Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México

 

Ángel J. Hermida Ruiz, Juárez y el tratado McLane-Ocampo,
México, Secretaría de Educación Pública, 1972.

Raid Arreola Cortés


La bibliografía acerca del tratado que suscribieron en 1859 los señores Robert M. McLane y Melchor Ocampo, a nombre de los gobiernos de los Estados Unidos y de México, respectivamente, no ha sido muy extensa. Contrariamente a lo que pudiera pensarse por la trascendencia de ese documento, los estudios sobre su contenido no abundan. Sólo en los periódicos de la época, y en algunos de nuestros días, se han exteriorizado opiniones y se han hecho análisis, no siempre serios, sobre dicho tratado, pero los libros siguen siendo escasos. Poco se ha agregado a los estudios de Alejandro Villaseñor y Villaseñor, Agustín Cue Cánovas, José Fuentes Mares, Manuel González Ramírez, y Jorge L. Tamayo; apenas dos o tres trabajos como el de Ángel J. Hermida Ruiz, que acaba de publicar la Secretaría de Educación Pública.

Se distinguen en los estudios publicados, tanto en periódicos como en libros, dos posiciones definidas: el ataque a Juárez, a Ocampo y a los liberales por la firma de ese tratado, al que señalan como un acto de traición a la patria, o la defensa casi irracional de esos mismos personajes, a quienes se quiere presentar inmaculados. En honor a la verdad, sólo el estudio de Fuentes Mares aspira a una posición, si no imparcial, por lo menos objetiva y serena para juzgar hechos y personas del pasado, a propósito de tan debatido asunto.

La posición de ataque corresponde por derecho a Villaseñor, quien resume en su libro El tratado McLane-Ocampo (1897), todas las acusaciones que desde 1859 se han venido lanzando contra los liberales. Para este inteligente investigador el "tratado de tránsito y comercio" forma parte de un complot de malos mexicanos para entregar al país en manos de una potencia extranjera.

Agustín Cue Cánovas emprendió la importante tarea de ordenar los datos para hacer el estudio de los antecedentes del tratado. Su libro El tratado McLane-Ocampo. Juárez, los Estados Unidos y Europa (1958) abrió caminos amplios a la investigación del tema y sistematizó el manejo de las fuentes; sin embargo, en su meritorio esfuerzo se vio el propósito de hacer la defensa del presidente Juárez, descargándolo de responsabilidad en este asunto. Se advirtió por algunos comentaristas que, al presentar los antecedentes de las concesiones sobre Tehuantepec, quería Cue Cánovas diluir esa responsabilidad o echarla sobre las espaldas de los presidentes del país desde 1842.

El libro de Hermida Ruiz, Juárez y el tratado McLane-Ocampo, se publicó en el año dedicado al Benemérito y eso explica su afán encomiástico al patricio. Sigue la línea trazada por Cue Cánovas, aunque no insiste en todos los antecedentes del tratado. Habla, desde luego, de la concesión a De Garay y las transferencias a capitalistas ingleses y norteamericanos, sucesivamente; así como de dos antecedentes en los que centra su argumentación: el tratado de 5 de abril de 1831 y el de 30 de diciembre de 1853.

Durante los veintidós años que transcurren entre estos tratados, nuestro país sufrió una invasión francesa, una seria amenaza de invasión española, una intervención militar de los Estados Unidos y el despojo, por este país, primero de Texas y luego más de la mitad de nuestro territorio; además de las continuas incursiones de filibusteros.

Don Justo Sierra pone como símbolo de esa época el miedo, no como conducta individual sino como motivación colectiva; nuestro miedo nacional, sobre todo después de la dolorosa experiencia de 1847. Rotos los resortes de la confianza en nosotros mismos, en nuestros recursos económicos y humanas; desmoralizados y sin fe en nuestra organización política, sólo nos quedó la desconfianza y el miedo,

miedo grave, fundamental, a la intervención de España, que habría concluido con la guerra y aplastado la Reforma durante una generación; ese peligro sólo podía conjurarse, interponiendo entre ella y nosotros a los Estados Unidos. Miedo grave, fundamental, a los Estados Unidos; tal era la fatalidad satánica de nuestra situación geográfica y de nuestro agotamiento por las guerras civiles; nuestros enemigos naturales eran nuestros amigos necesarios.

¿Era gratuito el miedo a España en aquellos años cruciales? No; al contrario, perfectamente fundado, pues nuestro ministro en los Estados Unidos conocía las negociaciones que en aquel país llevaban a cabo los representantes españoles, con los de Francia e Inglaterra, para "poner fin a la anarquía que está desangrando a México"; y a tan filantrópico objeto concurría el gobierno de S. M. C., que tenía ya un proyecto de Constitución para nuestro país que sería impuesto por las armas si no lo aceptábamos de buen grado. Ante este peligro real, el gobierno de Juárez tuvo que acudir a nuestros enemigos naturales, que eran amigos necesarios, indispensables y muy útiles en aquellas penosas circunstancias.

Los Estados Unidos ya habían demostrado sus propósitos con su vecino del sur. En 1812, Luis de Onís, embajador de España en los Estados Unidos, informó al virrey de Nueva España acerca de las "ideas ambiciosas", que entonces parecían insensatas, para "fijar sus límites en la embocadura del río Norte o Bravo, siguiendo su curso hasta el grado 31 [...] tomándose por consiguiente las provincias de Texas, Nuevo Santander, Coahuila, Nuevo México y parte de la provincia de Nueva Vizcaya, y la Sonora "; además, en los planos que ya habían levantado por ese tiempo, figuraba Cuba como una "pertenencia natural" de los Estados Unidos. Las guerras de Texas y la invasión de 1847, que concluyó con la firma del Tratado de Guadalupe Hidalgo, corroboraron la verdad de las "ideas ambiciosas" que había conocido el señor De Onís treinta y cinco años antes.

Para conjurar el peligro de las ideas expansionistas de los Estados Unidos, que no quedaron satisfechas en 1848 y querían devorar los restos de México, los conservadores y numerosos hombres del partido liberal vieron una salvación en Europa, especialmente en los países latinos (España y Francia), que serían un valladar que detuviera, sin riesgo de anexiones, la expansión del mal vecino.

Este miedo, y también esta esperanza, explicaría las actitudes de liberales y conservadores, si no estuviera tan arraigado el prejuicio y no estuviésemos tan acostumbrados a jugar con los términos de "traición a la patria", que se lanzan simultáneamente quienes aún prefieren llamarse, con singular anacronismo, liberales y conservadores, en nuestros días.

El libro de Hermida Ruiz se inclina por presentar a Juárez y a Ocampo como defensores de un patrimonio que otros habían comprometido. De los antecedentes censurables del tratado con los Estados Unidos pone énfasis en los tratados de 1831 y 1853, ya mencionados. En torno a estos documentos gira su defensa sólida, aunque a veces caiga en los prejuicios para salvar a Juárez y condenar a sus antecesores. Queda claro, sin embargo, que tanto éstos como aquél procedieron bajo la presión norteamericana. Hay algunos hechos históricos que Hermida no menciona y que son fundamentales para comprender el clima en que se discutieron y aprobaron esos tratados. No fueron concesiones graciosas de los gobernantes mexicanos, sino compromisos arrancados por la fuerza, la amenaza, el chantaje y los medios más bajos; ésta fue, como la llamó don Genaro Fernández Mac-Gregor, la era de la mala vecindad. Creer que los gobiernos conservadores de 1831 y 1853 entregaron la soberanía de México voluntariamente, en un acto de traición, y estos compromisos obligaron a Juárez a la firma del tratado de 1859, es una abstracción del contexto histórico, inaceptable por incompleta.

En la correspondencia de Anthony Butler (1831) con el gobierno mexicano y con su gobierno, puede verse el procedimiento de que se valió para obtener sus propósitos, sobre todo cuando el Congreso mexicano se negó a la aprobación lacayuna del tratado y nuestros diputados quisieron introducir reformas. Se molestó de tal modo el señor Butler que amenazó con retirarse, romper las relaciones y declarar la guerra: y eso que los diputados sólo pretendían modificar cuestiones de lenguaje y revisar la traducción, lo que pareció al encargado de negocios "ignorancia, conducta vacilante y mezquinos prejuicios" del Congreso. Llama la atención una carta insolente de este señor al ministro Alamán:

De hecho, querido señor [le dice], tal espíritu de oposición se ha desarrollado por parte del Congreso mexicano y se ha dirigido contra la administración actual, con la idea de molestarla y hacerla caer del poder, o bien se ha fundado también en los continuos prejuicios contra nosotros (y cualquiera que sea el motivo, nosotros somos las víctimas), que en honor de la verdad me pareció poner desde luego un final a toda relación amistosa entre los dos gobiernos, antes que, sufrir por más tiempo la indignidad de que nos rechazaran cuanto avance hiciéramos hacia las relaciones amistosas

La amenaza logró su objetivo, se firmó el tratado, y en seguida el mismo Butler escribió: "Estando ahora libre para dirigir mi atención hacia otros temas, espero que dentro de muy poco podré comunicarle algo sobre el tema de Texas".

Vinieron días más amargos para México. Perdimos nuestro territorio y se vieron cumplidas las ideas que a don Luis de Onís le habían parecido absurdas en 1812. Pero la ambición no estaba saciada y vendrían nuevas "negociaciones" como la que se encomendó a mister James Gadsden en 1853. Este enviado del país vecino empleó las mismas tácticas de Butler, aunque con mayor descaro en las expresiones y en su teoría política:

Es una vieja máxima nacional confirmada por la historia que los ríos y valles unen a los pueblos, en tanto que las montañas y los obstáculos infranqueables los separan. Ningún poder podrá prevenir, con el tiempo, que todo el valle del río Grande se encuentre bajo el mismo gobierno [...] y la parte occidental de Texas volverá al gobierno de México, o los Estados de Tamaulipas, Nuevo León, Coahuila y Chihuahua, mediante sucesivas revoluciones o compras, acabarán por unirse a Texas. Éstas son solemnes verdades políticas a las que ciertamente nadie puede cerrar los ojos.

Las instrucciones secretas de su gobierno precisaban los alcances de las "compras" que se intentaban: gran parte de los estados de Tamaulipas, Nuevo León, Coahuila, Chihuahua y Durango; una fracción de Sonora y la totalidad de la Baja California e islas adyacentes. México debía ceder en armoniosa cooperación, pues la experiencia le mostraba la inutilidad de cualquier resistencia: "El Tratado de Guadalupe inculca una lesión instructiva [decía Gadsden], es una sabia política la que previene que, cuando los acontecimientos son inevitables, mejor se busque resolverlos por armoniosa cooperación, y no precipitarlos por medio de una oposición violenta y sin resultados".

El gobierno de Santa Anna defendió los intereses de la nación y sólo cedió una mínima parte de lo que demandaban los vecinos. Se puede censurar el tratado de La Mesilla, pero no debe desconocerse que en aquellas circunstancias hubiera sido suicida no ceder esa pequeña parte, ante el peligro inminente de perder un fragmento mayor de territorio.

No obstante la perspectiva limitada del trabajo de Hermida Ruiz, su aportación es muy estimable y quisiéramos que, como él, otros investigadores se preocuparan por estudiar los hechos de nuestro pasado, sobre todo los más controvertidos, que requieren nuevos enfoques y perspectivas más amplias.

Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, Ernesto de la Torre Villar, Arturo Langle, Álvaro Matute y Martín Quirarte (editores), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 5, p. 234-237.

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