Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México

LA MANIFESTACIÓN DE LOS OBISPOS

José Rubén Romero Galván


En respuestas a las Leyes de Reforma y bajo el título de Manifestación que hacen al venerable clero y fieles de sus respectivas diócesis y a todo el mundo católico los ilustrísimos señores arzobispo de México y obispos de Michoacán, Linares, Guadalajara y el Potosí, y el señor doctor don Francisco Serrano como representante de la mitra de Puebla, en defensa del clero y la doctrina católica, con ocasión del manifiesto y los decretos expedidos por el señor licenciado don Benito Juárez en la ciudad de Veracruz en los días 7, 12, 13 y 23 de julio de 1859, fue publicada una carta pastoral conjunta en la que cinco obispos y el representante de la mitra de Puebla, quienes constituían la mitad del episcopado mexicano, puntualizaron la posición de la Iglesia ante las leyes recién promulgadas.

Firmaron esta pastoral Lázaro de la Garza y Ballesteros, arzobispo de México; Clemente de Jesús Munguía y Núñez, obispo de Michoacán; Francisco de Paula Verea y González, obispo de Linares; Pedro Espinoza y Dávalos, obispo de Guadalajara; Pedro Barajas Moreno, obispo de San Luis Potosí, y el doctor Francisco Serrano en representación del obispo de Puebla, Pelagio Antonio Labastida y Dávalos, quien en ese entonces estaba desterrado de México.

Este documento, dirigido expresamente al pueblo y al clero de México y al mundo entero, refleja uno de los momentos más críticos, no sólo para la Iglesia mexicana, sino también para las instituciones políticas, a las que el gobierno de Juárez pretendía dotar de un nuevo orden regido por el pensamiento liberal.

Indudablemente, desde el momento mismo de la proclamación de la independencia es fácil observar dos posturas antagónicas, cada una de las cuales trataba de establecer el régimen de gobierno que consideraba más apropiado. En 1859, esta lucha de grupos se acercaba a su momento definitivo. El grupo liberal, con antecedentes reformistas que se remontaban a 1833, pugnaba decididamente por el establecimiento de una sociedad civil y laica.

Conservadores y liberales se habían enfrascado en una guerra cruenta y ambos grupos gastaban sus recursos a fin de lograr la victoria. Todo parece indicar que en 1859 el conflicto entre las dos facciones se hallaba en un periodo de estancamiento que amenazaba con prolongarse. El momento era por demás difícil. Algunos historiadores[ 1 ] han considerado que esta igualdad de fuerzas justificó las presiones que ejercieron algunos hombres del partido, como Degollado, sobre Juárez para que éste dictara las leyes reformistas. Otros[ 2 ] se inclinan a pensar que Juárez aprovechó esta coyuntura para establecer, por medio de un decreto, la plataforma para la conformación de una sociedad civil, teniendo como objetivo secundario proporcionar al ejército liberal los medios económicos suficientes para salir airoso de la campaña. Sean cuales fueren los motivos de Juárez para promulgar las Leyes de Reforma, el caso es que estando en Veracruz las dictó, hecho que constituye uno de los momentos más sobresalientes de la administración de Juárez y de la lucha por el establecimiento de un nuevo orden de las instituciones políticas del país.

Los principales puntos de los decretos que conforman las mencionadas leyes y que lesionaban los intereses del clero pueden resumirse de la siguiente manera: separación de la Iglesia y el Estado, nacionalización de los bienes del clero, desaparición de órdenes monásticas masculinas, exclaustración de monjas, libertad de cultos y creación del registro civil, además de otras medidas que venían a complementar las aquí mencionadas.

Ante tales circunstancias, algunos integrantes del episcopado, encontrándose reunidos por azar en la ciudad de México, escasos días después de la promulgación de las Leyes de Reforma,[ 3 ] se dieron a la tarea de redactar la pastoral que publicamos, cuya importancia estriba en haber sido la primera respuesta formal del clero ante las Leyes de Reforma y el ser un documento en el que se sintetiza la posición de la Iglesia ante aquellos acontecimientos.

La Manifestación de los obispos está integrada por una introducción y tres apartados. En la parte introductoria se encuentra la justificación del documento. La Iglesia se declara inocente de todo aquello que en los considerandos de las Leyes de Reforma se le imputaba y habla de la necesidad de levantar su voz, fundada en sus derechos, para desmentir lo que a su juicio eran las calumnias emanadas del odio destructor e injustificado del partido liberal.

La parte primera contiene una breve síntesis de lo que el episcopado considera la historia de una secuela de persecuciones de las que había sido objeto el clero en México, a partir de la independencia, persecuciones a las que la Iglesia había respondido únicamente con las armas que le otorgaba el derecho canónico, razón por la que se declara inocente de haber fomentado la lucha de facciones. En esta parte, el clero muestra su profundo resentimiento contra quienes habían pretendido disminuir su poder en provecho del fortalecimiento de una política libre de los vínculos económicos, políticos y sociales que desde tiempos coloniales habían unido a la Iglesia y al Estado en México.

A continuación, en el segundo apartado, el episcopado define su posición ante las leyes que acaban de dictarse. Con fundamento en el derecho divino y en el que le otorgaba el ser la Iglesia de Jesucristo, pretende poner en evidencia la injusticia y la improcedencia de los decretos. El primer punto que discute es la separación entre la Iglesia y el Estado, lo que considera fuera de toda norma establecida, arguyendo que tanto el clero como el gobierno, por ser instituciones que dependen de la potestad divina, tienen obligaciones y deberes mutuos, cuyo cumplimiento es ineludible a los ojos de Dios. El negar este vínculo, dice la Manifestación, sería tanto como desconocer la autoridad divina.

Otro tema, asimismo interesante, del que se ocupa este documento, es la nacionalización de los bienes del clero, a la que califica de "robo sacrílego".

Esta pastoral trata extensamente lo concerniente al matrimonio civil, nueva institución establecida por la reforma que sacudió al clero mexicano, ya que reconocía la unión matrimonial fuera de la Iglesia, lo que corresponde, según el dogma católico, al concubinato. El episcopado creía vislumbrar, en la promulgación y cumplimiento de estas leyes, la destrucción y el aniquilamiento de la familia, ya que quedaba sancionada una unión no reconocida por la Iglesia. Además, consideraba el clero, la intervención del gobierno en este asunto creaba un serio peligro: la inminente legalización del divorcio, concepto enemigo del matrimonio religioso indisoluble.

La idea de que la Iglesia católica era la única y verdadera institución surgida de Jesucristo, único camino de salvación, llevó al clero mexicano a considerar como reprobable el que las leyes expedidas por Juárez sancionaran la libertad de cultos. Consideraba imposible admitir que en una nación eminentemente católica existieran credos diferentes al católico, en igualdad de derechos ante el gobierno. Y relacionando esta medida con los saqueos, robos y sacrilegios que los templos habían padecido, el episcopado dice en su pastoral que nunca el protestante o el judío sufrirían en México una persecución tan dolorosa como aquélla de la que había sido objeto el clero, y se cuestiona entonces respecto de la igualdad de credos ante la ley.

La tercera y última parte de la Manifestación contiene las declaraciones que hace el clero, fundamentadas en lo expuesto en el apartado anterior. Con ellas el episcopado refuta, uno por uno, los cargos contenidos en los considerandos de la ley de 12 de julio.

Finalmente, también formando parte de estas declaraciones, el clero condena esas leyes y reitera las penas canónicas contra quienes las habían dictado o les reconocían validez, penas entre las que destacan la excomunión, el arma más temible que posee la Iglesia.

Cabría preguntarse cuáles son, en suma, las pretensiones de esta pastoral que resume la posición del episcopado ante las Leyes de Reforma. A través de ella el clero defiende sus intereses tanto canónicos como temporales. De los primeros podríamos mencionar, entre otros: el respeto de que debían ser objeto las comunidades religiosas tanto masculinas como femeninas, que en mucho se habían visto afectadas por las referidas leyes, y el reconocimiento de la validez exclusiva del matrimonio eclesiástico. Entre los intereses temporales defendidos en la Manifestación podemos mencionar la unión Iglesia-Estado y la conservación de propiedades rústicas y urbanas, tanto del clero secular como del regular.

Consideramos que la importancia de este documento reside no tanto en sus efectos políticos como en el hecho de ser la síntesis del pensamiento y la posición de la Iglesia mexicana, y más concretamente de su alto clero, durante uno de los periodos más críticos del devenir económico, político y social de México.

No obstante el positivo interés que presenta, lamentablemente sólo dos historiadores, según hemos encontrado, se han ocupado de él, y además de éstos solamente uno lo menciona en sus estudios sobre la Iglesia en México. Incluso aquellos que se distinguen por defender en sus obras la posición de la Iglesia no parecen haber conocido la Manifestación de los obispos.

Martín Quirarte dedicó en su libro El problema religioso en México[ 4 ] un capítulo al estudio de este documento, siendo el autor que, con un profundo conocimiento de la época, más extensamente se ha ocupado de la Manifestación. Por otro lado, Miguel Galindo, en La gran década nacional,[ 5 ] hace referencia a este documento resumiéndolo en dos párrafos. Además de estos dos autores, sólo Mariano Cuevas, en su Historia de la Iglesia en México,[ 6 ] la menciona. Ninguno más que se haya abocado al estudio de la Reforma habla de la Manifestación de los obispos: ni Regis Planchet,[ 7 ] ni Alfonso Toro;[ 8 ] tampoco Molina Enríquez,[ 9 ] Justo Sierra,[ 10 ] Francisco Bulnes,[ 11 ] Porfirio Parra,[ 12 ] Ricardo García Granados,[ 13 ] y lo mismo puede decirse de Francisco López Cámara[ 14 ] y Gastón García Cantú,[ 15 ] entre otros.

Finalmente, cabe aclarar que no ha sido nuestro interés hacer un estudio concienzudo y profundo de la Manifestación de los obispos, esta empresa queda aún pendiente. Sólo hemos pretendido señalar el interés que representa este documento para el estudio de la época de la Reforma, poner en evidencia lo poco que se le ha aprovechado y, al publicarlo por segunda vez, hacerlo accesible a los estudiosos de dicho periodo.


MANIFESTACIÓN

que hacen
AL VENERABLE CLERO Y FIELES
de sus respectivas diócesis
Y A TODO EL MUNDO CATÓLICO
los ilmos. señores
ARZOBISPO DE MÉXICO Y OBISPOS DE MICHOACÁN,
LINARES, GUADALAJARA Y EL POTOSÍ,
Y EL SR. DR. D. FRANCISCO SERRANO
como respresentante de la mitra de Puebla,
EN DEFENSA DEL CLERO Y DE LA DOCTRINA CATÓLICA
CON OCASIÓN DEL MANIFIESTO
Y LOS DECRETOS EXPEDIDOS POR EL SR. LIC. D.
BENITO JUÁREZ EN LA CIUDAD DE VERACRUZ EN LOS
DÍAS, 7, 12, 13 Y 23 DE JULIO DE 1859

MÉXICO
IMPRENTA DE ANDRADE Y ESCALANTE
calle de la Cadena número 13

1859

*

NOS EL DOCTOR DON LÁZARO DE LA GARZA Y BALLESTEROS,
arzobispo de México; licenciado don Clemente de Jesús Munguía, obispo de Michoacán; doctor don Francisco de P. Verea, obispo de Linares; doctor don Pedro Espinosa, obispo de Guadalajara; don Pedro Barajas, obispo del Potosí, y doctor don Francisco Serrano, como representante de la mitra de Puebla.

Al venerable clero

y fieles de nuestras respectivas diócesis, a todos los habitantes de la República y a todo el mundo católico.

Habiéndonos encontrado, sin previo acuerdo y aun por circunstancias extrañas a nuestra previsión, reunidos en esta capital en los momentos acaso más críticos para la religión y la Iglesia, pues el señor Juárez, expidiendo en Veracruz los ya muy conocidos decretos de 12, 13 y 23 del pasado, ha llevado hasta sus últimos extremos la sistemada persecución a la Iglesia, que inició él mismo hace cosa de cuatro años, en clase de ministro de Justicia, con su memorable ley de desafuero eclesiástico, expedida el 23 de noviembre de 1855; hemos juzgado muy conveniente dirigir a todo el mundo una manifestación en común, pública y solemne, de nuestros sentimientos con ocasión de los decretos dichos, y en consecuencia de la tenaz y larga persecución que ha sufrido la santa Iglesia mexicana.

Si la guerra que hoy está devorando a nuestra desgraciada patria, reducida únicamente al orden político, no hubiese traspasado estos límites desbordándose hacia la religión y la Iglesia, nos, que por el carácter sagrado de nuestras personas y el objeto de nuestro ministerio, exclusivamente religioso y moral, hemos estado, estamos y tenemos esperanza de estar siempre lejos de ese círculo en que se agita la acción de los partidos, nos habríamos reducido a llorar en silencio estos odios políticos, estas divisiones intestinas, esta guerra entre hermanos, esta sangre que corre por todas partes, estos desastres inauditos que han transformado en ruinas el territorio vasto de la opulenta México; a levantar nuestra voz incesantemente al Dios de las misericordias para que nos perdonase, al Dios de la paz para que reconciliase a todos los enemigos y nos volviese la deseada tranquilidad, medio indispensable para el establecimiento y conservación del orden público, para el vigor y la fuerza del Estado, para la opulencia y prosperidad de las naciones; y por último, aprovechando las ventajas de nuestra posición entre los partidos contendientes, supuesto que nos hubiesen hecho la justicia de reconocernos como padres de todos, y nunca como enemigos de nadie, a conjurarles indistintamente a todos en nombre de la religión y la patria, para que se diesen el abrazo fraternal, inmolando sus odios políticos en las aras del Evangelio y volviendo a colocarse de común y espontáneo acuerdo en los espaciosos caminos que trazó el Supremo Legislador de los hombres con caracteres indelebles, no sólo al individuo para que fuese perfecto, sino también a las naciones para que fuesen sabias, justas, fuertes y grandes. Mas por una lamentable desgracia no es así: la imparcialidad política del Episcopado y su interés decisivo por el bien de todos se han puesto en duda, no porque la hayan tenido los principales motores de la persecución a la Iglesia, sino porque sus tendencias, muy disfrazadas al principio, más perceptibles en seguida, manifiestas después y descaradas al fin, han sido, no precisamente el establecimiento de tal o cual forma de gobierno, el triunfo de tal o cual idea exclusivamente política, sino la destrucción completa del catolicismo en México, la rotura de nuestros vínculos sociales, la proscripción de todo principio religioso, la sustitución de la moral evangélica, única digna de tal nombre, con esa moral facticia del interés y la conveniencia, que no se ha llamado universal sino porque deja un campo libre para sus extravíos a todas las pasiones. He aquí la causa por qué los tiros se han asestado siempre contra el clero, precisamente por ser el ministerio instituido por Jesucristo para salvar toda verdad contra todo error, toda virtud contra todo vicio, todo derecho contra toda injusticia; consolidar el orden afirmándole con la ley divina, y extirpar la tiranía, garantizando para los pueblos la acción de los gobiernos con la sanción eterna de los deberes impuestos por Dios a los magistrados públicos. Mas hoy la exaltación demagógica e impía, traspasando todo límite, ha llegado a sus últimos extremos: el clero mexicano figura en sus palabras, en sus decretos y en sus escritos como la primera causa de todos los males que pesan sobre México, como el enemigo constante de la civilización y del progreso, como el partidario instituido del despotismo y de la tiranía, como el aliado nato del ejército contra las instituciones políticas y libertades públicas. Hoy se ha tomado un empeño mayor que nunca en desacreditar nuestra causa a la faz del mundo, y con una maligna destreza se hacen circular, aun en la prensa extranjera, las especies más absurdas, a fin de hacer creer que el clero mexicano está sosteniendo y agitando la guerra con la mira de entronizar un partido político en perfecta consonancia con las pretensiones que con igual falsedad se le atribuyen. Es pues necesario desmentir la calumnia, levantar la voz contra esa trama de absurdos e imposturas, poner en claro la inocencia del clero a la faz de la nación y del mundo, dar a los fieles la sana doctrina contra los errores dominantes y precaverles contra los peligros de una falsa conciencia, ya que nada se perdona para precipitarles en el abismo insondable de la herejía y del error. Tal es el objeto de este escrito, que por la más justa y legítima de todas las causas dirigimos, no solamente al clero y fieles de nuestras diócesis, no sólo a nuestros conciudadanos y a todos los habitantes de la República, sino a todo el mundo católico; pues por todas partes han hecho los enemigos de la Iglesia circular sus errores contra la doctrina, las apologías de sus medidas y decretos, y las más odiosas calumnias contra los ministros de la religión. En nuestro ánimo, al escribir esta manifestación, vindicar el honor del Episcopado mexicano, con todo clero, de la calumnia tan falsa como atroz con que se le supone agente político de las revoluciones y atizador constante de la guerra civil, poniendo en claro la injusticia, iniquidad y ruinosas consecuencias de la persecución que se ha hecho a la religión y a la Iglesia en esta República, oponer a la propaganda cismática la doctrina católica, y hacer las declaraciones correspondientes, a fin de precaver las consecuencias de la seducción con que tan audaz como astutamente se intenta pervertir el sentido católico de los fieles.

I

Para ver a toda luz, no solamente la inculpabilidad del Episcopado y clero mexicano, sino también el carácter de la atroz injusticia con que se le ha perseguido, basta dirigir una rápida ojeada sobre los principales sucesos de la historia contemporánea en lo relativo a los conflictos de la Iglesia con el Estado. Cualquiera que, libre de pasión y conducido por una sana crítica, los examine, verá con toda la luz de la evidencia: primero, que la Iglesia no ha hecho nunca oposición a ningún gobierno sino en clase de defensa canónica y cuando ha sido provocada por leyes y medidas que atacan o su institución o su doctrina o sus derechos; segundo, que siempre se ha defendido exclusivamente con sus armas, que son las espirituales; y por último, que aun esto lo ha hecho con suma prudencia y claridad heroica.

Desde el momento mismo en que tocó a su plenitud la realización feliz de la independencia de nuestra patria, empezó a formarse entre nuestros mismos compatriotas, por la más lamentable desgracia, un partido antieclesiástico, aunque muy disfrazado por entonces, que infiltrando en el seno de la sociedad insensiblemente el veneno de las falsas doctrinas, preparó la terrible crisis que hoy amenaza igualmente, con una desaparición completa del territorio mexicano, a la religión y a la nacionalidad. Cuando el éxito brillantísimo del plan de Iguala manifestó claramente a todos los hombres pensadores que la religión había sido un elemento eficacísimo para poner de acuerdo en la independencia de México a todos los miembros divididos de esta gran familia, y que por lo mismo ella debería ser la base de la nueva sociedad en su legislación, en su gobierno y en toda su marcha administrativa, so pena de perderlo todo en el caso contrario, empezó a falsearse esta grande idea, a minarse en sus profundos cimientos el edificio todo: una carrera de decadencia en que han sido paulatinamente acabando todos los elementos morales y físicos de la nueva nación, fue la consecuencia de aquellos primeros errores, y al cabo de 38 años de ser independientes, nos encontramos en vísperas de perder la religión, la moral y la patria. La idea de avasallar la Iglesia encadenando sus libertades asomó desde el principio, dejando traslucir a los ojos de la crítica, que llegaría un tiempo en que pasase a las más horribles exageraciones, hasta el extremo de querer extirpar la religión, acabando con la Iglesia después de escarnecer a sus ministros. Aunque de pronto la lucha social tomó un carácter al parecer exclusivamente político, siempre llevaba en el fondo los elementos de una lucha religiosa, sucediendo, por lo mismo, que cada época de la historia de nuestras revoluciones civiles diese una página más a la de las persecuciones de la Iglesia mexicana. La idea del patronato apareció desde el año de 1822, provocando la reunión de aquella memorable junta de diocesanos, que guiada por sus principios estrictamente canónicos, declaró que había cesado el patronato para el gobierno temporal con la independencia misma, sino que pudiese figurar como un derecho adquirido, sino en fuerza de una nueva concesión otorgada por la Santa Sede Apostólica. La pugna entre la Iglesia y el Estado por los ataques dados en las constituciones políticas a la doctrina de la religión nació en Jalisco de aquella constitución que, estableciendo entre otras cosas, que el Estado fijaría y costearía los gastos del culto, exigía sin embargo a ciudadanos católicos un juramento de obediencia, mas la Iglesia entonces, no sólo en aquel obispado, sino aquí y en otras diócesis, levantó la voz contra semejante ataque, logrando repeler con el mejor éxito aquella fuerza abusiva con la suya canónica, religiosa y moral. Más tarde, y después de haber quitado la coacción civil, tanto sobre el pago de diezmos cuanto sobre votos monásticos, y dado por nulas algunas provisiones de coro hechas desde tiempo atrás por los obispos y cabildos eclesiásticos, se quiso dar un paso más firme y decisivo, declarando el patronato y decretando en consecuencia de tal declaración varias cosas, a pesar de las resoluciones anteriores, sin hacerse cargo de la Constitución de 1824, ni aun esperar el éxito de las negociaciones iniciadas con la silla apostólica. En este nuevo conflicto la santa Iglesia mexicana, siempre a la altura de su situación, conjuró la tormenta y encadenó la tempestad con su doctrina y su heroísmo: los obispos hablaron con el vigor y la irresistible fuerza que la gracia comunica; y mientras ellos, cediendo a la fuerza brutal que encadenaba sus personas, marchaban al destierro, los pueblos, demasiado sensibles a sus creencias para que dejasen pasar desapercibida tan terrible persecución, explicaron su indignación de una manera en extremo significativa para que siguiesen marchando las cosas por el mismo camino que llevaban. Aquella administración sucumbió sin haber conseguido más que dar un realce nuevo a la esplendente dignidad del Episcopado.

Este golpe tan terrible como humillante para los enemigos de la Iglesia, les hizo tal vez cambiar el sistema de su ataque, a fin de hacerle decisivo cuando se hallasen de nuevo en el poder. Por una de esas fascinaciones harto comunes entre los que no se sienten animados de la fe ni comprenden el espíritu y eficacia de la doctrina, llegaron a creer que la irresistible fuerza de la Iglesia para salir siempre victoriosa era más física que moral, consistía menos en su doctrina y ministerio que en los tesoros del tabernáculo y en las cuantiosas rentas con que expensa el culto y atiende a sus muchas y grandes instituciones piadosas: creyóse que robándola, todo estaría concluido, siendo una misma cosa, en el cálculo de sus esperanzas, empobrecer que avasallar y aún extinguir completamente a la Iglesia. De aquí resultó aquella memorable ley de 11 de enero de 1847, que podemos reputar como el principio acordado de la lucha en la segunda de sus épocas. Visto que el primer plan de ataque había dado los peores resultados, decretóse la ocupación de los bienes eclesiásticos bajo el velo hipócrita de una necesidad imperiosa traída por la invasión americana; mas la Iglesia levantó su voz como siempre: la palabra episcopal se cruzaba por todos los ángulos de la República en la más completa armonía: la nación recibió con ella una conmoción religiosa y moral inspirada por su fe, y todo el mundo vio entonces el triunfo de esta causa en la derogación de aquellas leyes, decretada en la misma administración aunque no por el mismo poder que las acababa de expedir. Entonces fue cuando la Iglesia mexicana, respirando apenas de tan penosa lucha, puso cuantos recursos estaban a su arbitrio en las arcas del tesoro público, manifestando así, que si a todo resiste cuando se atacan sus principios, es la primera también en traer su contingente a la patria en sus grandes peligros.

Un conjunto de circunstancias hizo entonces que, sin bajar del poder el partido liberal, descansase un tanto la Iglesia. Lo reciente de la guerra extranjera, los recursos pecuniarios de la indemnización americana, la preponderancia del partido moderado en la administración pública, y acaso algún recelo de renovar tan pronto el ataque contra la Iglesia, hicieron que ésta pasase algunos años, aunque no sin varios conflictos, sí libre de un ataque semejante a los de 33 y 47: esta situación se prolongó más tiempo con el advenimiento del gobierno establecido en México después de la última revolución de Jalisco. Mas el periodo fue tan breve que no discurrieron sino seis años poco más sin que la Iglesia volviese a ser arrastrada con más fuerza que nunca al teatro del combate. Triunfante apenas la revolución de Ayutla, dejó ver sus horribles intentos, que llenaron de consternación a todos los verdaderos católicos. El partido antirreligioso arrojó casi todos sus disfraces, y el gobierno mismo, entronizado en consecuencia de la revolución triunfante, mostró desde luego que recibía de lleno la inspiración y el influjo de los más exaltados partidarios. La supresión de la legación de Roma como inútil dio a conocer que el gobierno era cuando menos indiferente a todo principio religioso: la ley de desafuero y el despojo al clero mexicano de sus derechos políticos en la convocatoria dejaron ver a las claras toda su aversión al sacerdocio: la protección a una persona la más impía y desenfrenada no dejó duda ninguna sobre el advenimiento para la Iglesia de una persecución, la más terrible de todas, de una persecución que acaso nos haría recordar prácticamente, si no la lucha del paganismo, sí los siglos de apostasía y las recientes épocas en que, comenzando por emancipar la política de la religión a nombre de la libertad, se acabó por echar fuera a Dios de su tabernáculo, y rendir a una cómica en el templo los tributos sagrados en nombre de la Diosa Razón.

Muy pronto habríamos visto el cuadro en toda su integridad; pero aquellos primeros avances eran tan significativos y estaban irritando con tal fuerza el sentimiento público, que los mismos liberales, presintiendo acaso las consecuencias de un ataque inmaturo e imprudente, fueron los primeros en organizar una oposición al gobierno del general Álvarez: la revolución salió del mismo partido liberal con el pronunciamiento del gobernador de Guanajuato; y habría seguido acaso muy adelante sin el cambio administrativo que, colocando al señor Comonfort en el gobierno con el título y carácter de presidente sustituto, hizo creer a muchos que la lucha contra la Iglesia, si no cesase del todo, tendría por lo menos caracteres poco alarmantes, de aquellos que no bastan a producir una conmoción general.

Mas no tardaron mucho tiempo en sentirse los efectos del más triste desengaño, porque la conducta de aquel funcionario para con la Iglesia manifestó evidentemente que aquello no había sido sino sólo un simple cambio de táctica. Los decretos expedidos por él en Puebla interviniendo los bienes eclesiásticos de aquella diócesis dieron bastante a conocer que la Iglesia debía estar más alarmada por la táctica de aquella nueva administración que por los crudos y descarados golpes que había empezado a recibir y los nuevos que le preparaba la administración primera de Ayutla. Inicua y odiosa cuanto más no cabía fue aquella medida, bastante por sí para cubrir de luto a toda la Iglesia mexicana, para arrancar el más sentido clamor de todos sus pastores, para cerrar las puertas de los templos y considerar llegado el tiempo de la abjuración absoluta del catolicismo y aún de la moral por parte del gobierno; mas en aquellos decretos había una cosa más grave, si así puede decirse, el ropaje hipócrita con que se disfrazaba la inconcebible iniquidad, aquel carácter de justicia que se le quiso dar a tan odiosa medida, aquel presentarla con tanta audacia como aplomo bajo el emblema de un castigo ejecutado contra el clero como autor de la revolución armada de que acababa de ser teatro aquella ciudad. Esto era ya muy altamente significativo, era un sistema combinado astutamente para sacrificar a la Iglesia sin alarmar a los pueblos, y todo el mundo vio desde entonces que la lucha seguiría tomando por blanco de todo ataque directo al clero mexicano. En este sentido combinó su política el señor Comonfort. Rienda suelta a la prensa para difamar al clero; pomposos considerandos contra éste, a fin de cohonestar las leyes antieclesiásticas; trabas sin número, restricciones tiránicas a los pastores, a fin de dejarlos indefensos: he aquí el triple elemento de su acción contra la Iglesia. Si le arrebata su incontestable derecho de propiedad con la ley de 25 de junio y el reglamento concordante, y lanza sobre todas sus fincas a muchos hombres que instantáneamente pasan de la mendicidad a la opulencia, es, dice, para dar movimiento a los cuantiosos caudales estancados en manos del clero; si ataca los derechos parroquiales con una ley a todas luces atentatoria y tiránica, es para garantizar la limosna contra la avaricia del clero; si expide circulares y dicta medidas coartando la libertad apostólica, la voz pastoral y la jurisdicción diocesana, es para reprimir los avances del clero y poner coto a su pretendido sistema de hostilidad al gobierno.

Mientras éste caminaba del modo que acabamos de ver, persiguiendo por todas partes a los ministros del santuario, y atacando en todo sentido y con todas armas las inmunidades de la Iglesia, el Congreso discutía una constitución cuyo solo proyecto había bastado para conmover profundamente a los pueblos en toda la República. Los avances de aquella carta eran tales, que sin embargo de la disposición tan adversa del Ejecutivo contra la Iglesia, no pudo menos de alarmarle a él mismo y atraer su oposición hacia la Cámara. Notorio fue para todo el mundo lo que el gobierno sentía respecto de la Constitución; pero universal y profundamente inexplicable que este gobierno mismo, tan decidido contra el nuevo código político, hubiese mandado por un decreto a todos empleados públicos del orden civil jurarle, bajo la pena de perder sus destinos. Este decreto descargó sobre el país un golpe tan terrible, trajo consecuencias tan desastrosas en todas partes, que envolvió en sus estragos hasta el mismo magistrado que le había dado el ser. Prescrito con tal juramento un insulto constante a la divinidad, pues quería consagrarse con su nombre la promesa de avasallar su Iglesia reconociendo al gobierno general como a la autoridad exclusiva en materia de religión y disciplina externa, de aceptar con la libertad de enseñanza la abolición del magisterio católico reconociendo en consecuencia como un derecho la propagación del error y la herejía, de pasar por la tiranía de la conciencia contra los votos religiosos, de facilitar el ingreso de nuevos cultos con el derecho libre de asociación, de admitir la destrucción de la jerarquía eclesiástica y la inmunidad personal del clero, de respetar la expropiación radical de la Iglesia, etcétera, etcétera; el Episcopado no podía guardar silencio en tan peligrosa crisis para la conciencia, en aquel desquiciamiento constitucional de los principios católicos, y por lo mismo declaró unánimemente la ilicitud del juramento, y sometió al que le prestase, al requisito de la retractación. Esto fue bastante para que se lanzasen nuevas calumnias y diatribas contra el clero, hasta el extremo de presentarle como un poder alzado contra el soberano, como una clase luchando a sangre y fuego contra la sociedad.

En este estado de cosas, el señor Comonfort vio que aquella carta, no sólo anticatólica sino también antisocial, lejos de prometer esperanzas de orden y paz a la nación, debía por el contrario ser una fuente perenne de agitaciones, trastornos y desastres; y aunque el mal estaba ya muy avanzado, acometió la empresa de cortarle resignando en un pronunciamiento su jefatura constitucional el 17 de diciembre. No es de nuestro propósito entrar en las grandes cuestiones políticas que suscitó en el país aquel ruidoso acontecimiento; pero tampoco podemos dejar de observar que los considerandos del plan de Tacubaya y los conceptos del manifiesto del señor Comonfort, vinieron a ser la más brillante vindicación que el clero pudiera desear, pues que su inocencia, su proceder exclusivamente canónico y moral acababan de ser tácita pero solemnemente confesados por el presidente que más fuertes atentados había cometido contra la santa Iglesia mexicana.

De este golpe dado a la carta constituyente por el señor Comonfort provino el gobierno establecido en México en consecuencia del Plan de Tacubaya: porque la sangrienta lucha trabada entre este personaje y el señor Zuloaga con sus respectivas fuerzas en la capital, en el mes de enero del año pasado, ni reincorporaba al primero en un orden de cosas que acababa de destruir, ni le quitaba al plan del segundo su filiación primitiva. Este conflicto, concluido con el triunfo del Plan de Tacubaya y el retiro del señor Comonfort, fue el principio del que ha seguido después entre las fuerzas llamadas constitucionalistas y el gobierno establecido en la capital. Mas, no reduciéndose a cuestiones estrictamente políticas, sino al contrario, afectando la religión, la propiedad y todos los elementos sociales, ha venido por último a presentarse como la persecución furiosamente armada contra la Iglesia de Dios y sus ministros. En los diez y ocho meses que lleva de pesar sobre la desgraciada México tan funesta calamidad, no hay guarismo ciertamente para valorizar los desastres y ruinas que ha causado hasta en los puntos más remotos de la República. Los hombres que afectan luchar por la Constitución, se presentan donde quiera con facultades discrecionales que, no perdonando a ninguna clase, pesan muy principalmente sobre los ministros de la religión, sobre la conciencia de los fieles, sobre los templos del señor. Los hombres que afectan luchar por el triunfo de la libertad sobre la tiranía, han derramado la consternación por todas partes, y no hay un solo punto, ya dominado ya invadido por ellos, donde no hayan cargado de cadenas a los ministros de la religión. Amagos continuos, tropelías desaforadas, destierros caprichosos, insultos a pasto, cárceles y toda clase de penas son el copioso fruto con que nos brindan bajo los auspicios de la libertad que defienden. Luchan por emancipar, como dicen, la política de la religión, por establecer la perfecta independencia entre la Iglesia y el Estado; y sin embargo, invaden a mano armada por donde quiera el ministerio católico, impelen hacia el altar a clérigos apóstatas para que profanen escandalosamente los augustos y tremendos misterios de la religión, les instituyen curas para el gobierno espiritual de los fieles, con facultades para usar de la fuerza contra los legítimos pastores arrastrándoles a las cárceles o lanzándoles al destierro; decretan penas en materia de absoluciones sacramentales, el destierro en unas partes y la muerte en otras. Muéstranse indiferentes a todos los cultos, y cediendo a la razón de Estado, protectores de todos en un pueblo que no ha tenido ni tiene más que uno: mas tal indiferencia se transforma en odio y tal protección en sacrílega ironía cuando se les ve hacer caer las campanas sagradas de las torres, profanar los templos, arrebatar los ricos y cuantiosos tesoros que decoran la casa de Dios y calificar de delitos de Estado la resistencia moral de las autoridades eclesiásticas, la indignación del sentimiento católico y hasta las lágrimas inofensivas de un pueblo oprimido.

Este cúmulo inmenso de males (en que nos hemos querido contar, por no recargar más el cuadro, lo que han sufrido las otras clases de la sociedad, poblaciones incendiadas y saqueadas familias pasando rápidamente de la opulencia a la mendicidad, el hambre devorando a las poblaciones, la agricultura sin brazos, el comercio sin vida, y todo en la más absoluta decadencia), nos había hecho a muchos esperar que el influjo de las personas que sosteniendo sus principios liberales jamás han querido renunciar al título de católicos (ni ver con indiferencia el carácter vandálico de esa guerra que ha esparcido por todas partes la consternación y el dolor, ni sufrir por último esa horrible consecuencia práctica de tantos extravíos largo tiempo prevista y hoy manifiesta como un coloso en las fronteras mismas de nuestra patria; ese norte de la América, que viene a consumar ya la obra que inició astutamente desde sus primeras relaciones con nosotros, de absorber nuestra independencia para extinguir nuestra lengua, nuestro culto, nuestras tradiciones, nuestra raza, y todo lo que somos en la sociedad), hiciese volver sobre sus pasos a los principales agentes de esta guerra impía, y que una experiencia tan costosa fuese la precursora de la deseada unión y concordia entre todos los mexicanos. Pero ¡ah! muy pronto nos convencimos de que tales esperanzas no fueron más que las ilusiones del dolor; pues en vez de un término que habría sido tan honroso para nuestra historia, hemos visto con sentimiento inexplicable poner el colmo a esta acción destructora de nuestra patria con el manifiesto del señor Juárez, expedido en Veracruz el 7 del pasado, el decreto concordante de 12 del mismo, el reglamento del siguiente día, ocupando los bienes eclesiásticos, extinguiendo las comunidades de religiosos y toda clase de asociaciones piadosas, prohibiendo la profesión y recepción de novicias en los conventos de monjas, y estableciendo la libertad de cultos de una manera tan singular como inicua; y por último, el del día 23 del mismo mes pasado, cambiando la base moral de la familia con la institución del llamado matrimonio civil, que reemplaza el matrimonio cristiano (que Jesucristo elevó a la dignidad de un sacramentó inseparable del contrato, garantizando con la sanción eterna de la ley divina su carácter de indisoluble, y los deberes mutuos de los esposos en clase de tales y como padres de una familia) con el concubinato instituido, que, sometiendo a la voluntad libre del legislador esta institución primitiva contemporánea del hombre y anterior con mucho a la sociedad civil, deja sin arraigo, sin legislación fundamental, sin moral, en suma, lo que después de Dios y su culto hay de más respetable en la tierra. Estas leyes sacan su primera base del manifiesto, se fundan en ciertos argumentos que aparecen en clase de considerandos suyos, y entre estos considerandos figura el clero en primer término como un antiguo reo de Estado reincidente, a quien se castiga por último con tales leyes. ¿Cuáles son los delitos del clero? En el idioma de aquellos legisladores, el de "sedicioso, causa eficiente de la guerra, enemigo jurado de los gobiernos, obstáculo instituido contra el ejercicio del derecho que los pueblos tienen para constituirse, rémora permanente contra la libertad y el progreso"; mas en el de la verdad y estricta justicia, su delito no es otro que el de no haber querido nunca satisfacer su conciencia, renegar de sus títulos, desertar de la comunión católica, obedeciendo las diferentes leyes que se han dado en varias épocas, y especialmente las últimas, contra la institución, doctrina y derechos de la Iglesia ; el no haberse declarado contra Dios cuando el desobedecerle se requiere para obedecer a la potestad temporal, el haber sufrido con heroica paciencia la más horrible persecución sin oponerle otras armas que la resistencia pasiva, la doctrina canónica y la oración a Dios por la conversión de sus mismos enemigos. ¿Sería necesario detenernos en largas explanaciones para dejar bien comprobada esta verdad? Los acontecimientos hablan por sí mismos; y si este desfogamiento de pasiones se esfuerza por acomodar la bien tejida tela de sus calumnias en las páginas de la historia contemporánea, ella será nuestra defensa: porque, si en los tiempos de aluvión suele enturbiarse su corriente; fenecida la borrasca y a tres pasos del tiempo, sacude toda la inmundicia, para transmitir, perfectamente depurada en la crítica, la verdad de hecho a las más remotas edades.

Hemos referido sin comentarios, y con muy particular intento, los principales sucesos que abraza la historia de los conflictos en que ha puesto el Estado a la santa Iglesia mexicana; porque sin más que referirles simplemente, se ve donde está la provocación y donde la defensa, donde está el ataque y donde el sufrimiento, donde está la violación de los principios y donde la apelación a ellos. En la cuestión que dio motivo a la junta de diocesanos verificada en 1822, el mismo Estado declarando en la Constitución política de 1824 (artículo 50), tácita pero claramente, que el patronato exigía una nueva concesión de la silla apostólica, nada dejó que apetecer al clero para su vindicación. Esta misma prescripción constitucional, manifiestamente violada en 1833, así como la conducta de las autoridades eclesiásticas en consecuencia de la ley de patronato, puso de manifiesto la inocencia de la calumniada clase y la justicia de su oposición a dicha ley. En 1847, la cuestión suscitada por la ley de 11 de enero, discutida en la Cámara, ventilada por la prensa y súbitamente tratada por los obispos y cabildos, arrojaba por todas partes una luz clarísima para ver la inocencia de la clase calumniada y la incontrastable y justicia de la defensa que hacía. Durante la época del gobierno de Ayutla en toda la República, el Episcopado con su clero ha defendido su causa con la decisión que comunicara a la conducta la conciencia del deber, la gracia de Dios y el deseo de salvarse, pero sin traspasar los términos de la órbita moral y canónica, ni convertir esta defensa, como calumniosamente se ha sostenido, en un agente de insurrección, para poner en movimiento las armas y derrocar al poder. Si en los tiempos del señor Comonfort hubo una revolución constante contra su gobierno; si los agentes de aquella revolución la motivaban entre otras cosas con la religión y el fuero, esto nunca servirá de prueba para justificar la acusación que se nos hace, sino para mostrar que, sin embargo de la resignación, carácter pacífico y empeño de los pastores y ministros en sofocar las revoluciones armadas, los pueblos no pueden permanecer impasibles ni mostrarse indiferentes cuando se atacan la religión, la Iglesia, el sacerdocio en todos sentidos. De esto no puede ser el clero responsable, ni calificarse su voz doctrinal como una excitativa de guerra sin renunciar hasta al sentido común. Lo que se trata es, no de saber si con ocasión de nuestra resistencia pasiva y por el cumplimiento de nuestros deberes religiosos y morales, se han conmovido los pueblos contra gobiernos que tiranizan sus creencias; sino de inquirir si, una vez expedidos decretos antieclesiásticos e irreligiosos y acordadas ciertas medidas contra las santas inmunidades de la Iglesia, teníamos los eclesiásticos obligación de no resistir, de no defender los objetos sometidos a nuestro cargo, de mostrarnos indiferentes a los ultrajes de Dios y de su ley, de pasar por todo, abandonando la causa de la Iglesia, para que no se moviesen los pueblos, e introdujese la turbación, e impidiese que el poder público consumase la obra de descatolizarles. Nunca probarán, por mucho que se empeñen, los enemigos de la institución católica este cargo terrible que hacen al clero mexicano: dirán, como el señor Juárez en los considerandos de su ley de 12 de julio, que hemos promovido y sostenemos la guerra actual con la mira de sustraernos de la dependencia de la autoridad civil: reagravarán sus cargos, atribuyéndonos el delito de ingratitud por haber despreciado sus empeños en mejorar nuestras rentas, a trueque de ser constantes en el desconocimiento de la autoridad citarán como un beneficio al clero la ley absurda, inconsecuente y tiránica de obvenciones parroquiales, para que nuestra oposición a ella sirva de nueva prueba que dé más peso al delito: se nos representará como rémoras constantes para establecer la paz pública y en rebelión abierta contra el soberano temporal, como dilapidadores de los caudales piadosos para sostener y ensangrentar la guerra civil, como los jurados enemigos de la República, y tan poderosos, que ningún recurso ha sido bastante para reprimir nuestros esfuerzos: dirán cuanto quieran; porque el decir de una lengua vehementemente agitada por los fuertes impulsos de las más odiosas pasiones, es un decir sin término y medida: mas el probar tan horribles cargos, el darles siquiera un colorido que les hiciese pasaderos, empresa fuera que rendiría sin duda inútilmente los esfuerzos lógicos de nuestros adversarios, aun cuando se les diese para ello el término puesto a la consumación de los siglos. En efecto, no presentarán un solo hecho que pruebe su acusación, nunca lograrán un solo dato en pro del horrible cargo que nos hacen. Hemos defendido a la Iglesia, pero nunca atacado al Estado: hemos resistido pasivamente las memorables leyes de 33 y 47, y las que se dieron durante la administración de Ayutla inclusos ciertos artículos de la Constitución última contra la Iglesia, su doctrina y derechos; pero jamás hemos conspirado, ni armado, ni sostenido, ni autorizado ninguna revolución hemos sufrido la calumnia, las tropelías y el destierro, sin aliarnos con las fuerzas levantadas para derrocar al mismo gobierno que nos perseguía. En suma: en este punto, en esta prolongada lucha, en esta persecución desencadenada contra la Iglesia, el clero mexicano no ha hecho más ni menos de lo que debe: oponer al error entronizado en las leyes la doctrina católica, y al furor de sus enemigos la paciencia evangélica.

Para respetar nuestra conducta como un tributo a la religión, a la justicia y la conciencia, hubiera sido bastante, no hay que dudarlo, penetrarse bien del espíritu de esta institución en cuyo ministerio estamos colocados, pensar y obrar consecuentes con el dogma de la Iglesia : porque si no hemos resistido a la potestad civil sino sólo en aquellos casos en que no nos permite obsequiar sus decretos y medidas la ley evangélica; si nuestra resistencia, estrictamente pasiva, siempre ha consistido en estar dispuestos a sufrirlo todo antes que sacrificar nuestra conciencia y nuestro deber; si hemos tenido cuidado especialísimo de manifestar estos sentimientos a la potestad civil ofreciéndole al mismo tiempo los tributos de nuestro acatamiento y respeto en los puntos de su resorte; si jamás hemos recurrido a otros medios para la defensa de los derechos de la Iglesia ; ¿no es necesario abjurar todo principio de justicia, todo sentimiento de piedad y hasta el pundonor mismo del que discute con digna caballerosidad, para lanzar sobre nosotros acusaciones tan terribles? Hubieran debido nuestros enemigos atender a la prudente sobriedad con que han empleado el arma canónica los prelados de la Iglesia mexicana. ¿No es cierto que todos y cada uno de los muchos ataques que ha recibido ésta, especialmente durante la época de Ayutla y después del movimiento de Tacubaya en los puntos dominados por las fuerzas llamadas constitucionalistas, han sido en la realidad los más horrendos y atroces crímenes que la Iglesia castiga con sus censuras canónicas? ¿Es acaso cosa insignificante que un gobierno, sin renunciar al título de católico, cargue de cadenas los brazos de la jurisdicción eclesiástica, destruya las inmunidades canónicas, despoje violentamente a la Iglesia de sus derechos radicales sobre su propiedad, sitie de fuerzas la cátedra sagrada para sofocar la voz de los ministros evangélicos, erija los tribunales, judicaturas y hasta los agentes de policía en fiscales del ministerio evangélico y jueces de la doctrina católica? ¿Es poco arrancar del seno de su grey a los pastores, o para forzarles a una residencia arbitraria e indefinida dentro del mismo país, o para hacerles sufrir la dolorosa pena de la expatriación? ¿Es nada el arrebatar con una ley el pan que sostiene a los ministros de la Iglesia, inscribir sus quejas en el registro de los crímenes y presentarles como delincuentes de primer orden si rehúsan su acatamiento a esta violación escandalosa de las santas inmunidades? ¿Sería un hecho de poca monta la suerte lastimosa de tantos eclesiásticos respetables que vagan aquí y allá, sin recursos ni asiento, después que la borrascosa persecución les ha arrancado brutalmente de sus iglesias, hogares y familias? ¿Deberá pasar desapercibido el cuadro de tantos sacerdotes arrastrados a las cárceles, de tantos gobernadores diocesanos, cayendo de sus puestos como las hojas de los árboles, al embate borrascoso de la más horrible persecución; algunos para entrar en las cárceles y ser llamados por lista como el respetable señor Pantiga, que sucumbió por fin bajo el peso de tantas penas, y todos para sufrir el más inicuo y penoso destierro? ¿Pasaremos de largo por esos sacrilegios pasmosamente célebres, que llevarán hasta las más remotas edades el recuerdo de una época de inconcebible frenesí e inaudita barbarie? ¿Quién olvidará nunca tantos templos invadidos a nombre de la libertad y del progreso, y por mandato de personas que fungen de gobiernos, profanados de mil maneras y sacrílegamente despojados de todos sus tesoros? ¿ese santuario en que la piedad universal de toda la República depositara tanto tiempo ha sus limosnas para dar un tesoro piadoso al culto de la Reina de los Cielos, en su advocación de san Juan de los Lagos? ¿esa catedral de Morelia ferozmente allanada, impía y desvergonzadamente despojada de sus tesoros en presencia del mismo Dios, e insultada con horribles profanaciones su majestad adorable? Pues bien: ¿habrá uno solo dotado siquiera de sentido común, a quien pueda ocultarse que la potestad eclesiástica tenía para cada uno de estos crímenes, y otros muchos que callamos, el incontestable derecho de aplicar individual y localmente sus censuras canónicas? Si tan graves atentados como nunca se habían visto en nuestra patria no eran para fijar en tablillas a los autores, promulgadores y cooperadores de tantos decretos antieclesisáticos, de tantos golpes sacrílegos, y declarar entredichos Estados enteros; ¿para cuándo se reservarían estas penas canónicas? Sin embargo, notorio es a todo el mundo que la santa Iglesia mexicana no ha querido llegar a estos últimos extremos: hemos declarado las censuras, porque de tal deber no podíamos prescindir; pero no hemos formado procesos canónicos a nadie para sustraer individualmente de la comunión de los fieles a cada una de las personas contaminadas: hemos amonestado oportunamente a los fieles con pastorales, denunciándoles el mal y sus consecuencias a fin de precaverles; pero jamás fulminado el entredicho ni aun en un solo lugar: hemos declarado los efectos canónicos de la excomunión al clero y al pueblo, para que éste no llegase a entender que la circunstancia de no estar nominalmente excomulgados los violadores de las dichas leyes de la Iglesia, les quitaba un adarme siquiera del inmenso peso de sus ligaduras canónicas para el tiempo y la eternidad; y supiese sí, que el excomulgado no deja de estarlo aun cuando no se le ponga en tablillas, ni de morir impenitente si exhala el último suspiro sin reconciliarse con Dios y con su Iglesia; que la ley canónica donde se establece la distinción de excomulgados vitandos y tolerados no se dio para disminuir la pena o atenuar el delito de los miserables ligados con tal censura, sino para aliviar la condición de los fieles inocentes, permitiéndoles comunicar exteriormente con los excomulgados sin incurrir en la pena: pero de hecho se ha visto que, reduciéndonos a lo estrictamente indispensable respecto de aquellos desgraciados, no hemos dado un solo paso adelante. ¿Cómo, pues, cuando se ha visto a los prelados tan sobrios, y prudentes, en vez de reconocer aquí la benignidad pastoral, y la caridad heroica de la santa Iglesia para con sus más crueles perseguidores, y la extrema solicitud nuestra para evitar en lo posible las grandes conmociones que de otra suerte habrían sucedido, se nos ha hecho figurar como rebeldes a los gobiernos, conspiradores contra el orden, instigadores y apoyos de los que se lanzan a las revoluciones políticas? ¿Cómo conciliar dos cosas tan diametralmente opuestas: el carácter de ciegos partidarios que se han propuesto a toda costa derrocar gobiernos, y el de pastores caritativos que, si no apelan a los últimos extremos, si no usan de su derecho represivo en toda su plenitud, es incontestablemente para no acabar de romper la caña cascada ni apagar la pavesa que aún humea?

II

Pero dejemos aparte la odiosa, maligna, caluminosa y fútil acusación contra el clero, porque un objeto de mayor importancia está llamando nuestra atención; la doctrina católica. Ella no ha sufrido menos que sus ministros en esta época de furia y desconcierto, en esta guerra sin tregua, declarada ya sin rebozo contra lo que hay de más respetable y santo en la tierra. Mucho tiempo ha que dio principio entre nosotros, como ya lo hemos dicho, la tenebrosa tarea de pervertir el sentido religioso del pueblo con el fin de sacarle poco a poco del gremio de la Iglesia católica. Importación en México de todos los rezagos de la filosofía incrédula del pasado siglo; difusión de estos libros corruptores en todas las clases para tentarlas con el fruto de la ciencia; apologías hipócritas del pretendido derecho de discusión; el patronato presentado como un derecho inherente a la soberanía temporal; ensanche de la discusión hasta los caracteres constitutivos de la Iglesia y del Estado, a fin de preparar a los pueblos para recibir sin emoción las primeras leyes anticanónicas: he aquí los primeros ensayos de la guerra doctrinal. Más tarde, cuando la oposición del Episcopado irritaba el furor de la propaganda ultrarregalista, se presentó al clero católico como extraño a los intereses de la patria y aliado con el Papa en clase de soberano temporal, se hacía una sustitución artificiosa y maligna de la palabra católico con la palabra cristiano, para imitar a los protestantes, a tiempo que se combatía la independencia y soberanía de la Iglesia, y se llamaba al Papa con un énfasis burlón el OBISPO DE ROMA. Últimamente, llegado el triunfo de la revolución de Ayutla, que los enemigos de la Iglesia esperaban como sus tiempos de plenitud, no se ha vacilado en propagar las más escandalosas herejías, en proclamar un cisma completo, en relegar al país de las preocupaciones vulgares toda idea religiosa: el mismo ateísmo, ¡cosa increíble! ha visto llegar su día. Todos los errores han encontrado localidad en la odiosa propaganda de nuestra época, por inconciliables que sean entre sí; y no parece sino que, teniendo por mira única extirpar toda verdad, destruir todo derecho y acabar con todo culto, no se paran en las contradicciones de sus mismas doctrinas, con tal que sean anticatólicas, absurdas, erróneas y anárquicas. Repítense hoy las declamaciones antiguas y añádense otras nuevas, para que vivan juntas sin embargo de ser manifiestamente contradictorias. Los mismos que en 1833 querían dar mitras y curatos, declaran en 1855 como inútil la legación de Roma: los mismos que en 1857 sancionan constitucionalmente la libertad de enseñanza y de asociación, someten un año después los colegios católicos a la censura y discreción del poder civil en materia de ramos de enseñanza, doctrinas y libros de texto, y al fin se lanzan sobre ellos, destierran a los eclesiásticos que los regentan, y transforman en cuarteles y maestranzas sus edificios después de haberse declarado propietarios de sus bibliotecas, gabinetes, útiles de toda clase, objetos de ornato y fondos de subsistencia. Proclámase como un principio fundamental, cuyo desarrollo y aplicación se promete y anuncia, la independencia más absoluta entre la Iglesia y el Estado; pero en seguida se decreta interviniéndola y tiranizándola. " La Iglesia y el Estado son independientes, dicen: en consecuencia se suprimen las comunidades de religiosos, todas las cofradías, conferencias y congregaciones piadosas; no profesarán las novicias que hay ni se admitirán otras nuevas; entrarán al dominio de la nación todos los bienes de la Iglesia, y para conservar el culto de los conventos de religiosos, las preladas y los capellanes presentarán su presupuesto a la autoridad secular. Un paso más, y la autoridad de la Iglesia respecto del matrimonio, es presentada como una delegación del Estado, para justificar la sustitución del matrimonio cristiano con el concubinato civil...

Basta... el tiempo anunciado por el apóstol san Pablo a los obispos, para que estén alerta contra la destrucción absoluta de la religión, ha llegado ya desgraciadamente a esta católica y piadosísima República: tiempo funesto sobre toda ponderación, en que una gran multitud ya no puede soportar la sana doctrina, sino antes bien, abandonándose al impulso de sus locos deseos, busca doctores a su modo, maestros del error y del vicio, artífices de religión y moral, que trasplantan los cultos y modifican a su arbitrio la conciencia, regalando el oído con seductoras frases, a fin de apartar de la verdad al pueblo creyente y convertirle a los fabulosos inventos de una falsa historia, de una falsa filosofía, de una falsa política, de una falsa moral y de mentidos cultos. [ 16 ] Terrible situación para nosotros, no por los empeños en que nos pone, dulces por cierto y caros para nuestro corazón, sino por las causas que excitan nuestro celo pastoral, y el temor de que nuestra palabra sea inútil para muchos. Sin embargo, ellos tendrán que responder a Dios, de un aviso desapercibido, de amonestaciones desacatadas, de advertencias echadas al desprecio, como nosotros tendríamos que responder también al supremo pastor que reina en los cielos, de guardar silencio en un tiempo en que la voz episcopal debe correr por todas partes, para salvar del estrago y total ruina la fe, la piedad y la conciencia de los fieles.

A todos y cada uno de los obispos católicos hablaba el apóstol de las gentes en estas palabras que leemos en la segunda de sus epístolas a su discípulo Timoteo: "Te conjuro delante de Dios y de Jesucristo, que ha de juzgar vivos y muertos al tiempo de su venida y de su reino: predica la palabra de Dios con toda fuerza y valentía, insiste con ocasión y sin ella: reprende, ruega, exhorta con toda paciencia y doctrina... Vigila en todas las cosas, soporta las aflicciones, desempeña el oficio de evangelista, cumple todos los cargos de tu ministerio". Atentos pues a tan autorizada exhortación, y cumpliendo por nuestra parte con el primero y más estrecho deber que tienen los pastores, y es el de dar a sus ovejas el sazonado pasto de la sana doctrina, y retraerlas del pasto venenoso, que conduce indefectiblemente a la muerte, vamos a consignar aquí, para el gobierno de todos los fieles y en ejercicio de la autoridad docente que hemos recibido del mismo Jesucristo señor nuestro, la doctrina católica sobre los puntos más combatidos por los enemigos de la religión. Vamos a enseñar, y no a discutir, a hacer advertencias, y no discursos; a hablar como obispos, y no como filósofos: porque la doctrina del Crucificado no está puesta a discusión; vienen de Él mismo al oído de los hombres por la predicación de sus enviados, como se explica el apóstol; se trasmite por la autoridad a la creencia, y no por el raciocinio al convencimiento. ¡Desdichados mil veces de aquéllos que, no haciendo alto en la autoridad docente de la Iglesia católica, les digan a sus pastores, como los filósofos a los filósofos: "Tu palabra vale tanto cuanto; prueba, prueba tanto cuanto entiendo, entiendo tanto cuanto digo!" Oigan pues los fieles la voz de sus pastores, de aquellos que Dios les ha enviado para conservarles firmes en la fe, la esperanza y la caridad, siempre unidos en la profesión privada, pública y social de la religión verdadera, en el seno maternal de la santa Iglesia católica, apostólica, romana, en el orden establecido por Dios para mantener sus relaciones con nosotros, y en los santos caminos abiertos por su ley a toda la humanidad para salvarse.

Hay un solo Dios, una sola religión verdadera, una sola moral plena y santa, una sola Iglesia legítima.

No hay verdadera religión, ni verdadera, plena y santa moral, ni legítima comunicación con Dios fuera de la Iglesia.

No hay más que una Iglesia verdadera, no hay más que una sola Iglesia de Dios; y es, la que Jesucristo señor nuestro, en ejercicio de su poder supremo sobre los cielos y la tierra, y sin el concurso de ningún poder humano, sin el consejo de ningún saber humano, sin necesitar absolutamente de nadie y de nada, estableció en el mundo, para que fuesen llamados todos a ella por la predicación de los apóstoles, que al efecto nombró, y de sus sucesores, que son el romano pontífice y todos los obispos: la cual por esto se llama, y es con toda verdad, una, santa, cat ó lica, apost ó lica, romana.

Fuera de la Iglesia verdadera no hay salvación. Tal es el dogma católico. Así es que, cuantos no quieren pertenecer a ella, o habiendo nacido en ella la abandonan, si mueren en tan infeliz estado, no se pueden salvar. En consecuencia: todos aquellos que, olvidando el supremo de todos los intereses del hombre, se esfuerzan por sacar a los fieles del seno de la Iglesia católica, son sus más encarnizados y crueles enemigos.

La santa Iglesia católica, apostólica, romana, es una sociedad perfecta, una sociedad constituida, una sociedad visible, y por tanto, reúne, por la dispensación de su divino fundador, cuantos elementos son esenciales a una sociedad en toda la extensión de la palabra, todos los caracteres de legítima filiación para sus miembros, todos los vínculos sociales que ligan a estos entre sí, todos los elementos de orden, conservación y estabilidad, todos los medios eficaces para llegar al supremo fin de su institución. Obra predilecta del mismo Dios, es lo más sabio, lo más fuerte, lo más fecundo, lo más augusto, lo más universal, lo más constante, lo más acabado y perfecto que puede presentar la historia de las sociedades desde el principio hasta el fin del mundo. Es por lo mismo esta Iglesia, soberana e independiente: pensar lo contrario es renunciar a la fe, decir lo contrario es falsear la doctrina, obrar en sentido contrario es levantarse rebelde contra el mismo Dios.

El Estado también, o sea la sociedad civil, es independiente, soberana y tiene en sí misma cuanto es necesario para llegar a su fin. Mas esta independencia y soberanía de la Iglesia y del Estado tienen un sentido católico, que es necesario no perder nunca de vista, porque de lo contrario se seguirían los más crasos errores en lo especulativo, y las consecuencias más funestas en lo práctico. Ninguna de estas independencias es absoluta sino sólo respectiva; porque sólo en Dios está lo absoluto en todo género de perfecciones, así como sólo de Dios viene y puede venir todo don perfecto. Esto quiere decir, que la Iglesia recibe de Dios los caracteres dichos, y por tanto es dependiente de Dios como institución suya, y súbdita de Dios; pero independiente de todo lo que no es Dios, soberana entre las soberanías instituidas por Dios. Lo mismo respectivamente ha de decirse del Estado: su independencia, relativa del todo al orden político, no excluye, sino antes bien, supone su dependencia absoluta de Dios.

Siendo pues dependientes de Dios así la Iglesia como el Estado, claro es, que ambas instituciones poseen la independencia y soberanía para gobernarse conforme a la Ley divina, tienen deberes mutuos que llenar, y por lo mismo, ni el ser la Iglesia independiente y soberana la exonera del cargo de prestar aquella cooperación que conduce a la conservación del orden público y cumplimiento de las leyes, ni el ser el Estado independiente de la Iglesia relaja las obligaciones del gobierno temporal, consiguientes a los derechos de la verdad, de la religión católica y de la Iglesia. Proclamar pues la independencia recíproca entre la Iglesia y el Estado para emancipar a éste de la religión, dar puerta franca indistintamente a todos los cultos hacia un pueblo exclusivamente católico y creerse libre de toda obligación en el orden religioso es, no proceder con los derechos de un Estado independiente y soberano, sino abolir el principio religioso, y sustituir el ateísmo en la constitución de la sociedad civil y en su marcha administrativa: es declararse contra Dios y decirle con descaro inaudito: "Nada tienes que ver con la sociedad, nada con su marcha política, nada con su legislación, ni el Gobierno tiene que ver nada contigo".

En la Iglesia católica está el verdadero cristianismo, y no está ni puede estar nunca fuera de ella. Cuando algunos, pues, rehúsan con arte el título de católicos y toman con cierta presunción el de cristianos, dando a entender que pueden merecer este nombre, y por consiguiente salvarse, sin necesidad de estar por fe y obediencia en la santa Iglesia católica, piensan como herejes, hablan como apóstatas y obran como cismáticos. No hay verdadero cristianismo, lo repetimos, fuera de la Iglesia católica, apostólica, romana; y cuando como miembros de esta sociedad reconocemos al romano pontífice y le rendimos el tributo de nuestro acatamiento y obediencia es, no como príncipe temporal de un Estado, sino como jefe de la Iglesia, sucesor de san Pedro y vicario de Jesucristo. Ésta es la única Iglesia de que habla el símbolo de la fe, la única que confesamos en el bautismo cuando nos pregunta el sacerdote: ¿ cre é is la Santa Iglesia cat ó lica? la única que llamó suya Jesucristo cuando dijo, refiriéndose al príncipe de los apóstoles: Sobre esta piedra edificar é mi Iglesia. Esa otra Iglesia reformada, que pretende establecer en México la demagogia, es sinagoga de Satanás, es la Iglesia protestante, reunión de los secuaces de Lutero y Calvino, invención del jansenismo y del regalismo; es en fin todo lo que se quiera, mas no la Iglesia reconocida por Jesucristo ; no es la edificada sobre Pedro, no es la que reconoce por su cabeza visible al sucesor del príncipe de los apóstoles. De este centro, de esta cátedra pretende separar al pueblo mexicano, el que le dice que el Papa (a quien todo católico reconoce como a vicario de Jesucristo y su lugarteniente sobre la tierra) es un príncipe extranjero. Cuando los mexicanos respetamos y obedecemos y llamamos padre al soberano pontífice, no nos sujetamos al soberano temporal de Roma; a quien reconocemos es al sucesor del príncipe de los apóstoles, al representante de Cristo, a aquel a quien fueron dadas las llaves del reino de los cielos: esto es lo que ha enseñado, y enseña, y enseñará el Episcopado y clero mexicano a los fieles. No es de un príncipe temporal, sino de la Cabeza visible de la Iglesia católica, de quien hablamos cuando decimos con San Jerónimo: "El que esté unido a la cátedra de Pedro, es mío". Éste es punto esencialísimo, es un dogma capital, es la doctrina que aprendimos desde niños cuando se nos puso en las manos el catecismo: quien niega esta verdad no es ni puede ser católico, él mismo se separa de la Iglesia, es hereje.

Se ha pretendido algunas veces, con el intento de asestar mejor los golpes contra la institución católica, que el clero no es una clase esencial a la religión, y aún se le ha presentado en oposición con los intereses legítimos de la sociedad civil: lo primero para que los pueblos entiendan que ningún inconveniente se seguiría de que faltasen los ministros del culto; y lo segundo, para cohonestar las persecuciones que se hacen a éstos cuando en cumplimiento de su deber, o predican la sana doctrina contra los errores y herejías que propagan sus enemigos, o resisten pasivamente a las leyes, providencias y medidas del poder temporal contra la institución, doctrina y derechos de la santa Iglesia católica. Es pues necesario manifestar a los fieles que ambos conceptos son entera y absolutamente falsos; pues la institución del clero es tan esencial a la religión come benéfica para los intereses legítimos y bien entendidos de la sociedad. No hay religión sin fe, ni fe sin doctrina, ni doctrina sin predicación, ni predicación sin enviados: tal es el raciocinio de san Pablo. ¿Quiénes son los enviados? Los sacerdotes: este es el oráculo de Jesucristo. La esperanza vive de los medios de salud y justificación para el hombre, y éstos son los santos sacramentos que constituyen, según la frase de nuestro catecismo, "unos remedios espirituales que nos sanan y justifican", y el ministerio está en esa clase llamada clero. Los sacramentos instauran la caridad en el bautismo y la restituyen por la penitencia, la inflaman y sostienen más y más en la eucaristía, como robustecen el espíritu católico en la confirmación, comunican las gracias necesarias a la familia en el matrimonio, derraman los consuelos en el pecho del moribundo con el óleo sagrado en la extremaunción, y proveen a la religión de ministros en el orden. Ahora bien, ¿dónde estarían esos bienes inmensos sin el clero que es el ministerio católico? En ninguna parte. No hay religión sin culto, ni culto sin sacrificio, ni sacrificio sin sacerdote. Por otra parte, la religión que profesamos ¿por qué se llama católica? Porque a todos comprende en la vocación que hace a las naciones para que se salven, el que dijo a sus apóstoles y en ellos a todos los ministros de la palabra evangélica: Predicad a toda criatura (Marc.). "Instruid a todas las naciones, enseñándolas a guardar todas las cosas que os he mandado". (Math.) ¿Qué se sigue de aquí? Que el clero es esencialísimo de todo punto a la religión, lo mismo que a la Iglesia, y que no puede sostenerse lo contrario sin destruir el dogma católico.

¿Qué diremos de la pretendida oposición de intereses entre el clero y la sociedad civil? Que éste es otro error digno, bajo todos aspectos, de repelerse. Si la religión y la sociedad vienen igualmente de Dios, ¿será racional suponer el caso de que una cosa tan esencial a la primera, como es el ministerio católico, pudiese hallarse nunca en oposición con los intereses legítimos de la segunda? Por otra parte, todos los beneficios que a ésta dispensa la religión, que son incalculables y no pocas veces han sido reconocidos por sus mismos impugnadores, van distribuidos por las manos del clero: éste consagra y santifica la familia, moraliza las costumbres, facilita el cumplimiento de las leyes, vigila en su órbita por la conservación del orden, forma al hombre moral preparando así al buen ciudadano, tiende su mano al hombre que está para morir, y parte su pan con el pobre a nombre de Jesucristo. ¿Cómo pues tener valor para propagar tan seriamente un absurdo a par calumnioso que bárbaro? No: el clero ha sido, es y será siempre el amigo más sincero y útil de la sociedad, el cooperador más eficaz de los gobiernos, y el custodio más fiel de la justicia.

Pero si hay un error de trascendencia a cual más funesta, es el desconocimiento de la autoridad suprema de la Iglesia, no solamente para enseñar y definir el dogma, sino también para conservar la moral y establecer la disciplina: porque de este gravísimo error viene que muchos, sin renunciar al título de católicos, se lancen furiosos contra la Iglesia cuando usa de sus facultades legítimas. Es pues necesario que los fieles entiendan que la santa Iglesia de Jesucristo tiene, con independencia de todo poder humano, esta triple facultad, y ejerce, por tanto, una verdadera jurisdicción: es la única depositaria de la verdad católica, y a su voz debe ceder la inteligencia de todo el orbe: es la única autoridad instituida para decidir sobre lo lícito e ilícito, y en consecuencia, a su juicio está sujeta la conciencia de cuantos viven en su seno: tiene derecho pleno, concedido por el mismo Jesucristo, para establecer su orden exterior con toda la suficiencia que demanda el objeto de su institución. En fuerza de este derecho y en cumplimiento del deber que tienen sus prelados de salvar el dogma contra la herejía y el error, de salvar la moral contra el pecado y la falsa conciencia, y la disciplina canónica contra las tendencias de los cismáticos, que niegan la soberana autoridad y universal jurisdicción de la Iglesia, predica, amonesta, advierte lo que es o no lícito, juzga de las acciones por la ley divina y eclesiástica, y aplica sus penas canónicas para castigar a los contumaces. A este fin se han dirigido los actos del Episcopado mexicano siempre que los gobiernos han atacado tan sagrados derechos. Por esto protestan ante aquéllos contra cualquier ley, providencia o medida que ataque la institución, doctrina y derechos de la Iglesia : por esto amonestan a los fieles con edictos y los instruyen con pastorales, a fin de que no se contaminen cuando se les excita a desobedecerla por esto expiden circulares y decretos al clero para normar su conducta e impedir la indigna colación de los sacramentos y la ruina espiritual de los fieles. En fuerza de este derecho, y según lo establecido en las leyes generales de la Iglesia, declaramos que la ley de desafuero eclesiástico no podía ser obsequiada sin incurrir en la censura; que tampoco se podía cumplir ni aprovechar; ni cooperar a sus efectos la ley de 25 de junio y su reglamento concordante, sin quedar excomulgados; ni recibir la absolución de la censura y la sacramental, aun en artículo de muerte, sin satisfacer a la Iglesia por el escándalo con la retractación, y por la injusticia con la devolución de las fincas y reparación de los daños; que no era lícito jurar la Constitución por contener artículos contrarios a la independencia, soberanía, doctrina y derechos de la Iglesia : por esto finalmente, hemos declarado, que incurren en la misma pena todos los que violan sus santas inmunidades, ya reales, ya locales, ya personales.

Hace mucho tiempo que se buscan razones, y a falta de ellas se forman paralogismos y propalan sofismas alucinadores para dar un colorido de derecho al sacrílego despojo de la Iglesia : ya se suponen sus bienes propiedad nacional que la Iglesia conserva y administra por donación de los príncipes, ya unas armas peligrosas que deben quitarse de las manos del clero para impedir el trastorno de la sociedad; ya se clama voz en cuello que los valiosos ornatos que decoran la casa del señor son vanas superfluidades y una magnificencia fanática de que Dios no ha menester; y dicho esto, se lanzan contra los bienes de la Iglesia y aun sobre los templos para saquearlos, dejándolos enteramente limpios de cuanto puede producir algo. Mas todo esto no es sino la lógica de la rapacidad armada contra la institución divina de Jesucristo. La Iglesia es propietaria de los bienes que expensan su culto y mantienen a sus ministros, tiene sobre ellos una verdadera, plena e independiente jurisdicción; y por lo mismo, el despojarla de ellos es un robo, sea quien fuere el despojante, y el allanar el templo y apoderarse de lo que hay en él, es un robo sacrílego, el más atroz que puede concebirse.

Como este conjunto monstruosísimo de errores, herejías y contra principios seguidos de los más horribles estragos, representa en el idioma de los demagogos reformistas la lucha del progreso contra el statu quo, era preciso que nada quedase en pie, y por lo mismo, después de haber descargado los últimos golpes contra la doctrina católica, la religión católica, la Iglesia católica, el clero católico y la creencia católica, con el manifiesto de 7 de julio, y los decretos de 12 y 13 del mismo, se pasó a destruir la institución divina de la familia, sustituyendo el matrimonio cristiano con el concubinato civil. Tal es el objeto del decreto expedido por el señor Juárez, en su residencia de Veracruz, el día 23 del pasado, cuyos considerandos, que representan la parte doctrinal de la ley, dicen a la letra:

Que por la independencia declarada de los negocios civiles del Estado respecto de los eclesiásticos, ha cesado la delegación que el soberano había hecho al clero para que con sola su intervención en el matrimonio, este contrato surtiera todos sus efectos civiles.

Que resumiendo todo el ejercicio del poder el soberano, éste debe cuidar de que un contrato tan importante como el matrimonio se celebre con todas las solemnidades que juzgue convenientes a su validez y firmeza, y que el cumplimiento de é stas le conste de un modo directo y auténtico.

En estas pocas palabras hay cuatro notabilísimos errores: primero, que la dependencia o independencia entre la Iglesia y el Estado en sus negocios respectivos pende nada menos que de la declaración que haga el poder civil; segundo, que la jurisdicción de la Iglesia en materia de matrimonio es una delegación de la potestad civil; tercero, que por la intervención de la Iglesia había quedado disminuida la soberanía temporal; cuarto, que la validez y firmeza del matrimonio depende de las prescripciones de la ley civil. Esto es lo que aparece como parte filosófica y fundamental del decreto de matrimonios en los considerandos transcritos literalmente, y esto basta, no hay que dudarlo, para ver y palpar hasta dónde pueden llegar los extravíos de la razón humana cuando boga sin brújula en el mar borrascoso de las pasiones. ¿Cómo podría sostenerse, sin renunciar a la idea de un Dios todopoderoso, criador del cielo y de la tierra, fundador de la Iglesia, instituyente y supremo legislador de la sociedad civil, que de la declaración del gobierno de ésta dependa la subsistencia o desaparición legítima de la independencia de la Iglesia y el Estado en los negocios de su respectiva competencia? No: esta independencia viene de la constitución esencial de cada sociedad, y por tanto, de la voluntad libre y soberana del autor de ambas, que es el mismo Dios; es un derecho consiguiente a una y otra soberanía, y ni la Iglesia puede someter o emancipar al Estado en lo que es propio de él, ni el Estado fundar o destruir el principio de la independencia social de la Iglesia católica. Podrá un gobierno, abusando de la fuerza física, tiranizar en todos sentidos a la Iglesia, declarar una guerra sin cuartel a sus ministros y acometer la empresa de abolir la religión, como pudo Pilatos condenar a muerte a Jesucristo a petición de los judíos y hacer ejecutar su inicua sentencia, como pudieron los emperadores gentiles inundar de sangre cristiana la huella de tres siglos: mas el hecho no arguye derecho: de otra suerte los asesinatos cometidos establecerían el derecho sobre la vida, y los robos el derecho sobre la propiedad.

En cuanto al segundo punto, de que la acción jurisdiccional de la Iglesia sobre el matrimonio haya sido el ejercicio de una delegación que le tenía hecha el poder civil, diremos con toda ingenuidad que ésta es la primera noticia que tenemos: porque nada hemos encontrado que así lo enseñe, ni en la historia de la Iglesia, ni en la tradición, ni en código alguno, ya eclesiástico ya civil. ¿De dónde le ha podido ocurrir al señor Juárez que la Iglesia católica, cuya jurisdicción en este punto es universal y ejercida en todo el mundo católico, fuese una subdelegada suya en materia de matrimonios? Esto apenas puede concebirse. La Iglesia no separa en el matrimonio el doble carácter que tiene; porque ni confiere el sacramento sin el contrato, ni acepta el contrato sin el sacramento. Además, su legislación en la materia, sus juicios en ambos fueros, su acción gubernativa, en suma, versan sobre dos órdenes en que ningún poder ejerce la autoridad civil; conviene a saber: el sacramento y las obligaciones y consecuencias morales del contrato. El señor Juárez, temiendo sin duda esta réplica, en verdad incontestable, parece referir esta pretendida delegación a los efectos civiles del matrimonio. Pero esto es igualmente falso: porque la legislación civil del matrimonio lo acepta como un hecho legal, reconociendo el doble carácter que tiene y descansando en la manifestación de la Iglesia ; mas no ha dejado a ésta el arreglo de sus efectos civiles. Que haya dado por prueba suficiente de la existencia del matrimonio la partida parroquial, o sea el testimonio auténtico del hecho, no prueba delegación sino reconocimiento de una prueba como tal. De otra suerte sería preciso decir que el dicho de los testigos, la declaración de peritos importan otras tantas delegaciones a unos y otros para la fundación del derecho. No hay pues tal delegación: que la ley se conforme con la prueba testimonial de la partida del matrimonio en el archivo de la parroquia respectiva, o que exija otra, ni pone ni quita un ápice en la jurisdicción de la Iglesia : ni ésta dejará de exigir la conservación de sus libros, el asiento de las partidas de matrimonio para sus efectos canónicos porque el gobierno no quiera servirse ya de esta clase de pruebas, ni entenderá jamás que está obrando como delegada suya en este punto porque el gobierno civil, conservando todavía el sentido común, aproveche tan importante recurso.

No había por lo mismo menoscabo alguno de la soberanía temporal antes que se diese la ley de 23 de julio, ya porque ninguna jurisdicción ejerce el soberano temporal en el carácter religioso y moral del sacramento, ya porque la subsistencia o abolición de un modo de prueba para los procedimientos judiciales nada quita ni restituye a la soberanía temporal.

Pero lo que hay de más grave aquí por sus consecuencias funestísimas, es el último concepto que sirve de base al decreto repetido, y es, esto de que la validez y firmeza del contrato del matrimonio dependan de las disposiciones de la ley. Esto es, no sólo falso y absurdo, sino monstruoso, atroz, horrible: es una red astutamente tendida para que desaparezca de la familia toda su moralidad. ¿Adónde iríamos a parar si la ley civil hubiese de ser el fundamento radical de las obligaciones morales del matrimonio consiguientes a la validez del contrato? En un congreso sería el matrimonio indisoluble, mientras en el siguiente se declararía el divorcio como un derecho, etcétera, etcétera. ¿Dónde iríamos a parar?... Y nótese, porque esto es muy importante, toda la alevosía de esta ley. Es un puñal oculto entre flores para hundirle en el seno de la sociedad mexicana. Cuáles sean las tendencias de este plan de reformas podrá no descubrirlas el pueblo, pero bien las trasluce y anticipadamente las deplora quien estudia estas leyes a la luz de la historia. De la ley de 23 de julio al matrimonio eclesiástico no media una línea, pues ha quedado permitido; y al divorcio sólo hay un paso, medido por el instante que tarda el pueblo mexicano en tragarla. En esta ley se declara el matrimonio indisoluble y se consignan unos cuantos de los impedimentos canónicos, porque si así no lo hubieran hecho, el pueblo lo conocería todo. Mas como éste ve allí algo de la institución religiosa, y por otra parte, no hace alto en la declaración de que la validez o nulidad del matrimonio pende de la ley civil, puede pasar esto, y cuando ya la corrupción traída por el concubinato y sus horrorosas consecuencias sean hechos consumados, ningún trabajo costará establecer el divorcio a la voluntad libre de los cónyuges.

Mas los fieles deben tener entendido que el matrimonio, institución primitiva y anterior con mucho al nacimiento de la sociedad civil, base y fundamento cardinal de esta misma, no puede por ningún título depender, ni en su formación, ni en su constitución, ni en su administración estrictamente doméstica, del poder civil: que el matrimonio es indisoluble, no porque aquél lo declare así, sino por la naturaleza de las obligaciones que en él se contraen, y el carácter del fin a que se dirige por la voluntad misma del supremo legislador: y por último, que la ley de la indisolubilidad del matrimonio está, no en el Código, el Digesto, las Partidas o las constituciones políticas, sino en las palabras de aquél que dijo : "Lo que ha juntado Dios, no lo separe el hombre".

Increíble se hace por cierto, no el que hayan descargado tan mortales golpes sobre lo que hay de más augusto, respetable y sagrado en una sociedad bien constituida, unos hombres que de mucho tiempo atrás tienen concertado el exterminio completo de eso que llaman statu quo, es decir: la religión, la creencia, la santa Iglesia con su ministerio, la propiedad sagrada y el matrimonio católico; sino el que lo hayan hecho pisoteando la constitución política de 1857, en cuya nombre sostienen esta guerra vandálica y atroz, y en el acto mismo de proclamar como un principio y adoptar como una regla práctica la independencia más absoluta entre la Iglesia y el Estado, y establecer como una garantía el derecho de igual protección para todos los cultos. ¿No declara el artículo 9o. de la Constitución citada que a nadie se le puede coartar el derecho de asociarse, o de reunirse pacíficamente con cualquier objeto lícito? Sí. Ahora bien: las cofradías, conferencias y monasterios, ¿son asociaciones pacíficas? Sí. ¿Sus objetos son lícitos? Evidentemente: a no ser que el señor Juárez, declarándose soberano espiritual, concede como ilícito el culto divino, la oración de los fieles, etcétera, etcétera. ¿Cómo, pues, este señor coarta de tal suerte la libertad individual en este punto, que extingue las cofradías, conferencias y toda clase de asociaciones piadosas, prohíbe a las novicias profesar y suprime las comunidades de religiosos, condenándoles a la expatriación o muerte, sin el recurso de indulto, si se asocian y reúnen de nuevo en sus claustros pacíficos a continuar sus ejercicios piadosos y eminentemente lícitos? Con el mismo derecho con que da por existentes muchos cultos en un pueblo exclusivamente católico, y sanciona por sí y ante sí la libertad de todos después que el Congreso constituyente, lejos de introducirla, tuvo que reprobar el artículo 15, cediendo al voto de oda acción. Mas ya que dio de mano a todo tan manifiestamente, para proclamar la independencia entre los negocios eclesiásticos y los puramente civiles, ¿pretenderá por ventura que los institutos religiosos pertenecen a los establecimientos del Estado? ¿Creerá que los votos monásticos y las congregaciones piadosas son cosas civiles? ¿Se figurará que el matrimonio cristiano es una cosa extraña a la religión y a la moral, o que una y otra son del resorte del poder civil? Pues el hecho es que los decretos de 12, 13 y 23 del pasado son evidentemente la contradictoria práctica tanto de la Constitución que invoca y afecta defender, como de los principios que él mismo ha proclamado, y de los ofrecimientos que ha hecho. Supongamos que para estos señores del progreso y de la libertad hubiese llegado ya el suspirado día en que apareciesen mezcladas y confundidas con las basílicas del Dios vivo la sinagoga del judío, la mezquita del mahometano, ¿robarían al protestante, al judío, al gentil, al mahometano en, uso del derecho de protección que ofrecen a todos los cultos? ¿Darían reglamentos que modificasen sus sistemas religiosos, quitando y poniendo lo que les pareciese, y esto en consecuencia de la independencia en que se coloca al Estado de todo culto religioso? Respondan los liberales de buena fe, y estamos seguros que su respuesta será negativa. ¿Por qué, pues, sólo para la Iglesia católica se decretan estos despojos universales, estas coacciones tiránicas a objetos exclusivamente religiosos cuando se proclaman tales principios, y no se haría esto con los adoradores de Mahoma, con los secuaces de Lutero, etcétera, etcétera? Porque la pretendida independencia entre la Iglesia y el Estado y la pomposa promesa de protección a todos los cultos son cosas para los cultos falsos, y meras palabras antifrásticas para el culto verdadero: todo para el error, nada para la verdad; todo para la herejía, nada para el dogma; todo para la iniquidad, nada para la justicia; todo para las sectas de Satanás, nada para la Iglesia de Jesucristo. Pero esto es poco todavía: lo que debe decirse es, que para el error, la herejía, los cultos más abominables y absurdos está la disposición de los que fungen de autoridades, la protección de sus leyes, el respeto de todo el partido demagógico; mas para la doctrina católica, la religión única verdadera, la Iglesia legítima, la institución de Jesucristo señor nuestro, no hay más que indiferencia, desprecio, burla, odio, persecución, tiranía, saqueos, violaciones de todo género, intento manifiesto de extirparla. Desengañémonos: esos hombres no tratan más que de arrojar de nuestra patria la Iglesia católica, apostólica, romana; de borrar, si es posible, hasta el último vestigio del culto de nuestros padres; de arrancar la fe, la esperanza y caridad del espíritu de este pueblo religioso. Es preciso decirlo: en el idioma legal y diplomático de ese partido, la palabra protección tiene dos sentidos; el de convite franco y oferta de recibimiento magnífico a todas las sectas, y guerra de exterminio a la religión única verdadera, a la adoración instituida del Dios Trino y Uno conforme a su voluntad expresa, a la piedad católica, al culto de plenitud y perfección infinita inaugurado en la cruz.

III

No seguiremos adelante: no es posible abarcar en una alocución de esta naturaleza ese cúmulo de errores, herejías, absurdos y contradicciones que abraza la guerra de la demagogia contra la doctrina católica. Mas lo dicho basta para poner en claro los principales errores y constrasentidos de aquélla. El verdadero católico no será presa de la propaganda cismática e impía, si fijo en los principios cardinales de su creencia, cierra los oídos a la pomposa palabrería de los demagagos reformistas, y atiende sólo a la voz autorizada de sus pastores.

En consecuencia de todo lo dicho, y para que los fieles no se dejen fascinar por tantos errores, imposturas y calumnias, concluimos este escrito con las declaraciones siguientes:

Primera. Declaramos que cuando el señor Juárez dice que el motivo principal de la actual guerra, promovida y sostenida por el clero, es conseguir el sustraerse de la dependencia de la autoridad civil, vierte una falsedad en todas sus partes. Es falso falsísimo que el clero haya promovido y sostenido la guerra actual ni otra alguna. Es falso falsísimo que el clero pretenda ni haya pretendido jamás el sustraerse de la dependencia de la autoridad civil en cuanto es del resorte de ésta, sino al contrario, ha predicado y profesado la doctrina de que se debe obediencia a la potestades de la tierra en todo lo que disponen y mandan dentro de la órbita de sus facultades legítimas. En consecuencia, rechazamos en todas sus partes, como una falsa y atroz calumnia, el primer considerando del señor Juárez en su decreto de 12 de julio último.

Segunda. Declaramos que al decir el señor Juárez, refiriéndose a la autoridad civil, que cuando ésta ha querido, favoreciendo al mismo clero, mejorar sus rentas, el clero por sólo desconocer la autoridad que en ello tenía el soberano, ha rehusado aun el propio beneficio, asienta una cosa falsa y nos calumnia igualmente. No sabemos a qué favores alude aquí este señor; porque el clero no ha recibido de la administración de Ayutla sino ultrajes inauditos, coacciones tiránicas, golpes de todo género y la propiedad de la Iglesia una destrucción vandálica, descarada, y cuyos provechos, tendiendo sólo en favor de aquéllos que se lanzaron contra toda justicia y derecho a los remates, hicieron avergonzar aún a muchos liberales que, sin embargo de sus principios exagerados en política, conservaban todavía el pundonor y ciertos principios de moralidad. En consecuencia, rechazamos la calumniosa falsedad que enuncia el señor Juárez en el segundo considerando de su citado decreto.

Tercera. Declaramos, que este señor en su tercer considerando, vierte tantas falsedades como conceptos, y nos calumnia con la misma injusticia que en todo: porque es falso falsísimo el que la ley de obvenciones parroquiales haya tenido por objeto quitar ninguna odiosidad al clero aun cuando la hubiese habido, que ciertamente no la había; falso falsísimo que aquella ley encerrase ni un solo pensamiento en favor de esta respetable clase; sino al contrario, fue acaso el mas infame golpe que recibió entonces, después de la intervención de la Iglesia de Puebla, de la administración del señor Comonfort: aquella ley era calumniosa en sus motivos, falsa en su objeto, atentatoria e incompetente a todas luces en su materia, tiránica en sus disposiciones reglamentarias, fuente perenne de desastres en sus consecuencias.

Cuarta. Cuando el señor Juárez dice: que como la resolución mostrada sobre esto por el Metropolitano, prueba que el clero puede mantenerse en México, como en otros países, sin que la ley civil arregle sus cobros y convenios con los fieles, olvida que aquella disposición diocesana tuvo por objeto no el dar una prueba práctica de lo que dice el señor Juárez, pues nunca ha pretendido la Iglesia que la ley civil arregle sus cobros y convenios con los fieles, sino salvar la dignidad de la Iglesia y el decoro de sus ministros de las vejaciones tiránicas a que les condenaba la ley de obvenciones, manifestando ser preferible a todas luces perecer de hambre, si esto fuese necesario, que consentir en este vilipendio ignominiosísimo del ministerio católico. Mas aquí confunde el señor Juárez dos ideas que no deben confundirse nunca; el pretendido derecho de intervención del gobierno temporal en lo que es propio de la Iglesia, intervención que ella jamás ha querido consentir y a que siempre se ha resistido, con el deber que todo gobierno católico tiene de impartir a la santa Iglesia la protección debida para que sus derechos sean cumplidos y no defraudados, cosas diametralmente opuestas. Por lo cual declaramos: primero, que ningún derecho tienen los gobiernos temporales para intervenir a la Santa Iglesia en los objetos de su autoridad y jurisdicción; segundo, que aunque la independencia respectiva del Estado es un derecho, no se sigue aquí que el gobierno temporal, fundado en tal independencia, esté libre del deber que tiene de auxiliar y proteger a la Iglesia de Dios, como lo han hecho tantos príncipes cuya fidelidad a la ley divina no ha quitado nada ni a su independencia ni a su grandeza; tercero, que siendo esta protección un deber, ni está al arbitrio de los gobiernos el dispensarla o no, ni es una gracia suya, sino una obligación cumplida, cuanto disponen y ejecutan a fin de proteger los derechos de la Iglesia.

Quinta. Declaramos que el señor Juárez, en el quinto de sus considerandos, nos calumnia, no solamente a nosotros sino a toda la nación, por ser tan falso que alguna vez hubiese el clero servido de obstáculo a la paz pública, como el que hoy reconozcan todos que está en abierta oposición con el soberano. No necesitamos de preguntarle al señor Juárez quién es este soberano; pero sí desearíamos que se citase un solo hecho de los prelados de la Iglesia y demás personas del estado eclesiástico en prueba de semejante aserción. Aun en esos lugares que están dominados por las fuerzas llamadas constitucionalistas, el clero acata a las personas que fungen de autoridades y sólo resiste a las leyes, decretos y medidas que no puede cumplir sin faltar a la ley de Dios. Si este proceder es lo que llama el señor Juárez abierta rebelión contra el soberano, derecho tenemos para decir que este soberano es el que con semejante título ha declarado una persecución tiránica y horrible a la doctrina de Jesucristo, a la Iglesia de Jesucristo, al ministerio instituido por Jesucristo. Rechazamos, pues, con el derecho que nos da nuestra inocencia, esta nueva calumnia.

Sexta. Declaramos contra el sexto considerando del señor Juárez, en su decreto citado, ser falso de toda falsedad, que el clero haya dilapidado los bienes de la Iglesia, o que haya contribuido de manera alguna jamás a la destrucción general, sosteniendo y ensangrentando ninguna lucha fratricida, cualquiera que sea, ni promovido jamás el desconocimiento de autoridad alguna, sea legítima o ilegítima, ni menos negado jamás a la República el derecho de constituirse. Todos estos asertos son otras tantas imputaciones calumniosas que repelemos del modo más solemne. Lo que hemos hecho es manifestar lo que es ilícito, lo que la santa Iglesia tiene condenado como herético o erróneo, lo que se requiere para la digna colación de los sacramentos, las responsabilidades contraídas por aquéllos que han atacado su institución, doctrina y derechos; y en esto hemos obrado, no como partidarios políticos, de lo cual estamos absolutamente ajenos, sino como prelados establecidos por Jesucristo para regir la Iglesia de Dios.

Cuando el señor Juárez concluye sus considerados diciendo: que habiendo sido inútiles hasta ahora los esfuerzos de toda especie por terminar una guerra que va arruinando a la República, el dejar por más tiempo en manos de sus jurados enemigos los recursos de que tan gravemente abusan, sería volverse su cómplice, y que es imprescindible deber poner en ejecución todas las medidas que salven la situación y la sociedad, vierte conceptos que no pueden pasar desapercibidos. Sin mezclarnos en la grave cuestión de los inconvenientes que haya podido tener el término de la presente guerra civil, y tomando de aquí tan sólo el calumnioso concepto de que el clero es el jurado enemigo de la República, y los bienes de la Iglesia son las armas con que la está haciendo una guerra sangrienta; refiriéndonos además al concepto de que estos falsos supuestos dan derecho para despojar a la Iglesia de sus bienes; declaramos: primero, que es una falsa y atroz calumnia decir que el clero es enemigo de la República, que le esté haciendo la guerra y empleando como armas para sostener esta lucha los bienes eclesiásticos; segundo, que aun cuando el clero no fuese inocente, aun cuando algunos o muchos de sus miembros hubiesen cometido los delitos que se les atribuyen, esto no justificaría el despojo que le hace a la Iglesia ese decreto de 13 de julio, que importa un saqueo universal de la propiedad más sagrada; un golpe a la religión católica, apostólica, romana y al pueblo que la profesa, con el establecimiento de la libertad de cultos; un atentado contra la autoridad de la Iglesia, su jurisdicción y sus instituciones más respetables; una coacción tiránica y horrible a la conciencia de todos, ya por el conflicto en que ha colocado a los tenedores de capitales, ya por la terrible coacción que impone a las conciencias de las comunidades religiosas de ambos sexos; y por último, un edicto de persecución muy semejante a los que promulgaban contra los primeros fieles los emperadores paganos, pues que decreta la expatriación o la muerte contra los que resisten a sus prescripciones inicuas, contra los que no se declaren, a fin de obsequiarlas en todo cumplidamente, contra la ley de Dios y la suprema autoridad de la Iglesia.

Séptima. Apoyándonos, contra el decreto que expidió el señor Juárez el 23 de julio estableciendo el matrimonio civil, en las manifestaciones hechas por nuestro santísimo padre Pío IX al rey de Cerdeña en la carta que le dirigió desde Castel-Gandolfo, el 19 de septiembre de 1852, diciéndole que "es un dogma de fe, que el matrimonio ha sido elevado por Jesucristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento, y es un punto de la doctrina católica que el sacramento no es una cualidad accidental sobreañadida al contrato, sino que es de la esencia misma del matrimonio; de tal suerte, que la unión conyugal entre los cristianos no es legítima sino sólo en el matrimonio sacramento, fuera del cual no hay mas que un mero concubinato; declaramos: que ese decreto del señor Juárez sobre matrimonios, que suponiendo el sacramento divisible del contrato de matrimonio entre los católicos, pretende arreglar su validez y firmeza, contradice la doctrina de la Iglesia, usurpa sus inalienables derechos, y en la práctica eleva al mismo rango el concubinato y el sacramento del matrimonio.

Octava. En consecuencia de las precedentes declaraciones y cuanto hemos expuesto en este escrito, declaramos falsos y calumniosos, y repelemos como tales, todos los conceptos emitidos contra el clero en el manifiesto del señor Juárez expedido en Veracruz el 7 del pasado y los considerandos de su decreto del día 12 y de cuantos otros han dado contra la Iglesia las autoridades de Ayutla.

Novena. Declaramos que no es lícito obsequiar este decreto en ninguna de sus parte ni cooperar de modo alguno a su ejecución: que ninguna autoridad tiene el señor Juárez, ni gobierno alguno, para hacer entrar al dominio de la nación todos ni parte de los bienes de la Iglesia: que por lo mismo dicho decreto en este punto es un despojo atentatorio y tiránico de la propiedad más sagrada, sujeto a las censuras de la santa Iglesia, y especialmente a la excomunión mayor fulminada por el santo Concilio Tridentino en el capítulo XI de la sesión 22, De Reformatione. En consecuencia, están incursos en esta pena canónica, no solamente los autores y ejecutores del decreto repetido y de cuantos otros han expedido, o medidas han dictado, o hechos han ejecutado contra la propiedad de la Iglesia y los templos las autoridades de Ayutla; sino también aquellos que de algún modo cooperen o hayan cooperado a su cumplimiento.

Décima. Para precaver en los fieles los peligros de una falsa conciencia, les hacemos saber que por ningún motivo, NI AUN EL DE SALVARLE A LA IGLESIA SUS BIENES, les es lícito cooperar al cumplimiento del decreto dicho, ni entrar en los arreglos que propone, ni aceptar las conveniencias que ofrece: que LA IGLESIA REPELE COMO COSA INDIGNA ESTA FALSA PIEDAD, y prefiere sobre la conservación de sus intereses la inmunidad de sus principios y la pureza de su doctrina.

Undécima. Que esta institución, tácita pero efectiva, de la libertad de cultos que contiene el decreto de 12 de julio, es un atentado enormísimo contra la ley de Dios: que el gobierno de un pueblo exclusivamente católico, lejos de tener libertad ninguna en este punto, está obligado por la divina ley a proteger y conservar íntegra la religión católica, apostólica, romana; y por tanto, comete un horrible crimen contra Dios, cuando abre las puertas de la nación y promete protección a todos los cultos falsos.

Duodécima. Declaramos: que la supresión de las comunidades de religiosos, cofradías, hermandades y demás congregaciones piadosas, clausura de noviciados de monjas y prohibición de que profesen las novicias existentes es otro atentado sacrílego contra la religión y la Iglesia : que el decreto donde tal se ha prevenido es nulo y de ningún valor: que la subsistencia canónica de todo lo suprimido es incontestable: que las obligaciones consiguientes a los votos religiosos, las exenciones de regulares, etcétera, subsisten íntegras, sin que el decreto del señor Juárez valga nada en este punto.

Decimatercia. Declaramos: que los incursos en las censuras canónicas, afectos a la obligación de restituir lo usurpado o reparar el escándalo, v. g., los adjudicatarios o rematadores en virtud de la ley de 25 de junio, así como sus autores y cooperadores, y cuantos han mandado despojar a la Iglesia de sus rentas o saquear los templos por el decreto de 12 de julio o cualquiera otro, y han ejecutado el mandato, o cooperado en algún modo a su cumplimiento, así como también los juramentados, no pueden ser absueltos, ni en artículo de muerte, si no cumplen los requisitos establecidos por la Iglesia y mencionados en nuestras circulares y decretos diocesanos.

Decimacuarta. Declaramos: que el que es indigno de la absolución sacramental no puede lícitamente recibir otro sacramento, y si le recibe, comete sacrilegio.

Decimaquinta. Declaramos: que la absolución sacramental, arrancada por engaño o por la fuerza al ministerio de Jesucristo, no es válida a los ojos de Dios y de su Iglesia; que ni los juramentados que no reparen el escándalo ni los usurpadores de bienes eclesiásticos que no restituyan, pueden ser absueltos válidamente por ningún sacerdote aun en el caso de que éste lo haga voluntariamente.

Decimasexta. Declaramos: que todos los legisladores civiles del mundo jamás podrán despojar a la Iglesia de la más mínima de las facultades que recibió de Jesucristo: que entre estas facultades está contenida la de conocer y arreglar el matrimonio sacramento: que solamente éste y ninguno otro es válido entre católicos: que el que estos contraigan contra las prescripciones de la Iglesia será ilícito si es contraído con impedimento de los que se llaman impedientes; y nulo, si lo fuere con alguno de los dirimentes, es decir: que será un verdadero concubinato por más que le declaren válido las leyes civiles: finalmente, que los religiosos profesos nunca dejarán de serlo, aunque las mismas leyes civiles les expulsen de los claustros y les declaren secularizados.

Finalmente, y para evitar los artificios de los enemigos de la Iglesia, que de todo sacan partido a fin de propagar el error y la seducción, declaramos: que, siendo cuanto hemos dicho el resumen de cuanto hemos declarado en nuestras pastorales y representaciones, y prevenido en nuestras circulares y decretos los obispos de la República, sin excepción ninguna; todos los fieles deben recibir esta manifestación, sin vacilar, como la voz unísona de todo el Episcopado mexicano. Hay más: todos los puntos que aquí tocamos, están sustancialmente comprendidos en el anatema de reprobación que nuestro santísimo padre lanzó contra el proyecto de constitución, los decretos expoliadores y las coacciones al clero hechos por las autoridades de Ayutla, en su memorable Alocución en el Consistorio secreto habido el 15 de diciembre de 1856: y por lo mismo, todos los fieles deben recibir nuestras declaraciones doctrinales y canónicas como si les fuesen dirigidas inmediatamente por el vicario de Jesucristo.

Hemos concluido. Dios nuestro señor haga que esta manifestación que, con la intención más recta y pura dirigimos, no solamente a los fieles de nuestras respectivas diócesis para declararles la doctrina de la Iglesia contra los errores dominantes, sino también a todo el mundo para mostrarle la inocencia del clero mexicano y nuestros sentimientos en esta horrible persecución, surta los mas felices efectos, poniendo en claro la inocencia y carácter pacífico del clero mexicano, impidiendo los estragos de la seducción con la declaración que hemos hecho de la sana doctrina, salvando las conciencias de los fieles en tan peligrosa crisis, y haciéndoles obrar en todo conforme al oráculo divino de Jesucristo señor nuestro, cuando dijo a todos los hombres en las personas de sus discípulos: "Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todas las demás cosas se os darán por añadidura."

Lázaro
ARZOBISPO DE MÉXICO
Clemente de Jesús
OBISPO DE MICHOACÁN
Francisco de Paula
OBISPO DE LINARES
Pedro
OBISPO DE GUADALAJARA
Pedro
OBISPO DEL POTOSÍ
Doctor Francisco Serrano

 

[ 1 ] Francisco Bulnes, Juárez y las revoluciones de Ayutla y de Reforma, México, Murguía, 1905, 652p., p. 354.

[ 2 ] Ralph Roeder, Juárez y su México, versión al español del autor, prólogo de Raúl Noriega, 2 v., 2a. ed., México, Taller de Impresión de Estampillas y Valores, 1958, v. I, p. 298.

[ 3 ] Martín Quirarte, El problema religioso en México, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1967, 408 p., p. 277.

[ 4 ] Martín Quirarte, El problema religioso en México, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 1967, 408 p., p. 275-302.

[ 5 ] Miguel Galindo y Galindo, La gran década nacional o relación histórica de la guerra de Reforma, intervención extranjera y gobierno del archiduque Maximiliano, 1857-1867, 3 v., México, Oficina Tipográfica de la Secretaría de Fomento, 1904.

[ 6 ] Mariano Cuevas, Historia de la Iglesia en México, 5 v., México, Cervantes, 1942.

[ 7 ] Francisco Regis Planchet, La cuestión religiosa en México, 6a. ed., México, 1957, 678 p.

[ 8 ] Alfonso Toro, La Iglesia y el Estado en México (estudio sobre los conflictos entre el clero católico y los gobiernos mexicanos desde la independencia hasta nuestros días), México, Publicaciones del Archivo General de la Nación, Talleres Gráficos, 1927, 502 p.

[ 9 ] Andrés Molina Enríquez, La reforma y Juárez, estudio histórico-sociológico, México, Tipografía de la viuda de Francisco Díaz de León, 1906, 98 p.

[ 10 ] Justo Sierra, et al., México, su evolución social, 2 v., México, Ballescá y Compañía, sucesor editor, [1900-1902].

[ 11 ] Francisco Bulnes, Juárez y las revoluciones de Ayutla y de Reforma, México, Murguía, 1905, 652p.

[ 12 ] Porfirio Parra, Sociología de la Reforma, 21a. ed., México, Empresas Editoriales, 1967, 244 p. (El Liberalismo Mexicano en Pensamiento y en Acción, 8).

[ 13 ] Ricardo García Granados, La Constitución de 1857 y las Leyes de Reforma en México, México, Tipografía Económica, 1906, 136 p.

[ 14 ] Francisco López Cámara, Los fundamentos de la economía mexicana en la época de la Reforma y la Intervención (la vida agrícola e industrial de México según fuentes y testimonios europeos), México, Publicaciones especiales del Primer Congreso Nacional de Historia para el estudio de la Guerra de Intervención/Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, 1962, 96 p.

[ 15 ] Gastón García Cantú, El pensamiento de la reacción mexicana, historia documental 1810-1962, México, Empresas Editoriales, 1965, 1022 p.

[ 16 ] Erit enim tempus, cum sanam doctrinam non sustinebunt, sed ad sua desideria coacerbabunt sibi magistros prurientes auribus: et á veritate quidem auditum avertent, ad fabulas autem convertentur. II Timoth., cap. IV, vers. 3, 4.

[Pues vendrán tiempos en que -los hombres- no podrán soportar la santa doctrina, sino que se buscarán maestros según sus deseos. Estarán ávidos de novedades y apartarán los oídos de la verdad para prestarlos a las fábulas].

Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, Álvaro Matute (editor), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 7, 1979, p. 197-240.

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