Thomas G. Powell, El liberalismo y el campesinado en el centro de México,
1850-1876, traducción de Roberto Gómez Ciriza, México,
Secretaría de Educación Pública, 1974, 192 p. (Sep Setentas, 122).
José Antonio Matesanz
Ha sido casi un lugar común de la historiografía tradicional, sobre todo de la conservadora, afirmar que la revolución liberal de Reforma tuvo desastrosos efectos para el campesinado indígena. Al sustanciar tal aserción dedica Powell su sólido, hermoso libro. "La tesis principal que resulta de este estudio es que los liberales mexicanos demostraron poca comprensión hacia el campesinado y que, mediante la prosecución de una política que desorganizó la vida tradicional de las comunidades indígenas, acentuó la enajenación y miseria del grupo étnico mayoritario del país" (p. 7). Powell enfoca su atención en el centro de la República, concretamente en los estados de Hidalgo, México, Morelos y el Distrito Federal. La elección de esta zona se debió a facilidades y dificultades de documentación, pero se apoyó además en la consideración de que "el centro ha tenido siempre la mayor importancia económica porque ocupaba el primer lugar en producción agrícola y, era venero importante de oro y plata" (p. 9). Aún más: el centro fue elegido porque allí era más efectivo el gobierno y puede verse mejor el impacto de una política gubernamental. Una última delimitación: se trata exclusivamente de comunidades indígenas.
La definición misma de indígena le causa a Powell las primeras dificultades. Por una parte, establece que los indígenas eran aproximadamente la mitad de la población, por la otra, no le es factible hacer una distinción exacta entre peones y campesinos; la apunta, sin embargo, y también da cierta importancia a la distinción entre "gente de razón" (blancos y mestizos) y "gente sin razón" (indios), y al dictado de "gente decente", que usaban los blancos para distinguirse de los mestizos.
La sociedad de México entre 1850 y 1860 la encuentra Powell formada por un 13% de blancos (la capa alta de la sociedad), un 6% de mestizos que constituía un grupo de transición hacia un 30% más de mestizos, colocados también en una posición intermedia, -la tercera parte de todo este grupo tenía una movilidad potencial- un 50% de indígenas, de los cuales un 5% tenían dinero, y por último un 1% de indígenas y mestizos marginados: mendigos, vagos, prostitutas ladrones y bandidos.
Entre estos grupos étnicos las relaciones eran tensas y hostiles, y se agravaban por las desastrosas condiciones del país, la bancarrota del erario, la anarquía y la derrota a manos de los Estados Unidos. Los indígenas seguían siendo la raza conquistada aunque a veces protestaran violentamente. La rebelión en el Bajío de 1766 a 1767 la considera Powell antecedente del carácter de guerra de castas que habría de tener la rebelión de Hidalgo. Las elites mexicanas quedaron tan impresionadas por las implicaciones sociales de la guerra de Independencia que habrían de poner toda su fuerza en contra del campesinado indígena. A pesar de que la República declaró en teoría la igualdad jurídica y civil de los indígenas éstos siguieron oprimidos en la práctica: ningún beneficio y sí muchos males acarreó al indígena su nueva situación. Había odio entre las clases. Powell observa que para 1855 la sociedad mexicana estaba enajenada: "Durante la época de la Reforma, entonces, más de la mitad del pueblo mexicano vivía enajenada con rencor contra sus conciudadanos y México era en verdad una familia dividida contra sí misma" (p. 23). La Reforma implicó la ascensión de un grupo de mestizos, burgueses, empeñados en imponer un sistema capitalista al país. De 1850 a 1860 cayeron las barreras acumuladas por los criollos para detener la ascensión de los mestizos. Fue una revolución: "la organización social de México en aquella época refleja tanto una modificación de la estructura de clases colonial como el inicio de un importante cambio social" (p. 18). La mayoría de la población, el 70%, estaba formada por las clases bajas, es decir pobres, compuestas tanto de indígenas como de mestizos.
En el campo, la vida de las comunidades indígenas se veía bajo el dominio de la hacienda. Por una coincidencia de intereses que a fin de cuentas no resulta extraña tanto el partido liberal como el conservador favorecieron al latifundista. Por supuesto había latifundistas tanto liberales como conservadores. El hacendado tiene un enorme prestigio social. Todos quieren ser hacendados y las haciendas se comen a los indígenas que, de vez en cuando, responden violentamente.
Dentro de este panorama, no olvida Powell insertar algunas reflexiones sobre el ejército, la Iglesia y la economía de México. El ejército tenía de 18 000 a 25 000 soldados en activo, gozaba de fuero especial y era particularmente aborrecido por los indígenas víctimas de la leva. El campesinado indígena era decididamente antimilitarista. La Iglesia tenía también fuero especial, como correspondía a una sociedad estamental. Su peso en la sociedad era enorme. Gozaba de respeto y de enormes bienes materiales. Esto explica, en parte, la situación relajada de muchos clérigos. La Iglesia era la mayor latifundista del país y la mayor institución bancaria. "La Iglesia debía mucho de su influencia al gobierno mexicano que, después de la Independencia, conservó la tradicional unión entre la Iglesia y el Estado sin establecerse claramente como el miembro más importante de esa asociación" (p. 28-29). No había, en efecto, una clara división de los poderes secular y religioso. Con tan enormes intereses que defender, la Iglesia no se abstuvo de participar activamente en la política.
La economía del país, mientras tanto, iba de mal en peor de 1850 a 1860. Por principio de cuentas, no había sistema económico nacional unificado, lo que sí había era una cultura de la pobreza generalizada. Las comunicaciones y transportes internos eran malos. México estaba subdividido en microeconomías autosuficientes. El comercio tenía innumerables trabas, la más importante las alcabalas, que sofocaban la economía entera. Las minas estaban arruinadas. La producción agrícola era buena pero no había cómo colocarla. La industria textil daba sus primeros pasos y, sorprendentemente, la balanza comercial estaba equilibrada.
Powell advierte la importancia social de los bandoleros. El bandolerismo es casi exclusivamente una guerrilla campesina. Todos los gobiernos de la Reforma fracasaron en su lucha por acabar con las gavillas de bandoleros, que fueron más audaces y numerosos de 1870 a 1886.
México era en suma, una sociedad mal integrada, y "El campesinado indígena, uno de sus sectores más enajenados, no logró afirmarse como fuerza social y se convirtió en la víctima de la Reforma liberal" (p. 3).
Esta sociedad campesina (definida como la que cultiva la tierra y comercia con sus productos) se agrupa en comunidades indígenas cuya composición resulta complicada, pues están formadas de ""rancheros" de "peones" y de "jornaleros".
La comunidad es el principal órgano de la vida social. Las comunidades indígenas pelean mucho entre sí mismas por la posesión de la tierra. Una comunidad podía poseer los siguientes tipos de tierras: 1) el fundo legal, que dotaba al pueblo de tierra en qué asentarse; 2) los ejidos, o pastizales de uso común; 3) los propios, tierras cuyo producto se destinaba a gastos públicos, y 4) las tierras de común repartimiento, que se distribuían temporalmente a los comuneros para que las trabajasen. Con el avance del latifundismo se producen cambios económicos y culturales en los indígenas que perdían la tierra, es decir, pasaban de campesinos a peones. El cuadro general de la vida de un campesino indígena, del nacimiento a la muerte resulta bien triste. También lo es el de la vida de los peones en las haciendas. En el proceso los indígenas generalmente adoptaron el español como lengua propia, aculturándose, conservando o abandonando sus lenguas, entre las cuales dominaban el náhuatl y el otomí. Las familias de cuatro o cinco miembros que componían estas comunidades llevaban una vida excesivamente organizada y monótona. Les afectaban muy duramente las epidemias de enfermedades contagiosas, especialmente la viruela, el cólera y el tifo. Había en cambio muy poca mortalidad por la violencia: asombrosamente, el México rural no fue afectado en demasía por la anarquía republicana.
Bajo el dominio liberal el control político del campo lo ejercía el gobierno a través de jefes políticos que nombraba el gobernador. Los estados se habían dividido en distritos y éstos a su vez en partidos. Los jefes de distrito tenían a su cargo muchas funciones; sobre todas ellas, por su importancia, hay que destacar que mandaban la milicia. Bajo el régimen conservador se controlaba a los pueblos con jefes políticos llamados prefecto y subprefecto. Los jefes políticos liberales y conservadores alinearon su política siempre a favor de los latifundistas.
Los municipios, a su vez, además de carecer de autonomía eran muy pobres. Sus ingresos, sobre todo, provenían de la renta de sus propios. No se podían hacer gastos en obras públicas, a veces ni en escuelas. Se gastaba, en cambio, bastante en fiestas religiosas: la población era muy afecta a ellas. Las parroquias obtenían más dinero que los municipios; sus ingresos derivaban sobre todo de las rentas de sus tierras, de las obvenciones y obras pías. Los indígenas consideraban como pesada carga el cobro de las obvenciones, en el que había abusos. Sin embargo, el indígena respetaba a sus curas (cuando los tenía) y gozaba con sus fiestas religiosas. A fin de cuentas, la Iglesia algo le daba; de los gobiernos nacionales nada había recibido. No es de asombrar entonces que el campesinado haya considerado a la Reforma como sacrílega.
La política del gobierno liberal hacia el México rural de 1854 a 1861 se caracterizó por su ataque a las comunidades campesinas, al cual se sumó el ataque a la Iglesia. La ideología liberal era hija directa de la Ilustración, era un credo político que defenderán en México los sectores móviles y ambiciosos de la sociedad. Estos grupos buscaban una protección de sus propios intereses, identificados con la imposición de un modelo de desarrollo occidental capitalista. La burguesía "estaba destinada" a dominar la sociedad. Para los liberales el problema de México no consistía en la pobreza sino en el poder político del clero y del ejército. Para que nadie se equivocase sobre uno de los sentidos de la lucha, Mariano Otero defendió enconadamente la relación entre liberalismo e intereses de grupo.
El partido conservador tenía una orientación abiertamente aristocrática. A esto sumaba un gran respeto por la tradición colonial española, es decir por una sociedad ordenada y estructurada jerárquicamente, estamental, con la Iglesia unida al Estado. Los conservadores, más duchos en materia financiera que los liberales, rechazaban el librecambismo. Ambos partidos coincidían, no obstante, en su falta de interés por los problemas del campo; en su apoyo a la hacienda; en que ninguno de los dos quiso hacer una reforma agraria en favor de los campesinos. En suma, coincidían en su mentalidad de propietarios. No faltó, sin embargo, una política agraria, maguer escueta en ambos partidos, que se reducía a suponer que todos los problemas del campo se resolverían con una hipotética inmigración europea hacia las áreas rurales de México. Ni conservadores ni liberales veían un potencial económico en el campesinado indígena.
La gran embestida contra las comunidades indígenas la dio la Ley Lerdo, que "exigía que todas las corporaciones civiles y religiosas se deshicieran de sus propiedades inmuebles. Por medio de esta ley los liberales destruyeron la base del poder económico de la Iglesia, pero también la cohesión tradicional de las comunidades indígenas, las cuales como corporaciones civiles, eran propietarias de todas las tierras dentro de sus límites" (p. 74). Por supuesto, se usó la ley para favorecer los intereses, los muy materiales intereses de los propietarios liberales y los que querían llegar a serlo. Excluidos de la venta forzada que daban edificios y tierras destinados al "servicio público", y los pastizales comunales o ejidos, exclusión que habría de quedar anulada, por lo que concierne a los ejidos, por el artículo 27 de la Constitución de 1857. La venta se llevó a cabo con rapidez; en 1856 los pueblos indígenas pierden las tierras que tenían arrendadas. El arrendatario tenía la primera opción de compra, que podía forzarse "denunciando" la propiedad comunal. A esta propiedad se le dio un valor arbitrario; el gobierno impuso un impuesto especial sobre la compraventa. Las autoridades locales, en general, se confabularon con los compradores.
Para los pueblos indígenas, los resultados fueron catastróficos. Las tierras pasaron a manos de una elite indígena o de fuereños no indígenas. La mayoría se quedó sin tierra. "Tal desigual distribución de la tierra agravó las distinciones económicas y sociales que ya existían entre los indígenas y, creando gran tensión, debilitó la solidaridad comunitaria" (p. 79).
No desvirtúa este panorama el que algunos liberales, como Juan Álvarez, protegiesen a los indígenas en su lucha por la tierra (actitud que le valió la enemistad del partido), o que otros como Ignacio Ramírez, Blas Balcárcel, José María Castillo Velasco, Ponciano Arriaga, Isidro Olvera, disintieran de la política agraria mantenida por la mayoría. En el Congreso Constituyente había muchos diputados que eran propietarios de inmuebles, que hicieron todo lo posible porque se les diera poca atención a los asuntos agrarios y a los de gobierno local. La Constitución, en efecto, nada dijo sobre el gobierno municipal y en el artículo 27 incluyó los ejidos entre las tierras de venta forzosa. Así, por la carta magna, se daba un paso más en el intento de desarrollar el capitalismo en el campo, presionando para que los campesinos cayesen en el peonaje. A las leyes constitucionales se agregó un decreto contra la vagancia y la creación de una fuerza federal de policía para las zonas rurales. La ley Iglesias, que reglamentaba y prohibía el cobro de los derechos parroquiales fue la única disposición liberal que beneficiaba a los indígenas.
El campesinado resistió todas estas medidas, a veces violentamente con guerrillas y motines que a fin de cuentas tuvieron poca efectividad.
Powell sostiene que en las guerras de Reforma los campesinos poco intervinieron. Conservadores y clérigos se lanzaron a la rebelión abierta en contra de la Constitución en defensa de sus intereses; la Iglesia en defensa de sus fueros y sus bienes que le daban un claro predominio socioeconómico, y el ejército, institución predominantemente conservadora, en defensa de sus fueros. Cuando la Iglesia prohibió, bajo amenaza de excomunión, que se jurara la Constitución, provocó que hubiese rebeliones y motines contra el gobierno liberal: los hubo en Jalisco, Michoacán, Hidalgo y Tlaxcala. Algunas comunidades indígenas actuaron en favor de la Iglesia, a veces en favor de los conservadores y a veces de los liberales; su interés primario, sin embargo, no estaba en la defensa de la Iglesia sino en la de sus tierras. Por otra parte, ninguno de los "bandos" "procuró ni obtuvo el apoyo masivo del pueblo mexicano" (p. 90). Esto explica la larguísima guerra, primero desde 1857 hasta 1861; después hasta 1867 con la liquidación del imperio. En la guerra de Tres Años no intervinieron ni grandes ejércitos ni se dieron grandes batallas. Los conservadores controlaron al principio el centro y las principales ciudades, mientras los liberales se acuartelaron en Veracruz y mantuvieron una constante guerrilla en los estados periféricos. Los conservadores contaban con las tropas regulares del ejército. Los liberales con las milicias estatales. Las comunidades campesinas se vieron duramente afectadas por las levas, los préstamos forzosos, los abusos de los guerrilleros bandoleros liberales, y por las propias bandas de guerrillas de los campesinos. La guerra tuvo un enorme impacto destructivo en las zonas rurales mexicanas.
A su turno, el gobierno conservador derogó la Ley Iglesias, la Ley Juárez y la Lerdo, con la circunstancia de que se anulaban las ventas de bienes eclesiásticos, pero quedaban en pie las de los bienes de las comunidades indígenas. El gobierno conservador tenía una posición financiera débil, y además carecía de un apoyo numérico superior al de los liberales, que dominaban en el campo. A su triunfo, la política liberal hacia las comunidades indígenas había de continuar siendo negativa.
Negativa habría de resultar a fin de cuentas también la política de Maximiliano de Habsburgo hacia las comunidades indígenas. El emperador quería ganarse el apoyo de los campesinos, pero sus acciones en tal sentido resultaron contradictorias, y hubieron de enfrentarse a la decidida oposición de los terratenientes conservadores y de los funcionarios provinciales. Su fracaso se explica también, naturalmente, debido a que en el territorio del imperio la guerra fue continua; Maximiliano nunca llegó a tener poderes ejecutivos verdaderos. El emperador desilusionó tanto a las clases altas como a los indígenas: a las primeras por su política liberal en materia religiosa y por su tímido intento de defensa de las comunidades, tímido porque siguió respetando el latifundio y no quiso acabar con el peonaje. A las segundas porque los buenos deseos de Maximiliano de ahí no pasaron. El rubio emperador creó un Comité Protector de las Clases Menesterosas, emitió varios decretos en beneficio de peones y campesinos indígenas, entre ellos un reglamento de la vida y el trabajo en las grandes haciendas y un decreto para que se restableciera el "fundo legal" y para que las comunidades de más de dos mil habitantes fueran dotadas de ejidos; pero todas estas leyes no tuvieron más efecto práctico que enfurecer a los terratenientes y provocar la negativa de muchos funcionarios provinciales a acatarlas. Por otro lado, expidió una ley contra la vagancia en perjuicio de los campesinos. Ante las veleidades comunales de Maximiliano los hacendados habrían de mostrar plenamente que eran ellos quienes controlaban los instrumentos del poder político en las zonas rurales. Maximiliano era un reformador, pero un reformador esencialmente conservador, como lo demuestra el hecho de que hubiese "conservado" una buena parte de la política que habían seguido los liberales; como lo habría hecho cualquier liberal, mantuvo su control de los municipios, no derogó la Ley Lerdo ni las alcabalas, y gastó dinero y tierras en proyectos de colonización con extranjeros.
Las frustraciones del Comité Protector de las Clases Menesterosas ejemplifican cumplidamente la política agraria de Maximiliano. El comité dependía de la Secretaría de Gobernación, el cual no tenía ninguna simpatía por los campesinos indígenas. No tenía funciones ejecutivas y estaba atenido forzosamente a la cooperación de las autoridades locales para que sus órdenes se llevaran a la práctica. Muchos casos no se resolvían porque esas autoridades se negaban a proporcionar informes y documentación. Por su actitud el comité parecía estar regresando al paternalismo de la colonia española, incluido su legalismo. Los casos en que las comunidades podían exhibir sus títulos de propiedad el comité generalmente los fallaba a favor, como en Chimalhuacán Ateneo, Tultepec, Azcapotzalco y San Martín Tlapala. Tuvo muchas dificultades para operar, como en Acayuca, Hidalgo, y Santiago Zapotitlán, Estado de México. El Comité mostró tolerancia y comprensión aun en los casos en que los indígenas no tenían la razón. La mayor parte de los casos que examinó fueron sobre todo, disputas por derechos a la tierra y al agua, también procuró proteger a los indígenas de los que los estafaban con promesas de proporcionarles copias de sus títulos de propiedad, y pretendió exceptuar del servicio de guardias rurales a los carboneros indígenas.
Pero Maximiliano, a fin de cuentas, no pudo ganarse la confianza del campesinado por su política liberal. Por algún tiempo pudo creerse que algunos grupos indígenas cooperarían con el ejército francés como en Oaxaca, pero la progresiva agudización de las condiciones de la guerra hizo que el campesinado en general se desatendiera de la suerte del Imperio.
Al triunfo de la República la situación del campesinado indígena era mucho peor que en 1865. En los diez años que habría de durar la República Restaurada sus condiciones irían de mal en peor. El gobierno nada hizo por solucionar los problemas del campo. "El campesinado indígena siguió siendo considerado como una clase sin valor que obstaculizaba el 'progreso' y la mayoría de los políticos y escritores liberales ponían siempre sus esperanzas para el futuro de México en la inmigración europea" (p. 132). Los liberales victoriosos, continuaron empeñados en ayudar al desarrollo del capitalismo. Las iniciativas de algunos diputados, destinadas a ayudar a los campesinos, encontraron oposición decidida; se rechazó una ley sobre el trato a los peones, otra que pretendía establecer la autonomía municipal y otra destinada a permitir que los poblados pudieran hacerse de tierras. Las autoridades locales, por su cuenta, descuidaban las necesidades de los campesinos tanto o más que las federales. Algo que no descuidaron, sin embargo, fue la aplicación de la Ley Lerdo.
La condición de las comunidades rurales era cada vez más desesperada e insegura. Los municipios no percibían dinero suficiente para gastar en educación o en sanidad pública; todos sus ingresos se iban en gastos de la burocracia y de la policía. El campesinado tributaba más en proporción que cualquier otro grupo social. Los ingresos del Estado de México provenían en un 80% de los impuestos sobre ventas, los prediales y los tributos de "contribución personal" que llegaban a ser hasta de doce días de salario de un peón por año. Las alcabalas proporcionaban del diez al doce y medio por ciento de los ingresos restantes. El estado de Hidalgo estaba en igual situación que el de México. No mejoraba su situación el que fuese tierra de explotación minera porque las compañías pagaban escasos impuestos estatales. No es de extrañar entonces que la inquietud y la violencia en el campo continuara agravándose, sobre todo a fines de la década de los sesenta, cuando las rebeliones de indígenas llegaron a ser constantes. En Hidalgo, entre 1869 y 1870 hubo una seria rebelión que tomó la forma de una guerra de guerrillas, en ella se distinguieron Francisco Islas y Manuel Domínguez. En el Estado de México también hubo inquietud campesina. Lozada mantenía a todos los gobiernos federales en constante temor. Para complicar el asunto, los indios bárbaros amenazaban en el norte, y en el sureste y Chiapas continuaba la guerra de castas. El gobierno sólo supo responder a la violencia campesina con la suya propia. Por una parte, procuró controlar los cacicazgos regionales por medio de una política que Powell califica, a mi parecer equivocadamente, de "extraconstitucional". La Constitución, en efecto, permitía medidas extraordinarias ante situaciones extraordinarias, y callaba sobre problemas tales como la autonomía del gobierno municipal. La teoría liberal, como tal, tenía también sus posibilidades tiránicas. Sea como sea, es un hecho que el gobierno aplicó varias suspensiones de garantías constitucionales y decretó el estado de sitio en numerosas ocasiones. La violencia gubernamental contra el campesinado se manifestó en la creación de una policía rural y en el uso del ejército. Pero a pesar de la política de represión que usaron los gobiernos liberales hacia las manifestaciones de descontento rural, nunca pudo imponerse el tan ansiado orden. "La política de represión, aunque nunca fue llevada a su última efectividad por los liberales, continuó en vigor durante todo el resto del siglo, seguida con mucho mayor éxito por el dictador Porfirio Díaz, que se adueñó del poder en 1876" (p. 150).
En suma, concluye Powell, la época liberal (1855-1876) fue trágica para los campesinos indígenas. La visión prejuiciada que de ellos tenían los liberales (los consideraban un obstáculo para el "progreso") los llevó a ignorar los problemas básicos del campo, y a llevar a cabo una política que acentuó las opresiones del campesinado. Dice Powell: ""Aunque los liberales sinceramente deseaban estimular la economía nacional y reducir la inquietud social y política, no comprendieron que la prosperidad y la paz verdaderas no son posibles mientras la enorme mayoría de la población permanece en la más desesperada pobreza" (p. 151-152). Y agrega "los jefes liberales, decididos a imponer al pueblo mexicano el capitalismo occidental, sin hacer caso de las consecuencias dañinas de tal decisión para millones de campesinos, y creyendo que la economía rural de los indígenas de México nunca podría ser integrada al modelo capitalista, se propusieron disminuir el número de campesinos permitiendo la enajenación de las tierras comunales" (p. 152-153). El campesinado fue así convertido en un proletariado rural. Los liberales creían que todos los problemas del campo se resolverían con una "sustitución" de los campesinos indígenas por inmigrantes europeos. La campaña para atraerse estos inmigrantes resultó casi completamente infructuosa. El campesinado indígena visto por los liberales como un obstáculo para ese futuro de felicidad capitalista con que soñaban, se convirtió en el chivo expiatorio de todos los fracasos de la sociedad mexicana. Poco peso tenían dentro de este panorama voces como la de Anselmo de la Portilla, quien defendió al indígena.
La Ley Lerdo, al hacer que pasaran a manos privadas tierras que antes cumplían funciones sociales, tuvo los desastrosos efectos de reducir a la miseria a muchas comunidades campesinas, de intensificar el latifundismo, el sistema de peonaje por deudas y la desmoralización del campesinado indígena. Para estos hombres no quedaba abierto otro camino que el de la rebelión, y aun en éste no tuvieron éxito. Menos habrían de tenerlo durante el Porfiriato. Durante la dictadura porfirista se conservó la presión gubernamental contra el campesinado y casi se logró destruirlo como clase social. El campesinado indígena habría de esperar hasta la Revolución para lograr algo a su favor.
Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, Álvaro Matute (editor), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 7, 1979, p. 253-261.
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