Ernesto de la Torre Villar
La independencia de México, al igual que la de la mayor parte de los países hispanoamericanos, para ser comprendida en su total grandeza y magnitud, hay que situarla dentro del movimiento emancipador de América Latina. Sólo encuadrada dentro de ese vasto movimiento social y económico, en el contexto de ese fenómeno político-nacionalista, adquiere las reales dimensiones que tiene. Las causas del mismo son similares aun cuando su desarrollo y efectos por circunstancias especiales difieren. Nuestra insurgencia presenta aspectos sociales muy relevantes que la distinguen de las de otros países, pero en sus principios, en la ideología que sustentan sus iniciadores, en el pensamiento jurídico político que las inspira se identifican. Es indudable que los ideales de la Ilustración y del liberalismo hermanaron a los próceres del movimiento emancipador, precisaron sus principios y definieron su actitud y que en todos ellos hay, al mismo tiempo que una aspiración común, voces afines y conductas muy parecidas.
Un hecho esencial que cabe destacar en los libertadores es la visión común, la actitud semejante ante las perspectivas políticas y económicas que se abrían y el conocimiento que todos ellos tuvieron del mismo origen de su emancipación, de su desarrollo general y de las direcciones que tenían que imprimirle. Poseyeron los más preclaros, a más de una formación doctrinal semejante, una información amplia, plural, que les permitió elaborar directrices singulares para América y planear una estructuración jurídico-política y económica de grandes alcances, que de haber cristalizado hubiera dado a nuestro continente otra configuración otro sentido y otro desarrollo histórico. El provincialismo, los intereses parroquianos, el caudillismo, las influencias exteriores truncaron esa posibilidad.
Entre los hombres de la emancipación hay algunos que nos sorprenden por su altura de miras, por su vasta y certera información, por el alcance continental de sus ideas. De proyección internacional tenemos varias figuras, Simón Bolívar y el padre Mier, entre otras. Ambos conciben la independencia de nuestros países no como un movimiento parroquial, como una simple ruptura política, sino como posibilidad de libertad de todo un mundo y su integración jurídico-política a través de normas de gran trascendencia, y un destino común que cristalizará hermanándonos y transformándonos en un todo coherente, fuerte y respetable.
El Libertador en toda su trayectoria esbozó y trató de realizar la unidad continental. Su apoyo a los congresos constituyentes, la reunión anfictiónica de Panamá, sus mensajes, cartas y proclamas así lo revelan. Uno de sus más vastos proyectos, revelado en su famosa Carta de Jamaica de 1815, muestra esos ideales como también la información que poseía acerca de las distintas facetas que el movimiento emancipador presentaba en las diversas regiones de la América hispana. Es justamente en ese documento en el que reconociendo las dificultades existentes para la unión continental escribe ratificando ideas anteriores:
Es una idea grandiosa pretender formar de todo el Nuevo Mundo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes estados que hayan de formarse.
Y meditando en las dificultades existentes agregaba:
mas no es posible porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes dividen a la América. ¡Qué bello sería que el istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos! Ojalá que algún día tengamos la fortuna de instalar allí un augusto congreso de los representantes de las repúblicas, reinos e imperios a tratar y discutir sobre los altos intereses de la paz y de la guerra con las naciones de las otras tres partes del mundo.
Ya antes en 1810, en su misión en Londres, a la que fue en unión de Andrés Bello y Luis López Méndez, y al año siguiente insistiría en promover reuniones de representantes de los gobiernos independientes en la América española para combinar todos los asuntos militares, políticos y morales a fin de obtener la armonía y la consecuencia indispensables para aumentar la influencia de los principios que dirigen los americanos. Las referencias que se encuentran en torno de la insurgencia mexicana y de sus dirigentes, Rayón y Morelos, la junta de Zitácuaro y la Constitución de Apatzingán, en la Carta de Jamaica, son indicadoras de su interés por la unión.
En México sobresale por su interés continental y por su información el doctor Mier y Guerra y ese interés por la situación política general sólo encuentra un paralelo en la figura de un político jalisciense, poco conocido, en don Tadeo Ortiz de Ayala. Aun cuando Jalisco dio a otro gran publicista abierto a las teorías políticas más en boga a principios del siglo XIX, a don Francisco Severo Maldonado, quien en varias de sus publicaciones comentó el desarrollo político del mundo de su época, las teorías más modernas, utilizó con oportuna perspicacia el valor de los datos estadísticos y dio a conocer las piezas más valiosas de la producción intelectual de esos años, entre otras, algunos de los escritos del padre Mier; sin embargo, Tadeo Ortiz de Ayala va a tener mayor experiencia política y visión, por haber estado cerca de los centros del poder y de las resoluciones internacionales, más en contacto con los grupos que dirigían la política mundial.
Tratamos hoy de establecer una comparación entre la visión del padre Mier y la de Tadeo Ortiz en torno de la política continental.
Bien conocida es la vida y la obra del padre Mier. Nacido el 18 de octubre de 1763; a los diecisiete años gozaba de bien merecido renombre como predicador y hombre de ideas originales. En 1794, con el singularísimo sermón guadalupano que predica en la colegiata, inicia sus tragedias y andanzas que él con tanto orgullo y belleza narra. En medio de venturas y desventuras conoce en el Viejo Mundo a las personalidades más relevantes de ese gran cambio político que se opera en el mundo y que entre otras consecuencias acarrea la desaparición del imperio español. Entre esas personas tenemos a Francisco Miranda, Simón Rodríguez, Blanco White, Iturrigaray, Lucas Alamán, Mina, tal vez a Pitt y Canning, a Napoleón, a los reyes de España, al romano pontífice, así como a los diputados americanos de las Cortes de Cádiz y muchos más que admiró u odió, y también se familiariza con la literatura política de la época, con los escritos de los abates De Pradt y Gregoire, que tanta influencia tuvieron en sus días respecto a la constitución de los nuevos Estados uno, como a la abolición de la esclavitud el otro; con las teorías de Burke, de Paine, de Bentham que sigue muy de cerca, como también muy de cerca observa y analiza la política de las grandes potencias: Inglaterra, Francia, Rusia, Estados Unidos y la de la metrópoli, España, que va de desacierto en desacierto, como si se quisiera perder en la demencia y en la ruina; y sigue con notables conocimientos e intuiciones geniales el desarrollo particular que en cada provincia americana va teniendo el movimiento emancipador. Con todo ello madura su pensamiento político, su amplio sentido libertario y su odio a toda forma de tiranía. Su lúcido pensamiento que tiende a salvar y orientar a la patria, será desoído por los impacientes y oportunistas de la política mexicana, y perdida su profunda y notable experiencia. A los sesenta y cuatro años, el 3 de diciembre de 1827 fallece en el Palacio Nacional y es llorado sinceramente por el pueblo de México.
Tadeo Ortiz de Ayala nació en el valle de Mascota, en Nueva Galicia, el 18 de octubre de 1788, esto es, resulta veinticinco años más joven que el padre Mier. Falleció ahogado en 1833, cuando contaba cuarenta y siete años. Unido por lazos intelectuales con la familia de Iturrigaray, de cuyos hijos fue preceptor, partió con ella el mes de diciembre de 1808 a España en donde permaneció hasta 1811. La guerra de independencia española lo separó de su protector Iturrigaray, quien ya había solicitado del padre Mier que escribiera una justificación a su conducta, en la que aquél se excedió pues lo comprometía más. Es posible que hacia esos momentos Ortiz conociera al padre Mier, como también debió conocer a extensos grupos de liberales refugiados en Londres, a los diputados a Cortes y a la vasta serie de intrigantes y aventureros que pululan cuando surgen los grandes conflictos mundiales, que vivieron tanto Ortiz como el padre Mier. Ortiz, quien supo del inicio de la revolución de independencia americana y en concreto de la de México, tornóse un celoso partidario de ella. Vuelto en 1811 a los Estados Unidos, en donde liberales, masones y comerciantes disputábanse el mundo, penetró en los corrillos de corsarios, de políticos perseguidos, de patriotas sinceros y de soldados mercenarios. Sabemos que estuvo ligado con los grupos de Bernardo Gutiérrez de Lara, de José Álvarez de Toledo, cuyas miras interesadas pronto descubrió; que conoció y trató a algunos de los emisarios de los países hispanoamericanos, entre otros a los de Venezuela, encabezados por hombres de la talla de Juan Vicente Bolívar, Telésforo Orea y José Rafael Revenga, quienes solicitaban a los Estados Unidos su apoyo en la lucha libertaria que emprendían. Supo de o tal vez conoció también en los Estados Unidos, a José Antonio Rojas, ex alumno del Colegio de Minería, inquieto y entusiasta por la libertad y el progreso de los Estados Unidos cuyo ejemplo proponía seguir. Rojas, procesado por sus ideas por la Inquisición, se encuentra ligado con el inicio de la Independencia, en el periodo de Hidalgo, como también lo estuvieron Pascasio Ortiz de Letona, Ignacio Aldama y Bernardo Gutiérrez de Lara. Tal vez de éste haya recibido algunas noticias acerca de la ayuda que solicitaban los insurgentes a los Estados Unidos. Poco más tarde se enteraría del envío que López Rayón hizo de José Antonio Peredo y Pedro Girard a la Unión Americana, así como del de José Manuel de Herrera, enviado de Morelos con misión similar, y quien condujo a los Estados Unidos al hijo de Morelos, a Juan Nepomuceno Almonte, para que allá se educara.
Desde los años 1811-1815 el movimiento emancipador incendiaba toda América y en todas partes latía un sentimiento americanista que el padre Mier destaca con claridad en sus escritos. Se tendía a mantener la unidad hispanoamericana, a crear un conjunto de países ligados por la tradición, origen, cultura y costumbres, estableciendo una forma de gobierno adecuada para todos. Los esfuerzos de todos los dirigentes del movimiento estaban encaminados a ese fin, el cual va a observar en los Estados Unidos, con mucha perspicacia Tadeo Ortiz, gracias al contacto que mantiene en esos "paraísos de conspiradores", como Martín Luis Guzmán llama a Filadelfia, Baltimore, Nueva Orleáns y Galveston, ciudades en las que también actuará fray Servando. Ahí también se encuentra informado de los cambios que se operan en la política europea, y a través de emigrados, marinos y comerciantes, ligados muchos de ellos en las redes masónicas, se entera de conjuras, de debates parlamentarios, de movimientos de tropas en pro o en contra de la libertad de los países americanos. Conoce in situ las tendencias expansionistas de los Estados Unidos, su fluctuante política en torno de la independencia hispanoamericana y, encendido por un deseo patriótico se relaciona con los jefes insurgentes Rayón y Morelos, y con diversos partidarios de la Independencia, entre ellos algunos criollos y extranjeros comerciantes de Veracruz, como Thomas Murphy, Juan de Castilla, Ramón Garay y otros.
La información que los jefes insurgentes reciben de Ortiz en torno de la política exterior, cuya veracidad confirman por otras fuentes, sirve para que se le nombre, no como diputado por México a los Estados Unidos en donde afirmaba contar con valiosas y nutridas relaciones, sino a diversos países de la América del Sur, con el fin de establecer con ellas relaciones de amistad y ayuda, de amplia cooperación en beneficio de la emancipación común.
Tadeo Ortiz inicia su misión, provisto de instrucciones de Rayón y de Morelos el año de 1813. El agitado mundo del Caribe sería su primera etapa. Haití y Jamaica proporcionaban refugio y auxilio a los caudillos insurgentes. Excelentes trampolines para ingresar a Tierra Firme; en ellas hallaron asilo, descanso, pertrechos y recursos, tanto Francisco de Miranda como Bolívar y otros jefes. De ahí se podía observar muy de cerca y con seguridad, cuanto ocurría en el continente. Allá fue pues Tadeo Ortiz. Jamaica lo recibió favorablemente, mas al embarcar hacia Colombia, navíos enemigos detuvieron su embarcación, perdió su documentación y tuvo que llegar a Cartagena en lastimoso estado y en carácter de sospechoso. Habiendo subido con muchas dificultades al altiplano, en Santa Fe no pudo acreditarse debidamente ni lograr que se hiciera al gobierno mexicano un empréstito para adquirir mil quinientos fusiles, ni tampoco establecer relaciones duraderas entre ambos países. Más aún, se le tomó como espía español y se le obligó a salir del país. De toda suerte, pudo en Colombia advertir las rencillas políticas en que se debatían los patriotas, la falta de preparación bélica para poder resistir al ejército pacificador que a esas horas desembarcaba en las costas de Venezuela; el desconcierto de los pueblos ante las fallas del gobierno y de las fuerzas reaccionarias que minaban la estabilidad de la primera república.
Si ésa era la situación de Colombia y Venezuela hacia 1815, mala era la de México. Ese año lo marcan las derrotas del ejército de Morelos, su captura y su muerte. Quedaba la insurgencia sin jefes de la talla de aquél y los independientes divididos entre sí no alcanzaban a formar un grupo respetable que pensara en establecer alianzas con los países hispanoamericanos en beneficio común. Ortiz percatóse de esos hechos y de la mala situación en que la emancipación americana se encontraba, mas no desesperó ni sintió derrotada la causa libertadora ni su misión, sino que inflamado de ardiente americanismo, recorrió varios países, Ecuador, Perú y Chile; trabó amistad con algunos de los patriotas más valientes, observó con detenimiento el estado de diversas provincias, su situación económica, sus riquezas naturales; recogió nutrida información estadística y, ya con mayores y más seguras informaciones, prosiguió su misión que no consideró concluida por la muerte de los jefes insurgentes. Así logró llegar tres años más tarde, en 1818, al Río de la Plata cuyas provincias habían consolidado su independencia y, entrevistarse en Buenos Aires tanto con el secretario de Estado don Gregorio Tagle como con el director supremo Juan Martín de Pueyrredón. A estos dos dirigentes de la política argentina, por entonces preocupados tanto por la situación interna del país como por las amenazas exteriores que se veían venir, entregó Ortiz varias Memorias. En la primera de ellas hace una relación sucinta "de los heroicos sucesos de la revolución de México". Arranca de su inicio con Hidalgo y termina con breves consideraciones en torno de la expedición de Mina en la que participó fray Servando. Menciona con elogio la labor de Morelos y los intentos de organización jurídico-política de López Rayón. La segunda Memoria la acompaña de varias credenciales y nombramientos, entre otros uno de Morelos para poder tratar y contratar con los países de la América del Sur, principalmente los de Nueva Granada y Buenos Aires. Un pliego de instrucciones de Rayón le señala que haga ver a esos gobiernos:
la utilidad que a la causa común de América redundaría, si uniéndose por medio de una diputación general, apareciese representado en cuerpo a la faz del mundo la justicia de su causa, al paso que combinándose tomase medidas auxiliatorias y defensivas para sostenerse a lo menos en cuanto lo permitiesen las circunstancias.
Para ello les pide que traten con su diputado comisionado, "en todo lo que diga relación a la independencia, defensa y prosperidad", para lo cual les ofrece cederles la tercera parte de los caudales que se obtengan y la apertura de los puertos mexicanos hacia esas provincias.
La unidad en la causa común y el auxilio en la lucha que se realizaba era lo solicitado en esta comunicación.
En otro documento, el propio Rayón autoriza a Ortiz como agente general de negocios extranjeros:
para que forme con la protección de esos Estados y con los auxilios que dichos gobiernos o particulares puedan prestar al crédito de México, sin omitir gastos ni sacrificios, una expedición naval de todos los buques que se puedan, con destino a sacar caudales de nuestros puertos u otro punto del norte, que las circunstancias venideras pueden proporcionarnos, para que dichos caudales que en parte están reunidos y siguen acopiándose, se empleen en armas, buques y demás útiles de guerra que necesitamos en México y necesiten en las provincias de la América del Sur, y para cubrir los gastos de la expedición o expediciones que en beneficio de la causa común se inviertan, según lo hallen por conveniente nuestros aliados y apoderados los gobiernos libres del sur, y nuestro diputado comisionado, para lo cual les queda una libertad absoluta.
Otro testimonio de gran significación que presenta Ortiz lo constituyen las Instrucciones del gobierno de México para los gobiernos de la América del Sur, las cuales revisten capital importancia no sólo por el amplio espíritu americanista que sustentan, por los ideales de unidad hispanoamericana, de apoyo y auxilio entre todos los países sino también porque revelan el anhelo de una unidad política, a la que también tenderá Mier, en virtud de antecedentes comunes de cultura, religión, costumbres, etcétera, y proclaman la urgencia de una unidad económica, de una solidaridad basada en la utilización y para beneficio de todos, de los enormes recursos naturales que la pródiga naturaleza había concedido a América. Se trata de una idea que se anticipa más de ciento cincuenta años a los proyectos de un mercado común, a la formulación de pactos comerciales, gracias a los cuales las repúblicas hispanoamericanas pudieran auxiliarse y apoyarse en su desarrollo económico.
Estas instrucciones preveían la unidad de todas las naciones de la América hispana, con la finalidad inmediata, claro está, de una "alianza ofensiva y defensiva, única y permanente, seguida de un tratado de comercio libre y particular".
Lograda esa unidad para apoyar la alianza establecida, se "invitaría a potencias extrañas en los términos que demanden nuestras particulares circunstancias y las generales de América". A través de esta fórmula se prevenía la elaboración de pactos fijos, inmóviles, que perjudicaran en un momento dado a nuestros países. En esto encontramos una coincidencia con el pensamiento bolivariano expresado en la Carta de Jamaica, en la que, si bien se anhelaba la unión continental, no se imponía forzosamente dada la diversidad de intereses y circunstancias especiales de cada país. Se enunciaba el principio de libre autodeterminación, pero dentro de una unidad que fortaleciera a cada uno de los países y a su conjunto.
Para celebrar esos acuerdos de que se hablaba en las instrucciones a Ortiz, se insinuaba que los gobiernos americanos unidos deberían comisionar diputados al exterior y, en caso de que algunos ya los hubieran enviado, lo acordado por ellos debería ser comunicado a los restantes. En cambio del auxilio prestado por las potencias extranjeras, se concedería a éstas la libertad de comerciar con todos los puertos y la disminución de impuestos, esto es, se aceptaban los principios del liberalismo económico que habían tratado de ser aplicados desde el gobierno de Carlos III.
Si alguna potencia por su política de neutralidad no pudiera auxiliar a las naciones americanas, podrían formarse, principalmente en Estados Unidos y en Inglaterra, compañías particulares de mercaderes, a quienes se ofrecerían atractivas ventajas económicas. Se planeaba que la ayuda sería por un término: de cinco a siete años, durante los cuales podrían obtener apreciables beneficios tanto en frutos agrícolas, como en ganado, minerales, etcétera.
Los auxilios obtenidos merced a esos proyectos se emplearían en la adquisición de armamento, en la formación de una escuadra naval apoyada en sitios neurálgicos del antiguo imperio español y ya por entonces estratégicos para las repúblicas hispanoamericanas, como el Río de la Plata, el istmo de Panamá y el de Tehuantepec y las Floridas. De esos sitios, la escuadra debería desplegarse tanto por el Mar del Norte o Golfo de México, como por el Mar del Sur, por entonces el más libre, y de donde extraerían, por varios puertos, los recursos que los insurgentes habían acumulado y con los cuales se subvendría al pago de los gastos realizados. La guerra contra España debería efectuarse en cualquier parte, en donde los gobiernos de acuerdo con un plan bien meditado lo creyeran conveniente.
Importa destacar aquí, cómo entre 1812 y 1813, los insurgentes mexicanos, Morelos y Rayón y su comisionado, subrayaban la importancia estratégica y política del istmo de Panamá que sería considerado poco más tarde por los dirigentes sudamericanos como Bolívar.
Otro de los puntos esenciales, que siempre estuvo en la mente de Morelos y que postularían más tarde Mier y otros dirigentes, fue el que se plasmó en esta fórmula:
Nuestra general determinación es: una absoluta y total independencia de los Gobiernos de España, sean los que fueren sus principios y sistema; para siempre nuestra dependencia será incompatible con la prosperidad de la América.
Junto con estas bases, Tadeo Ortiz presentó a las autoridades del Río de la Plata el 8 de mayo de 1819, un amplio informe o Memoria, en el que ampliaba las finalidades de su misión. Ese informe, como la Memoria inicial que escribe en torno de la revolución de independencia, está elaborado con base en mayores conocimientos, tanto del desarrollo de esta revolución como de la de las restantes provincias americanas, de una reflexión más detallada de la política europea, de un contacto más estrecho con los prohombres de varios países y de una información muy rica en torno de la situación general que en ellos reinaba, de sus recursos naturales, de las posibilidades de establecer una política económica común, benéfica para todos y una serie de relaciones coordinadoras de los diversos intereses y circunstancias que en cada uno de ellos existían.
Es de estas Memorias, así como de algunas de las cartas escritas a Morelos y Rayón entre 1812 y 1813, de donde podemos extraer algunos puntos que nos permitan establecer comparaciones con el pensamiento y acción del religioso regiomontano.
Uno de los primeros puntos radica en la vasta información que tanto Ortiz como Mier manejan en torno de la política europea, de los cambios que ocurrían en la península, de la intransigencia de España a reconocer la independencia de sus colonias y sus esfuerzos por recuperarlas. Las reflexiones en torno de la política expansionista de varios países: Estados Unidos, Rusia, Inglaterra, Francia; las confabulaciones monarquistas y reaccionarias que desembocan en la constitución de la Santa Alianza, el más poderoso enemigo de la emancipación americana. Ortiz, como Mier, manejan esa información con habilidad y saben aplicarla a sus designios. Ambos la exageran como exageran su importancia personal, las relaciones que tienen o dicen tener, las fuentes de que proceden sus noticias y principalmente el papel que ellos juegan en esa trama política. Mier, asiduo lector, gran teórico, buen conocedor de la producción jurídico-política de la época, relacionado con notables personalidades con base en los escritos, de amplia correspondencia y de capacidad reflexiva y discursiva, presenta visiones generales, amplias y bien razonadas; elabora sistemas y conclusiones certeras con intuiciones geniales. Ortiz por su parte, observa la realidad, no señala sus fuentes ni se engolosina mencionando que los publicistas y políticos más renombrados son sus amigos, como hace Mier, sino que asimila la información, la presenta y si las circunstancias cambian modifica sus opiniones. Si Mier se interesa en el aspecto político, Ortiz observa con detenimiento el económico, al que otorga singular valor y con sólido conocimiento propone medidas muy precisas, atinadas y juiciosas. Es Ortiz un hombre dado a la especulación económica y, como varios de los ilustrados liberales, otorga a las estadísticas un gran valor. Sus apreciaciones en este sentido son precisas y sensatas. Después de Severo Maldonado, es uno de los liberales que más estima los análisis demográficos, los de los recursos naturales y su más provechosa utilización y la necesidad de establecer una sana política de repartición y trabajo de la tierra y de instrucción moderna de la sociedad hispanoamericana.
Si bien Mier se vuelca para justificar la libertad americana en una crítica minuciosa de la acción conquistadora de España de la que hace resaltar sus iniquidades, Ortiz poco discute ese pasado y ve hacia el futuro. Siente malo el ayer colonial y por ello anhela la independencia; proyecta para el futuro, para un cambio que sea total y que permita tener a un México completamente moderno, apoyado en los modelos europeo y americano que estima ejemplares. Su obra México considerado como nación independiente, publicada en 1832, poco tiempo antes de morir, es un programa modelo para una nación que sueña ideal, libre de todo estigma del pasado.
De la emancipación americana, de su desarrollo y dirigentes, ambos, por diversas fuentes, revelan poseer vasta y rica información.
Ortiz en sus comunicaciones de 1811 a 1813 dirigidas a Rayón y Morelos, así como en la Memoria sobre la revolución de independencia de 1819 y en el Informe de ese año, revela cómo estaba al día en torno de los acontecimientos ocurridos tanto en Europa como en el Nuevo Mundo. Omitiendo nombres y detalles en los que abunda Mier, Ortiz presenta cuadros generales de extrema importancia, en los que se advierten ya las ideas rectoras de su pensamiento y acción posteriores, como el de la formación de un ente político-jurídico autónomo con base en las más modernas fórmulas de la teoría política, la necesidad de abrir las puertas a la colonización europea; la urgencia de que la independencia de todas las colonias españolas se complete, incluso aquellas de las Antillas, y sobre todo el formular amplios planes de gobierno que sustenten un Estado liberal.
El siguiente párrafo es muy revelador de sus formas de comunicación:
Las Américas del Sur [escribe], en 1812, se han erigido en Estados independientes, su gobierno es republicano, han seguido en lo general a la Constitución americana después de haber puesto el Congreso su gobierno ejecutivo, dado sus leyes y hecho su Constitución; en sus decretos han dado una prueba nada equívoca de su celo, patriotismo, sabiduría y libertad, han decretado la igualdad de derechos, han quitado al pueblo los estancos e impuestos de la tiranía y puesto otros más suaves y acomodados a la humanidad; han llamado a todos los extranjeros prometiéndoles su protección, han decretado la libertad de la prensa, han mandado sus diputados a este gobierno [el de los Estados Unidos] y al de España y finalmente han abolido la Inquisición como un monstruo que no debe existir sino entre la barbarie. Esto ha sido tan celebrado de todos los extranjeros, hombres de bien, que no quieren esclavizar su modo de pensar, que dentro de poco tiempo Caracas hará república. Ésta, la primera campeona de la libertad, llamada Venezuela, con Santa Fe, Cartagena y Buenos Aires, tendrán a sus puertas millares de extranjeros útiles, no sólo para el aumento de la población que tanto se necesita en la América, sino para que prospere la industria, las ciencias, las artes y la agricultura. Si estos nuevos gobiernos se constituyeran, los españoles ya ninguna esperanza tienen de dominar, ni aun en el Chile y Quito que han seguido el mismo sistema. Es muy probable que Lima tome el mismo partido y aun ya se asegura su revolución, como la del Reino de Guatemala y las Islas, de las cuales, la de La Habana es evidente que está en expectación del resultado de México para seguir su partido.
Esta notable visión, bastante optimista para aquel entonces, concuerda con las reflexiones de Mier muy posteriores en torno a la emancipación hispanoamericana. Fray Servando en su Memoria político-instructiva, escrita y publicada en Filadelfia en 1821, presenta un cuadro tan amplio como el anterior, más circunstanciado y naturalmente más enriquecido por información relativa a hechos posteriores a los que reseñaba Ortiz. El panorama de Mier revela un cuadro en el que del trasfondo de la política europea surgen los acontecimientos generales como la lucha emancipadora de Venezuela y Colombia que emprendía Bolívar y sus notables esfuerzos de organización, así como aquéllos más episódicos como las ambiciones de la infanta Carlota Joaquina para regir el imperio español, ambiciones que si conmovieron profundamente a los países del cono sur, en la Nueva España no tuvieron resonancia alguna. Algo más particular es la comparación que Mier hace del desembarco de Bolívar en la Nueva Granada, que considera portentosa al igual que su inmediato esfuerzo organizador a través de un congreso, con el desembarco de Mina en Soto La Marina, cuyos sucesos narra en otros escritos.
De la expedición de Mina en la cual fray Servando tuvo tanta participación, Ortiz nos deja un trozo muy esclarecedor al escribir:
Es preciso confesar que la conducta del joven español, aunque laudable, fue temeraria y mal dirigida; allí no hubo juicio ni prudencia. Feliz él, si más experto se hubiera fortificado como estaba en las costas del Nuevo Santander inmediato a Provincias Internas, hubiera ocupado el fuerte de San Bernardo, las provincias de Texas y Coahuila y toda la banda del norte del río Bravo que aseguraba su retirada en caso de una desgracia, al territorio de la Luisiana, entre tanto que ganándose un partido hubiera inspirado confianza a los pueblos, y formado una expedición capaz de decidir la suerte del país.
Respecto a la política europea, incluso la española, ambos coinciden en que la de la metrópoli está en todo sujeta a la de las potencias absolutistas y por tanto ella es enemiga de las formas republicanas y de los principios liberales a los que se muestran deseosos de destruir a toda costa. Creen que no es posible fiarse de ninguna promesa y que la lucha emancipadora debe continuar hasta el fin, esto es, hasta alcanzar la libertad absoluta.
Y en referencia con algunas políticas oportunistas de las grandes potencias encontramos, tanto en Mier como en Ortiz, algunas inquietudes en torno del crecimiento del imperio ruso, de su infiltración en América y de los peligros que eso implicaba. Si Ortiz en sus primeras misivas indicaba el interés de Rusia hacia las colonias y la simpatía con que veía su libertad al grado que escribía:
La nación rusa pura y desinteresadamente tiene los mismos sentimientos (favorables que los Estados Unidos) y está pronta a dar lo que quieran los mexicanos, a protegerles y a reconocer su independencia, sin más interés que su comercio; éstas son las órdenes que su emperador ha dado al ministro de América y me consta a mí con evidencia.
Y más aún, asegura que el ministro ruso le había ofrecido armas, siempre que los mexicanos estuvieren dispuestos a recibirlas. En cambio, en escritos posteriores, principalmente en su México considerado, en el que con la perspectiva que el tiempo daba pudo analizar la política imperialista de Rusia y la estrecha alianza que mantenía con los regímenes reaccionarios, enemigos jurados de la emancipación americana, principalmente cuando Rusia se constituyó abanderada de la Santa Alianza, su actitud hacia esa potencia cambia y desconfía profundamente de sus miras.
Y Mier, quien aplica a la Santa Alianza, a ese contubernio de los monarcas absolutos, el epíteto de "conspiración maldita", no deja de recelar de las intenciones expansionistas de los rusos a quienes, afirma, los malos reyes de España han enajenado buena parte del territorio del imperio español, que por las leyes fundamentales de España estaba estrictamente prohibido vender o ceder. Mier bien enterado del tejemaneje de la política española y de cómo había decaído al grado que se movía por los consejos de aventureros e intrusos, se alarma al ver que los rusos se encuentran ya fronteros con las Californias y saber que la junta central, en quien radicaba el gobierno español, había decretado cederles una parte de nuestra América; y Fernando también trataba de darles ambas Californias. Y para explicarles esto exclama: "Sería a trueque de los buques que le envió Rusia para la expedición contra Buenos Aires". Y añade sarcástica y temerosamente:
Hasta se consultó por el gobierno español ha dos años a la gran cabeza de Toledo (el aventurero que engañó a los insurgentes mexicanos) sobre esto; y contestó que no sólo debían concederse las Californias, país inmenso, a los rusos; sino una línea de fortificaciones desde ellas [las Californias] hasta Texas para contener a los anglo-americanos. Como si fuese menor mal entregarnos a discreción de bárbaros esclavos de un déspota, que a nuestros compatriotas de los Estados Unidos, que no hacen más que confederaciones, añadiendo una estrella al pabellón de la libertad, y dejando a cada nuevo Estado que sobreviene, independiente y soberano, gobernándose conforme a su religión y sus propias leyes.
Respecto a la Gran Bretaña, ambos publicistas coinciden en su simpatía hacia ese país. De Francia, en tanto Ortiz estima que Napoleón y su hermano José no tienen miras interesadas, en lo cual se equivocaba pues observaba superficialmente la situación, Mier más cerca de los acontecimientos mantenía una actitud de desconfianza.
Y de los Estados Unidos, ambos tratadistas observaron la ayuda interesada que prestaba al movimiento emancipador, la nobleza de sus instituciones y su ejemplo de progreso y engrandecimiento. Ortiz indicaba que "la vecindad y analogía institucional [esto lo escribía en 1832] deberían lejos de provocar rivalidades y antipatías, excitar una fusión entre ambas naciones para contener el predominio europeo en el Nuevo Mundo", y agregaba:
Los administradores de México deben considerar como una de sus primeras obligaciones, el cultivo de la amistad con los Estados Unidos de América, manteniendo constantemente cerca de aquel gobierno un agente diplomático de cualidades sobresalientes; y luego que dirima y deslinde sus límites más naturales, por tratados públicos terminantes, debe también ocuparse en afianzarlos, desplegando medidas eficaces que tiendan al aumento de su población, cultivo y seguridad futura, que son las garantías más positivas para su conservación, persuadiéndose que las transacciones no son infalibles cuando faltan la energía y el vigor para hacerlas cumplir.
En relación con la unidad americana por la que tanto suspiraron Mier y Ortiz, ambos coinciden en la necesidad de mantenerla. No creen que la independencia por la que luchan les asegure una perpetua libertad, sino que ésta hay que mantenerla a base de esfuerzos y de una unión firme. Consideran que la división entre los nuevos Estados es peligrosa y que la fragmentación de los mismos sería ruinosa para todos.
En este aspecto tanto Mier como Ortiz estaban influidos por las ideas del conde de Aranda y de José Godoy, expuestas en 1783 y en 1808, quienes ante la coyuntura internacional que se presentaba pensaron dividir al imperio español, para evitar su atomización, en tres grandes porciones. Una de ellas sería la Nueva España, la otra Perú y la otra la Tierra Firme, las cuales estarían gobernadas por infantes o príncipes españoles, siendo el rey de España el emperador. Estas divisiones nacidas de la misma geografía y del desarrollo político-administrativo de esas provincias resultaban bastante lógicas y congruentes, por lo cual Mier y Ortiz aceptaban tal división. Por otra parte esas provincias representaban ya en el proceso emancipador los centros directivos más importantes. No hay que olvidar que el Río de la Plata había pertenecido al virreinato del Perú. Lo único que rechazaban Mier y Ortiz era que esas entidades fueran gobernadas por infantes españoles. Esto resultaba por completo opuesto a su pensamiento de total independencia.
Por otra parte, tanto Mier como Ortiz estuvieron influidos por las ideas políticas de William Burke, quien tanto inspiró a los teórico-políticos hispanoamericanos. Burke acepta una división del imperio hispánico en sólo dos fracciones, una constituida por México y que llegaría hasta Panamá y la otra que comprendería las restantes provincias sudamericanas. Estas dos grandes confederaciones estarían fundadas sobre principios semejantes y con coincidentes miras. Esta idea que Burke sustenta y apoya en razones de todo tipo: económicas, políticas, administrativas, encuentra en algunos independentistas, entre otros el hispano-colombiano Manuel Torres, gran simpatía y apoyo, al grado que sobre esta idea elaboraron algunas disertaciones resaltando su importancia y efectividad. En los Escritos inéditos del padre Mier existe uno titulado La América española dividida en dos grandes departamentos, norte y sur o sea, septentrional y meridional. Este escrito que se duda que pertenezca al padre Mier, por las deducciones que nos hacen Miquel i Vergès y Díaz Thomé, en realidad no representa el espíritu de fray Servando, sino que tenemos que admitir que él estaba más acorde con la original división.
Si bien Burke señalaba que el imperio español debería dividirse en dos fracciones, admitía que la otra gran confederación americana debería ser la de los Estados Unidos. Estas tres grandes repúblicas representativas servirían para conservar la paz y la felicidad.
Ortiz, cuando observa los intentos de fragmentación en las colonias españolas, piensa que éstas deben agruparse tan sólo en tres grandes estados, dentro de los cuales cada una de las provincias que lo integren pueda tener un sistema adecuado al carácter de su pueblo, con una constitución que responda a su desarrollo y necesidades y no tratar de copiar inadecuadamente los "bellos principios del federalismo americano que la inexperiencia colonial, los pocos conocimientos de política y sobre todo de nosotros mismos, con la propensión de todos los oprimidos a pasar de un extremo a otro, nos hicieron aceptar".
Ortiz, como Mier, lo haría más tarde al oponerse a una forma constitucional que no era la que nuestro desarrollo sugería; afirma que dichos principios son
diametralmente opuestos e impracticables entre nosotros, y sus brillantes teorías reducidas a la práctica, no podían menos que convertirse en fermentos activos de anarquía, egoísmo y divisiones en unos pueblos desunidos por la distancia, naturaleza de sus orígenes y vicios de su educación, y esta falta fue uno de los principales motivos de la ruina de Nueva Granada, Caracas y finalmente de las guerras civiles e intestinas y atrasos de toda la América.
En estas reflexiones, parece que escuchamos también los consejos y advertencias que el padre Mier pronunciara emocionado el 13 de diciembre de 1823 en su célebre Discurso de las profecías.
Son estas breves consideraciones comparativas en torno de la visión política continental de dos notables mexicanos, las que podemos señalar en esta oportunidad. Ellas son el reflejo de un pensamiento preocupado por la libertad americana, por el desarrollo y bienestar de nuestros pueblos, pensamiento que era el mismo que vibraba en las mentes de los más preclaros hombres de la emancipación americana. No eran reflexiones parroquianas, sino de alcance continental y surgidas de una alta penetración política, de un conocimiento amplio y totalizador de la realidad hispanoamericana, de la política europea y de la elaboración de una serie de principios prudentes, eficaces, altamente patrióticos.
Encuadrados dentro del marco conceptual hispanoamericano en los años de la emancipación y posteriormente, el pensamiento de fray Servando y el de Tadeo Ortiz encuentran el lugar que les corresponde y pueden parangonarse con el que en torno de algunos de los aspectos señalados tuvieron los creadores de la América independiente, los forjadores de nuestras naciones como Miranda, López Méndez, Rivadavia, Mariano Moreno, Bolívar y tantos otros que, como fray Servando o Tadeo Ortiz, entregaron su vida a algo útil y conveniente a la gran causa de América.
Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, Álvaro Matute (editor), Ricardo Sánchez Flores (colaboración), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 8, 1980, p. 67-84.
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