo de Aguirre (Lucas Alamán, Historia de México, 2a. ed., 5 v., México, Jus, 1968, t. I, p. 189). Aun siendo así, la contestación de Galicia a Garibay sigue siendo válida como una demostración de su fidelidad.

[ 50 ] "Orden de la plaza de 3 de noviembre de 1809.", en Juan E. Hernández y Dávalos, Colección de documentos para la historia de la guerra de Independencia de México de 1808 a 1821, 6 v., México (Biblioteca de "El Sistema Postal de la República Mexicana"), José María Sandoval, 1878-1881, t. I, p. 715-716.

[ 51 ] Lucas Alamán, Historia de México, 2a. ed., 5 v., México, Jus, 1968, t. I, p. 203.

[ 52 ] "El licenciado don Juan Nazario Peimbert propone un arbitrio para la formación de un ejército de 200 mil hombres a poco costo", México, 7 de abril de 1810, Archivo General de la Nación, Operaciones de Guerra, v. 410. No deja de llamar la atención el hecho de que Peimbert, al proponer la creación de lo que él llamó un ejército, no lo hiciera con los métodos modernos de la organización militar de la época sino que recurriera al antiguo sistema del servicio militar voluntario.

[ 53 ] Respuesta del arzobispo-virrey Francisco Xavier Lizana a J. N. Peimbert, México, 13 de abril de 1810, Archivo General de la Nación, Operaciones de Guerra , v. 410.

[ 54 ] Propuesta de Dionisio Cano y Moctezuma al arzobispo-virrey Lizana, México, 27 de abril de 1810, Archivo General de la Nación, Operaciones de Guerra , v. 410.

[ 55 ] Respuesta del arzobispo-virrey Lizana a D. Cano y Moctezuma, México, 4 de mayo de 1810, Archivo General de la Nación, Operaciones de Guerra , v. 410.

[ 56 ] Mariano Paz Carrión fue remitido a La Habana, donde se hallaba todavía en 1814. Archivo General de la Nación, Infidencias, v. 64, f. 163-164.

[ 57 ] Certificación de Julián Roldán, 2 de marzo de 1814, Archivo General de la Nación, Infidencias, v. 64.

[ 58 ] Declaración de D. Cano y Moctezuma, 2 de marzo de 1814, Archivo General de la Nación, Infidencias, v. 86.

[ 59 ] Declaración de J. Roldán, 25 de agosto de 1814, Archivo General de la Nación, Infidencias, v. 64, f. 128-128 v.

[ 60 ] Lucas Alamán, Historia de México, 2a. ed., 5 v., México, Jus, 1968, t. I, p. 150, 179 y 248.

[ 61 ] Lucas Alamán, Historia de México, 2a. ed., 5 v., México, Jus, 1968, t. I, p. 292.

[ 62 ] Exposición de la parcialidad de San Juan, 27 de septiembre de 1810, en Juan E. Hernández y Dávalos, Colección de documentos para la historia de la guerra de Independencia de México de 1808 a 1821, 6 v., México (Biblioteca de "El Sistema Postal de la República Mexicana"), José María Sandoval, 1878-1881, t. II, p. 115-116.

[ 63 ] Exposiciones de la parcialidad de Santiago, 5 de octubre de 1810, en Juan E. Hernández y Dávalos, Colección de documentos para la historia de la guerra de Independencia de México de 1808 a 1821, 6 v., México (Biblioteca de "El Sistema Postal de la República Mexicana"), José María Sandoval, 1878-1881, t. II, p. 721.

[ 64 ] Oficio del gobernador y república de Santiago Chalco al virrey Venegas, s. f., en Juan E. Hernández y Dávalos, Colección de documentos para la historia de la guerra de Independencia de México de 1808 a 1821, 6 v., México (Biblioteca de "El Sistema Postal de la República Mexicana"), José María Sandoval, 1878-1881, t. II, p. 125, oficio de la república de San Francisco Tepeaca al virrey Venegas, 1 de octubre de 1810, en Juan E. Hernández y Dávalos, Colección de documentos para la historia de la guerra de Independencia de México de 1808 a 1821, 6 v., México (Biblioteca de "El Sistema Postal de la República Mexicana"), José María Sandoval, 1878-1881, t. II, p. 121-122; oficio del subdelegado de la Villa de Jalapa de la Feria al virrey Venegas, 1 de noviembre de 1810, en Juan E. Hernández y Dávalos, Colección de documentos para la historia de la guerra de Independencia de México de 1808 a 1821, 6 v., México (Biblioteca de "El Sistema Postal de la República Mexicana"), José María Sandoval, 1878-1881, t. II, p. 244, y ofrecimiento del ayuntamiento de Tlaxcala al virrey Venegas, 6 de octubre de 1810, en Juan E. Hernández y Dávalos, Colección de documentos para la historia de la guerra de Independencia de México de 1808 a 1821, 6 v., México (Biblioteca de "El Sistema Postal de la República Mexicana"), José María Sandoval, 1878-1881, t. II, p. 143-144. Alamán menciona también a las repúblicas de Querétaro, Nopalucan y Tepeaca (Lucas Alamán, Historia de México, 2a. ed., 5 v., México, Jus, 1968, t. I, p. 256).

[ 65 ] Bando del 5 de octubre de 1810, en Juan E. Hernández y Dávalos, Colección de documentos para la historia de la guerra de Independencia de México de 1808 a 1821, 6 v., México (Biblioteca de "El Sistema Postal de la República Mexicana"), José María Sandoval, 1878-1881, t. II, p. 136-137

[ 66 ] Lucas Alamán, Historia de México, 2a. ed., 5 v., México, Jus, 1968, t. I, p. 250.

[ 67 ] Hugh. H. Hamill, Jr., The Hidalgo review. Prelude to Mexican Independence, 2a. ed., Gainesville, University of Florida Press, 1970, 284 p., mapas, ils., p. 168.

[ 68 ] Lucas Alamán, Historia de México, 2a. ed., 5 v., México, Jus, 1968, t. I, p. 311.

[ 69 ] Lucas Alamán, Historia de México, 2a. ed., 5 v., México, Jus, 1968, t. I, p. 311. La aparición de estos negros en terrenos que pertenecían a la jurisdicción de la parcialidad de San Juan motivó que su alcalde Ramón Elizalde le preguntar al virrey si ello era con su consentimiento ("Extractos del expediente sobre auxilios de fuerza armada de varios hacendados", en Juan E. Hernández y Dávalos, Colección de documentos para la historia de la guerra de Independencia de México de 1808 a 1821, 6 v., México (Biblioteca de "El Sistema Postal de la República Mexicana"), José María Sandoval, 1878-1881, t. II, p. 214-215.

[ 70 ] Oficio de F. A. Galicia a Ramón Gutiérrez del Mazo, 24 de febrero de 1814, Archivo General de la Nación, Infidencias, v. 82, exp. 4o., cuad. 4o., f. 13-14.

[ 71 ] Oficio de José Francisco de Villanueva al virrey Calleja, 25 de enero de 1814, Archivo General de la Nación, Infidencias, cuad. 2o.

[ 72 ] Oficio de José Francisco de Villanueva al virrey Calleja, 25 de enero de 1814, Archivo General de la Nación, Infidencias, cuad. 2o.

[ 73 ] "Leva sagrada de patriotas marianas", en Juan E. Hernández y Dávalos, Colección de documentos para la historia de la guerra de Independencia de México de 1808 a 1821, 6 v., México (Biblioteca de "El Sistema Postal de la República Mexicana"), José María Sandoval, 1878-1881, t. III, p. 566-568.

[ 74 ] Lucas Alamán, Historia de México, 2a. ed., 5 v., México, Jus, 1968, t. I, p. 313.

[ 75 ] Timothy Anna, The fall of the royal government in Mexico City, Lincoln and London, University of Nebraska Press, 1978, 289 p., p. 84.

[ 76 ] "D. Félix María Calleja propone al virrey un proyecto para armar y pacificar el reino". Aguascalientes, 8 de junio de 1811, en Juan E. Hernández y Dávalos, Colección de documentos para la historia de la guerra de Independencia de México de 1808 a 1821, 6 v., México (Biblioteca de "El Sistema Postal de la República Mexicana"), José María Sandoval, 1878-1881, t. III, p. 289-290.

[ 77 ] Lucas Alamán, Historia de México, 2a. ed., 5 v., México, Jus, 1968, t. II, p. 178.

[ 78 ] Lucas Alamán, Historia de México, 2a. ed., 5 v., México, Jus, 1968, t. II, p. 280, y Timothy Anna, The fall of the royal government in Mexico City, Lincoln and London, University of Nebraska Press, 1978, 289 p., p. 85.

[ 79 ] Quejas expuestas por la Junta de Policía, 25 de diciembre de 1811, en J. E. Juan E. Hernández y Dávalos, Colección de documentos para la historia de la guerra de Independencia de México de 1808 a 1821, 6 v., México (Biblioteca de "El Sistema Postal de la República Mexicana"), José María Sandoval, 1878-1881, t. IV, p. 731.

[ 80 ] Dos oficios de Pedro de la Puente a Rafael de la Llave, asesor del Juzgado de Naturales, 27 de noviembre de 1811, en Juan E. Hernández y Dávalos, Colección de documentos para la historia de la guerra de Independencia de México de 1808 a 1821, 6 v., México (Biblioteca de "El Sistema Postal de la República Mexicana"), José María Sandoval, 1878-1881, t. IV, p. 742 y 743.

[ 81 ] Oficio de A. Galicia a R. de la Llave, 20 de diciembre de 1811, en Juan E. Hernández y Dávalos, Colección de documentos para la historia de la guerra de Independencia de México de 1808 a 1821, 6 v., México (Biblioteca de "El Sistema Postal de la República Mexicana"), José María Sandoval, 1878-1881, t. IV, p. 742-743.

[ 82 ] Lucas Alamán, Historia de México, 2a. ed., 5 v., México, Jus, 1968, t. II, p. 353-354.

[ 83 ] Oficio de J. F. de Villanueva al virrey Calleja, 25 de enero de 1814, Archivo General de la Nación, Infidencias, v. 82, exp. 4o., cuad. 2o.

[ 84 ] Andrés Lira, Las extinguidas parcialidades, p. 18 y 27. (Obra mecanoescrita.)

[ 85 ] Véase oficio de F. A. Galicia a R. Gutiérrez del Mazo, 24 de febrero de 1814, Archivo General de la Nación, Infidencias, v. 82, exp. 4o., cuad. 4o., f. 13-14.

[ 86 ] Lucas Alamán, Historia de México, 2a. ed., 5 v., México, Jus, 1968, t. III, p. 392.

[ 87 ] Lucas Alamán, Historia de México, 2a. ed., 5 v., México, Jus, 1968, t. III, p. 404.

[ 88 ] Según el "estado que manifiesta el número de habitantes que tiene México", del 26 de diciembre de 1811, Santiago contaba con 3 382, mientras que San Juan llegaba a 12 797 (Juan E. Hernández y Dávalos, Colección de documentos para la historia de la guerra de Independencia de México de 1808 a 1821, 6 v., México (Biblioteca de "El Sistema Postal de la República Mexicana"), José María Sandoval, 1878-1881, t. IV, p. 745).

[ 89 ] Ernesto de la Torre, Los "Guadalupes" y la Independencia, México, Jus, 1966, 186 p., p. 10-17.

[ 90 ] Lucas Alamán, Historia de México, 2a. ed., 5 v., México, Jus, 1968, t. III, p. 260.

[ 91 ] Lucas Alamán, Historia de México, 2a. ed., 5 v., México, Jus, 1968, t. III, p. 260.

[ 92 ] Lucas Alamán, Historia de México, 2a. ed., 5 v., México, Jus, 1968, t. III, p. 404.

[ 93 ] Lucas Alamán, Historia de México, 2a. ed., 5 v., México, Jus, 1968, t. III, p. 274.

[ 94 ] Lucas Alamán, Historia de México, 2a. ed., 5 v., México, Jus, 1968, t. III, p. 264.

[ 95 ] Véase oficio de E. S. Guzmán al virrey Calleja, 12 de octubre de 1813, Archivo General de la Nación, Infidencias, v. 82, exp. 4o., cuad. 1o., f. 3.

[ 96 ] Citado por E. S. Guzmán en su oficio al virrey Calleja, 12 de octubre de 1813, Archivo General de la Nación, Infidencias, f. 2-3.

[ 97 ] Oficio de E. S. Guzmán y José Antonio Sandoval al virrey Calleja, s. f., Archivo General de la Nación, Infidencias, cuad. 1o., f. 76.

[ 98 ] Nota del virrey Calleja al oficio anterior, 27 de marzo de 1813, Archivo General de la Nación, Infidencias, cuad. 1o., f. 76.

[ 99 ] Andrés Lira, Las extinguidas parcialidades , t. III, p. 28.

[ 100 ] Lucas Alamán, Historia de México, 2a. ed., 5 v., México, Jus, 1968, t. III, p. 262.

[ 101 ] Comunicación del virrey Calleja al ministro de Gobernación de Ultramar, 22 de junio de 1813, en Ernesto de la Torre, Los "Guadalupes" y la Independencia , México, Editorial Jus, 1966, 186 p., p. 38-39.

[ 102 ] Véanse las notas 57 a 59.

[ 103 ] Las diligencias seguidas contra F. A. Galicia se encuentran en Archivo General de la Nación, Infidencias, v. 23 y 64.

Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, Álvaro Matute (editor), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 10, 1986, p. 11-83.

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