Jesús Monjaráz-Ruiz
El material que aquí publicamos es parte de un trabajo mayor sobre la Revolución Mexicana de 1910-1917. Es producto de nuestra búsqueda de "asuntos mexicanos" en bibliotecas alemanas, particularmente en la Universitätsbibliothek de la ciudad de Duseldorf, cuyo personal siempre ha colaborado muy amable y eficazmente con nosotros.
Con motivo de las fiestas del centenario, aparecieron varios artículos acerca del movimiento de independencia mexicana en el Kölnische Zeitung. De ahí el título elegido para la presentación de los textos que ofrecemos en versión castellana. Dicho material fue publicado en dos partes, la primera, en la segunda edición matutina, número 1039 del periódico mencionado, con fecha de 27 de septiembre de 1910, y el resto, en la segunda edición matutina, número 1040 del mismo diario, el 28 del mismo mes y año. Dado que se trata de escritos destinados a especialistas, se evita la inclusión de notas aclaratorias con el fin de no restarle su "encanto" a los textos.
Es indudable que el punto de vista que acerca de Hidalgo y Morelos presenta nuestro anónimo autor es muy especial y por lo mismo bastante interesante. En general muestra un buen conocimiento del problema, como lo señala el que, seguramente a través de la lectura de Lucas Alamán, conociera el apodo de Hidalgo; aunque su exactitud no concuerda en algunos detalles específicos entre los que cabría mencionar la "traída" de Calleja desde España en esos momentos. Consideramos que, dejando de lado sus aspectos anecdótico, antihispánico y muy particularmente antiinquisitorial, su punto de vista, en primer lugar, situó tanto a Hidalgo como a Morelos ante el público alemán de la época -seguramente no muy versado en el asunto- y al mismo tiempo, ahora que conocemos su visión, nos los presenta ante nuestra conciencia con un nivel más humano que el que en general estamos acostumbrados a oír o a leer.
Dicho acercamiento en alguna forma nos señala un cierto camino a seguir, ya que pensamos que entre mejor conozcamos a nuestros "héroes" despojándolos de su símbolo-mitología, podremos entender mejor los sucesos en que tomaron parte. En hechos en los que, por determinadas características del momento, los "héroes" desempeñaron un papel destacado, aunque sin olvidar que, como dice nuestro autor, ellos en sí no fueron más que instrumentos de la historia universal. Esta última idea nos lleva también a pensar en la necesidad de "universalizar" nuestra concepción de la historia patria. Por otra parte, en pocas palabras, podemos decir que tenemos ante nosotros una muestra sincrónica de la Weltanschauung alemana frente a México y su historia, propia del alemán devorador de periódicos común y corriente de aquel tiempo.
Para finalizar deseamos expresar que, con nuestro trabajo de búsqueda de "asuntos mexicanos" en Alemania, lo que intentamos es tener, a diferentes niveles, una visión "desde fuera" de algunos sucesos fundamentales de nuestro desarrollo histórico con el fin de poder, a través de esos puntos de vista diferentes, por un lado, entender mejor dicho proceso y, por el otro, al conocer los puntos de vista ajenos acerca de nuestra historia, aprender a calibrar mejor nuestra visión apreciativa de lo extranjero.
Cuando hace cien años se inició la pérdida de las colonias españolas en América, para ello hubo suficientes motivos tanto internos como externos. La población estaba compuesta por una mezcla sin concierto de españoles, criollos, indios y negros; señores, libertos y esclavos. Exteriormente la administración era mala y, por lo mismo, la dominación de los gobernantes arbitraria. Después de 1808 en las lejanas tierras, lo mismo que en España, reinaba una completa anarquía y tanto el virrey como los gobernadores y capitanes generales se veían impotentes frente a la desencadenada fuerza de los nativos. En forma aún más efectiva que en la madre patria, en las colonias se mantuvo alejadas a las masas populares de la influencia extranjera, a la cual los españoles se filtraron únicamente en parte. Sobre todo tenían la repercusión de la gran crisis de 1789 y desplegaron todas las fuerzas del despotismo para evitar la propagación del movimiento en su territorio.
Alejandro de Humboldt nos cuenta que el germen de la sublevación se podía apreciar en todas las reuniones dedicadas a la educación popular. La edición de impresos fue prohibida en las ciudades con menos de cuarenta mil o cincuenta mil habitantes. Por considerarlos como portadores de ideas revolucionarias se sospechaba de pacíficos ciudadanos de comarcas rurales debido a que, en secreto, leían los trabajos de Montesquieu, Robertson y Rousseau. Cuando se inició la guerra con Francia, pacíficos súbditos franceses que desde hacía veinte o treinta años vivían en México fueron arrojados a las cárceles. En Bogotá, debido a que se habían procurado periódicos franceses, algunas personas fueron encadenadas. Sin embargo, dichas medidas no bastaron para impedir que esa parte de la tierra quedara aislada del desarrollo del resto del mundo; el poderoso eco de las luchas intelectuales europeas penetró, con sus conceptos revolucionarios, en las capas más profundas de la población indígena mexicana tanto en los de sangre pura como entre los mestizos, ideas que junto con su inveterado odio contra los españoles les inyectaron el entusiasmo necesario. Las persecuciones del virrey, quien en su miedo veía en todas partes conjurados contra el dominio real, aumentaron dichos sentimientos hasta convertirlos en rabia y únicamente se necesitó una chispa para hacer estallar el polvorín; se adhirió a la revolución española la cual entregó la corona de los Borbones a un Bonaparte. La noticia de este suceso desencadenó la revuelta exterior en México. En la provincia se formaron juntas que, aunque sin tener conexión entre sí, clamaban recíprocamente por la violencia. Una noche los conjurados irrumpieron en palacio, aprisionaron al virrey y lo enviaron a Cádiz, lugar donde en 1809 sesionaban las Cortes. Venegas, quien fue designado por las Cortes para reemplazar al antiguo virrey, encontró a México en pleno levantamiento, mismo que iba encaminado no únicamente en contra de la madre patria, sino también contra la presencia misma de los españoles. Un primer intento de golpe de Estado que tuvo lugar en Valladolid (provincia de Michoacán) en 1809 fracasó. Sin embargo, al año siguiente el movimiento encontró un enérgico líder.
El cura de Los Dolores [sic], nacido en 1753 en esa misma región, se formó en la Real Universidad de San Nicolás de Michoacán, de la cual llegó a ser rector y profesor de Teología; aunque, debido a un escándalo, en forma oscura se vio obligado a huir de la institución saltando a través de una ventana. A pesar de que para ese entonces ya había recibido la consagración y alcanzado una parroquia en dicho lugar y no obstante que de ella obtenía ricos beneficios, Hidalgo tenía deudas. La música, el baile, el juego y sobre todo las mujeres le eran muy caras, como a todos los clérigos de esa época en las colonias. Sin embargo, también era económicamente activo, instauró industrias de alfarería y el cultivo de la seda e hizo extensivo un cierto bienestar a su alrededor. Al mismo tiempo Hidalgo pasaba por ser una gente muy instruida; traducía trabajos de Racine y de Molière y hacía representar las comedias de este último en su casa, le gustaba sobre todo el Tartuffe. Asimismo, con gran celo, leyó los trabajos de los historiadores de todos los países de aquella época. Su teología era completamente liberal. En pocas palabras, nos parece un hombre que desplegó una actividad extraordinaria tanto en el aspecto físico como en el intelectual, aunque por otra parte parece ser que no fue demasiado exigente en la aplicación de sus capacidades. No es de extrañarse que debido a su astucia le hayan apodado El Zorro, mote que unido a su menosprecio por las autoridades establecidas llegó a oídos de la Inquisición. Esta institución, contra lo que se pueda suponer, no fue originalmente una organización eclesiástico-gubernamental, sino más bien un gobierno paralelo que no hizo las veces de instrumento estatal; si bajo el reinado de Felipe II se dejó usar como tal, ello sucedió porque en ese caso perseguían sus propios fines. No fue sino hasta las últimas décadas de su existencia que la Inquisición tuvo relaciones más estrechas con la Corona, precisamente en tiempos de la Revolución Francesa, su acción en la madre patria estaba dirigida en contra de las libertades políticas y de pensamiento y, como es natural, tenía una mayor libertad de acción en las colonias. Las actas inquisitoriales sobre Hidalgo existen y han sido utilizadas por el señor H. Ch. Lea en su último trabajo The Inquisition in the Spanish dependencies (Nueva York, Macmillan 1908), mismo del que nos serviremos en parte para nuestra presentación.
En julio de 1800 Joaquín Huesca, monje y profesor de Filosofía, hizo una denuncia en contra de Hidalgo. Las pesquisas iniciales, conducidas por un comisario local, produjeron información sobre la forma de vida y la "jansenítica" actividad docente del inculpado; después, las averiguaciones fueron continuadas por el Tribunal de la Inquisición de México y esta vez dieron por resultado cantidad de declaraciones de herejía en su contra, las cuales, de haberse sostenido, lo hubieran llevado a la hoguera; además Hidalgo era políticamente sospechoso por afrancesado, o sea por francófilo. Posteriormente otro comisario dio mayor información acerca de la desacostumbrada forma de vida de Hidalgo y lo acusó de andar con el Corán en la bolsa; un mes después, en la época de las pascuas, dicho comisario informó que la conducta del acusado había mejorado. A principios de octubre de 1801 el fiscal dio su dictamen: si Hidalgo hubiese realizado los hechos que se le imputaban se hubiera ordenado su arresto en prisión; aunque, dado que los testimonios de los testigos discrepaban entre sí y tomando en cuenta que el denunciante indirecto al que había apelado Huesca era un mentiroso, el caso debería ser suspendido. El tribunal tomó su decisión de acuerdo con lo anterior e Hidalgo fue dejado tranquilo. En 1807, procedente de la misma fuente, hubo otra denuncia, aunque no hubo consecuencia. Nuevamente, en 1808, una mujer reputada como honorable, la cual antiguamente había sido amante de Hidalgo, por persuasión de su confesor hizo una denuncia en la cual expresó que él [Hidalgo] le había dicho que no había sido Cristo la persona que muriera en la cruz y que el infierno no existía; todo lo anterior lo decía por tranquilidad de su conciencia, ya que ambos habían convenido en que ella sería su mujer y él como su marido. Lo anterior no fue encontrado convincente así como tampoco la acusación que se le hizo de poseer un libro elaborado por los indígenas [¿códice?].
El 16 de septiembre de 1810 Hidalgo desplegó la bandera de la insurrección; tenía suficientes motivos para estar descontento con la dominación española. Sus empresas comerciales fueron desbaratadas por las autoridades debido al decreto que aseguraba el monopolio español en ciertos campos y en el cual, entre otros casos, se prohibía el cultivo de la vid. Como sacerdote compartía la animadversión de sus colegas nativos en contra de los europeos, los cuales les quitaban las prelaturas y las mejores sinecuras. A pesar de que las Cortes de Cádiz le habían prometido a los colonos de cualquier color los derechos y la igualdad ciudadana, no habían dicho una palabra acerca de la libertad económica. Entre la población indígena fue precisamente donde se inició el resentimiento. La multitud que Hidalgo agrupó en torno a sí, en tanto que pregonaba la exención de impuestos, era una miserable chusma que únicamente se ocupaba de matar y saquear. Tres oficiales de un regimiento destacado en la provincia de Guanajuato se unieron a él. A la cabeza de veinte mil hombres, en su marcha hacia San Miguel el Grande, en Atotonilco se apoderó de una pintura, el lienzo de la virgen de Guadalupe, mismo que tomó como bandera de combate. Este emblema también acompañó a los otros grupos, aunque en este último caso por lo regular iba completado con un cuadro de Fernando VII y con la inscripción: "¡Viva nuestra amada señora de Guadalupe! ¡Muerte al mal gobierno!" Por su parte el partido contrario tomó como bandera otra advocación de la madre de Dios, misma que fue tachada con el mote de gachupina por los insurgentes.
Fue una lucha brutal. En cinco días los insurgentes tomaron San Miguel y San Felipe, hicieron saber que todo europeo que hiciera resistencia armada sería pasado a cuchillo. "En caso que nos amenace un sitio o una batalla, en primer lugar ejecutaremos a nuestros copiosos prisioneros europeos y después buscaremos fortuna en el combate. Un americano que defienda con las armas a un europeo será pasado a cuchillo." Hidalgo, quien tomó para sí el título de Capitán General de América y pregonó la independencia de México, dejó que su gente usurpara las propiedades de los europeos para repartírselas entre ellos. Tras una tenaz resistencia, la ciudad de Guanajuato fue tomada y entregada a la maldad de la banda. Hidalgo estableció un gobierno y acuñó moneda (incluso ahora las monedas de 10 y 20 piaster [pesos] se llaman hidalgos) e hizo fundir las campanas para fabricar cañones. El 10 de octubre tomó pacíficamente Valladolid; dos regimientos regulares se pasaron a su lado ascendiendo así el número de sus seguidores a cincuenta mil hombres. En su camino hacia la capital tomó Toluca y el 30 de octubre, en el paso del Monte de las Cruces, derrotó, aunque con grandes pérdidas, a un cuerpo de diez mil hombres; después de esta victoria, aunque sin éxito, instó a rendirse al virrey Venegas. Entre tanto, el general Calleja, mandado desde España, marchaba en su contra. En el encuentro ocurrido el 7 de noviembre en la cordillera de Aculco, Hidalgo sufrió una sangrienta derrota; sus bandas se dispersaron y él, con el fin de reunir nuevas fuerzas, enfiló rumbo a Guadalajara, aunque, para perjuicio de la imagen de la revolución, antes de hacerlo mandó asesinar a muchos españoles. En tanto que Calleja, quien marchaba sobre Guanajuato, se portaba de la misma forma inhumana con sus enemigos. El 16 de enero de 1811, después de ser derrotado en el Puente de Calderón, Hidalgo partió, en compañía de sus generales Allende y Abasolo, hacia la frontera con los Estados Unidos [de Norteamérica] para procurarse armas y municiones. El 21 de marzo, debido a una traición, fueron sorprendidos en Acatita de Baján y cayeron en manos de sus enemigos. La primera parte de la guerra de Independencia había terminado.
El fin de Hidalgo nos lleva nuevamente a la historia de la Inquisición. Precisamente el 18 de septiembre se inició el oficio divino en su contra. El acta del tribunal afirmaba que había negado la existencia del cielo, del infierno y del purgatorio. Un comisario, de acuerdo con lo que oyó decir en Querétaro, pudo certificar lo anterior. Más tarde fueron exhibidas las antiguas actas en su contra. El 10 de octubre los peritos calificadores lo declararon un libertino, revoltoso, cismático, hereje formal, judío, luterano, calvinista y sospechoso de ateísmo y materialismo; dado que ninguna orden de detención en su contra podía prosperar, el día 13 de ese mes apareció un edicto contra él, mismo que fue pegado en las iglesias y difundido en todo el país. Peculiar mezcla de asuntos religiosos y políticos; por principio, los cargos de supuesta conducta herética ya vencidos de diez años atrás fueron tomados nuevamente como pruebas. Asimismo, al igual que lo habían hecho antes las Cortes de Cádiz, la Inquisición colonial (única existente en ese tiempo) calificó y persiguió como herejía el anuncio de la democracia; así, declaró a Hidalgo rebelde y hereje, conminándolo a presentarse, bajo pena de excomunión, en un lapso de 30 días, pues de otra forma sería condenado en ausencia y, como consecuencia, quemado en efigie; los que lo protegieran fueron amenazados con penas eclesiásticas. Al mismo tiempo tanto el arzobispo de México como los obispos de las regiones rebeldes arrojaron su anatema sobre los revoltosos. Éstos opusieron resistencia y la lucha entre los partidos políticos, bajo ambas banderas de María, fue llevada a un doble nivel de antagonismo: eclesiástico y político.
Por su parte la Inquisición, tan pronto como las tropas reales ganaban un lugar, hacía efectuar averiguaciones sobre herejía de cada uno de los rebeldes. Se obtuvo un gran número de acusaciones logradas principalmente por un monje que dejó, fuera de ocho, a la gente menuda y entre las de mejor situación señaló a 59, entre ellas muchos monjes; las cuales fueron señaladas para el proceso penal. Los partidarios de Hidalgo arrancaron el edicto condenatorio de los muros de las iglesias y, a pesar de las precavidas censuras, él mismo se justificaba por medio de un manifiesto en el cual aseguraba la firmeza de sus creencias y llamaba la atención sobre las contradicciones de las acusaciones. Acto seguido, la Inquisición respondió con el tono del primer edicto; después de los llamamientos normales para la presentación y un largo receso, el 7 de febrero de 1811 se inició el proceso con las proposiciones del fiscal de confiscarle sus pertenencias, degradarlo y entregarlo al brazo secular para que fuera quemado en la hoguera; esto último, de acuerdo con las posibilidades, en persona o en efigie. Nuevamente hubo una prórroga y el procedimiento siguió su camino sin contar con su presencia. El 20 de mayo el fiscal entregó el expediente con los resultados de las investigaciones secretas y con las denuncias de febrero, de todos estos documentos se hicieron copias para el acusado, al cual se le nombró un defensor. Aún se reunieron más testimonios y el 12 de agosto los jueces dictaron su sentencia, en la cual, con los motes usuales lo acusaron de herejía formal.
Sin embargo, Hidalgo ya no se contaba entre los vivos. Después de su detención fue llevado algunos cientos de kilómetros más lejos, rumbo a Chihuahua, en donde fue fusilado el 31 de julio. A la Inquisición no se le dio ninguna notificación del giro que tomó el asunto en el teatro de operaciones a pesar de que, bajo apelación de su primacía, su jurisdicción reclamaba al prisionero; el cual, después de un largo embrollo y de su retractación, seguramente hubiera sido condenado a penitencia. Aunque era más seguro dejar actuar a las leyes militares. Debido a lo anterior no se envió ningún comunicado de su apresamiento a la Inquisición. Sin embargo, el Santo Oficio consideró que su tarea no había terminado con la muerte del proscrito y el proceso tuvo entonces validez para su memoria. En primer lugar se trataba de saber si había muerto cristianamente. En un largo cambio de cartas que se estableció con el comandante Salcedo, en octubre de 1812 éste contestó que sería aconsejable dejar el asunto en paz, pues si Hidalgo hubiera sido un hereje no hubiese recibido los sacramentos y tampoco hubiera sido enterrado cristianamente y que, por otra parte, su ortodoxia ya había sido comprobada por un inquisidor papal. De dónde o para qué tenía este último pleno poder, eso es, de cualquier manera muy discutible. Pronto, el 22 de febrero de 1813, la Inquisición fue formalmente abolida por las Cortes de Cádiz; sin embargo, el tribunal de México no cejó en su empeño y todavía realizó una jugada en el asunto. El 13 de marzo el fiscal informó que Hidalgo era aún buscado dado que el informe que Salcedo había remitido en forma complementaria no era suficiente para absolver la memoria del acusado, pero que tomando en cuenta que él había hecho una confesión general y había ventilado su asunto con la Iglesia, el caso podía ser suspendido. Esta petición que elevó Hidalgo el 11 de junio de 1811 cuando ya sabía con certeza de su condena a muerte es tan clara y digna que uno puede decir que el aventurero revolucionario murió en una mejor forma que como había vivido.
Con el aprisionamiento de Hidalgo el levantamiento quedó realmente tullido, aunque no aplastado. Se desplazó hacia el sur y su guía fue nuevamente un cura, José María Morelos, nacido en 1764. Hijo de una familia pobre, hasta los 25 años se ganó su sustento como campesino. Después regresó a su provincia natal, Michoacán, y se dedicó con tal celo al estudio que pudo ingresar al clero. Después de recibir la consagración obtuvo una parroquia y posteriormente fue vicario en Carácuaro bajo Hidalgo. Debe haber sido una sinecura pobre, ya que ni una sola vez le quedó lo suficiente como para comprar boletos de la bula para la cruzada, suceso que le sería echado en cara más tarde durante su proceso en la Inquisición, dado que el producto de estas bulas correspondía al Estado; naturalmente cuando dirigía a los insurgentes, él no debió comprar tampoco ningún volante, ya que éstos los tenían por inválidos, debieron haberse deshecho de ellos, dado que eran un medio para luchar en contra de la insurrección. Por lo demás era un sacerdote como tantos otros; tenía tres hijos de diferentes madres; sin embargo, ante la Inquisición -la cual en otros casos nunca veló por la moral- tuvo que dejar en claro que no había producido ningún otro escándalo, y en el proceso no se habló más del asunto. El 28 de octubre de 1810 se presentó ante su superior Hidalgo, el cual lo incorporó al más elevado círculo de la dirección del levantamiento y le dio la comisión de sublevar las provincias del Océano Pacífico. Después del prendimiento del caudillo cayó sobre Morelos la tarea principal, misma que no pudo organizar durante un cierto tiempo, en tanto las bandas de revolucionarios vagabundeaban saqueando. Tan pronto como se dio cuenta de que podía contar con siete mil hombres para la lucha se mostró más moderado que Hidalgo; como respuesta, el español Calleja dirigió la guerra aun con mayor crueldad, aunque no para ventaja de la monarquía. Morelos, quien se movía en el sur entre [la ciudad de] México y el océano, deseaba establecer un gobierno ordenado. Un congreso que tuvo lugar en Oaxaca en 1812 le transfirió la dictadura. Primero se le otorgó el título de teniente general y después el de capitán general, mismo que es equivalente al de "alteza"; Morelos se puso el uniforme correspondiente, mismo que portaba cuando fue hecho prisionero y que es el que los españoles ofrecieron como regalo en las fiestas del centenario. A continuación Morelos dirigió, desde luego, la guerra; aunque no contra el rey Fernando sino contra los españoles que estaban en el país. El 9 de septiembre de 1813 un representante de las provincias insurgentes hizo pregonar, una vez más, la independencia de México.
De ahí en adelante la fortuna en la guerra no le sería muy favorable al caudillo. Sin embargo, alcanzó varias victorias y en los dos años siguientes ascendió su estrella aun cuando, como resultado de un largo sitio que le impuso Calleja, el 2 de mayo de 1812 tuvo que desalojar la fortaleza de Cuautla-Amilpas; en dicha acción, Calleja mandó matar a tanta gente que por ello recibió el sobrenombre de "carnicero de hombres", mismo que se le quedó y con el que pasó a la historia, debido a lo anterior, a su entrada triunfal en México no encontró la esperada recepción entusiasta. Poco después de la toma de posesión de su cargo, en diciembre de 1813, Morelos fue derrotado en su ataque a Valladolid, donde perdió su artillería, por Iturbide, quien más tarde sería emperador de México. Posteriormente [Morelos] sería derrotado nuevamente en Puruarán, lugar donde fue apresado su general Matamoros, mismo que fue fusilado junto con setecientos de sus hombres. La situación continuó siendo la misma por un largo tiempo, durante el cual Calleja fue nombrado virrey en sustitución de Venegas. Todos los rebeldes que llegaban a caer en manos de las tropas reales eran pasados a cuchillo. El levantamiento perdía terreno continuamente y, después de presentar una impetuosa y tenaz resistencia, Morelos fue también apresado el 5 de noviembre de 1815, quedando de esta manera a merced de su inexorable destino. Los españoles, debido a que habían recibido considerables refuerzos, triunfaron durante algunos años; sin embargo el levantamiento había arraigado profundamente y, tan pronto como encontraron nuevos dirigentes -entre ellos el español Mina, sobrino del general Mina que fue fusilado por haberse levantado contra Fernando- cambió el curso de los acontecimientos y el movimiento alcanzó su meta definitiva con la independencia del país.
El fin de Morelos también está conectado con la Inquisición. Esta vez el prisionero les fue enviado directamente. El 21 de noviembre fue llevado a México y le fue confiado, pero no como su preso sino en calidad de detenido en custodia de seguridad. Sin embargo, el inquisidor Flores lo quería condenar, suceso que desencadenó una lucha con respecto a la jurisdicción o competencia durante la cual Calleja demandó que la jurisdicción arzobispal hiciera degradar a Morelos como cura en el término de tres días. Con este fin trabajaron los juzgados tanto arzobispal como civil para lograr una condena. A cambio de la promesa de tener en un lapso de cuatro días una sentencia, Calleja consintió en el deseo de Flores y el proceso ante el sagrado oficio fue seguido con un apresuramiento nunca visto en los anales de la institución. Era completamente claro que, de cualquier forma, la víctima estaba perdida, aunque de todas maneras Flores quería que su juicio fuera recordado por la corona. Después de las diligencias presumariales que se terminaron el día 23 con la consulta de fe, el fiscal, en la sesión principal del juicio hizo la denuncia de que, en primer lugar y de acuerdo con un decreto constitucional del 22 de noviembre, Morelos era culpable de haber reconocido la soberanía popular; una herejía. Después vinieron más proclamaciones al pueblo así como la acusación de que, a pesar de haber sido excomulgado haya dicho misa y la reclamación acerca de la réplica pública que dio a una reprimenda del obispo Abad y Queipo de Michoacán, quien le llamó la atención debido a dicho comportamiento; la respuesta de Morelos fue que era más sencillo obtener después de la guerra una dispensa eclesiástica por ello, que sobrevivir a la guillotina. Una sesión siguió a la otra; sin embargo, el fiscal no pudo acumular más evidencias a las primeras sino hasta el día 25, cuando presentó el cuerpo de pruebas. A continuación las formalidades fueron improvisadas chapuceramente y el día 27 tuvo lugar en el tribunal el regocijante pronunciamiento de la sentencia, dado con una alegría y una publicidad desusadas, en presencia de las más altas autoridades de la capital.
La sentencia decía que Morelos era un malévolo y perseverante culpable de hacer confesiones imperfectas y por tanto un hereje formal que negaba su culpabilidad, además era un perturbador y un perseguidor de la jerarquía y un profanador del sacramento; culpable ante los supremos tribunales divino y humano, papal y real; por ello tenía que asistir, en hábito corto y con una vela verde en la mano, como penitente a una misa, que como hereje y cómplice de herejía, le había ofrecido un clérigo. Y dado que era un cruel perseguidor del Santo Oficio debía cederle sus bienes a la Corona. A pesar de que merecía la degradación y la expulsión debido a sus delitos contra la Inquisición, en el improbable caso que el virrey decidiera perdonarle la vida, sería -dado que estaba listo para abjurar- condenado a destierro vitalicio de América y de cualquier posesión real y a prisión perpetua en África bajo suspensión de todas sus prebendas y bajo acusación perpetua de irregularidad. Sus tres hijos fueron declarados viles y, por ser hijos de hereje, incapaces de cargos públicos o de mérito. Morelos abjuró formalmente, con lo cual el destierro decretado por el Santo Oficio debía ser puesto en obra; él tendría que hacer una confesión general y, durante toda su vida, llevar cada viernes la palma de penitente y rezar cada sábado una parte del rosario. Por medio de un tablero colocado en la catedral la sentencia debería vivir en el recuerdo.
La misa tuvo lugar y le tocó al obispo de Oaxaca efectuar la degradación del estado religioso (misma que se llevó a cabo en forma de una consagración inversa en los diversos escalones que tenía que subir), con esto Morelos fue transferido a los tribunales reales; primero fue llevado de regreso a la cárcel secreta y, en la noche, fue llevado a la fortaleza. Con esta indigna comedia Flores creyó que había cubierto la cara de la Inquisición. Por su parte Calleja, que había tenido tanta prisa, dejó la ejecución de Morelos hasta el 22 de diciembre. Morelos murió valientemente y lleno de dignidad y uno puede comprender el respeto y la veneración que le guardan a su memoria los actuales mexicanos. Aunque no llevó a sus seguidores al triunfo, sí les dio la primera Constitución formal y mantuvo encendida la chispa que estaba a punto de extinguirse. El juicio sobre su persona, como lo fue también el de Hidalgo, puede que sea bastante crítico; pero en sí los dos son interesantes como instrumentos de la historia universal. Por lo que toca a España, incluso en los más tempranos tiempos coloniales, a menudo sus generales, como Calleja, hicieron todo lo posible para no contar con la menor simpatía de los colonos europeos, mestizos o nativos.
Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, Álvaro Matute (editor), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 6, 1977, p. 187-197.
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