Álvaro Matute
Repudiar el pasado es igual que tenerlo como paradigma: las dos actitudes chocan. La buena conciencia histórica aconseja la asimilación, aceptar sin endiosar. Amar lo no vivido o lo lejano debe tener implícito reconocerlo como fue, con todo y sus defectos, y de manera tal que éstos no borren las virtudes. Éstas y otras cosas del mismo tenor pueden ser dichas a propósito del primer cumplesiglos del arribo porfiriano al poder. Un aniversario como el de Tuxtepec no es propio para la Clío de bronce de acuerdo con la tradición revolucionaria, pero el historiador no debe rehuir la reflexión en torno al origen de un sistema político fundamental en la historia de México.
Para hacer pública mi reflexión, pido a quienes me escuchan que borren de sus mentes muchas de esas ideas preconcebidas que circulan en torno al Porfiriato, tanto aquellas que lo señalan como el origen de todos los males mexicanos susceptibles de ser o haber sido erradicados por la Revolución, como las contrarias que lo entienden como la encarnación de todas las bondades que alguna vez le hayan acontecido a nuestro ser histórico, resumibles en aquellos de que si don Porfirio se hubiera retirado a tiempo, tendría una estatua del tamaño del Popocatépetl. El esfuerzo que pido no resulta fácil porque hay poderosas razones historiográficas que lo impiden. Por una parte, la tradición iniciada dentro del propio régimen hoy recordado y que culminó con un monumento: México, su evolución social, una magna empresa cultural donde la meta del progreso era la "era actual", momento histórico que superaba un pasado teológico, metafísico y, sobre todo, anárquico. La otra parte corresponde a la historiografía provocada por el 20 de noviembre, en la cual se juzga el régimen por lo que fue al final y no como un proceso con vida propia. No cabe aquí hacer una lista de obras, pero en muchas se deja ver esa manera de tratar los hechos. El problema que tenían que enfrentar los historiadores favorables o contrarios al "antiguo régimen" era la cercanía con respecto a él. No obstante, muchos proporcionan elementos de juicio muy acertados.
La conciencia histórica que podríamos llamar flaca, para decirle de algún modo, resolvería con demasiada simpleza las complejidades del acontecer. El Porfiriato es un régimen villano; su protagonista es execrable porque detuvo el proceso democrático del país. No debe negarse que lo hizo, porque efectivamente el titular de un largo gobierno autocrático sí contribuyó en mucho a detener el anhelado avance democrático. Luego, y dando por sentado que la Revolución rescató al país de tales oprobios, se llega al descubrimiento de que México ha recaído en la misma enfermedad, pero con manifestaciones diferentes. Una actitud como ésa recuerda aquel dicho italiano que reza: Piove!, governo laddro. Y como no debemos contentarnos con explicaciones simplistas es menester averiguar mas allá de lo fenoménico, a ver qué se encuentra.
Afortunadamente, también en vida del caudillo oxaqueño, otros lo hicieron: Justo Sierra, Emilio Rabasa, Manuel Calero, Manrique y Querido Moheno, Ricardo García Granados y Esteban Maqueo Castellanos, entre otros, sin dejar de mencionar al entonces muy popular don Pancho Bulnes. Matices diferenciales, pero sustancia similar se encuentra en muchas de sus reflexiones porfirio-democráticas. Como no se podía decir simplemente que el culpable de todo era el presidente autócrata era menester buscar culpas más allá del dominio presidencial. Y como los mencionados eran lo que hoy se llama elitistas, lisa y llanamente afirmaron que el pueblo mexicano no estaba apto para la democracia.
Los mencionados, o algunos de ellos, reclamaban para sí el título de sociólogos y de acuerdo con la sociología propia de su tiempo se explicaron las causas de la ineptitud democrática del pueblo mexicano. Para algunos, la etiología del mal radicaba en factores metahistóricos tales como la alimentación deficiente; para otros, concretamente Rabasa, la razón provenía de la entraña misma de la historia: una ley inadecuada por lo adelantado que era no podía hacer funcionar correctamente a un país con un pueblo tan atrasado. Otros críticos de la situación, pero desde otra perspectiva, aceptaban implícitamente que el pueblo no era capaz de ejercer el cratos, pero encontraban una fórmula para hacer avanzar a ese pueblo, y por consiguiente, al gobierno. Eran los liberales de 1906, que veían claramente la necesidad de incrementar la producción agrícola, establecer condiciones laborales justas, educar y, luego, ejercer los derechos ciudadanos. Para llegar a lo último era necesario lo primero.
Volviendo a Rabasa, él señala que valerse de las facultades extraordinarias fue la clave descubierta por Ignacio Comonfort, continuada por Benito Juárez y usada y abusada por Porfirio Díaz para poder gobernar. Volviendo también a México, su evolución social, gobernar era lo que no se había hecho en el México independiente hasta el arribo de la generación de la Reforma. Y si Comonfort encontró la clave, las circunstancias y el tiempo le impidieron hacerlo. Juárez sí lo hizo, pero en condiciones de apremio, con los franceses encima; Lerdo tuvo que forcejear demasiado y, finalmente, el deseado, el esperado hombre providencial había hecho posible el anhelo de un siglo.
¿Cómo se puede ver a Porfirio Díaz a cien años de su emergencia en el plano de la historia política? La primera respuesta podría ser la alusiva al militar prestigioso, vencedor del 2 de abril, que llegó a la presidencia en actitud de reclamar algo que le correspondía, como lo habían hecho antes los Santa Anna, Paredes y Bustamante. No era el caso. La eliminación de Justo Benítez y el traspaso del poder al Manco González ya dejan ver al político más que al militar. Después, el necesariato, como acertadamente calificó don Daniel Cosío Villegas a la etapa de esplendor porfiriano, es una época en la cual los caudillos militares envejecían, los civiles de lustre habían permanecido lerdistas o se había ido con el bien intencionado Iglesias y los otros posibles elementos del juego del poder estaban jóvenes y con don Porfirio irían madurando para después envejecer en el juego de la gerontocracia. Ésa es parte de la respuesta.
En cuanto al carácter autocrático, paternalista, dictatorial, despótico, personalista, etcétera, que se le puede achacar al Porfiriato, visto en la perspectiva internacional de la época, resulta que nuestro famoso modelo no es tan original. Lo raro, más bien, es la democracia representativa que funciona con dificultades en los Estados Unidos, que se llegan a ver en el dilema de una posible tercera elección del primer Roosevelt. Es la época de los últimos zares (que no se sabía que eran los últimos), del káiser y de una gama variada de gobernantes absolutos. Por otra parte, y con música de quenas y charangos, es una era de fermento dictatorial latinoamericano que Alejo Carpentier ha recreado magistralmente. No se trata de llegar a una moraleja que recuerde aquello de "mal de muchos..."; simplemente presentar un panorama que ayude a explicar el fenómeno con vista en otras experiencias históricas.
Por lo que respecta a la obra porfiriana, ella es el resultado de una triple colisión que incluye al marco internacional, como condicionante histórico; al ámbito mexicano regional como elemento pasivo, y a esa otra porción asimismo histórica que es lo nacional, es decir, el Estado, cuya existencia podría datarse a raíz del triunfo de la República. En esas tres instancias es posible ver la trayectoria del régimen originado tras la rebelión de Tuxtepec.
El marco internacional condicionó la historia porfiriana de manera incontrastable. Coincidente con la época de expansión imperialista más acelerada, la carrera de las potencias encuentra en México una pista por dónde proseguir. Si bien había habido presencias extranjeras durante todo el siglo, la del final del XIX resulta particularmente importante. Significa la incorporación de México al mercado internacional como productor de materias primas. Su debut es como emergente: si falla el café de Brasil, México tiene; si la guerra del 98 pone dificultades a las fibras de Filipinas, el henequén yucateco es buen sustituto, pero no sólo eso. Afortunadamente, para no molestar el sentimiento nacionalista, el desarrollo industrial hace que la minería no busque solamente plata y oro, sino que la Anaconda Cooper y la American Smelting se hacen presentes y el muy ávido Wetman Pearson, lord Cowdray, le saca al autócrata las concesiones que quiere y pone en circulación los yacimientos petrolíferos. Él y un norteamericano, Edward L. Doheny, perforarían la Faja de Oro, Pánuco, Cerro Azul y tantos campos más, para convertir después al país en tercer productor mundial, aunque eso ya no lo haya visto don Porfirio. El condicionamiento internacional también atrajo migración española que llegó al comercio y se manifestó hacia la industria textil, tabacalera y cervecera, y a los bancos, entre otros muchos negocios; a los franceses, que también se aposentaron en el gran comercio; los alemanes que, como siempre, llegaban cuando el pastel ya había sido repartido y tenían que ubicarse lejos del centro. Todos, en fin, capitalizan y explotan. También, claro, hay socios nacionales.
En el ámbito regional se opera un fenómeno fundamental: la primera integración del país. Ferrocarril igual a porfirismo. Un gran incremento de kilómetros de vías férreas transforman la fisonomía de muchos lugares. Torreón, por ejemplo, no era nada en 1880; después es el gran centro ferroviario y ciudad fundamental en La Laguna. Se crea, en pocas palabras, el mercado interno. Lo regional también tiene una expresión política muy importante. Existe una sustitución caciquil. Porfirio Díaz rompió una estructura de aislamiento y dispersión regional, para crear otra estructura de caciques, pero comprometidos con él y a los que él podía remover sin contratiempos. En este renglón se realiza aquello de la superación de la anterior anarquía. Junto con la integración, el Porfiriato crea una unidad nacional forzada, pero a fin de cuentas hace llegar la acción del Estado a rincones que antes se las habían barajado por sí solos.
Lo nacional, aparte de lo que le correspondía por herencia histórica, que era la única posible, es resultante de esa doble acción. No sé qué fue primero, simplemente sé que fue. O la necesidad del exterior plantea un orden interior que permita satisfacer aquella exigencia; o el orden interior crea condiciones para que el exterior acuda a satisfacer sus necesidades. ¿Se arregló la casa para ponerla a las órdenes de las visitas o éstas se anunciaron primero y hubo necesidad de barrer y sacudir? En la interacción de los elementos se da una resultante que fue la historia acontecida entre 1877 y 1911. Es, como señaló Cosío Villegas, el tramo moderno de la historia mexicana y por ello se encuentran múltiples presencias de esa época hoy en día; es, como mostrara Edmundo O'Gorman, la encarnación de las dos tradiciones propias del siglo XIX mexicano, el advenimiento del presidente-emperador, "síntesis y liquidación y por eso superación del gran diálogo entre los utopismos mesiánico-providencialista y teleológico-democrático" que fueron manifestándose en esa larga sucesión de luchas características de la centuria pasada. Por ello, también, su supervivencia bajo formas cada vez más refinadas.
Para el que estudia la historia, Porfirio Díaz a cien años necesita seguir siendo estudiado. Sobre su régimen se han hecho buenos análisis, falta ahora una buena indagación sobre su persona para constatar si cien años son suficientes para ya no verlo como encarnación de mitos, o nos tenemos que esperar al año 2015.
[ 1 ] Porfirio Díaz asumió el poder, con la necesaria cobertura legal, en 1877, tras la victoriosa rebelión de Tuxtepec. La Sociedad de Alumnos del Departamento de Historia de la Universidad Iberoamericana organizó, dentro de su XI Semana de la Historia, una mesa redonda en la cual participaron los licenciados Francisco Paoli, Miguel Ángel Granados Chapa y Álvaro Matute. El presente texto fue leído en ocasión de dicha mesa redonda por su autor, el 17 de marzo de 1977. El título que encabeza estas líneas fue el que los organizadores dieron a los actos de la XI Semana de la Historia.
Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, Álvaro Matute (editor), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 7, 1979, p. 189-193.
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