Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México

CONTUMELIA MALEDICTI

Juan A. Ortega y Medina


Que nos perdone Cicerón el uso de este epíteto tan significativamente afrentoso y murmurante, y que nos perdonen asimismo los presuntos lectores de este comentario sobre el libro de un temprano viajero inglés por el México de los veinte del siglo pasado, cuando la recién nacida nación republicana se enfrentaba cándida y desarmada a las críticas implacables de los viajeros extranjeros que no ahorraban juicios críticos, negativos los más, cuando examinaban y comentaban el mundo físico y, sobre todo, moral mexicano.

En el orden cronológico de llegada este Mark Beaufoy[ 1 ] ocupa el lugar quinto entre los críticos viajeros ingleses arribados al México independiente, antecediéndole en la empresa el capitán de la marina de guerra británica, Basil Hall,[ 2 ] el minero, arqueólogo y traficante W. Bullock[ 3 ], el teniente E. W. Hardy[ 4 ] y el diplomático H. G. Ward.[ 5 ] La serie inglesa de la década segunda del siglo se continúa con el capitán George Frances Lyon[ 6 ] y finaliza con G. A. Thompson (1829),[ 7 ] secretario e informante de la Real Comisión Británica enviada a México. Debemos incluir dentro de ella dos autores-viajeros anónimos: el uno norteamericano, cuya identidad fue bien pronto descubierta, Joel R. Poinsett,[ 8 ] y el otro inglés,[ 9 ] que permanece aún en el pozo de la incógnita, pese a nuestros esfuerzos por sacarle de él.

Todos o, cuando menos, la mayor parte de los textos viajeros reparten alabanzas y vituperios a México y su gente, y lo hacen de acuerdo con la calidad moral y cultural de cada autor; pero dentro del grupo reseñado el que lleva el negro primer premio de la mendacidad y del escarnio es Mark Beaufoy, uno de los últimos oficiales de los Guardias de Coldstream.

Nos hemos confeccionado un programa que aunque ha resultado adverso no deja de tener útiles enseñanzas: a pesar del análisis injurioso y sombrío, supuesto que la sistematización exclusiva de lo negativo sirve, por contraste, a hacernos ver lo positivo. Siempre es posible obtener más útiles enseñanzas de los alegatos críticos y malintencionados que de las alabanzas de los turiferarios. Advertido queda, pues, el lector de que va a leer cosas indelicadas e injustas; pero aunque ellas nos lastimen, nos indignen e incluso nos encolericen, la mejor manera de encajarlas será el leerlas serenamente, sin prejuicios, constituyendo así tan serena actitud la prueba palpable de que el famoso fantasma o complejo de inferioridad que tan frecuentemente se nos atribuye, no es más que eso: un fantasma.

Mark Beaufoy escribió acerca de México y lo mexicano un fementido libro pleno de impresiones y observaciones calumniosas, al que significativamente tituló Ilustraciones mexicanas fundamentadas en hechos, indicadoras de la presente condición de la sociedad, maneras, religión y moral entre los habitantes hispánicos y nativos de México: con observaciones sobre el gobierno y los recursos de la República Mexicana, tal y como ellos se mostraron durante los años de 1825, 1826 y 1827, entremezcladas con observaciones ocasionales sobre el clima, producción y antigüedades del país, modos y medios de trabajar las minas, etcétera (1828). Este larguísimo título programático es en extremo orientador; se trata de analizar y auscultar la realidad mexicana para diagnosticar los males de la misma y frenar así el entusiasmo inversionista despertado en la Inglaterra vencedora de Napoleón, que no sabía en qué emplear la inmensa riqueza acumulada tras la victoria. Pero no solamente persigue Beaufoy este objetivo con su libro, sino también congelar la admiración despertada en Inglaterra por la enajenante lectura del Ensayo político novohispano, provocador de préstamos comerciales e inversiones mineras. Asimismo el libro de Beaufoy no tiene únicamente por objeto la crítica a la obra de Humboldt, al que califica como el "Barón Humbug", el Barón Embaucador (p. 256 del original), sino también la de W. Bullock, su paisano: Seis meses de residencia y viajes por México, observaciones en las que se alude al estado presente de la Nueva España; sus producciones naturales, estado de la sociedad, manufacturas, comercio, agricultura, antigüedades, etcétera (1824).

Beaufoy se propuso desenmascarar a sus dos predecesores, pues sus sueños de enriquecimiento fácil y rápido se habían ido desvaneciendo a medida que sus chelines y libras se le fueron escurriendo en México como agua entre los dedos. Se propone describir lo que, según él, había visto (p. VIII) y "decir la verdad siempre"; es a saber, exponer su verdad, la que ya de antemano traía prejuicialmente por dentro y a la que a sabiendas ignoró entusiasmado por el eldorado mexicano fabricado con ilusiones y lecturas promocionales que por su época inundaban a Inglaterra.

Como ex militar profesional quiso expresar su fe combativa como correspondía a un soldado, y en consideración a tan honorable cualidad dedicó su libro a Su Alteza Real el duque de Cambridge y a sus compañeros de armas. La dificultad para Beaufoy iba a surgir de la contradicción entre su espíritu guerrero y soldadesco y sus ensueños mineros mercantiles y empresariales. Para un hombre como él, que juzgaba la profesión de las armas, la de matar sin asesinar, como la más satisfactoria, la más honorable y la menos mercenaria para alcanzar rango y fortuna (p. V), tenía que ser muy dura y triste el tenérselas que ver con mercachifles, abogados deshonestos, corredores falsos y paleros de toda laya. Nada tiene, por consiguiente, de extraño que Beaufoy, tras una estadía de tres años en México, llena de infortunios mineros y fracasos comerciales estuviere furibundo con la gente y las cosas del México republicano. Él no quiere herir susceptibilidades; mas pese a todo contará lo que vio y oyó. Por supuesto omitirá el nombre de los protagonistas cuando la anécdota resulte dañina o indelicada, porque cuando un hombre intenta describir a una bestia, tomará buen cuidado de no sustituir a Hyperión por un sátiro (ibidem).

Aunque sabe que será terrible la impresión provocada por la lectura de su libro, quiere dejar constancia del México visitado y vivido por él para que las generaciones futuras mexicanas -la nuestra en este caso- perciban las diferencias entre aquel presente y el nuestro; entre el hoy oscuro y el luminoso mañana:

Llegará un día -escribe- cuando a las manos de los mexicanos ilustrados llegue este pequeño trabajo, en que se advertirá por vía comparativa la fiel descripción del país que el autor pergeñó. ¡Cuán manifiesto se verá el contraste entre el México aplastado y oprimido bajo el infatuado imperio de la intolerancia española, y el mismo país dejado a su natural elasticidad de mejora intelectual mediante la educación y bajo la influencia protectora del gobierno libre! Día llegará, digo, en que los deleitados mexicanos, discurriendo con exultación entusiasta acerca del progreso del país por el camino de la civilización y por el de la escala de las naciones, exclamará alegremente:

Ésta era la [vieja] pintura,
Mirad ahora lo que sigue
He aquí el [nuevo] cuadro [p. X].

El mensaje de Beaufoy quiere dar en el blanco futurista y pedagógico del progreso; se trata de un emplazamiento que, según apuntamos, nos hace el ayer; de un cotejo entre antaño y hogaño a base de un aguafuerte excesivo e intencional y regañosamente recargado de tonos grises, pardos y negros, ante el cual, después de un severo examen de conciencia, hemos de sentirnos actor y público, juez y parte. Lo que no podía prever Beaufoy es que tardásemos tanto en realizar el balance: razón fundamental que nos ha impelido a este comentario crítico como un primer paso para conocer el saldo de nuestro deber y haber históricos.

La riqueza temática de la obra es incalculable; mas por motivos de espacio nos vemos obligados a dejar tan sólo constancia de algunos de los temas sobresalientes. Desembarca en Tampico, puerto menos vigilado aduanalmente que el de Veracruz y, por lo mismo, más adecuado para el contrabando de productos extranjeros (tejidos competitivos fundamentalmente); Beaufoy se dirige rápidamente a la capital de la república y al traspasar una de sus puertas queda (común denominador de todos los visitantes europeos y norteamericanos) admirado:

Decididamente México es la ciudad más hermosa y más regularmente construida que jamás haya visto [p. 63]. El pavimento de las calles principales está hecho con adoquines y por el centro de las calles corre un estrecho canalillo que sirve de desaguadero; tienen asimismo ellas dos excelentes banquetas de baldosas, y están también iluminadas con grandes lámparas de aceite [p. 65]. Las casas son de piedra y mucho mejores por lo que toca a la construcción que todo lo que podamos jactarnos al respecto en Inglaterra [ibidem]. Las calles de esta bella ciudad son todas derechas y se cortan las unas a las otras en ángulos rectos. La mayor parte de ellas mide de una a una y media milla de longitud [p. 64].

Empero a la luz siguen las tinieblas, tal y como la noche reemplaza al día. La ciudad tenía sus ventajas; pero no habían de faltarles los inconvenientes. "La ciudad de México puede ser tomada como una adecuada ilustración de los dominios hispanos de América: vasta y magnífica a los ojos, pero casi enteramente destituida de atributos reales de seguridad y orden" (p. 74). Además, resultaba imprudentísimo pasear por las calles de la ciudad después de que oscurecía y nadie se atrevía a dar un paseo por los alrededores sin llevar pistolas y sin hacerse acompañar por amigos (p. 64).

Por supuesto el lector inexperto o ingenuo podría pensar que las críticas de Beaufoy acerca de la inseguridad de la capital, especialmente durante la noche, se fundaba en el contraste entre lo que ocurría al respecto entre México y Londres; pero en verdad las grandes capitales europeas de aquel entonces, particularmente la capital británica, ofrecían incluso menos seguridad que México. Los noctívagos caballeros londinenses, por ejemplo, no dejaban de la mano el peligroso bastón-estoque u ocultaban entre los pliegues de la capa o de la esclavina la contundente cachiporra. Otro defecto de la capital mexicana era el estar situada en una "vasta planicie de aspecto horrible" (p. 64), afirmación inaudita dentro de la pléyade viajera pues todos los visitantes extranjeros casi unánimemente están de acuerdo en resaltar la belleza del paisaje, y muestran en sus cartas y libros el entusiasmo que les provocaba, dicho sea con la expresión de otro viajero, el alemán C. C. Becher, el aire tan puro y transparente del valle de México, que les permitía apreciar detalles del paisaje situados a gran distancia.[ 10 ]

Concede que la ciudad, por sus edificios públicos y privados; por las muestras arquitectónicas sobresalientes; por las azoteas de la mayor parte de las casas particulares y por las fachadas ornamentadas distase mucho de ser ruin y monótona; admite también que cúpulas y campanarios le prestasen "un aspecto alegre y oriental" (p. 64) ; mas ella, al igual que todas las ciudades hispánicas de las que él había oído hablar, estaba colmada de ruinas, de suciedad y desperdicios. Incluso en el propio centro había muchas fachadas decoradas espléndidamente; mas las casas que tales bellezas ostentaban, en su interior ocultaban los más sucios y miserables cuerpos de las clases pobres: a los léperos que, como los lazzaroni napolitanos, en enjambres deambulaban por la ciudad. En suma, lo que Beaufoy echaba de menos en los palacios y casonas coloniales era el puritano y británico confort, y en las calles, plazas y paseos, la estricta exclusión y pues reclusión a zonas privadas arrabaleras, marginales y proletarizadas, de las llamadas clases bajas: del artesano al pelado; lo cual no dio comienzo sino a partir del triunfo liberal, que limpió paulatinamente casas y calles del centro de tan modestos huéspedes y evitó el espectáculo indignante, para los respetables burgueses, del público despiojamiento.

Se ve en las calles -escribe Beaufoy- a los hombres tumbados en el suelo, cabeza entre las rodillas de una mujeruca, la cual, con infinita paciencia y destreza, va atrapando a los desagradables intrusos, tomando sin embargo el cuidado de matar cada día únicamente cierto número, de suerte que el entretenimiento no falte nunca [p. 242].

Las castas miserables que inundaban las calles iban además semidesnudas, tiritando con cada aguacero o ante cualquier ráfaga de viento frío, bajo una especie de harapienta frazada enrollada al cuerpo (p. 80). Gente cuyo único consuelo y sola confortación era la embriaguez, de la cual hacían, añade Beaufoy, "un punto de religiosa observancia" (p. 127).

Aunque parezca raro uno se topa en el libro de Beaufoy con la muy añeja y polémica cuestión sobre la inmadurez americana.

Tal como un nuevo Gage del siglo XIX, al autor le parece en exceso magra la carne de res pese al buen aspecto y tamaño del ganado vacuno mexicano (p. 175); es decir, la carne poseía menos sustancia, era de menor valor nutricional. La falta de pasto durante gran parte del año hacía, por otra parte, que escaseara la leche y que hubiera carencia casi total de crema y mantequilla. En el campo flojeaba la caza y un pachón de finísimo olfato que trajera Beaufoy de Inglaterra no acertaba a dar con ningún rastro "a causa de la rarefacción de la atmósfera" (p. 175). Las manzanas y peras le parecen insípidas debido a la falta de poda e injertos (p. 59), y por lo que toca a las hortalizas éstas eran extraordinariamente finas, pero no muy variadas. ¿Dónde están los cultivos, dónde la gente, se pregunta a cada paso? (p. 52). Mas donde la degeneración mexicana alcanzaba las cotas más elevadas era en lo referente a los propios habitantes del país. Ya hemos visto al hacer repaso de las ideas del viajero respecto a los léperos, zaragates y guachinangos citadinos, siguiendo la triple clasificación recogida por Humboldt; pero ahora lo veremos referidas al indio y al criollo. Su sondeo crítico respecto a tan controvertido tema socioantropológico está movido por el afán del crítico de echar por tierra la visión romántica sobre el bueno, feliz y sencillo indígena (repercusión última del gran tema renacentista e ilustrado del noble salvaje) que tanto W. Bullock como otros viajeros se habían complacido en recrear y representar:

Esta visión -escribe el viajero ironizando sobre la descripción romántica de los jacales y sus moradores- podría acaso haber espantado mis prejuicios; pero Bullock ha presentado un cuadro tan encantador de las chozas de los indios y de la felicidad de éstos en esta dichosa región [de Tampico] que yo únicamente le refutaría desde un punto de vista favorable. Traigo a mi memoria lo que él escribe acerca de la "gentil simplicidad e inocencia primaveral de esta gente, que ignora, sin duda, el vicio y que no necesita, por consiguiente, una barrera contra él. Pero solamente desearía que ellos hicieran más uso del que hacen del agua fría y del peine lendrero [p. 40].

La desnudez en que estaba el indio le sirvió también a Beaufoy para censurar acremente; pero, en este caso, más que hacerlo contra los pobres indígenas endereza las censuras contra el optimismo descriptivamente paradisiaco del viajero citado, que le antecedió en la "Tierra Prometida" (p. 36). Haciéndose eco de una antañona y generalizada injusticia juzga al indio y lo cataloga como holgazán, con innata aversión por el trabajo (p. 265) y caído en grado sumo en la degeneración: "respecto a sus conocimientos, degradados como están los criollos, los aborígenes lo están diez veces más; porque ellos no tienen más ideas perceptibles sino comer, beber, dormir y adorar una imagen" (p. 259).

De sus antiguas virtudes sólo habían conservado los indios el espíritu imitativo, y coincidiendo Beaufoy con los juicios de los misioneros del siglo XVI (Motolinia, Sahagún, Mendieta, etcétera) se quedará sorprendido ante la destreza que desplegaba cualquier indígena después de tres o cuatro meses tan sólo de trabajar en no importa qué oficio con un maestro artesano europeo. A Beaufoy mismo le estaban construyendo ciertos indios unos marcos de ventana después de haber visto la construcción y montaje de uno (p. 264). Obsérvese que los juicios del crítico resultan contradictorios; pero las contradicciones, ya las relativas al juzgar a los indios así como a los criollos, obedecen a razones de índole histórica, como veremos más adelante.

La característica principal de los criollos, a juicio de nuestro Aristarco, es la abrumadora cortesía en la que, según el observador, "difícilmente ponían siquiera una sola chispa de sinceridad" (p. 242). Y para probárnoslo describe prolijamente una forma de etiquetera despedida entonces en vigor en todo el mundo hispánico:

Las ceremonias de despedida después de una visita son deliciosamente complicadas. Avanzáis hasta estar cerca de las damas y os inclináis, pero ellas no deben moverse de sus asientos. Si sois muy cortés os esforzaréis en ganar la puerta sin volver la espalda; pero de todos modos deberéis deteneros e inclinaros. El dueño de la casa os acompañará fuera de la habitación y desde lo alto de la escalera os haréis mutuamente una reverencia; seis escalones más abajo tornaréis y os inclinaréis de nuevo; en el primer descansillo se repite el saludo y nuevamente lo haréis al pie de la escalera al percataros que vuestro amigo ha tomado allí arriba vuestra anterior posición. Sin embargo, si estimáis vuestra reputación, no deberéis tampoco salir al patio sin ver a vuestro escrutador, que todavía os estará mirando para saludaros por última vez. Cierta vez di motivo a una seria ofensa por omitir esto último [p. 130].

La ignorancia de los criollos era increíble y tratándose de geografía e historia totalmente supina; a Beaufoy le escandalizaba que ignoraran quién era un Nelson o un Howes (p. 126). Los criollos, añade, prefieren alcanzar reputación de sabios manteniendo la boca cerrada durante horas y no abriéndola sino para proferir diez palabras: la discreción y la mesura mexicanas, constantes por entonces, de la gente bien nacida fueron ignoradas por Beaufoy. Además, nos confiesa con impertinente aplomo que jamás había visto a un mexicano con un libro en las manos (ibidem); en cambio sí había visto a muchos presa de aborrecibles vicios y abominables diversiones: tabaco, alcohol, corridas de toros, lucha de gallos, billar y juegos de azar. Pero lo que más molestaba a Beaufoy era el democratizante codeo de que se hacía gala en las partidas de naipes, en las cuales no era difícil encontrar a un lépero cualquiera apostando contra la carta de un general o un gobernador en San Agustín de las Cuevas (Tlalpan), durante la festividad religiosa del pueblo. Esa mesocracia aristocratizante, esa familiaridad entre los de arriba y los de abajo en el trato diario no era virtud que se practicase en la Inglaterra de Beaufoy, de aquí la repugnancia de éste por aquella hispánica promiscuidad social para él inexplicable.

Y por si fuera todavía poco, los criollos eran también mentirosos, falaces y sucios: "Los descendientes de españoles en México no prestan la menor atención a la veracidad. No comprenden el significado de la expresión 'palabra de honor', sino que la interpretan como declaración de conveniencia. Tan pronto como habéis dado la espalda [a vuestro] digno abogado, corre éste en busca de vuestro contrario, hace su propio trato y traiciona el punto débil de vuestra causa" (p. 250). En el paseo de la Alameda contempla nuestro descontento hombre a los garbosos charros y aunque admirado del brío de los corceles, de la riqueza y elegancia viril del gayo traje de los jinetes y de la opulencia del atalaje, declara insidiosamente que entre aquellos caballeros "una piel limpia estaba bien lejos de ser considerada como requisito de urbanidad y nobleza de sangre" (p. 71).

Y escrito lo que antecede estimamos que será curioso, aunque no placentero, conocer las opiniones de Beaufoy acerca de las mexicanas de su tiempo. Lo primero que atrae su atención es el bello traje de las criollas rematado por la airosa mantilla de seda de blonda negra, la cual aunque le parece elegante dábale a las damas "un sombrío aspecto" (p. 71). Lo que ocurría es que nuestro crítico echaba de menos los sombreros haldudos o los bonetes parisinos que por aquel tiempo hacían furor entre las señoras y damitas europeas, a excepción de las españolas. La mayor extravagancia de las mexicanas radicaba en las medias de seda que, sin excepción, usaban lo mismo la dama de alcurnia que la china popular; igualitarismo hispánico en la moda que no se daba en la Inglaterra victoriana ni en la Francia de Luis XVIII, donde la seda estaba reservada por razones económicas y fundamentalmente sociales a las clases privilegiadas. Mas lo que considera desagradabilísimo es que bajo la fina transparencia de la seda las mexicanas revelaran la suciedad de sus piernas llenas de puntos negros y granujientos (p. 71). Por lo que toca a los zapatos las mujeres los usaban lo suficientemente estrechos como para hacer resaltar que los pies se viesen anchos y gruesos. "La verdad es, añade, que el pie de las señoritas mexicanas no es notable por su pequeñez, si bien ellas se muestran particularmente orgullosas de ese encanto peculiar, entre otros, lo que las obliga a estrujarse proporcionalmente los pies" (ibidem).

En el siglo XVIII el filósofo inglés Hume planteó un día cierto problema equívoco, el cual embrolló y embrolla aún a muchas personas: ¿por qué -preguntaba burlonamente el pensador-, por qué no son bonitas todas las mujeres, salvo una pequeña minoría? No sabemos si Beaufoy había leído a Hume, lo más probable es que no; pero él había oído campanas aunque no sabía dónde, y por eso afirmó muy ufano que su desilusión fue grande cuando sólo pudo ver en la capital mexicana una docena de hermosas señoras, y eso porque las había visto ya emperifolladas tras el arreglo matutino, pues de haberlas visto antes de éste la cifra hubiese bajado desconsoladoramente a media docena (p. 128). Vistas por la mañana nuestras bellas perdían la mayor parte de su atractivo (ibidem); una verdad, en efecto, que no era ni sigue siendo privativa de la fémina mexicana sino de todas sus congéneres en no importa qué parte del mundo occidental. Se refiere también Beaufoy al desaseo mañanero de nuestras beldades y nos transcribe lo que oyera decir a una de ellas a su pareja en tanto que danzaban: "No sé por qué los caballeros admiran a la señorita S[...]. Sepa usted que ella nunca se lava los dientes; en tanto que yo me siento incomodísima cuando no puedo hacerlo una vez a la semana con cepillo incluso" (p. 133).

A los doce años las jóvenes se veían lindas; pero a los veinte totalmente envejecidas, especialmente las de las clases populares (p. 49). Como la célebre marquesa Calderón de la Barca, también se fijó Beaufoy en las magníficas cabelleras endrinas; pero las encuentra bastas y mal peinadas, y al contemplarlas más atentamente vuela su imaginación castrense, cómo no, hasta dar de modo irresistible en las colas de los caballos de su regimiento de Guardias de Coldstream (p. 129).

Oyó también Beaufoy a un caballero que atribuladamente daba el pésame a una señora a la que hacía poco se le había muerto su hijito: después de todo, añadía el caballero para reforzar, sin duda, su condolencia, "es una pérdida bien fácil de reparar" (p. 132). Y la señora, añade el socarrón zoilo, asintió a tal extremo y agradeció conmovida una observación tan sensible y delicada (ibidem).

En cuanto a educación, las mujeres de todas las clases sociales estaban ayunas de ella. En una reunión o tertulia de señoras éstas se limitaban a sentarse en las sillas adosadas a lo largo de las paredes y abanicarse incesantemente con velocidad y destreza de movimientos. Beaufoy confiesa que vio en ocasiones a las damas trabajando y que las más de las veces las encontró tocando la guitarra y cantando con agudos abominables; solamente a dos las halló sentadas al piano, pero que leyendo no tuvo jamás la fortuna de ver tan siquiera una (p. 129).

El fumar, escupir y eructar eran juzgados en las buenas reuniones cumplidos refinados que mutuamente intercambiaban entre sí señoras y señores. Y si una señorita, añada el estricto Catón, desea mostraros una atención particular, mete su mano por el escote y saca del pecho cierto número de cigarrillos y con la más encantadora e ingenua sonrisa os obsequia uno.[ 11 ] "Incluso yo -se pavonea jactanciosa y byronescamente- que tanto detesto el tabaco, me he visto obligado a fumar en más de una ocasión; porque ¿quién rechazaría un cigarrillo procedente de tal lugar?" (p. 130).

El trato entre ambos sexos carecía de delicadeza y refinamiento: los hombres no tenían el menor respeto hacia las mujeres y éstas, en justa correspondencia, tampoco lo mostraban hacia sus compañeros (p. 131). Entre las damas más linajudas eran frecuentes los comentarios más íntimos, los cuales se hacían en voz alta y sin cuidarse de la presencia de los señores (ibidem). Beaufoy nos cuenta un caso extraordinario digno de la picaresca; una conseja popular que corría por salones, sacristías, cajones de ropa, trastiendas y tertulias de rebotica. Una copetuda dama famosa y blonda, cuyo nombre calla el cuentista por discreción y que nuestra generación conoce por la diligencia exhumada por don Artemio de Valle-Arizpe de una denuncia que, según el anecdótico cronista, se encuentra asentada en los folios 187-198 del tomo 1453 del ramo Inquisición que se custodia en el Archivo General y Público de la Nación. Pero don Artemio se muestra mesurado[ 12 ] si se le compara en este caso con la versión frineiana que nos da Beaufoy:

Una dama de título -escribe éste-, todavía bien conocida en México por los restos de una belleza poco común, fue en su juventud denunciada a la Inquisición por haber posado desnuda ante un artista italiano.[ 13 ] Cuando fue llevada delante del Tribunal y se hizo cargo de la naturaleza de la acusación que pesaba sobre ella, exclamó con la más estudiada y atractiva ingenuidad:

" Dios mío, ¿ eso es todo? Porque creo que no hubo más pecado en haberlo hecho ante un pintor que en hacerlo ahora delante de sus reverencias, y, por supuesto, tal acción no deja de ser absolutamente inocente ". Así diciendo se desnudó y expuso sus formas y miembros de una manera tan efectiva y convincente ante los sagrados padres, que ya por coup d'oeil, ya por coup de main obtuvo inmediatamente la absolución y el permiso para retirarse. Regresó triunfante a su casa contando a todo el mundo cuán ingeniosamente se había comportado [p. 133].

En suma, las mexicanas estaban según Beaufoy desprovistas de la delicadeza y de las cualidades femeninas que él y sus conciudadanos estaban acostumbrados a respetar y admitir en el bello sexo en Inglaterra (p. 134). Percatados pues los mexicanos más ilustrados de tal situación relajante, nos informa el viajero, pensaron reflexivamente que la mejor manera para perfeccionar las costumbres y refinar la raza, nada sería más propio que importar mujeres inglesas para beneficio de las clases superiores. Dicho y hecho, y por vía de ensayo se trajo a una linda británica; pero ella, una vez casada, llegó a destacar en México mediante el empleo excesivo que daba a sus puños a costa de su cónyuge (p. 119). "Esta última circunstancia -sentencia el comentarista- pesó mucho y el esquema regenerador quedó inoperante al sentirse los caballeros mexicanos alarmados ante la idea de ser vapuleados" (ibidem).

Por su lado, las señoritas mexicanas, experimentado por cuenta propia, se dieron a casarse con los europeos residentes, los cuales las trataban con mucha más bondad y delicadeza que los hombres mexicanos. Varias de las más ricas y lindas me declararon casi a gritos que ellas sólo se casarían con extranjeros, y paulatinamente fueron descartando el uso del tabaco y poniendo infinitamente más gusto en el vestido y en la apariencia personal [p. 135].

Como escribimos al principio, no es posible agotar todos los temas ínsitos en el libro rencoroso de Beaufoy; todavía habría mucho que comentar acerca de la jactancia mexicana frente a los norteamericanos, de la gente, de los bandidos, del temible lazo, del ejército y la armada, del paisaje y de los pueblos y ciudades que visitó el viajero, así como de las minas y de la producción minera. Mucho habría asimismo que expoliar sobre sus críticas, mordaces las más, de la religión y de las prácticas del culto católico, amén de sus acerbos y cáusticos juicios sobre curas y frailes a los que acusa de barraganía y de haber olvidado la práctica de la tercera virtud teologal. Empero baste decir que el fondo crítico de Beaufoy obedece a su formación espiritual protestante (anglicano), tan combativa en él como lo fuera, por ejemplo, la fe calvinista para los fanáticos rapados del ejército de Cromwell.

Seríamos injustos con Beaufoy, pese a todo lo dicho, si no subrayáramos el merecido elogio que hace de la hospitalidad mexicana y el que asienta acerca de la honradez de la clase humilde. En el primer caso se refiere a la que siempre le brindaron generosamente en haciendas y ranchos aunque no llevara cartas de recomendación para los dueños o administradores (p. 168); en el segundo, aunque no lo nombre explícitamente, se refiere a la de los arrieros (p. 251). Un solo viajero, entre los innumerables que durante el siglo XIX recorrieron México, habla pestes de este gremio, Albert M. Gillian, cónsul norteamericano.[ 14 ] El análisis crítico de su libro constituirá, Dios mediante, nuestro segundo abordaje viajero.

II

EL FUNDAMENTO DEL MAL

Es indudable que el lector curioso que nos haya seguido hasta aquí se habrá preguntado durante el transcurso de su lectura cuáles fueron los motivos e incitaciones que llevaron a Beaufoy a radiografiarnos tan despiadadamente. Algo hemos insinuado acerca de sus descalabros económicos; pero no es una explicación suficiente, tenemos que profundizar en el problema para ver si podemos hallar las razones o, mejor, sinrazones del viajero; es decir, tenemos que encontrar lo que él creía que eran las raíces del mal. ¿Qué causas provocaban la caótica situación de México y cuáles fueron las que incitaron a Beaufoy a exhibirnos ante el público europeo como lo hizo, en un momento en que lo mexicano se había convertido en novedad, admiración y posibilidad de buenos negocios? ¿Qué fue lo que espoleó al crítico para expresarse así? Él mismo va a ser bastante explícito en cierto momento y he aquí, en resumen apretado, su propia explicación:

Habiendo de este modo tan franco expresado mi disgusto por el estado de la sociedad [mexicana], de su moralidad, integridad, educación y depravadas costumbres y maneras del pueblo, lo que me siento ahora compelido irresistiblemente a declarar es el resultado de todas mis reflexiones: que los mexicanos son lo que los españoles han hecho de ellos; que México no muestra otro signo de civilización salvo sus vicios [...] [p. 275] y que los españoles no han conferido a sus provincias americanas ni un solo beneficio [p. 281].

España era, por consiguiente, la causa del mal porque ella había guardado a la población mexicana en completa ignorancia y sistemáticamente se había opuesto al cultivo de las artes liberales en su colonia (p. 70). Más aún, México podría ser un paraíso si no hubiera sido sojuzgado, escribe Beaufoy, por la nación más degradada y holgazana de Europa; lo que demostraba diáfanamente que las causas de la miseria, de la ignorancia, de la superstición e indolencia en que el pueblo mexicano estaba sumido provenían de España (p. 182).

Para México no había salvación inmediata porque la condena la llevaba en su sangre; el mal le roía por dentro: el cáncer hispánico. El encono y desprecio de Beaufoy hacia todo lo español se traducirá en rencor hacia el mexicano, y tan profundo será este sentimiento que para evitar cualquier posible objeción no titubeará en declarar lo que sigue: "Estoy tan perfectamente convencido y satisfecho de que los dos [españoles y criollos] son tan extremadamente indignos que declinaré en lo sucesivo tomar parte en dicha discusión" (p. 279); y para cerrarla elocuentemente concede: "que los mexicanos son dignos de lástima; pero los españoles merecen el desprecio" (p. 281). La condenación radicaba y todavía radica, no nos hagamos ilusiones, desde el punto de vista anglosajón, en el fondo histórico-racial hispánico que informa el pensamiento y la acción del hombre mexicano.

Hay, por último, un indicio infalible para condenar a México, el uso corriente que hacían los mexicanos del arma blanca (cuchillo o machete) para dirimir sus pleitos, y la razón resulta obvia:

Dondequiera que los españoles han poseído dominios y su sangre se ha mezclado, el empleo del cuchillo, el asesinato y todos los vicios y todas las peores pasiones del espíritu humano han prevalecido de modo natural; por ejemplo en Nápoles, en Sicilia, en Bélgica, en Holanda y, por supuesto, en Hispanoamérica [p. 270].

Lo cual viene a ser lo mismo o parecido, aunque con significación más amable, romántica y poética, a lo que escribió otro viajero inglés, el marino Basil Hall, para caracterizar el espíritu de la raza:

La guitarra -escribe- se encuentra por todas partes donde se habla español; su sonido es tan familiar a los oídos de los españoles como a los de sus descendientes. Parece como si su sonido fuera un estimulante, un necesario acompañamiento para sus palabras.[ 15 ]

Si el lector ha llegado hasta aquí será señal de que no obstante su probable indignación, las falsedades del viajero inglés no le han hecho mella y que las tales no son sino pataratas y disparates provocados en el autor, ahora sí, por un hondo complejo de incomprensión, desprecio y desaprobación de todo lo hispánico. Pero no debemos extrañarnos, porque Beaufoy no representa sino un eslabón más en la larga cadena del descrédito iniciado en el siglo XVI cuando la modernidad inglesa comenzó dura y tenazmente a combatir el misoneísmo español, que quedó vencido y desprestigiado negruzca y legendariamente. Insistamos en lo ya mencionado: México, por su herencia española, es condenado por la conciencia viajera inglesa del siglo XIX. En términos generales los juicios británicos están naturalmente condicionados por la tradición histórica; sin embargo, las críticas, a pesar de lo ofensivo de muchas de ellas, nos sirven para conocernos íntimamente mejor y para entender el porqué de la imagen estereotipada y negativa con que los viajeros anglosajones del siglo XIX se acercan a nosotros, nos observan, nos describen y nos desvirtúan.

[ 1 ] Mark Beaufoy, Mexican illustration founded upon facts, London, Carpenter and Son, 1828.

[ 2 ] Basil Hall, Extract from a journal on the coasts of Chile, Peru and Mexico, in the years 1820, 1821, 1822, 2 v., Edinburgh, John Stark, 1825.

[ 3 ] W. Bullock, Six months' residence and travels in Mexico, London, John Murray, 1824.

[ 4 ] E. W. Hardy, Travels in the interior of Mexico, in 1825, 1826, 1827 and 1828, London, Colburn and Richard Bentley, 1828.

[ 5 ] H. G. Ward, Mexico in 1827, 2 v., London, Henry Colburn, 1828.

[ 6 ] George Frances Lyon, Journal of a residence and tour in the Republic of Mexico, in the year 1826, 2 v., London, John Murray, 1828.

[ 7 ] G. A. Thompson, Narrative of an official visit to Guatemala from Mexico, London, John Murray, 1929.

[ 8 ] Joel R. Poinsett, Notes on Mexico made in the Autumn of 1822 by a citizen of the United States, Philadelphia, H. C. Carey and I. Lea, 1824.

[ 9 ] Autor de A sketch of the customs and society of Mexico (1824-1826), London, Longman and Company,

[ 10 ] C. C. Becher, Cartas sobre México, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1959, p. 80.

[ 11 ] Para hacer más maliciosamente perturbadora la escena; pero de hecho, las damas sacaban de la profundidad del escote una linda tabaquera de oro, plata, nácar o carey. Extraían de ésta tabaco y fino papel y procedían con habilidad hoy olvidada a liar los -o el- cigarrillos.

[ 12 ] Véase Artemio del Valle Arizpe, La Güera Rodríguez, 5a. ed., México, Librería de Manuel Porrúa, 1953, p. 158 y s. En la versión de Beaufoy se dan como una, y por causa exclusiva del retrato de cera en relieve, las dos veces en que la Güera se vio en delicados tratos con la Inquisición: simpatías patrióticas (independentistas) y el asunto, llamémoslo así, artístico. La transcripción del malicioso viajero prueba la popularidad del pícaro suceso: comidilla de su tiempo.

[ 13 ] Según don Artemio y supuestos los famosos folios por él citados, era mexicano y se llamaba Francisco Rodríguez. Artemio del Valle Arizpe, La Güera Rodríguez, 5a. ed., México, Librería de Manuel Porrúa, 1953, p. 158.

[ 14 ] Véase Albert M. Gillian, Travels in Mexico during the years 1843 and 1844. Aberdeen, George Clark and Son, 1843, passim.

[ 15 ] Basil Hall, Extract from a journal on the coasts of Chile, Peru and Mexico, in the years 1820, 1821, 1822, 2 v., Edinburgh, John Stark, 1825, v. II, p. 211.

Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, Álvaro Matute (editor), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 9, 1983, p. 283-298.

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