Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México

SECULARIZACIÓN:
ESTADO E IGLESIA EN TIEMPOS DE GÓMEZ FARÍAS

Anne Staples


Las tradicionales pugnas entre Estado e Iglesia se recrudecieron como consecuencia de las reformas borbónicas. Durante las Cortes de Cádiz y los primeros años de vida independiente mexicana era un tema de constante preocupación, pues las metas de uno y otro eran frecuentemente incompatibles, sobre todo en la esfera económica y la administración civil. La creación de un Estado moderno exigía la supresión de influencias clericales, ya que el buen ciudadano no podía serle fiel a otro poder competidor, la Iglesia. El Estado, desde su constitución como tal, luchó por imponerse a su rival al modificar algunas actividades de la vida cotidiana y abolir otras, aun a sabiendas de las dificultades inherentes a querer cambiar las costumbres mediante leyes y decretos. Este proceso de secularización encontró obstáculos tanto en el pueblo como en la jerarquía eclesiástica, y el resultado final fue algo distinto a lo que los políticos habían buscado. Su desarrollo fue disparejo a lo largo del siglo, con periodos de gran actividad y zozobra, y de retroceso. La primera república federal, y sobre todo su final, bajo el mandato de Valentín Gómez Farías, presenció uno de sus momentos más críticos, por ser el primero después de la independencia; una independencia peleada por algunos sectores de la población, precisamente para evitar este tipo de ataques a la Iglesia y a sus costumbres. Los esfuerzos legislativos culminaron, como sabemos, en las leyes reformistas de 1833, muchas rechazadas violentamente por el clero, el ejército y los comerciantes importantes, encabezados por el oportunista Antonio López de Santa Anna.

El estudio de este tema no es nuevo. Ha llamado la atención de varios investigadores, en tiempos recientes específicamente Andrés Lira y Salvador Novo, quienes ha contribuido con trabajos para los volúmenes dedicados a la república federal mexicana.[ 1 ] No es novedosa tampoco la idea de que esta secularización surgió de la nada después de la independencia. El aparente radicalismo de los políticos que apoyaron y efectuaron las reformas ha sido matizado por estudios concienzudos sobre los antecedentes españoles, tanto en el Viejo Mundo como en el Nuevo[ 2 ] y sobre la posición de la misma Iglesia, que desde la Conquista, había apoyado las medidas de "policía" y buen orden y había intentado sujetar a criterios ortodoxos las manifestaciones religiosas populares.

Al independizarse el país, las dos potestades quisieron reformar y mejorar muchos aspectos de la vida mexicana. Sin embargo, la falta de patronato o concordato permitía que por primera vez operara independientemente la una de la otra y en consecuencia, no tardaron en chocar abierta y públicamente. Comprendieron, Estado e Iglesia, que el uno representaba una seria amenaza para la otra y se preocuparon por dejar bien establecidas sus prerrogativas desde un principio, a pesar de las seguridades ofrecidas a la Iglesia en el artículo 3o. de la Constitución de 1824, que le aseguraba la protección del Estado y la prohibición del ejercicio, tanto privado como público, de cualquier otra religión. Pero esto no evitaba que se pusieran en práctica las teorías económicas liberales contemporáneas, abiertamente contrarias a los intereses eclesiásticos. Los obispos, o en su lugar los cabildos catedralicios en sede vacante, se sintieron personalmente responsables de los bienes y los privilegios bajo su cuidado (y no el del rey, por primera vez en la historia del Nuevo Mundo) y obligados a defenderlos tenazmente. Este conflicto, como señala Ernesto de la Torre Villar, no se agudizó anteriormente gracias precisamente al patronato.[ 3 ] Al faltar éste, tanto el Estado como la Iglesia quisieron fortalecer sus posiciones respectivas a expensas del otro, y el deseo de secularizar y reformar la sociedad se convirtió en un campo de batalla de dos contrincantes, el uno nuevo, inseguro pero poderoso y la otra antigua, confiada y experimentada.[ 4 ]

Los conflictos

Parte del intento por crear una sociedad secular, es decir, una sociedad donde la disciplina externa pasara a segundo plano y donde las actividades diarias, especialmente de tipo económico y político, se normaran por criterios pragmáticos e innovadores, se llevó a cabo mediante la destrucción de las corporaciones. Se quería construir una sociedad de individuos, libres de actuar en provecho propio e indirectamente en provecho del Estado, que debieran su primera lealtad precisamente a él y no a un grupo, organización o clase. Esta idea concordaba perfectamente con la forma de definir la "secularización" que tanto preocupaba al gobierno y a ciertos sectores progresistas o modernos. Secular era, en este contexto, lo relativo a este mundo, a su presencia y sobre todo a su aspecto temporal. Significaba empezar a delinear claramente las dos esferas, la de lo real, inmediato, medible, donde el hombre asumía entera responsabilidad por su existencia, y, la otra, la del mundo sagrado, donde lo inmediato era de importancia secundaria frente a una verdad eterna, mística, omnipresente, digna de la principal atención y mejores esfuerzos del hombre. El proceso de secularización significaba reducir paulatinamente la influencia de la segunda esfera, reordenar las prioridades, poner lo económico y lo político antes que las inquietudes metafísicas, concentrar la atención en los problemas del momento.[ 5 ] En el plano político esto significaba crear una sociedad orientada hacia el hombre y sus necesidades, no hacia Dios.

Esta nueva sociedad, que se proyectaba ya desde el Renacimiento y especialmente desde la Ilustración, hacía cada día mayor hincapié en el individuo. El Estado se concebía como un conjunto de personas, no de corporaciones. Se procuraba limitar desde finales de la Colonia a los gremios, las organizaciones monásticas, las comunidades indígenas y las parcialidades, las cofradías, y sobre todo a los fueros que protegían a cada uno de ellos.[ 6 ] El planteamiento teórico estaba dado y muchas medidas se tomaron desde tiempos de Carlos III. Tocó a la generación de Gómez Farías intentar abolir los fueros, tanto militares como eclesiásticos, con el fin de procurar una sociedad más democrática, bajo un régimen judicial uniforme. Encerraba, sin embargo, un significado mucho más profundo: quitar a la Iglesia un lugar privilegiado en la sociedad equivalía a creer que la salvación no era el asunto primordial y monopolizador de la existencia humana, un concepto difícilmente aceptable en aquel entonces.

La tolerancia religiosa, cuyo logro era un punto importante en la secularización, causó unas polémicas tan conflictivas que se convirtió prácticamente en grito de guerra. Es relativamente fácil seguir su curso, ya que hizo mucho ruido en la prensa y se publicaron gran cantidad de folletos alusivos.[ 7 ] Las posiciones ideológicas estaban claramente delineadas. Pero ¿por qué surgió el tema, si quedaba claramente establecida en la Constitución la exclusividad de la religión católica? La Nueva España había luchado contra trabas a su comercio durante la Colonia así que su independencia permitió la libertad para comerciar con todo el mundo. Las manufacturas inglesas eran especialmente atractivas, ya que consistían en una gama de productos, antes desconocidos, a precios competitivos. Este interés por el comercio implicaba, desde luego, la presencia de extranjeros en suelo mexicano, y era imposible restringir la entrada al país únicamente a los católicos.

Las ventajas de tener contacto con estos extranjeros, aunque fuesen herejes, interesó a muchos criollos progresistas, ansiosos de ampliar sus propios horizontes y de conocer las últimas novedades científicas o políticas. El Estado, por su parte, daba la bienvenida a un grupo cuya influencia podría, en un momento dado, matizar la de la Iglesia. Se consideraba también que sería benéfica la influencia de ciudadanos europeos, sobre la sociedad en general, aunque no fueran católicos, por sus hábitos de trabajo, de orden y de honorabilidad.

El gobierno veía la cuestión de los extranjeros, sobre todo los no católicos, con cierta simpatía pero siempre con cautela. Prefería, desde luego, la llegada al país de irlandeses o franceses, cuyos antecedentes religiosos eran más aceptables. La actitud de la Iglesia, sin embargo, era perfectamente clara desde un principio. Con una larga experiencia en el arte de perseguir y denunciar vio en el asunto de la tolerancia el principio del fin de la ortodoxia y lo combatió como enemigo mortal. Fueron realmente muy convincentes sus argumentos. Si lo que más importaba a un católico fiel era la salvación de su alma y la vida eterna, entonces cualquier cosa que amenazaba esta salvación era mala. Si la presencia de protestantes que "han hecho más estragos que los turcos, judíos e idólatras" y que a veces procuraban atraer a los fieles con sus doctrinas, representaba el más ligero peligro para la salud del alma, más valía no correr el riesgo.[ 8 ] Desde este punto de vista, era perfectamente lógico prohibir la tolerancia de otros cultos, sobre todo cuando no había grupos establecidos en la república que los practicaran. Eliminar la protección y exclusividad de la Iglesia Católica fue una de las novedades más radicales de la Constitución dada en 1857.

Otro punto que suscitó agrios enfrentamientos fue el relativo a los bienes raíces.[ 9 ] Los conceptos adoptados por ambos poderes eran francamente incompatibles. Por un lado, la Iglesia defendía los suyos como algo que se había apartado perpetuamente para el servicio de Dios, que ya nunca más podría ser objeto de comercio, que estaba por eso en manos muertas y que tenía que ser administrado para proporcionar fondos para el mayor esplendor del culto y decoro del clero. Era obligación específica de los obispos y de los cabildos en sede vacante cuidar, administrar y de ser posible aumentar los bienes, sin permitir el menor menoscabo en su cantidad o calidad. Tomaron esta tarea con inusitada seriedad, en parte también por encontrarse por primera vez libres de la tutela de España, que antaño había normado los intereses económicos de la Iglesia novohispana.

De acuerdo con el pensamiento de José María Luis Mora, Lorenzo de Zavala, Gómez Farías y otros liberales, los problemas de México se debían en gran medida a la falta de circulante y de libre comercio, de los aranceles internos y externos y de las alcabalas y de la gran cantidad de tierras y riqueza en manos de la Iglesia. La misma crítica se hacía a las tierras comunales de los indígenas y por la misma razón. Lo que no circulaba en el mercado, lo que estuviera sustraído del comercio, representaba un obstáculo que era preciso erradicar para lograr el desarrollo económico del país. La entrada de nuevos caudales a ese enorme repositorio cerrado que era la Iglesia preocupaba a los teóricos y gobernantes; de allí la urgencia de reformar y luego abolir el pago de los diezmos y las dotes (cosa que sucedió indirectamente, al prohibir las profesiones y quitar la coacción civil de los votos monásticos). Desde el punto de vista económico era importante también que la población pagaba impuestos de tipo civil únicamente, puesto que estos ingresos se convertían en sueldos a burócratas, al ejército y en financiamiento para obras públicas. Curiosamente, los liberales olvidaban que, de hecho, una parte del dinero eclesiástico siempre había estado en circulación. Nada más hay que recordar el papel de banco que desempeñaban el Juzgado de Capellanías[ 10 ] y los conventos de monjas,[ 11 ] que prestaban a un módico cinco o cuanto más seis por ciento anual, a muy largo plazo, en contraste con los agiotistas que durante la primera república llegaban a exigir el veinticuatro por ciento mensual. Pero tanto en el juzgado como en los conventos se había limitado mucho esa función debido a las pérdidas sufridas por sus capitales con la consolidación de los vales reales, el envío de fondos a España, los préstamos forzosos, la misma guerra de Independencia y finalmente la expulsión de los españoles. La Iglesia defendía violentamente lo poco que le quedaba, tarea difícil pues todavía daba la impresión de ser una institución inmensamente rica ante un gobierno nacional que tuvo que enfrentarse con mucha frecuencia a una tesorería vacía.

A partir de la segunda mitad del decenio de 1820 se legisló activamente en materia eclesiástica en la provincia. Los estados de la federación tenían prohibido hacer cualquier cambio en cuanto a ingresos eclesiásticos hasta que no dictaminara el congreso general, que había retenido para sí esta facultad.[ 12 ] Sin embargo, varios estados sintieron la necesidad de corregir algunos abusos y no quisieron esperar la promulgación de una ley federal, un caso que representaba un claro desafío al gobierno central. En otros asuntos, sin embargo, los estados, como libres y soberanos, se creían con ciertos derechos sobre la Iglesia y promulgaron decretos y circulares. Data de esta época la creación de juntas estatales para el manejo de los diezmos antes de abolir la coacción civil para su pago.[ 13 ] Al mismo tiempo algunos gobiernos, como el anticlerical de Prisciliano Sánchez en Jalisco,[ 14 ] mandó observar el decreto de las Cortes del 27 de septiembre de 1820, que prohibía la fundación de capellanías, fuera cual fuera su origen, precisamente para evitar que los fondos necesarios para ellas cayeran perpetuamente en manos de la Iglesia. Sánchez tampoco quería que el pueblo gastara dinero tan necesario para otras obras en sus fiestas religiosas populares, y se prohibió en 1827 el uso de fondos municipales para este fin.[ 15 ]

Como había sido costumbre quejarse con las autoridades virreinales, en caso de abusos clericales, era lógico que las comunidades recurrieran a la autoridad secular, ya como país independiente, máxime cuando no había jerarquía eclesiástica competente para tratar muchos casos.[ 16 ] En abril de 1825, el pueblo de Zapotiltic se quejó, mediante un escrito, al Congreso del estado de Jalisco para protestar por los despilfarros hechos por su párroco de los bienes de una cofradía. Al ver el mal manejo de estas tierras, a las cuales el párroco desde luego no tenía ningún derecho, los naturales solicitaban la restitución de ellas por pertenecerles.[ 17 ] La cuestión de propiedad de tierras comunales o propiedad de corporaciones como las cofradías fue un problema jurídico y político durante todo el periodo que quedó sin solución, a pesar de los deseos del gobierno de fomentar la propiedad particular al retirarlo del dominio de la Iglesia y de otras corporaciones.

Algunas medidas anticlericales se habían incluido ya en las constituciones estatales. La de Jalisco y la de Tamaulipas habían acordado, con el fin de controlarlo, sostener el culto con fondos de gobierno. Las de los estados de México y Durango pusieron en manos del gobernador el ejercicio del patronato (lo mismo hizo Jalisco mediante ley en 1826). La de Michoacán otorgaba a su legislatura la facultad de reglamentar la observancia de los cánones y la disciplina externa de la Iglesia. La de Yucatán declaró la tolerancia de cultos, medida anticonstitucional desde luego. La del Estado de México prohibió la adquisición de bienes por manos muertas y negaba jurisdicción a toda autoridad residente fuera de la entidad con excepción de las federales, es decir, negaba autoridad al papa y al arzobispo.[ 18 ] Como sabemos, el Estado terminó por imponer por la fuerza sus opiniones respecto a los bienes eclesiásticos, y la jerarquía llegó hasta el destierro al defender lo que creía jurisdicción exclusivamente suya.

Con estos pocos ejemplos, vemos cómo las disposiciones legales para promover la tolerancia religiosa y restringir el monopolio de bienes y el ejercicio de los fueros reflejaban el deseo del Estado de limitar la influencia clerical y dar prioridad al poder secular. Todos estos intentos fracasaron salvo el de retirar la coacción civil para el pago de diezmos, que los grandes propietarios, los políticos y los agiotistas estuvieron encantados de ver abolido. La Iglesia continuaba presionando para su cobro, pero sin el mismo éxito, como demuestran algunas estadísticas del periodo.

La idea de desvincular la Iglesia y el Estado, a pesar de no tener ningún arreglo formal como un patronato o concordato, que nunca se llegó a firmar, no invalidaba, aun para la sociedad en general, la suprema autoridad rectora de la Iglesia. Política y moral se consideraban complementos armoniosos, en teoría por lo menos. El común de los ciudadanos, enterado y preocupado por el bien de la sociedad, sólo podría concebir que ésta estuviera sujeta al freno de la religión, así como concebía al individuo, por muy libre que quisiera ser, necesariamente sujeto también a este mismo freno. Por eso, hasta los liberales más puros o exaltados de esta época insistían en la enseñanza de la doctrina cristiana en todas las escuelas, fueran del gobierno, particulares o de la Iglesia. El tan pregonado laicismo de Gómez Farías de hecho no existió. De ninguna manera limitó la injerencia de la Iglesia en la educación primaria (de primeras letras), al contrario, presionó a conventos y parroquias a establecer escuelas, mantuvo todas las carreras clericales y dedicó uno de sus seis establecimientos de educación superior a las ciencias eclesiásticas.[ 19 ] Hubo luchas encarnizadas por el poder entre Iglesia y Estado, pero el deseo de secularizar las actividades tradicionales de la primera, es decir depositarlas en manos del segundo, no recibió un apoyo generalizado hasta después de la guerra de Reforma, cuando las posiciones ideológicas se endurecieron.

La secularización, como importante factor en las relaciones entre Estado e Iglesia, quedó en etapa de sondeos y tentativas durante la primera república. Los intentos fueron significativos tanto por continuar la tradición liberal española emanada de la Ilustración como por construir las bases de la reforma llevada a cabo veinticinco años después. No fue la fuerza de la Iglesia la que bloqueó estos ataques, ya que en los primeros años del México independiente ésta no tenía ni el poder ni el dinero necesarios para presentar una oposición eficaz. Lo que salvó de peores embates su vida institucional fue el apoyo de los militares y de la opinión pública vinculada a la fuerza política. La rebelión de Cuernavaca, abanderada con el lema de "Religión y Fueros", prueba lo dicho. México no estaba listo para emprender un camino sin injerencia eclesiástica, una tutela a la cual estaba muy acostumbrado.

Los acuerdos

Algunas medidas del gobierno no incomodaban demasiado a la Iglesia, y a veces abiertamente una autoridad apoyaba a la otra. Estas políticas, más insignificantes si se quiere, lograron cambiar poco a poco las costumbres de la vida cotidiana y permitieron un tipo de vida más apropiado a los negocios o a las preocupaciones laicas, importantes para el funcionamiento del Estado moderno. El gobierno había sido el brazo secular de la Iglesia durante toda la Colonia, encargada de mantener el orden y "buena policía". Consecuentemente, no era novedad que el gobierno se inmiscuyera en estos asuntos. Desde los tiempos del arzobispado de Lorenzana, se había mandado observar un reglamento para el toque de las campanas, cuyo abuso resultaba molesto para pueblo y autoridades. No tuvo éxito en hacerlo obedecer; cuando el gobierno del Distrito Federal insistió en ello y agregó algunas provisiones propias, la Iglesia no se opuso. Llegó el día en que durante una revuelta militar, el gobernador del Distrito Federal prohibió totalmente el tañido. Se multiplicaron los relojes y poco a poco éstos tomaron el lugar de las campanas anunciadoras de la vida ritual. Las horas podrían ahora transcurrir sin interrupciones para rezos y otros actos litúrgicos desde el alba hasta el toque de la noche, anunciado por sirenas a sueldo del ayuntamiento.[ 20 ]

Otra medida heredada de la Colonia, relativa a los entierros en las iglesias, se había combatido durante los últimos años del dominio español por considerarlo poco higiénico, aunque los aranceles seguían fijando la cuota para entierros debajo o a los lados del altar, a medio cuerpo de la Iglesia o en el portal. Cuando el gobierno empezó a destinar fondos para la construcción de cementerios fuera de las poblaciones, no hubo quejas. Tampoco las hubo cuando solicitaba informes a los párrocos del número y causa de los decesos, junto con otra información estadística. Poco a poco el manejo de los panteones pasó de manos de los párrocos a las de los ayuntamientos, lo que hizo más fácil su futura sujeción a la potestad civil.[ 21 ]

Tampoco vio la Iglesia amenazada su soberanía (si no ayudó, por lo menos no protestó) por medidas que el pueblo relacionaba con actos religiosos que en realidad eran tradiciones populares. Así, por ejemplo, en diciembre de 1832 se prohibió quemar cohetes y pólvora el día de la virgen de Guadalupe, porque no contribuían en nada "a la solemnidad ni al culto" esas manifestaciones de gozo popular, pero sí molestaban al vecindario y a veces causaban desgracias. El disparo de armas "a pretexto de altares u otra especie de solemnidad" también se prohibía.[ 22 ] Por mucho tiempo se quiso evitar la quema de cohetes en las calles de la ciudad de México. El propósito era, entre otros, desembarazar a las festividades religiosas de su aspecto pagano, devolverles un poco su original austeridad y controlar a la población. El resultado a largo plazo ha sido la supresión de casi todas las tradicionales fiestas religiosas, o su olvido, ya que poco a poco han caído en desuso, por lo menos en las grandes ciudades.

La religión no era únicamente una parte formal de la vida cotidiana. Invadía la calle con procesiones, imágenes sagradas, pequeños altares instalados en los portales o bocacalles, con volantes que trataban temas religiosos[ 23 ] y con cantos, como los de las jornadas de la virgen, costumbre muy antigua, que daba pretexto a los jóvenes para deambular por las calles a altas horas de la noche. Los versos habían degenerado en obscenidades que "lastiman [...] aun los oídos de las gentes más perdidas de la ciudad". Para evitar que la inmoralidad aumentara hasta poner en peligro la existencia misma de la sociedad (las autoridades no especificaban cómo, pero se entiende que por revueltas populares), el gobierno del Distrito Federal prohibió en octubre de 1834 las reuniones de jóvenes para cantar las jornadas. Al mismo tiempo, se prohibía anunciar con cantos inmorales la venta de dulces, helados o cualquier otra cosa "por medio de versos o cantos ofensivos al pudor y a la decencia". Los jóvenes que quebraban esta orden se asignaban como criados al hospital de pobres durante un año.[ 24 ] El propósito era evitar que las prácticas religiosas sirvieran de pretexto para desórdenes en la ciudad, para que reinara la "civilización", entendida como la vida ordenada de una ciudad. Desde luego, la Iglesia no veía inconveniente en suprimir este tipo de eventos que no tenían ninguna aprobación eclesiástica.

Estos intentos por mejorar las costumbres continuaron después de la salida de Gómez Farías del poder. El interés del ayuntamiento, tanto bajo un régimen federalista como uno centralista, era lograr un ambiente más sano física y moralmente, con o sin el consentimiento de la Iglesia. Es posible que algunas medidas se hayan tomado a iniciativa del cabildo catedralicio, aunque fueran promulgadas como bandos del ayuntamiento. Por ejemplo, éste prohibió, en octubre de 1834, a los ciegos que acostumbraban reunirse en grupos y atraer la atención de "la gente ociosa que abunda por desgracia en esta ciudad, pronunciar discursos que sirven solamente para imbuir en el pueblo falsas ideas de la santa religión que profesamos y para ridiculizar los milagros que ella admite como verdaderos".[ 25 ] Estas enseñanzas supersticiosas de ninguna manera convenían al gobierno, como tampoco le convenía el peligro de tener buenos oradores, aunque fuesen ciegos, que en un momento podrían predicar en contra del gobierno con el mismo entusiasmo que empleaban para excitar la compasión de su público citadino. Había orden de recoger y mandar al departamento de pobres del hospicio a los que no callaban sus ímpetus oratorios en las plazas y calles. Una vez más, la religión servía de pretexto para algunas actividades que no convenían ni al gobierno ni a la Iglesia.

Un tercer bando, dado en el mismo mes de octubre, bajo un régimen conciliador hacia la Iglesia, prohibió las reuniones de jóvenes para pedir el bolo al terminar la ceremonia de bautismo. La Iglesia misma había tratado de corregir este abuso desde tiempos del virrey Revillagigedo con decretos que fueron repetidos en febrero de 1825. Los jóvenes "tan adelantados en la carrera de la maldad", como decía el bando del gobernador del distrito, serían incorporados a la leva y llevados al ejército si insistían en pedir bolo y causar desmanes cuando el monto no era de su agrado. Se enviaban a los arrestados a los talleres del hospicio de pobres cuando tenían menos de dieciocho años de edad.[ 26 ]

Ordenar la vida de la ciudad en cuestiones relacionadas con las prácticas religiosas tradicionales requirió cambiar algunas y prohibir otras con el fin de crear un ambiente más propicio a actividades laicas, donde la autoridad que mandaba en cuanto a las costumbres, por lo menos públicas, fuera el Estado y no la Iglesia. Esta tendencia se manifestó durante toda una época y fue privativa de un grupo en el poder, como prueba el hecho de haber salido estos bandos después del fracaso de Gómez Farías por implantar ciertas reformas. Se procuraba reorientar las actividades de sectores muy específicos de la población, en este caso los jóvenes, cuyas costumbres eran más fáciles de remoldear que las de los adultos, y quienes podrían prescindir de algunas celebraciones casi religiosas sin ofender sus sensibilidades.

Este proceso de secularización incluía muchas cosas, entre ellas el deseo de retirar la Iglesia de ciertas actividades y de ponerle un límite a su intromisión política cuando ésta era contraria al gobierno. Gómez Farías empezó a sentir la presión de la Iglesia a partir de junio de 1833, cuando algunos predicadores tomaron para sí la tarea de informar a sus fieles desde el púlpito de los desvaríos de la administración pública. Hubo necesidad, por la mucha influencia que todavía tenían los sermones, de callar estas interferencias clericales. En este mes, la Secretaría de Justicia y Negocios Eclesiásticos envió una circular a las autoridades eclesiásticas para recordarles que desde la Novísima recopilación de Castilla existía la prohibición a los eclesiásticos de "turbar los ánimos con cuestiones impertinentes, doctrinas dudosas o controvertibles". Tanto clérigos como religiosos de las órdenes tenían prohibido decir o predicar "palabras escandalosas tocantes al gobierno público [...] y especialmente contra funcionarios públicos". Esta ley colonial fue proclamada nuevamente después de la independencia en mayo de 1823, cuando se previno a los eclesiásticos no hablar a los fieles "de materias y sistemas políticos". Dos veces en 1833, el gobierno recordó a los religiosos que deberían enseñar la obediencia a las autoridades, no convencer a las personas de lo contrario, por creer que el gobierno caería en pocos días, como de hecho sucedió.[ 27 ]

Conclusiones

Si los gobernantes de la primera república federal buscaron normar las actividades de la Iglesia, y en algunos casos convertirse ellos en rectores de esas actividades, el resultado en el largo plazo fue distinto a su intención. El propósito del gobierno había sido, ya desde Carlos III, reformar en beneficio propio o reemplazar con actividades propias las de la Iglesia. No se pensó en separar las dos esferas, pues no se veía la posibilidad de tener potestades independientes una de la otra, cada una con su zona de influencia, dentro del mismo territorio. Sin embargo, la separación legal fue finalmente la única solución hallada. La secularización tuvo poco éxito durante los años de Gómez Farías. Algunas manifestaciones exteriores del culto fueron limitadas; algunas procesiones, como la de la virgen de los Remedios, cayeron en desuso. Otras fueron prohibidas, como las jornadas de la virgen. Se lograron destruir algunas construcciones eclesiásticas ruinosas, se retiraron algunas imágenes sagradas de las calles y se restringió el uso de las campanas.[ 28 ]

En vez de que el Estado controlara estrechamente a la Iglesia como lo había hecho la Corona española, aquélla logró también su independencia al no haber ligas formales con el gobierno nacional en forma de patronato o concordato. Sin embargo, esta libertad fue matizada por las restricciones impuestas desde el principio por el gobierno y por los estados, desde la promulgación de sus constituciones. El espíritu de secularización, en su significado más amplio, es decir el cuestionamiento de temas anteriormente vedados a la investigación, estableció una nueva pauta para las relaciones entre Estado e Iglesia hasta llegar a su separación legal. Este último punto es el que mayor peso tuvo en la historia subsecuente de México. Dio como resultado dejar de lado las preocupaciones de tipo exclusivamente religioso y adoptar el ritmo de vida que conocemos hoy en día.

La transición entre una sociedad normada por una conciencia religiosa, donde todas las horas y las actividades cotidianas son impregnadas por el recuerdo de algún tema religioso y una sociedad carente de esta preocupación se logró al ir retirando las ceremonias y usos de la vida colonial. Al empezar la vida independiente, se quiso dejar de lado muchas tradiciones que no concordaban con el nuevo status de nación independiente. Al relegar estas prácticas religiosas, se adoptó un régimen de vida menos atado a la Iglesia, más preocupado por el mundo y por el momento.

La secularización en estos años no fue ni el principio ni la culminación del laicismo, sino únicamente la continuación de un proceso animado, en este caso, primero por los intereses políticos de Carlos III y la Ilustración, luego por los intereses políticos de los liberales mexicanos después de la independencia. No era un fenómeno nuevo en la historia de México. Adquirió importancia y sobresalió durante los años de Gómez Farías por haber recibido un empujón, junto con otras medidas tendientes a modernizar la sociedad, que causaron alarma en sectores tradicionales y, finalmente, una reacción violenta. Sin embargo, el poner leyes y luego quitarlas no influyó mucho en el ánimo popular. Tuvieron más influencia, a la larga, las circulares de los ayuntamientos que prohibían tal o cual fiesta, el tañer las campanas, los entierros en las iglesias, etcétera. Estas medidas sí afectaban de cerca a la población, y poco a poco secularizaron la vida en México, por lo menos en la capital, que se traduce hoy en el desplazamiento de una institución, la Iglesia que antaño normaba casi todos los aspectos de la vida cotidiana, y al mismo tiempo en el triunfo aplastante sobre su viejo rival: el Estado moderno.

[ 1 ] Andrés Lira, "La creación del Distrito Federal", en La República Federal Mexicana, gestación y nacimiento, 8 v., México, Novaro, 1974, v. VII, p. 91-103. Lira reseña el proceso de secularización desde los Borbones, los problemas que causaron los mercaderes extranjeros no católicos; la destrucción de las capillas del Calvario y el Repisón de Nuestra Señora del Refugio; el traslado de imágenes sagradas y sobre todo el forcejeo entre autoridades del Distrito Federal y las del Estado de México, sobre la procesión de la virgen de los Remedios. Salvador Novo documenta algunos de estos mismos episodios y otros relacionados estrechamente con el tema; recoge de una obra periódica de José Joaquín Fernández de Lizardi el diálogo del payo y el sacristán sobre el asesinato de un zapatero norteamericano que no se arrodilló al pasar ante su tienda el coche donde venía el Sagrado Viático; también habla de la capilla de los Talabarteros. Salvador Novo, "La vida en la ciudad de México en 1824", en La República Federal Mexicana, gestación y nacimiento, v. VIII, p. 39-42 y 97-101.

[ 2 ] Véase Nancy Farris, Crown and clergy in colonial Mexico, 1759-1821. The crisis of ecclesiastical privileges, London, University of London-The Athlone Press, 1968. También véase Breedlove, "Effect of the Cortes, 1810-1822, on Church reform in Spain and Mexico", en Mexico and Spanish Cortes, 1910-1822. Eight essays, Austin, University of Texas, 1966, p. 113-133.

[ 3 ] Ernesto de la Torre Villar, "La Iglesia en México de la guerra de Independencia a la Reforma. Notas para su estudio", Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. I, 1965, p. 10-11.

[ 4 ] Charles A. Hale, El liberalismo en el época de Mora, 1821-1853, México, Siglo XXI, 1972, 347 p., p. 111. El autor describe en estos términos a las dos instituciones, al referirse a la solicitud del Congreso Constituyente, organismo de muy reciente vida, al venerable convento de Santo Domingo para callar sus campanas durante las labores de los diputados.

[ 5 ] Es preciso recordar que para estos tiempos todavía se usaba el vocablo secularización con el significado de retirar del dominio de las órdenes regulares mendicantes o enclaustradas, sujetas únicamente a sus reglas y a los superiores de su orden, el manejo de las misiones y parroquias para entregarlas al clero secular, sujeto a los obispos. "Secular" quería decir, en este contexto, poner bajo la autoridad secular, por ejemplo, la autoridad episcopal. Raimundo Panikkar, Worship and secularman, London, Darton, Longman and Todd, 1973, 109 p., p. 10-13.

[ 6 ] Jesús Reyes Heroles estudió con amplitud el problema de los fueros. Resumió esta lucha como un deseo de borrar las supervivencias coloniales que estorbaban el ingreso de los americanos a puestos directivos; pero más importante todavía vio el pleito por abolir los privilegios como la expresión de una lucha igualitaria, de reducir diferencias de clase. Jesús Reyes Heroles, El liberalismo mexicano, 2a. ed., 3 v., México, Fondo de Cultura Económica, 1974, v. III, p. XI-XII.

[ 7 ] La publicación que parece haber comenzado esta avalancha fue el ensayo de Vicente Rocafuerte, que salió a la luz en 1831. Muchos hombres, tanto clericales como laicos, sintieron la necesidad de combatir con la letra impresa los alegatos de Rocafuerte. Vicente Rocafuerte, "Ensayo sobre la tolerancia religiosa por el ciudadano...", 2a. ed., México, Imprenta de M. Rivera, en Juárez y la libertad de conciencia en México, Puebla, Cajica, 1973, 451 p.

[ 8 ] El epígrafe de un folleto escrito por el presbítero Juan Morales resume claramente esta actitud: "El príncipe debe cuidar la religión; mantener una sola, castigar a los que disientan, si no es que convenga otra cosa. El tolerantismo es una paz falsa; una irrisión de la divinidad y destructor de la felicidad pública y de las leyes". (Traducido de Justo Lipsio.) Ni valía la pena, escribió Morales, "cualquier cosa que pueda ocasionar el más ligero extravío en materia de religión al más insignificante de sus conciudadanos, aun cuando les proporcione bienes y goces temporales sin límites". Juan Bautista Morales, "Disertación contra la tolerancia religiosa", México, Imprenta de Galván a cargo de Mariano Arévalo, 1831, en Juárez y la libertad de conciencia en México, Puebla, Cajica, 1973, 451 p., p. 261-326.

[ 9 ] Anne F. Staples, La Iglesia en la primera república federal: 1824-1835, México, Secretaría de Educación Pública, 1976, 167 p. (SepSetentas, 237), p. 91-157.

[ 10 ] Véase Michel P. Costeloe, Church wealth in Mexico: a study of the "Juzgado de Capellanías" in the Archbishopric of Mexico, 1800-1856, Cambridge, Cambridge University Press, 1967, 138 p.

[ 11 ] Véase Anne F. Staples, La cola del diablo en la vida conventual, tesis de doctorado, México, El Colegio de México, 1970, 229 p.

[ 12 ] Colección de órdenes y decretos de la soberana junta provisional gubernativa y soberanos congresos generales de la nación mexicana, México, Imprenta de Galván a cargo de Mariano Arévalo, 1829, v. III, p. 137-138, ley del 18 de diciembre de 1824.

[ 13 ] Anne F. Staples, La Iglesia en la primera república federal: 1824-1835, México, Secretaría de Educación Pública, 1976, 167 p. (SepSetentas, 237), p. 105-126.

[ 14 ] Colección de los decretos, circulares y órdenes de los poderes legislativo y ejecutivo del estado de Jalisco. Comprende la legislación del estado desde 14 de septiembre de 1823, a 16 de octubre de 1860, 14 v., Guadalajara, Tipografía de M. Pérez Lete, 1875-1877, v. II, p. 245.

[ 15 ] Colección de los decretos, circulares y órdenes de los poderes legislativo y ejecutivo del estado de Jalisco. Comprende la legislación del estado desde 14 de septiembre de 1823, a 16 de octubre de 1860, 14 v., Guadalajara, Tipografía de M. Pérez Lete, 1875-1877, v. III, p. 15.

[ 16 ] Anne F. Staples, La Iglesia en la primera república federal: 1824-1835, México, Secretaría de Educación Pública, 1976, 167 p. (SepSetentas, 237), p. 21. El obispado de Jalisco estaba vacante desde el 28 de noviembre de 1824 por la muerte de Juan Ruiz de Cabañas y Crespo.

[ 17 ] Colección de los decretos, circulares y órdenes de los poderes legislativo y ejecutivo del estado de Jalisco. Comprende la legislación del estado desde 14 de septiembre de 1823, a 16 de octubre de 1860, 14 v., Guadalajara, Tipografía de M. Pérez Lete, 1875-1877, v. II, p. 71.

[ 18 ] Josefina Zoraida Vázquez, Nacionalismo y educación en México, 24a. ed., México, El Colegio de México, 1975, p. 43.

[ 19 ] Abraham Talavera, Liberalismo y educación. Surgimiento de la conciencia educativa, México, Secretaría de Educación Pública, 1973, 230 p. (Sep-Setentas, 103), p. 175, 194-195, 203 y 210. El artículo 49 de la ley del 26 de octubre de 1833 para el establecimiento de una escuela normal obligaba a establecer escuelas primarias donde se enseñara a "leer, escribir, cantar, el catecismo religioso y el político. El artículo 59 especificaba que "la dirección establecerá además en cada parroquia de la ciudad federal [había 14] [...] otra escuela primaria para niños en la que se enseñará a leer, escribir, cantar y los dos catecismos ya indicados". El artículo 6o. extendía estas escuelas, con el mismo plan de estudios, "a cada parroquia o ayuda de parroquia de los pueblos del distrito". Una ley con el mismo fin se dio el 2 de julio de 1834. Los artículos 103 y 112 se refieren a la enseñanza de los dos catecismos para niños y el 106 para adultos; los artículos 158 a 161 dan el plan para el establecimiento de estudios sagrados. Cada establecimiento tenía, además, su propio capellán, artículos 211-214.

[ 20 ] Anne F. Staples, "El abuso de las campanas en el siglo pasado", Historia Mexicana, v. XXVII, n. 2, octubre-diciembre de 1977, p. 177-194.

[ 21 ] Anne F. Staples, "La lucha por los muertos", Diálogos, XIII: 5 (77), p. 15-20.

[ 22 ] Manuel Dublán y José María Lozano, La legislación mexicana o colección completa de las disposiciones legislativas expedidas desde la independencia de la República Mexicana, 30 v., México, Imprenta del Comercio, 1876-1904, v. II, p. 470.

[ 23 ] Manuel Dublán y José María Lozano, La legislación mexicana o colección completa de las disposiciones legislativas expedidas desde la independencia de la República Mexicana, 30 v., México, Imprenta del Comercio, 1876-1904, v. II, p. 700.

[ 24 ] Manuel Dublán y José María Lozano, La legislación mexicana o colección completa de las disposiciones legislativas expedidas desde la independencia de la República Mexicana, 30 v., México, Imprenta del Comercio, 1876-1904, v. II, p. 748.

[ 25 ] Manuel Dublán y José María Lozano, La legislación mexicana o colección completa de las disposiciones legislativas expedidas desde la independencia de la República Mexicana, 30 v., México, Imprenta del Comercio, 1876-1904, v. II, p. 752.

[ 26 ] Manuel Dublán y José María Lozano, La legislación mexicana o colección completa de las disposiciones legislativas expedidas desde la independencia de la República Mexicana, 30 v., México, Imprenta del Comercio, 1876-1904, v. II, p. 752.

[ 27 ] Manuel Dublán y José María Lozano, La legislación mexicana o colección completa de las disposiciones legislativas expedidas desde la independencia de la República Mexicana, 30 v., México, Imprenta del Comercio, 1876-1904, v. II, p. 531-532. Este decreto cita la ley 23, título 1 y ley 19, título 12, ambos del libro I de la Novísima recopilación: "Que en sus conversaciones no excedan de su profesión y ministerio", ordenaba la Secretaría de Justicia y Negocios Eclesiásticos.

[ 28 ] Esta secularización resultó superficial; muy poco se logró hasta no establecerse la República Restaurada. Hubo poca variación en las prácticas religiosas, aun en las que antes participaba el gobierno. Fanny Calderón de la Barca presenció las festividades de cuaresma en 1839 y 1840; en sus descripciones no se descubre ningún cambio radical en comparación con tiempos anteriores. Frances Erskine Calderón de la Barca, Life in Mexico: the letters of Fanny Calderón de la Barca, Garden City (New Jersey), Doubleday, 1970, 288 p. Ignacio Manuel Altamirano escribió, en 1869, otro testimonio sobre el mismo tema, con el mismo punto de vista: "Ahora bien, aquellas costumbres del tiempo de los virreyes no han variado en lo relativo al culto, y aunque hoy las diversiones abundan y las procesiones faltan, todavía nuestra sociedad hace de la concurrencia a las iglesias un objeto de vanidad y de placer. La Reforma no cambió ni podía cambiar con tanta rapidez estas costumbres". Salvador Novo, "La vida en la ciudad de México en 1824", en La República Federal Mexicana, gestación y nacimiento, v. VIII, p. 29.

Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, Álvaro Matute (editor), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 10, 1986, p. 109-123.

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