Jorge Flores D.
Los primeros pasos que se dieron para establecer relaciones diplomáticas con los Estados Unidos tuvieron cierto carácter singular. Un negociante norteamericano llamado Santiago Smith Wilcocks llegó por el año de 1820 a las costas de Sonora y la Baja California en un buque cuyo cargamento era de su propiedad; habiéndosele decomisado éste por las autoridades virreinales, hubo de pasar a Arizpe y más tarde a la ciudad de México, con el fin de gestionar su pago o su devolución. Hallándose en la capital le tocó presentar la entrada del ejército trigarante y el fin del régimen español; y ni tardo ni perezoso escribió a los funcionarios de Washington una larga información acerca de tan trascendentales sucesos. En seguida emprendió viaje a su país, llevando una carta de don José Manuel de Herrera, dirigida al secretario de Estado del presidente Monroe, John Quincy Adams, en la cual se expresaban los buenos deseos que tenían las autoridades del Imperio de sostener relaciones con los Estados Unidos; y se anunciaba, además, el próximo envío de un ministro que promoviese dicho acercamiento. Smith Wilcocks partió para Washington en diciembre de 1821, regresando en agosto de 1822, con la respuesta de Adams, favorable en todo a los deseos de Herrera. El gobierno de los Estados Unidos se manifestaba anuente a que se iniciaran las relaciones, "sobre principios de la más cordial amistad y buena voluntad"; declaraba su intención de enviar un ministro debidamente acreditado en reciprocidad; y, finalmente, daba a conocer el nombramiento de Smith Wilcocks como cónsul general de los Estados Unidos en la ciudad de México.
Había llegado, pues, el momento de entrar en relaciones formales con la nación vecina y de elegir la persona indicada para una misión de tal naturaleza. ¿Por qué no se designó a don Juan Francisco Azcárate, el más indicado, sin duda, en aquellos momentos? La elección vino a recaer en otro abogado, don José Manuel Zozaya Bermúdez, que había desempeñado cargos de segunda o tercera importancia en las oficinas virreinales, ya como asesor, ya con cualquier otro título; pero cuyo mérito principal consistía en haber sido el apoderado jurídico de los negocios privados de Iturbide, desde que éste fuera acusado de malos manejos en la campaña del Bajío. Muy vagas deben haber sido las ideas que tenía el agraciado acerca de la vida en los Estados Unidos, pues llama la atención que en su séquito incluyera un sacerdote con el carácter de capellán, acaso imaginando que en un país protestante no podría cumplir con sus deberes religiosos, por la falta de ministros del culto católico. Completaban el personal de la misión un secretario, que lo fue el coronel don José Anastasio Torrens, antiguo amigo de don José Manuel de Herrera, a quien había acompañado en Nueva Orleáns en 1816, y otra persona con la categoría de oficial intérprete.
Dos clases de instrucciones firmó Herrera con fecha 31 de octubre de 1822, para uso del enviado mexicano; unas de carácter reservado, que comprendían diez puntos; y otras que llamó "instrucciones generales", compuestas de doce. Por la cláusula número tres de las instrucciones confidenciales, Zozaya quedaba autorizado para reconocer como "legítimo y valedero el arreglo de límites que aparece en el Tratado de 22 de febrero de 1819, celebrado entre don Luis de Onís y el secretario de Estado John Quincy Adams".
En consecuencia, la línea divisoria entre México y los Estados Unidos se fijaría de acuerdo con dicho tratado. En cuanto a la cláusula número tres de las mismas instrucciones reservadas era sorprendente en verdad. Ella ponía de manifiesto la ligereza, la ignorancia que podría llamarse trágica, con que se confiaba esta clase de asuntos, vitales para la nueva nación, a personas impreparadas para semejantes tareas que no se daban cuenta del alcance de sus determinaciones ni de los intereses encargados de representar y defender. Dice el inciso dos de la expresada cláusula tercera:
Que en los casos de insurrección o rebelión en alguna provincia fronteriza del Imperio, puede el jefe militar de este punto pedir el auxilio que se necesite, al jefe militar de la provincia o distrito de la frontera de los Estados Unidos, quien en igual acontecimiento podrá implorar el mismo auxilio del jefe más inmediato del Imperio, quedando así en la obligación de ayudarse y de protegerse recíprocamente uno y otro gobierno en las circunstancias enumeradas.
Este punto de las instrucciones reservadas, que abría las puertas del país al ejército de una nación extranjera y vecina, a fin de que interviniese activamente en los asuntos internos de México; que hacía confesión plena de la debilidad militar del Imperio, aun para sofocar y aplastar un movimiento revolucionario dentro de sus fronteras, revelando así un secreto militar a una potencia extranjera, y colocando a los diplomáticos mexicanos en un plano y complejo de inferioridad al negociar con los astutos y hábiles funcionarios de Washington; es ciertamente, digno de subrayarse, teniéndose en cuenta que era ésa la primera negociación que se entablaba con un gobierno extranjero. Mal se iniciaba la diplomacia mexicana, dirigida por hombres de la destreza y capacidad de un Herrera, sacado, acaso contra su voluntad, de un humilde curato de Chiautla o Izúcar, por el gran Morelos, y cuyo fracaso en Nueva Orleáns nunca sirvió de experiencia a los dirigentes de la política mexicana.
Es posible que Zozaya no tuviese ocasión de dar a conocer al Departamento de Estado, éste su famoso punto de las instrucciones secretas. En la última comunicación oficial que dirigió desde Filadelfia el 20 de mayo de 1823, después de la caída del Imperio, él mismo lo insinúa claramente.
En cuanto a la prevención [escribe a la Secretaría de Relaciones Exteriores] que vuestra excelencia me hace de que me abstenga de entablar o continuar ninguna clase de negociaciones sin avisar previamente al Poder Ejecutivo existente hoy es absolutamente inútil, porque no hay negociación alguna entablada por mí.
El resto de las instrucciones reservadas iba dirigido a averiguar la opinión que tenían "aquellos republicanos" acerca de la forma de gobierno adoptada en México; sobre la dinastía fundada por Iturbide; y si estaban conformes con el tratado que habían firmado con España. Igualmente se encomendaba a Zozaya el envío de un estado de las fuerzas de mar y tierra de los Estados Unidos así como otros asuntos de mayor o menor importancia, como indagar las miras y proyectos hostiles de los gabinetes europeos, o que no olvidara escribir en cifra los despachos cuando el asunto lo ameritase. Se le facultaba, además, para hacer los gastos extraordinarios que se ofrecieran, incluso los de naturaleza reservada, para el mejor éxito de la misión.
El pliego de las "instrucciones generales" incluía cuestiones de gran importancia. Desde luego, el reconocimiento del Imperio y de la dinastía. Resuelto este punto, Zozaya propondría, en nombre del emperador, la concertación de "tratados de amistad, alianza, comercio, arreglo de límites, etcétera". Y si México entraba en guerra con España, negociaría el auxilio de los Estados Unidos, en forma de fuerzas marítimas y medios pecuniarios. Ítem: podría colocar en los Estados Unidos diez millones del empréstito de 25 ó 30, ya acordado por el Congreso, hipotecando, para esto, las rentas del Imperio.
El 27 de octubre de 1822 se hizo a la vela en Alvarado el buque que conducía la misión encabezada por Zozaya Bermúdez. Si las instrucciones aparecen fechadas el 31 de octubre del mismo mes y año, ¿no hubo tiempo para entregárselas antes de su partida, y se le remitieron después? Es más: el mismo día 31 de octubre se esparció en la ciudad de México el rumor de que Zozaya había caído en poder de los piratas que infestaban el Golfo de México, versión absurda e inverosímil, pues nuestro enviado embarcó cuatro días antes, tiempo apenas suficiente para que esta última noticia llegara a la capital del Imperio. Sin embargo, el mismo día 31 de octubre se apresuró Herrera a nombrar al capitán de navío don Eugenio Cortés, que se encontraba en los Estados Unidos comprando buques para la naciente marina de guerra mexicana, ministro plenipotenciario en lugar de Zozaya, para el caso de que se confirmara la prisión de éste por los piratas. No hacía entonces dos años que Cortés había llegado a México y ya este oficial de la marina de guerra española (era originario del Perú) gozaba de la confianza más absoluta de Iturbide y de los altos funcionarios del Imperio, hasta el grado, como vemos, de encomendarle una misión de tan extraordinaria importancia, y darle a conocer instrucciones secretas, no obstante su calidad de extranjero y su cortísima estancia en el país. Penoso es comprobar la ligereza con que procedía el secretario Herrera en materias tan graves y delicadas, y observar cómo un rumor esparcido, quizá, por espías o agentes extranjeros, lo impulsaba a obrar precipitadamente.
El 27 de noviembre llegó Zozaya a Hampton Roads y, en todo el camino que siguió hasta la ciudad de Washington, fue objeto de cortesías y atenciones de parte de las autoridades. Un norteamericano llamado Ricardo Meade, que se mostraba muy amigo de México y ayudaba a Cortés de tiempo atrás en su comisión en los Estados Unidos, acompañó y agasajó al ministro mexicano en su travesía. Meade pretendía que se le nombrara cónsul de México en su país; y dando cuenta Zozaya de este deseo en su nota fechado en Filadelfia el 7 de diciembre de 1822, concluye con estas palabras:
No quiero exponer mi opinión en estos momentos en que he recibido tantos obsequios personales suyos; diré la que forme después que me vea libre de la prevención a que naturalmente propende el hombre cuando se ve obsequiado, y después que haya tenido oportunidad de tomar informes.
Este párrafo bien podría ser indicio de la alta calidad moral del funcionario mexicano.
El día 12 de diciembre de 1822 fue presentado Zozaya al presidente Monroe, "con la misma etiqueta y ceremonial con que se reciben los ministros de las demás potencias", según dice en la nota que dirigió al gobierno mexicano, con fecha 20 de diciembre del mismo año, y en la cual agrega: "Habiéndole entregado mis credenciales, me contestó quedar reconocido y admitido como ministro público y enviado extraordinario y plenipotenciario".
Dio el presidente Monroe un convite en honor del ministro mexicano, al cual asistieron los encargados de negocios de Francia y de Suecia, el cónsul general inglés y otras distinguidas personas, hasta en número de cuarenta; repitiendo estos agasajos los secretarios de Estado y del Tesoro, días más tarde. De todos estos sucesos y homenajes dio cuenta al público el periódico de Washington National Intelligencer, considerado vocero de la administración.
Monroe designó al general Andrés Jackson ministro plenipotenciario de los Estados Unidos en México, con fecha 23 de enero de 1823, cuando ya se tenían noticias de la revolución que había estallado en Veracruz contra el Imperio. No aceptó Jackson el nombramiento y, habiendo seguido su curso los acontecimientos que culminaron con la abdicación de Iturbide, quedó todo en suspenso por esa época; en lo que debe haber tenido mucha parte, además, el informe rendido por Joel Roberts Poinsett, ya entonces de regreso de su viaje a México en comisión secreta, como dijimos anteriormente.
¿Por qué, a pesar de la cordial recepción dispensada al enviado de Iturbide, las notas escritas por Zozaya revelan un estado de ánimo que raya en el pesimismo y en el recelo?
Hasta ahora [escribe en su nota de 26 de diciembre de 1822] no he entrado en contestaciones algunas, directa ni indirectamente para entablar relaciones del Imperio con estos Estados, porque un tratado de alianza, para el caso que lo necesitemos, es incompatible con el gobierno y leyes de estos Estados, y más que todo con sus costumbres y modo de pensar.
¿Cómo es posible que en tan breves días llegara Zozaya a tan extremas y definidas conclusiones? Su opinión, expresada con el mayor énfasis, parece más bien sustentada en el prejuicio personal que en el cambio de impresiones y en un contacto directo con los funcionarios de Washington, como lo era en efecto, ya que él mismo se encarga de decirnos que ni siquiera había intentado ponerse en comunicación con el Departamento de Estado.
Sobre la posibilidad de negociar un tratado de comercio es también bastante extraña su manera de expresarse:
Un tratado de comercio no creo que estemos en el caso de procurarlo, porque la preponderancia de estos Estados sobre nosotros, por su marina y por otras consideraciones políticas, aunque sean de apreciación, les daría un derecho, en su concepto, para exigir ventajas sin sacar el Imperio ninguna a su favor. Creo que esto debe ser obra del tiempo, de la calma y de la reflexión.
Precipitada es también la conclusión a que llega respecto de la línea divisoria entre los dos países vecinos.
Sobre límites [escribe en la misma nota] que es el punto más interesante por razón de vecindad y de miras que acaso puede haber, nada tampoco puede hacerse por vía de tratados, supuesto que existe el último con España, que debemos respetar, y con el que creo que este gobierno se conforma muy bien. Este punto está más bien sujeto a operaciones materiales para fijar los términos divisorios conforme lo tratado, que a negociaciones diplomáticas; y bajo este punto de vista dirigiré mi conducta si se tocare la materia por este gobierno, absteniéndome de hacerlo yo por mi parte, porque creo que al Imperio en nada le perjudica que las cosas sobre límites permanezcan en el estado de indecisión en que hoy se hallan.
Lo aconsejado, en la parte final de éste párrafo, tuvo con el tiempo las más graves consecuencias; pero era difícil que en aquella época despertase la atención de un ministro como don José Manuel de Herrera. Asegurar el gobierno mexicano que los directores de la política norteamericana estaban conformes con los límites señalados por el Tratado de Onís, cuando ni siquiera se había dado Zozaya el trabajo de sondear y vislumbrar sus propósitos al respecto, ya era demasiado; pero aconsejar que asunto tan delicado permaneciera en el estado de indecisión en que se hallaba iba más allá de los límites de una elemental prudencia. Si México debía respetar y acatar el tratado, según Zozaya, ¿a qué retardar su cumplimiento en la parte material, o sea en la colocación de las marcas divisorias, y en su reconocimiento y conservación por medio de un convenio expreso entre las dos naciones vecinas? En su incongruente actitud Zozaya no hacía sino seguir las recomendaciones de don Juan Francisco Azcárate, que atrás hemos mencionado, sobre el mismo asunto de límites con los Estados Unidos: "tratar la materia con mucha lentitud, dándole las mayores largas que se pudieran".
En otra nota fechada también el 26 de diciembre de 1822, Zozaya expone francamente lo que piensa sobre los Estados Unidos y la política de sus gobernantes y directores. Copiamos sus palabras al pie de la letra:
La soberbia de estos republicanos no les permite vernos como iguales, sino como inferiores; su envanecimiento se extiende en mi juicio a creer que su capital lo será de todas las Américas; aman entrañablemente a nuestro dinero, no a nosotros, ni son capaces de entrar en convenio de alianza o comercio sino por su propia conveniencia. Con el tiempo han de ser nuestros enemigos jurados, y con tal previsión los debemos tratar desde hoy [...]. En las sesiones del Congreso general y en las sesiones de los Estados particulares, no se habla de otra cosa que de arreglo de ejército y milicias, y esto no tiene sin duda otro objeto que el de sus miras ambiciosas sobre la provincia de Texas.
Su opinión acerca del ejército norteamericano debe citarse por separado; la expone en el párrafo final de su comunicación de 26 de diciembre, y dice a la letra:
El ejército, que no pasa de diez mil hombres ni baja de seis mil, repartido en las fronteras, y particularmente en la nuestra, puede servir para defender su suelo, pero no son temibles fuera de él.
¿En qué fundaba su juicio en asunto tan esencial para la seguridad y defensa de su país? ¿En informes obtenidos en fuentes serias y verídicas, o en noticias adquiridas en forma superficial y a la ligera? Nunca lo sabremos, pues omite decirlo; pero no es difícil suponer que su informe, transmitido rutinariamente a los jefes del ejército mexicano, contribuyera a formar en éstos una idea vaga y falsa de la calidad y eficiencia del ejército de los Estados Unidos, induciéndolos desde entonces a verlo con cierto desdén y menosprecio.
¿Qué decir, pues, de este improvisado diplomático, que pierde todo deseo de negociar un tratado de comercio al darse cuenta del poderío marítimo de la nación vecina, y por otra parte se manifiesta convencido de la nulidad ofensiva de su ejército de tierra, y desdeña jugar esta carta en el juego que ha de abrir y sostener con los funcionarios de Washington?
El 16 de mayo de 1823 recibió Zozaya la noticia de la caída del Imperio y de la instalación del nuevo gobierno, lo que puso en conocimiento del presidente Monroe, junto con el aviso de su retiro, y la notificación de que el secretario Torrens quedaba como encargado de negocios, hasta la llegada del nuevo ministro plenipotenciario. En agosto de 1823, ya de regreso en la ciudad de México, hace don José Manuel Zozaya Bermúdez un balance de lo que ha costado su misión en el extranjero: 19 000 pesos, gastados en el viaje y en los sueldos del personal de la legación; más una deuda de 6 000 pesos, cuyo pago encarece, porque desea que su honor, comprometido en tierra extraña, quede a salvo.
Un día, lejano aún, nuestro primer agente diplomático en Washington verá flotar sobre el Palacio Nacional la bandera de las barras y las estrellas, pues su fallecimiento no acaecerá sino hasta después de la guerra, en el año de 1853, confirmándose así algunos de los temores y vaticinios que anticipó en su correspondencia. Quizá llegaría a sentirse uno de los culpables del gran fracaso y desastre, pero no lo creemos. Era él un criollo con todas las características de su raza y clase social; y su educación jurídica, con todo el riguroso, rutinario formulismo de la época; y su "orgullo español", tan apropiado para servir de obstáculo infranqueable a la más dúctil, flexible negociación diplomática; fueron seguramente las mejores armas que llevó a Washington, para tratar y negociar con hombres de mayor experiencia que la suya y eminentemente prácticos tanto en la vida como en sus negocios. ¿Qué más podría decirse en su descargo?
Quedó, pues, como encargado de los negocios de México, a partir del 21 de mayo de 1833, el secretario de la legación, coronel don José Anastasio Torrens. Tenía éste en aquella época 33 años de edad, y había sido uno de los jóvenes oficiales del ejército insurgente que Morelos envió a los Estados Unidos, en compañía de don José Manuel de Herrera, a fin de que se educaran en los colegios de ese país. Uno de dichos oficiales era su propio hijo, don Juan Nepomuceno Almonte, como es bien sabido.
Desde Filadelfia, lugar en que fijó su residencia por carecer de recursos suficientes para hacerlo en Washington, Torrens se mantuvo en contacto con el gobierno mexicano, a través de una correspondencia no muy frecuente, en verdad. Aun antes de la caída de Iturbide, su ministro de Relaciones don José Manuel de Herrera había tenido que presentar la dimisión, como que a este personaje se le tenía por culpable de todos los errores y desaciertos cometidos durante el gobierno del Imperio, designándose en su lugar al diputado por Guatemala don José del Valle, cuya fama de sabio se hallaba muy esparcida. Alamán dice que lo era, efectivamente, pero que en sus discursos y correspondencia empleaba un estilo que lo hacía fastidioso a todos. Por su parte, don Carlos María de Bustamante, sin dejar de rendir tributo a su ciencia y talentos, lo motejaba de pusilánime, por el frecuente llanto que vertía en la tribuna del Congreso, lo que hizo que algunos diputados lo nombraran Chepita la Llorona.
Un mes escaso duró en sus funciones don José del Valle, siendo a su vez sustituido por don José Ignacio García Illueca, cuya estancia en la secretaría fue de carácter provisional, y se contó del 21 al 16 de abril de 1823, entregándola en esta fecha a don Lucas Alamán, nombrado para encargarse de ella por los miembros del Supremo Poder Ejecutivo.
Por una de esas extrañas y graves anomalías, que con frecuencia registra nuestra historia, las funciones de la Secretaría de Relaciones Exteriores estuvieron prácticamente suspendidas durante los meses de abril a agosto del mismo año de 1823, condenándose a la inacción más completa al funcionario en que debe descansar la seguridad y el honor de la República. Hubo necesidad de pedir al Soberano Congreso su autorización para que pudiera ejercer sus funciones, ya que sólo dicho cuerpo podía resolver "con cuáles países se estaba en el caso de entrar en relaciones". García Illueca hizo la consulta desde el 5 de abril, pero pasaron tres meses sin que se recibiera respuesta alguna. Alamán insistió en la pregunta con fecha 13 de julio, lográndose que el 24 del mismo mes el Congreso expidiera un decreto con la siguiente resolución: "Se autoriza al Supremo Poder Ejecutivo, para que abra relaciones de amistad con las Potencias que juzgue oportuno, a fin de obtener principalmente el reconocimiento de nuestra independencia".
A tan grave ocurrencia se debió, pues, que Torrens quedara aislado y sin noticias oficiales de la secretaría, hasta el mes de agosto de 1823. Ya en su nota fechada el 21 de junio se quejaba de que, por esta falta de documentos oficiales, no podía contrarrestar las noticias desfavorables o calumniosas que se publicaban sobre México; y su ignorancia de lo que aquí acontecía era tan completa, que se vio en la necesidad de acudir a los comerciantes norteamericanos que recibían correspondencia de Veracruz, para indagarlo.
La primera nota de Alamán dirigida a Torrens tiene fecha del 20 de agosto de 1823. En ella le recomienda que vigile el tráfico que hacen los comerciantes y aventureros de Kentucky y Missouri con Nuevo México y otros territorios de la frontera, sin pagar derechos de aduana ni cubrir requisito alguno, como el mismo Torrens se lo había comunicado. Al día siguiente le escribe de nuevo, para enviarle nuevas credenciales, e instruirlo sobre los siguientes puntos: Que debe reclamar cualquiera violación de fronteras, "con el decoro y la firmeza convenientes"; que tenga al tanto a la secretaría de los establecimientos que los rusos tratan de extender en las costas de la Alta California ; y que, en lo sucesivo, se le "socorrerá con el dinero necesario para vivir con decencia, mas sin lujos", por no permitirlo las estrecheces del erario. Finalmente, le pide que haga entrega al honorable Henry Clay de una carta de Alamán, en la que después de agradecerle el interés que ha demostrado hacia México y su independencia, expresa el "anhelo de estrechar más y más los vínculos de amistad y fraternidad con los norteamericanos".
Casualmente, el mismo día 21 de agosto, Torrens había escrito al secretario de Relaciones Exteriores, diciéndole tener noticias de que en Texas se acababa de publicar una ley de colonización; y con tal motivo hace memoria de las expediciones que partieron de la Luisiana en ayuda de los insurgentes mexicanos de Texas; y de las instrucciones que llevaban los que las encabezaban de enarbolar el pabellón de los Estados Unidos en la primera coyuntura, ardid que los norteamericanos habían empleado anteriormente para apoderarse de Baton Rouge y otros territorios en las Floridas.
A esta nota dio respuesta Alamán, con fecha 19 de octubre de 1823. Le dice que procure se fijen los límites entre los dos países, "con todo el empeño y eficacia de que es capaz su celo, y con arreglo al tratado entre España y los Estados Unidos". Le comunica también que si los capitalistas de los Estados Unidos quieren suministrar dinero para la compra de máquinas y otros elementos destinados a la apertura del canal de Tehuantepec, se les pagará con terrenos en el istmo, de acuerdo con un decreto recientemente aprobado por el Congreso. No parece que el famoso ministro se inquietara por las consecuencias que pudiera acarrear esta colonización por extranjeros de un punto tan estratégico de la República ni que el asunto hubiese siquiera llamado su atención.
La correspondencia de Torrens con la secretaría demuestra que nuestro encargado de negocios en los Estados Unidos no descuidaba los intereses encargado de vigilar y cuidar. Así advierte al secretario Alamán de las intrigas que se traman en Europa para venir en ayuda de España; sobre los planes que existen para apoderarse de los mercados de América, pues ya se ha iniciado la sorda lucha entre los imperialismos económicos que tratan de dominar el mundo; y sobre otros muchos asuntos en que el interés del país va de por medio, como las dificultades en que se habían visto los comisionados mexicanos en Estados Unidos para comprar buques y armamentos. Insiste en el peligro que se cierne con permitir una colonización desordenada en Texas, sobre todo si se consiente que los colonos se instalen en gran número y formando pueblos separados, porque esto vendría a ser el "origen de disensiones con los Estados Unidos". Opina que la cuestión de límites no debe moverse hasta que se haya practicado un reconocimiento sobre el terreno, a fin de conocer las ventajas o inconvenientes de su trazo. Y a todo esto que escribe en su nota del 22 de noviembre de 1823, añade otra clase de consideraciones que, no por penosas y amargas, deben callarse.
Escribe, en efecto, en su citada nota, que no ha podido ir a la ciudad de Washington por la falta de dinero. Que le ha parecido imprudente pedírselo prestado al norteamericano Ricardo Meade, no obstante la buena voluntad que éste manifiesta hacia nuestro país, como lo ha probado con su intervención en el asunto de la compra de los buques y armamento. Por tal motivo se ha limitado a escribir al secretario de Estado, enviándole copia de sus nuevas credenciales, y diciéndole que dentro de algunas semanas pasará a presentarle sus respetos. Es cierto que el gobierno mexicano le envió una letra por la suma de $2 000.00 para pagarle sus sueldos, pero no ha podido encontrar quién desee negociar con ella.
Sólo contaba para cumplir la promesa de pasar dentro de algunas semanas a Washington -dice el coronel Torrens- con, el ministro de Colombia, que habiéndome manifestado que deseaba fuésemos juntos a Washington al principio del mes que entra, en que se abren las sesiones del Congreso, esperaba que me supliese los gastos. Ahora sé que con motivo de haber puesto casa aquí, se halla escaso de reales; no tengo más recurso que esperar a mister Taylor, cónsul de los Estados Unidos que ha de venir a esta ciudad antes de embarcarse, y ver si quiere encargarse de la letra para negociarla en Alvarado.
¡He aquí, pues, al encargado de negocios de México en un país vecino y poderoso, de cuyos ocultos designios ya se recela y se teme mucho, obligado a esperar de la generosidad del ministro de Colombia la suma que le permita pasar a Washington; y teniendo que pasar por la humillación de confiar al cónsul de los Estados Unidos en un puerto mexicano la realización de la letra con que su gobierno le ha querido cubrir sus sueldos!
No se detiene aquí Torrens en la relación de sus penalidades. Las sigue confiando a su superior jerárquico, y forzosamente tenemos que hacer hincapié en ellas. Observa que aunque el sostener relaciones sociales es necesidad imperiosa de todo agente diplomático, él se ha visto obligado a evitarlas por la falta de recursos. Así, pues, apenas hay quien sepa en Filadelfia que existe un representante de México. El residir en Washington durante el periodo de sesiones del Congreso, es casi un deber ineludible de los miembros del cuerpo diplomático; y así se propone hacerlo, aunque sea "por un mes y fingir un negocio en Filadelfia para retirarme".
Es cierto [agrega Torrens] que se pierde en algún modo no estando presente a las sesiones del Congreso, y de tratar frecuentemente a las personas que están a la cabeza del gobierno, sobre todo en los convites en que con el calor del vino se les pueden escapar algunas expresiones y sacar de todo avisos importantes sobre su política y miras con respecto a nosotros; pero esto puede quedar para el tiempo de más desahogo.
Es incuestionable que México, más que ninguno de los países representados en Washington, tiene necesidad de que su agente esté en contacto con los miembros del gabinete, con diputados y senadores, con los funcionarios más importantes de la administración; que alterne en los círculos sociales y políticos, en donde se reúnen las clases directoras del país vecino; que tenga coche para ir a los convites en la casa del presidente y de los más conspicuos personajes; y que disponga, en fin, de algún dinero para vivir con decoro y decencia. Pero la mísera situación en que se halla Torrens no le permite nada de eso; y, resignado, confiando en el subterfugio de que piensa valerse para regresar a Filadelfia, después de un mes de permanencia en la capital norteamericana, dice a nuestro célebre secretario de Relaciones Exteriores: "De este modo se disculpa el no tomar casa por tan poco tiempo sin dar a entender la falta de recursos, y se ahorran quinientos pesos que costaría el coche en los cinco meses más de sesiones".
Hay otras cosas en esta misma nota del 22 de noviembre de 1823, escrita por Torrens, que podrían aclarar el remoto origen de sucesos posteriores cuyas consecuencias nos fueron fatales y onerosas. Así, no obstante la promesa que hizo Alamán de enviar noticias oficiales a nuestra legación en Washington, con toda regularidad, nuestro encargado de negocios carece de ellas desde el 30 de agosto. No puede, pues, desmentir ni rectificar los embustes y falacias que propalan los aventureros que regresan decepcionados de México, y que por venganza destruyen la buena opinión que comenzaba a formarse del país. "Los resultados son más funestos de lo que parece -afirma Torrens-, pues yendo dichas noticias a Europa, retardan el reconocimiento de la Independencia por las naciones que están dispuestas a hacerlo."
Tampoco don Lucas ha pensado en la urgencia que tiene nuestro representante de contar con una cifra, para transmitir los asuntos de carácter delicado, ni de la imperiosa necesidad de que se establezcan consulados en los principales puertos y ciudades de los Estados Unidos, a fin de poder vigilar, cuando menos, el movimiento de buques y pasajeros que se dirigen a nuestras costas. Todo esto lo tiene que recordar don José Anastasio Torrens a don Lucas Alamán, de cuya actividad y talento se han hecho siempre tantos elogios.
Existe otra nota de Torrens fechada el 2 de diciembre de 1823, en la que continúa lamentándose de su desdichada posición en Filadelfia. El ministro de Colombia ha partido para Washington sin ofrecerle nada:
mas D. Ricardo Meade cuando supo que yo no iba por falta de recursos, me ha prometido pagar la posada y llevarme consigo dentro de dos semanas; si él no me proporciona todo lo demás que necesito allí, yo no me atrevo a pedírselo y me limitaré a entregar mis credenciales, sin hacer ninguna visita oficial ni asistir a ningún convite o acto público.
Cuatro días después, nuestro encargado de negocios envía por conducto de mister Dallas, cuñado de Meade y comandante de la fragata de guerra norteamericana John Adams, que sale para Veracruz, noticia del célebre mensaje del presidente Monroe al Congreso de los Estados Unidos, en el que va incluido un párrafo de trascendencia histórica: "Los continentes americanos, por la condición libre e independiente que han tomado y mantienen, no deben considerarse en adelante sujetos a futura colonización por alguna potencia europea".
Torrens había tenido noticia anticipada del contenido de la famosa "doctrina Monroe" y de ahí, quizá, su frustrado deseo de estar presente, en el Capitolio en ocasión de tanta trascendencia.
Por fin, el 16 de diciembre de 1823, se pone en camino el coronel Torrens hacia Washington. Ya el ministro de Colombia le había hecho saber que el presidente Monroe tenía interés en que el representante de México estuviera en la capital norteamericana. Al llegar a ella se apresuró a visitar al secretario Adams, haciéndole entrega de sus nuevas credenciales. Adams le ruega que le informe acerca de la situación reinante en México, y que le proporcione las últimas noticias que tenga al respecto. "Precisamente era cuando menos las tenía [escribe Torrens]; no habiendo recibido correspondencia ni impresos de fecha posterior a últimos de agosto." ¿A qué encarecer el apuro en que se vio entonces el enviado mexicano? Sale del compromiso como puede, a riesgo de que las noticias obtenidas en fuentes particulares, saliesen falsas, y Adams lo tuviese más tarde por un impostor despreciable. Sin embargo, poniendo en juego su habilidad y discreción, trata de aprovechar aquellos momentos difíciles.
Como suponía que el objeto era asegurarse de si estábamos en disposición de que se nos enviase ministro [agrega Torrens en su nota], me contraje a dar noticias que manifestasen que nuestro gobierno marchaba bien y con energía, y que, habían cesado las divisiones de partidos.
A continuación instruye a Alamán de lo que ha hecho en obsequio de su orden, para que aborde el asunto de la línea divisoria. Torrens ha preferido tener una entrevista con el secretario Adams, antes de presentar alguna nota por escrito, a fin de sondear sus intenciones y las dificultades que pudieran existir de por medio. El secretario de Estado le hizo observar que fijando el artículo 49 del tratado celebrado entre España y los Estados Unidos, un plazo de un año para que ambos gobiernos designasen a los facultativos encargados de fijar materialmente los límites, y habiendo caducado dicho plazo, era ya imposible cumplir con la cláusula del convenio de 22 de febrero de 1819, palabras que no dejan de alarmar a Torrens, haciéndole adelantar su pensamiento íntimo al secretario de Relaciones Exteriores de México:
Yo me propongo esperar quince o veinte días para pasar una nota pidiendo que el gobierno me aclare su intención [...]; y que es necesario que entre nosotros se decida esta cuestión y se convenga cuanto antes en el modo de determinar los límites, nombrando comisionados por ambas partes; si no en virtud del artículo 49 del tratado español, en virtud de nuevo convenio. Estoy seguro de que este gobierno se aprovechará del nuevo pretexto para sacarnos ventaja, y no extrañará que comunique orden a las tropas ya establecidas en nuestras fronteras, para adelantar cuanto puedan en nuestro territorio.
Si lo que Torrens comunicaba, en las anteriores líneas, revestía suma gravedad acerca de las intenciones de la diplomacia norteamericana hacia nuestro país, la confidencia que hacía más adelante era un toque de atención, serio y enérgico, a la nuestra.
Su ambición por la provincia de Texas es sin límites. Habiéndome procurado la introducción y amistad con el general Jackson, le he oído decir en mi presencia, que los Estados Unidos no debían haber perdonado medio para obtenerla; y en la misma conversación le oí la máxima de que el modo de obtener un territorio es ocuparlo y después de tomar la posesión, entrar en tratados; cuya máxima le hemos visto usar en las Floridas, y él dice que la propuso a su gobierno con respecto a la isla de Cuba y no se le admitió. Por tanto, creo que nuestro gobierno no se debe descuidar y que entre tanto se arregla la materia, se establezcan algunos puestos, aunque no sea más que para guardar la posesión. El general Jackson no sería muy extraño que resultase nombrado presidente, y en ese caso es seguro que emplea su máxima.
La nota de Torrens está fechada en 26 de enero de 1824; se adelanta, pues, en once años, a los acontecimientos que sobrevinieron en Texas a partir de 1835.
¿Qué uso, por lo pronto, hizo de la valiosa advertencia el ministro Alamán? Imposible es averiguarlo, porque en su correspondencia con Torrens sólo habla en términos generales y vagos. Con fecha 7 de abril de 1824, le dice, "que ha recibido con estimación las noticias que le comunica y de que hará uso oportuno". Pasa después a darle la noticia de la salida del nuevo ministro plenipotenciario que va a representar a México en Washington, y para ello emplea frases que suavicen la impresión de desencanto o de disgusto que pudiera surgir en el ánimo de Torrens, de quien espera,
que en desahogo de su bien acreditado celo y amor a nuestra patria, no cesará de trabajar sin perder ocasión ni tiempo, en negociar todo lo que sea favorable al reconocimiento de nuestra Independencia.
Pues la designación del coronel don Pablo Obregón como ministro, ante el gobierno de los Estados Unidos, fue acompañada del acuerdo nombrado a Torrens secretario de la legación en Colombia. Esta forma de disponer de los funcionarios diplomáticos, trasladándolos de un país a otro sin tener en cuenta la preparación adquirida en cada uno de ellos, ni las valiosas relaciones oficiales o personales contraídas en el ejercicio de su empleo, ni el interés de la nación en tenerlos acreditados ante éste o aquel gobierno, precisamente por dichas especiales circunstancias, es la que han de seguir en lo sucesivo los encargados de la Secretaría de Relaciones Exteriores como único sistema en esta rama de sus funciones; y al parecer indiferentes a la necesidad de crear un verdadero servicio diplomático, organizando para ello cuadros de oficiales diestros, hábiles y competentes, y desechando toda preocupación o antipatía de facción o de partido.
Si los servicios de Torrens en los Estados Unidos habían sido satisfactorios, como lo confiesa el mismo Alamán, era llegado el momento de enviarlo no a Colombia sino a Inglaterra, país cuyo idioma, costumbres, instituciones, política, etcétera, podía facilitar el adelanto de sus conocimientos así como el desarrollo de sus facultades al verse obligado a tratar con funcionarios de una escuela diplomática tan hábil como era entonces la inglesa. Pero el procedimiento empleado por Alamán era sin duda el más indicado para hacer perder a los diplomáticos mexicanos todo interés por su carrera, privada en esa forma de estímulo y alicientes; y esto explicaría el fracaso y la deslucida actuación del coronel Torrens en Bogotá, de donde hubo necesidad de retirarlo a petición del gobierno colombiano; este incidente fue también causa de su separación del servicio, pues ya nunca volvió a figurar en él a partir de entonces.
No existe indicio alguno de que Alamán hubiese comunicado la trascendental noticia de los pensamientos que abrigaba el general Jackson sobre Texas a ninguna de las personas que dirigían en ese tiempo los grupos políticos afines o adversos a la administración del presidente Victoria, o que influían poderosamente en sus decisiones. Ni en su correspondencia oficial ni en sus obras históricas ha quedado huella de un paso semejante. Y es que dentro y fuera del gobierno, en las cámaras y en los gobiernos de los estados, en la judicatura y en todas las corporaciones de la época, figuraban individuos a los cuales convenía haber tenido informados de cuestiones tan graves como esenciales para los futuros destinos de la República ; interesándolos en ellas seriamente, excitándolos a medir y calcular, frente a ellas, el alcance y las consecuencias de sus actos y manejos en la política interna del país; y, por último, haciéndoles participar de una responsabilidad que no podía limitarse al gobierno de la nación, ya que éste, por mandato constitucional, debía renovarse cada cuatro años.
Este error capital de Alamán, de no colocar la política exterior de México por encima de los intereses y consideraciones de facción o partido, creando un espíritu de solidaridad y responsabilidad común entre los más conspicuos miembros de las clases directoras en todo lo que afectase la seguridad y defensa del territorio nacional, tuvo, a la postre, consecuencias desastrosas. Pues si alguien estuvo en posibilidad de crear una tradición para la política exterior mexicana, fue, indudablemente, don Lucas Alamán, no sólo por su posición dentro de los ministerios del Supremo Poder Ejecutivo y del presidente Victoria, sino, además, por otros motivos que hubieren facilitado su tarea. Mas si obraba sin meditación en el manejo del personal a sus órdenes, ¿qué decir de su actitud ante los cuerpos legislativos, ajenos también desde entonces a una tradición en lo que concierne a las relaciones con las naciones y potencias extranjeras? Esta tradición, que pudo haberse iniciado y transmitido a través de las "comisiones de relaciones exteriores" que funcionan por reglamento en la Cámara de Diputados y en el Senado, hubiera sido muy útil para formar un cuerpo permanente de funcionarios altamente preparados en los asuntos internacionales. Estos grupos selectos son los que en los Estados Unidos, Inglaterra, Francia y otros países, prestan su consejo y experiencia a los directores de la política nacional en las más graves crisis, siendo desconocidos en México aun dentro de la facción o partido que ejerce el poder, como si los encargados de dirigir la política exterior no sintiesen la necesidad de compartir la responsabilidad que pesa sobre sus hombros ni de explicar ante la nación el pensamiento que los guía.
En su última comunicación, fechada el 27 de noviembre de 1824, informó Torrens que se había despedido del presidente Monroe, aprovechando la ceremonia en que el nuevo ministro de México, don Pablo Obregón, había hecho entrega de sus credenciales. Más tarde tendremos oportunidad de referirnos a su gestión diplomática en Colombia, que se prolongó hasta el año de 1830, en espera de un ministro plenipotenciario cuyo viaje se veía constantemente aplazado por la situación deplorable del erario público.
Todavía, con fecha 24 de agosto de 1824, Alamán volvió a reiterar a Torrens el aprecio que sentían los miembros del Supremo Poder Ejecutivo por sus servicios diplomáticos. Entre otras frases lisonjeras, pueden leerse las siguientes en su expresada comunicación:
Su Alteza Serenísima altamente satisfecha de la manera con que vuestra señoría ha sabido desempeñar su encargo, y de sus conocimientos, habilidad y bien probado patriotismo, no duda ni un momento que en su nuevo destino para que lo ha elegido seguirá ejerciendo tan recomendables cualidades en bien de nuestra nación, que por las circunstancias puede reportar grandes ventajas de la continuación de los servicios de vuestra señoría en Colombia.
El nombramiento del general don Melchor Múzquiz como ministro plenipotenciario en los Estados Unidos, que el Supremo Poder Ejecutivo acordó en abril de 1824, no podría explicarse sino por la necesidad de llevar adelante determinados fines de política interna, cuyo secreto nunca fue divulgado por los encargados de dirigirla en aquella época. Múzquiz era una de las más puras glorias insurgentes. Hombre extremadamente probo, austero, de firmes convicciones republicanas, carecía, sin embargo, del talento ágil y de la educación política que se suponían indispensables en un cargo tan delicado e importante como era entonces la representación mexicana en el país vecino. Comprendiéndolo tal vez así, o queriendo eludir el mandato de orden político que se ocultaba en su nombramiento, renunció a él, alegando el mal estado de su salud. Y habiendo reiterado esta decisión, en el mes de julio de 1824, se designó para sustituirlo al coronel don Pablo Obregón.
Al igual que Zozaya, Obregón era también originario de Guanajuato, y pertenecía a una de las familias próceres de la ciudad de León. Su hermano, el coronel don Ignacio Obregón, jefe de uno de los cuerpos de milicia virreinal más distinguidos, estuvo llamado a representar un gran papel en los planes que se atribuyeron a varios regidores del Ayuntamiento de la ciudad de México y al virrey Iturrigaray, para proclamar la independencia de la Nueva España en 1808.
Don Pablo Obregón nació por el año de 1796, así es que al ser nombrado ministro en Washington contaba con 28 años de edad. Desde el año de 1808 había prestado sus servicios en el ejército del virreinato, ascendiendo por escalafón hasta el grado de teniente coronel, que obtuvo en diciembre de 1821, después de realizada la independencia. Participó, desde que estalló la revolución en el pueblo de Dolores en septiembre de 1810, en numerosas campañas y acciones de guerra que libró el ejército realista contra los insurgentes. En Zitácuaro cayó prisionero, pero volvió a reunirse a los realistas para seguir luchando; y así lo hizo nuevamente en Zitácuaro; Maravatío; en Valladolid contra el ejército de Morelos, en diciembre de 1813; en Puruarán; Sultepec, y otros puntos. En la derrota que sufrieron los realistas en Cóporo recibió una herida de bala en la pierna derecha, y otra producida por un casco de granada en la cabeza, anotándose desde entonces, en sus hojas de servicios, que su salud era débil, lo que habrá de tenerse en cuenta para la explicación de sucesos posteriores.
Al proclamar Iturbide el Plan de Iguala en febrero de 1821, figuraba don Pablo Obregón como sargento mayor del Regimiento de Infantería de México, saliendo de la capital en julio del mismo año a incorporarse al ejército trigarante. Elegido diputado al Congreso, que se reunió el 24 de febrero de 1822, estuvo presente en la primera sesión de este cuerpo legislativo, y en la cual reclamó públicamente a Iturbide el asiento que correspondía al presidente del Congreso, y que aquél había ocupado, por inadvertencia o por cálculo, ignorante de las reglas del protocolo para dichas ocasiones. Este acto, que se estimó de inusitado valor civil en aquella época, hizo su nombre célebre, pero no sin acarrearle, naturalmente, la enemistad del futuro emperador, formado desde entonces en las filas de la oposición hasta la caída del Imperio en marzo de 1823. Más tarde, al organizarse la milicia cívica, fue nombrado coronel de uno de los cuerpos que se formaron en la capital, encontrándose en esta situación cuando se le designó para sustituir al general Múzquiz en la legación en los Estados Unidos.
Acerca de los méritos que adornaban a Obregón, decía don Lucas Alamán en 21 de julio de 1824, al pedir al Congreso que ratificara el nombramiento: "Su altísima ha tenido presente la conocida aptitud y acrisolado patriotismo de este individuo, que ha dado repetidas y relevantes pruebas de su decisión por la independencia y libertad de la patria".
Dos pliegos de instrucciones preparó Alamán para uso del enviado. A las primeras, contenidas en trece puntos, debía ajustarse para el arreglo de diversos asuntos que el ministro consideraba como muy importantes. El primer punto se dirigía a "cultivar y cimentar la buena amistad y armonía entre las dos naciones, evitando todo motivo de queja o desavenencia entre ellas". Por el segundo se le facultaba a nombrar vicecónsules en los principales puertos y ciudades de la Unión Americana, indicándose en el tercer punto la forma en que debía de proceder para las tales designaciones. Las cláusulas, marcadas con los números del cuatro al ocho, iban destinadas a normar la conducta de Obregón en lo que se refería al "cultivo y población de los desiertos de algunos estados y territorios". En efecto, Alamán parecía fuertemente preocupado por colonizar tierras mexicanas con individuos procedentes de los Estados Unidos, pues en sus instrucciones fija los detalles que se tendrán en cuenta al hacerse la selección de los colonos, atendiéndose a sus buenas costumbres, moralidad, industrias, etcétera, así como los requisitos que deben llenarse para dotarlos de tierras, todo conforme a lo dispuesto por la Ley de Colonización de 8 de agosto de 1824.
En cumplimiento del punto número nueve de las instrucciones, Obregón debía encargarse de publicar noticias favorables a la República, contrarrestando así las versiones propaladas en los Estados Unidos, en donde era visible la labor de los espías y agentes pagados por el gobierno español de la isla de Cuba, así como la de algunos españoles que habían salido de México al triunfo de la Independencia, y que por ello se manifestaban enconados enemigos.
El punto número diez revestía alguna importancia, pues en él se recomendaba a don Pablo Obregón que informara periódicamente de los adelantos que notara en los jóvenes que, con el carácter de agregados, iban a acompañarlo a Washington. El objeto de enviar estos agregados era el de ir formando funcionarios que después pudieran ocuparse con fruto de los negocios públicos al regresar a la patria. Cuidaría, por lo tanto, el ministro de que, además de la lengua del país, aprendieran otras de las principales extranjeras, dedicándose igualmente al estudio profundo de algún ramo administrativo, como hacienda, marina, administración municipal, comercio, establecimientos de beneficencia y enseñanza, etcétera. Los puntos finales de las instrucciones se reducían a tres objetos: la reclamación que debía presentarse al gobierno norteamericano por el registro que la marina de guerra de los Estados Unidos estaba haciendo de algunas embarcaciones mexicanas, sin derecho o motivo justificado; el orden y sistema que debía emplearse en el envío de la correspondencia oficial de la legación; y, por último, el envío de periódicos extranjeros que pudieran ser útiles al gobierno mexicano.
Pero en el pliego que llamó de Instrucciones reservadas condensó Alamán las ideas y propósitos que debía de desarrollar Obregón en su misión diplomática.
El objeto principal de su misión [decía en la primera cláusula de sus instrucciones confidenciales] es formar las relaciones convenientes y asegurar la independencia y libertad de la nación; en penetrar la conducta política que seguirá el gobierno de los Estados Unidos hacia México, en el caso de que la coalición de potencias europeas de la llamada "Santa Alianza" se decidiere a ayudar a España para que ésta reconquiste sus colonias de América por medio de la fuerza, especificando los recursos que, directa o indirectamente, puedan esperarse de los Estados Unidos, ya sea como aliados o como amigos y dando todos los pasos necesarios para hacer efectivos dichos auxilios.
Trataría nuestro ministro, además, de penetrar las intenciones que abrigaban los gobiernos de Europa respecto de México, manteniéndose en comunicación frecuente con la legación mexicana en Inglaterra. Sobre la situación de Cuba se recomendaba a Obregón que estableciera relaciones y contactos en dicha isla, destinadas a robustecer y alentar al partido que, según noticias, se inclinaba a unirla políticamente a la República Mexicana, después de que se lograra su emancipación del dominio español. Punto muy importante de las instrucciones era el siguiente:
No tratará por ahora la cuestión del señalamiento de límites con los Estados Unidos hasta que las circunstancias sean más favorables para agitarlas, pero sí estará a la mira de la conducta que observen aquellos Estados, y si fuere necesario formalizará las reclamaciones que sean justas, fundándose en el tratado con España.
Se advertirá, por esta cláusula, que ya en el ánimo de Alamán hacían mella las sugestiones de Azcárate y otros funcionarios mexicanos, para que el asunto de las fronteras entre México y los Estados Unidos no fuera resuelto por convenio o tratado, sino aplazado. Es posible también que ya en esta época influyese en su pensamiento político la posibilidad de conseguir la alianza o una ayuda efectiva de parte de la Gran Bretaña ; o que ya contase, quizá, hasta con promesas, más o menos veladas, en el mismo sentido; deslizadas hábilmente por los diplomáticos ingleses ya recelosos del creciente poderío e influencia de los Estados Unidos en el continente americano.
Un estadista como Alamán, cuyas decisiones eran el resultado de una inteligencia fría y calculadora, disciplinada por las ideas tradicionales y conservadoras, y que por su temperamento era ajeno a los impulsos románticos y demagógicos, nunca pudo pasar por alto el peligro y las consecuencias que podrían derivarse de la falta de un tratado de límites entre dos naciones vecinas, de no mediar para ello razones poderosas y hasta la fecha desconocidas. Que así fue parece indudable; en las mismas instrucciones reservadas a Obregón, se lee este párrafo, que habla por sí solo:
Las contestaciones de Torrens dan idea de miras muy avanzadas sobre nuestros territorios de Nuevo México y California; hay también sospecha de que las tienen sobre la antigua provincia de Texas; tendrá una atención continua sobre ambos objetos, informando, etcétera.
Parece extraño que Alamán emplease términos vagos e inciertos, refiriéndose a negocio tan importante, pues desde que tuvo noticia de los pensamientos del general Jackson respecto de Texas, por conducto de Torrens, no era sospecha, sino certeza, lo que podía influir en sus determinaciones. Esta calma para ir al fondo del asunto y resolverlo de acuerdo con el interés nacional, esta lentitud para obrar ante el oportuno aviso del peligro en ciernes, hace pensar en los hábitos y rutina de los funcionarios de la Colonia, que gustaban de remitir al tiempo el desenlace de problemas trascendentales; así como a dar órdenes, mas no de vigilar que fueran cumplidas; de estampar en el papel acuerdos y proyectos, pero sin acompañarlos del plan cuidadosamente trazado de antemano, para convertirlos en acción y obra.
Tal vez tenía el señor Alamán un gran desconocimiento de los Estados Unidos, como nación y como pueblo. Posiblemente carecía de información amplia y suficiente, de su política interna y externa; de las grandes cuestiones que empezaban a surgir entre dos regiones antagónicas: el norte y el sur; de los intereses que se agitaban en las plataformas de los partidos; en los centros navieros, mercantiles, agrícolas e industriales; en la banca y en la prensa; en las iglesias y sectas religiosas. Quizá la idea que tenía de los hombres que manejaban la política en Washington distase mucho de lo que guiaba su conducta al tratar con los funcionarios mexicanos y europeos. No es difícil que tuviera en poca monta los métodos y sistemas de trabajo de aquellos que estaban colocando los cimientos de un poderoso imperio económico: su perseverante vigilancia; el cuidado que ponen en la preparación de proyectos y empresas, cuando aún parecen quiméricos e irrealizables; la audacia fría y brutal con que proceden llegado el momento de la ejecución, a la cual reservan y destinan todos sus recursos y máxima energía. No hay que olvidar que, para Alamán, los Estados Unidos eran un país protestante, y que el peligro de la conquista religiosa, o sea la descatolización, sería en su alma y pensamiento de católico, y de católico educado en una colonia española de su tiempo, el peligro máximo; limitando o empequeñeciendo así la visión de los otros peligros: el territorial, el político, el económico, el militar, etcétera.
No hay en la correspondencia de Alamán vestigios de un plan para el desarrollo de sus operaciones y de su política. Cierto es que tenía agentes secretos en Nueva Orleáns, en Missouri y en Kentucky, para que lo tuvieran informado de los movimientos militares y piráticos en las fronteras; pero no existe evidencia de que los trabajos de estos agentes fueran el resultado de un plan y un designio determinados.
Por la primera de sus instrucciones secretas, Alamán impuso a Obregón el deber de penetrar la conducta política de los Estados Unidos hacia México; pero, para que alcanzara un objetivo de tan grandes proporciones, olvidó poner a su disposición sumas considerables de dinero, listas siempre para ser empleadas. Don Pablo Obregón, cuya juventud había transcurrido dentro de la rígida disciplina militar, iba por primera vez a ensayar las sutiles, flexibles artes diplomáticas; necesario hubiera sido, pues, suministrarle cuantos elementos faciliten el éxito de esta clase de misiones. Pero al salir para los Estados Unidos, lo hizo llevando cuatro jóvenes cuya consigna era la de que dividiesen su tiempo entre las labores de la legación, desconocidas para ellos, y la tarea de educarse e instruirse en el país vecino, en vez del grupo de secretarios y oficiales hábiles y expertos, con que debió marchar a su destino.
¿Cómo fue que en tales circunstancias pudo Obregón cumplir con su difícil misión, en forma altamente decorosa, como se infiere de su correspondencia con los funcionarios de México, desde el 21 de octubre de 1824 en que llegó a Nueva York, hasta el 10 de septiembre de 1828 en que murió trágicamente? Hombre de maneras distinguidas y corteses -de gran señor-, como correspondía a su clase y prosapia, mostró en los cuatro años en que ejerció la representación de México, la misma dignidad y trato que era costumbre ver en los enviados diplomáticos de Europa, siendo respetado y apreciado por los funcionarios y la sociedad de Washington. Ciudadano devoto de los intereses de su país, pone en el desempeño de sus funciones una seriedad y una aplicación que son visibles a través de sus despachos y notas diplomáticas. Se advierte por ellos, que su autor poseía cualidades y disposiciones para colocarse a la altura de su misión, a pesar del mal estado de su salud, como se desprende a veces de la redacción de sus escritos.
Cuando se dispone, en cumplimiento de una de sus instrucciones, a sostener activa correspondencia con la legación en Londres, comprueba que esta oficina carece de una clave; no pudiendo, por lo mismo, tratar con ella asuntos muy reservados, por medio de cifra. Sin embargo, entre ambas legaciones hay un intercambio de informaciones, que Obregón después hace llegar hasta la ciudad de México, en forma continua y frecuente. El encargo hecho por Alamán, de que promoviera la organización de una empresa que llevase a cabo la apertura de un canal a través del istmo de Tehuantepec, lo elude, al parecer, hábilmente; pues se refiere a él, en forma incidental y rutinaria, manifestando el poco interés que dicha empresa había despertado en los Estados Unidos, en donde se creía más ventajoso abrir la comunicación interoceánica en Nicaragua.
Con gran delicadeza y circunspección cumple también la tarea de vigilar los pasos del hijo mayor de Iturbide, y de atender a las necesidades de la viuda y de los hijos del finado emperador, a la sazón desterrados en los Estados Unidos; y tan discretos sentimientos los hace extensivos a otros de los allegados a Iturbide que han buscado asilo en los Estados Unidos. Pero en lo que fija su atención es en el punto de sus instrucciones relativo a la isla de Cuba. Como se le había ordenado, procede a establecer inteligencias con los partidarios de la independencia en aquella colonia española, así como con los patriotas cubanos refugiados en Nueva York y en Filadelfia; y pronto se halla en posibilidad de suministrar al gobierno mexicano valiosos informes de carácter militar y político. Por medio de estos agentes secretos introduce en la isla un buen número de ejemplares de la Constitución Mexicana de 1824, y procura mantener viva la esperanza de que México acudiría en auxilio de Cuba. La noticia de que México y la Gran Colombia, ya unidos por un solemne tratado de alianza ofensiva y defensiva, se disponían a enviar una expedición militar contra los españoles que ocupaban la isla produce la más viva agitación al ser divulgada en los Estados Unidos, primero en los centros navieros y comerciales de Nueva York, Filadelfia y Baltimore; después en la prensa norteamericana y, por último, en las cámaras y en el gobierno. La sospecha de que Inglaterra pudiera adelantarse a México y Colombia, ocupando militarmente la isla, o que en alguna manera participara de los planes de aquéllos, irrita a los funcionarios principales. La maniobra, indudablemente, iba en contra de los proyectos que sobre el destino de las colonias españolas ya se habían esbozado y preparado en Washington, y tanto el presidente Adams como su secretario de Estado, Henry Clay, deciden obrar sin tardanza. En efecto, haciendo a un lado sus repetidas declaraciones de que el dominio español había terminado en América, dan instrucciones al ministro de los Estados Unidos en Rusia, a fin de que solicite la mediación del emperador Alejandro, y éste obtenga del gobierno de España el reconocimiento de la independencia de sus antiguas colonias americanas. Los Estados Unidos se comprometían, a cambio de este servicio, a garantizar a España la posesión indefinida de las islas de Cuba y Puerto Rico, ya que no están dispuestos a permitir que pasen a manos de otras potencias, aunque sean de la misma América.
Esta negociación, que el secretario Clay puso inmediatamente en conocimiento de don Pablo Obregón, fue comunicada por éste al ministro Alamán, quien ya había recibido la visita del ministro de los Estados Unidos en México, Joel Roberts Poinsett, encargado por su gobierno de dar el mismo aviso a las autoridades mexicanas.
La política mexicana hacia la isla de Cuba, en esa época, era un asunto personal del presidente Victoria, que halagaba profundamente sus sentimientos, y que Alamán tal vez impulsaba en contra de sus más íntimos anhelos y designios políticos, sólo por no contrariar al jefe del Estado. Un fraile cubano llamado Chávez, que durante la guerra de emancipación anduvo al lado de Morelos, sirviéndole como médico; y que más tarde hizo lo mismo cerca de don Guadalupe Victoria, cuando éste luchaba en Veracruz contra los realistas, continuando a su servicio después de los acontecimientos del año de 1821, indujo a Victoria a ponerse al frente de una sociedad secreta llamada del Águila Negra, cuyo fin principal era el de promover y conseguir la independencia de Cuba y Puerto Rico. A esta sociedad pertenecían muchos cubanos residentes en México y en los Estados Unidos, y la conspiración estaba muy ramificada en Cuba, a pesar de la vigilancia que ejercían las autoridades españolas de la isla. Siendo Victoria el supremo director de los conjurados, tan pronto como llegó a la presidencia de la República se dispuso a llevar adelante los propósitos del Águila Negra, para lo cual se prestaba el tratado de alianza concluido entre México y la Gran Colombia.
Coincidió con los planes del general Victoria un proyecto del general don Antonio López de Santa Anna, entonces comandante general de Yucatán, para apoderarse de las fortalezas que defendían el puerto de La Habana mediante un audaz golpe de mano. Es posible que Santa Anna nunca tuviese la menor intención de realizar su propósito, pues exigiendo la realización de sus planes una reserva y un sigilo absolutos, él mismo se encargó de divulgarlos, al lanzar una proclama a las tropas que debían acompañarlo. Esta proclama, a la que se dio gran publicidad dentro y fuera del país, hizo crecer la alarma en los Estados Unidos, especialmente en la región suriana, en donde la posible sublevación de los esclavos negros en Cuba y Puerto Rico, causaba inquietud y malestar evidentes.
Con fecha 8 de julio de 1825 decía don Pablo Obregón al secretario de Relaciones Alamán:
Se habla con calor de la expedición que prepara México, y como no sé si será cierta, aviso a vuestra excelencia, desde luego, que el gobierno de los Estados Unidos está contento con la condición actual de dicha isla, y que no desea deje de ser posesión española; lo que he sabido por el secretario de Estado con motivo de haberme comunicado las negociaciones que entabla con Europa para que se reconozca la independencia de las nuevas sociedades del continente.
En nota fechada el 3 de agosto del mismo año se refiere Obregón a la entrevista que ha tenido con el secretario Clay, en la cual, después de tratarle el asunto pendiente del envío de representantes norteamericanos al Congreso de Panamá, le comunica la protección que estaba dando la marina de guerra francesa a los barcos que conducían tropas españolas a la isla de Cuba, hecho que violaba la neutralidad que Francia debía guardar entre España y los nuevos países independientes de América. Respondiendo al enviado mexicano, manifestó Clay que ignoraba el incidente, pero que no había motivo para alarmarse. Que la resolución de los Estados Unidos en cuanto a los intereses del continente era la misma; que no variaría, y "que sería eterna".
Con fecha 3 de agosto, y en respuesta a la nota referente a la agitación que ha producido en los Estados Unidos la noticia de la expedición de Santa Anna, decía Alamán al plenipotenciario de México en Washington:
Se ha comunicado a vuestra excelencia repetidas veces cuáles son las ideas del gobierno sobre la isla de Cuba, y ahora debo decirle que el general Santa Anna obró sin instrucciones ni órdenes algunas, sino sólo por su propia voluntad, lo cual, con otros motivos, hizo que se le removiese de la comandancia general de Yucatán; mas sin embargo convendría que a esto no se le diese demasiada publicidad, porque en ello se interesa el concepto que el gobierno se forme, pues que la independencia con que obró dicho general en esta ocasión podría servir a nuestros detractores de argumento para probar la debilidad de la autoridad suprema.
En el párrafo anterior señala don Lucas Alamán, con aparente frialdad y en términos rutinarios, una de las trágicas realidades de la política interna de México, aquella que determinó la debilidad y la impotencia del poder público en los cincuenta primeros años de la vida independiente de la nación, y que, al pesar sobre su política exterior con todo el peso de sus fatales y funestas consecuencias, dejó al país indefenso ante la codicia y los apetitos del imperialismo extranjero. Tan ominosa condición, como es sabido, se reforzó con la organización de las fuerzas políticas que ejercieron el dominio gubernamental después del triunfo de la República en 1867 y con la organización de las fuerzas militares llevada a cabo por el ministro de la Guerra del presidente Juárez, general don Ignacio Mejía.
Para orientar al presidente Victoria en su política cubana, escribió don Pablo Obregón dos largas comunicaciones, fechadas ambas el 8 de agosto de 1825. No oculta Obregón en ellas las intenciones que ha percibido en los altos directores de la política de Washington acerca del futuro destino de Cuba y Puerto Rico. Ellos desean la adquisición o la anexión voluntaria de las islas; pero no lo intentan ni realizan por el temor a una guerra con Inglaterra o Francia, potencias que también tienen puestos los ojos en ellas. Sin embargo, estarían dispuestos a afrontar esta eventualidad si cualquiera otra nación, europea o americana, intentase apoderarse de ellas en todo tiempo. En sus pláticas con Clay, el plenipotenciario mexicano pondera la necesidad de que España, por propia conveniencia, se decida a reconocer la independencia de México, al mismo tiempo que sondea sus intenciones en lo que respecta al Congreso de Panamá, del que se muestra receloso por motivos ignorados, aplazando el envío de sus representantes.
Simpatiza Obregón con los planes del general Victoria y por esto insinúa, en una de las referidas notas, que no por la actitud contraria de los Estados Unidos debe abandonarse el proyecto de acudir en auxilio de Cuba y Puerto Rico. La presencia de considerables fuerzas militares y navales españolas en las islas, dice, será siempre un peligroso y constante amago a la tranquilidad de la República, como que Cuba es la llave del Golfo de México. Convenía, pues, pasar a la ofensiva, acabando así de una vez con el influjo europeo en el continente. Los sueños de grandeza aletean en el cerebro de este diplomático de procedencia militar, en la medida que es corriente en todos los mexicanos de su época, llenos de ambición y orgullo patrióticos.
Con fecha 17 de septiembre acusa recibo de la nota en que Alamán le participa la resolución del presidente Victoria de emplear las fuerzas militares de la República en la liberación de Cuba y Puerto Rico. Conseguida ésta, el pueblo cubano quedaría en libertad para decidir de su suerte, ya sea constituyéndose en nación independiente, o uniéndose políticamente a México. Además, se le pondría a cubierto de la posibilidad de una sublevación de los esclavos negros, con todos sus excesos y horrores. Así lo ha manifestado Obregón a los emigrados cubanos en los Estados Unidos, con quienes sostiene relaciones. Por otra parte, se ha abstenido de revelar todos estos planes al ministro de Colombia, porque sospecha alguna rivalidad en las miras del gobierno de este país aliado.
El conocimiento de que la posición actual de la República jamás puede volver a ser igual [escribe Obregón] me induce a creer que el señor presidente verificará su proyecto, el cual será el complemento de la independencia y la pérdida del influjo europeo en América.
La nota que dirigió Obregón al secretario de Relaciones Exteriores con fecha 2 de diciembre de 1825, época en que ya el señor Alamán había abandonado el ministerio por haber renunciado a él desde el mes de septiembre, es muy interesante, porque ella permite formar una idea de la personalidad del ministro mexicano. No decidiéndose Clay a dar una respuesta definitiva sobre sus intenciones acerca del Congreso de Panamá, mantuvo a los ministros de México y Colombia, que lo habían invitado a enviar sus representantes, en la incertidumbre y en una larga espera. En una de sus visitas al secretario de Estado, escribe Obregón,
conocí que se había variado de opinión en el negocio y que este gobierno estaba irresoluto, sin embargo de la contestación terminante que se me había dado, puesto que mister Clay me dijo le permitiera el hacer observaciones a mi invitación si encontraba algo que lo exigiese, que me pedía la extendiera en términos que no excitasen la animosidad o prevención de las potencias europeas que estaban muy alarmadas.
Refiere Obregón, en su mencionada nota, que una noche se presentó Clay en la casa del ministro de Colombia en Washington, para manifestarle confidencialmente, que no podía dar respuesta a la invitación para asistir al congreso, porque "el negocio había caído mucho en el concepto, y que se esperaría la próxima reunión del Senado para resolver". "En este momento [agrega Obregón] llegué yo a la misma casa y al despedirse mister Clay, encargó al ministro de Colombia me impusiera de todo lo que le había dicho."
En vista de la novedad que había observado en el asunto, se apresuró el ministro de México a enviar una nueva invitación al secretario de Estado.
Quise consignar en ella [escribe Obregón] todo lo que conmigo había pasado, pues que ni el decoro de la República ni mi honor me permitían, el que sin una sola ración por el secretario de Estado, se diese tan diferente giro a este negocio.
En efecto, tuvo cuidado en su nota a Clay de precisar con toda exactitud los fines que se perseguían con la convocación del Congreso de Panamá, a fin de que los Estados Unidos pudiesen normar su conducta. Y
habiendo transcurrido una semana sin contestación alguna -continúa diciendo Obregón- y no pudiendo admitir como tal la comunicación que me hizo el ministro de Colombia por encargo de mister Clay, que he referido, el día 10 fui a ver a éste y le dije que en consideración a no haberme hecho ninguna reflexión a mi nota de invitación [...] creía necesario que me contestase por escrito para avisar yo a mi gobierno, a lo que me dijo el secretario de Estado que el ministro de Colombia se había equivocado [...] pero que me avisaba que el presidente admitía la invitación; que uno de los nombrados era mister Anderson que está en Colombia de ministro y que el otro en que había pensado aún no contestaba si iba o no; que no me había dicho esto por estar esperando que el ministro de Guatemala hiciese su invitación [...] y que podía comunicar todo esto a mi gobierno.
Esta forma de definir y aclarar una situación molesta y embarazosa muestra la rectitud y claridad de espíritu del ministro mexicano, muy de acuerdo, quizá, con la mentalidad y los hábitos de orden adquiridos en la vida militar. El mismo Obregón se encarga de darnos a conocer las reflexiones que hizo sobre este incidente, y sigue diciendo al secretario de Relaciones en su nota de 2 de diciembre:
No puedo creer que el ministro de Colombia se equivocase del modo que supone el secretario de Estado; aquél me ha repetido lo referido, agregando que le había dicho que no era cosa que dependía únicamente de su opinión. Lo más probable es que la actual administración ha estado indecisa sobre la resolución que le convendría más; si disgustar a los europeos con la conferencia a Panamá, o hacerse extraña a los intereses de América [...]. La conducta de mister Clay en estas ocurrencias es otra prueba de que tuvieron algo que los embarazó en la resolución, pues aunque él tiene reputación de muy partidario de la causa de América, sin embargo, al tratar el asunto como lo ha hecho, manifiesta que lo quería arreglar del modo que les convenía, valiéndose de tal pretexto para encubrir con nosotros su conducta, y aun, que hiciésemos mérito de ella [...]. Me ha parecido necesario dar a vuestra excelencia esta noticia detallada porque de semejantes sucesos es de lo que se forma idea de la política de los gobiernos.
Un diplomático tan puntual, tan altivo como exigente en todo lo que toca a la dignidad e intereses de su país, es el que revela esta nota escrita por don Pablo Obregón; que es también un índice de su habilidad y perspicacia. Nuestro ministro se da perfecta cuenta de que en la política exterior de los Estados Unidos sólo influyen y cuentan los intereses del pueblo norteamericano, astuta y pacientemente calculados y defendidos por los funcionarios encargados de hacerlos prevalecer o equilibrar con los de otros pueblos y naciones. Ninguna doctrina o cuestión de política interna ha de hacerla variar o modificar en sus rasgos y líneas básicos y fundamentales, trazados de acuerdo con la geografía, la historia y la economía. Ante idénticas circunstancias y situaciones, liberales y demócratas como un Adams o un Clay, procederán en la misma forma en que lo harían un Polk o un Buchanan, esclavistas y partidarios de las expansiones territoriales. En su deseo de despejar una incógnita inquietante, el ministro de México pone en situación embarazosa al secretario de Estado del presidente Adams; lo obliga a contradecir y a presentar excusas, así como a descubrir el móvil secreto de sus actos y política. ¿Podía hacer más un diplomático improvisado, y que se hallaba desprovisto de los elementos necesarios para el éxito de su delicada misión?
No es Obregón uno de aquellos representantes diplomáticos que se limitan a cumplir las instrucciones recibidas de su gobierno, faltos de iniciativa y de ideas para acudir en todo momento al cuidado de los intereses que tienen obligación de defender. Los siguientes párrafos, incluidos en su nota del 9 de diciembre de 1825, traducen este estado de ánimo en que trabaja el coronel Obregón:
No sería extraño que los representantes de Colombia quisiesen dar al Congreso de Panamá, el carácter de un cuerpo deliberante, que debería seguir en sus decisiones el mismo método que los que con la atribución legislativa representan a las sociedades. He llegado a percibir que se figuran algunas personas de aquella nación, que el punto que se trate en el Congreso debe ser resuelto por votación y del modo que lo hacen las asambleas que me he referido.
Yo sin entrar en el examen y sin manifestar en su consecuencia la diferente especie de congreso que es el de Panamá, respecto de los dichos, en el que supongo que los asuntos se tratarán por convenio entre todas las potencias representadas, del mismo modo que lo hacen comúnmente dos o más, en sus negociaciones para el comercio, la paz o la guerra, etcétera; y sin embargo de que no sé positivamente haya potencia que pretenda tratar en el de Panamá los negocios de diferente modo me ha parecido útil decir esto a V. E. para que sirva de una prevención, y en el concepto de que juzgo que este gobierno no se sujetará a hacerlo de otro modo.
¿Puede esperarse mayor discreción y buen sentido que los que apuntan en esta observación del diplomático mexicano a su gobierno? Sin prestar mucha atención, ostensiblemente, quizá, a las conversaciones del ministro de Colombia -Obregón disfraza la identidad de sus interlocutores- el plenipotenciario no ha pasado por alto frases que puedan tener importancia y consecuencias en tiempos venideros. Se apresura, pues, a advertir la diferencia que existe entre un congreso formado por legisladores y otro formado por representantes diplomáticos, para evitar sorpresas desagradables o inconvenientes recordando, tal vez, su paso por el célebre Congreso Constituyente de 1822.
El 14 de enero de 1826 escribe al secretario de Relaciones, para acompañarle la nota que había recibido de Clay, expresando los deseos del presidente Adams de que se suspendiera toda expedición militar contra la isla de Cuba, a fin de no entorpecer la negociación emprendida con el emperador de Rusia, solicitando su mediación para que España reconociera la independencia de sus antiguas colonias en América, en cambio de lo cual los Estados Unidos garantizaban a España la posesión indefinida de Cuba y Puerto Rico. En el acuse de recibo a Clay, y en su comunicación al gobierno mexicano, Obregón se abstiene de discutir el asunto, dejando al presidente Victoria que decida libremente, sin presión o influencia de ningún género; aunque tiene cuidado de incluir esta breve observación: "En todos mis números reservados en que he tratado sobre la misma cuestión, he manifestado a vuestra excelencia la política de este gobierno en ella; y al presente él mismo viene a confirmar expresamente mi juicio".
La nota fechada en 9 de abril de 1827 merece también algún comentario. En ella elude al paso que ha dado el ministro de Colombia en Washington, proponiendo a los Estados Unidos, en nombre de su gobierno, que interpusiesen sus buenos oficios en unión de Inglaterra, ante el rey de España, a fin de que hubiese un armisticio entre la antigua metrópoli, Colombia y los países aliados a ésta, entre los que se contaba México.
La sorpresa que recibe Obregón por esta gestión inesperada del gobierno de Colombia es tal, que al expresar su inconformidad lo hace en tono severo y desapacible.
La conducta del gobierno de Colombia [dice con franqueza] me hace manifestar a vuestra excelencia mi juicio sobre ella. Colombia ha dado un paso, cualquiera que sean los motivos que la han obligado a él, inconsecuente con la República, por su alianza; dañoso en política; indecoroso para México [...]. Es inconsecuente, porque siendo México una nación soberana, aliada suya, nada puede proponer en su nombre y mucho menos en un asunto de la importancia del que trato, sin previo consentimiento.
Es dañoso en política, ¿por qué?, ¿cuál será la opinión que hayan formado por él los gabinetes que lo han sabido, del conocimiento y observancia de los principios públicos entre las nuevas potencias de América, cuando una se arroga la soberanía de las otras sin su consentimiento y aprobación, para tratar de un asunto tan interesante, como es el de su existencia política, con la nación que la desconoce, y que pretenden conservar derechos sobre ellas?
El disgusto de Obregón lo lleva a interpelar al ministro de Colombia, cuando éste le impone de los términos en que se ha solicitado el armisticio. "El ministro de Colombia [escribe] no me dio contestación alguna satisfactoria; y en último recurso, siempre que le he tratado de este negocio, me ha dicho, que él no conocía oficialmente las intenciones de su gobierno ni de ningún otro modo."
Y ante la actitud del ministro mexicano, franquea a éste copia de las contestaciones y extractos que obran en el expediente; pero luego se arrepiente y le pide que no informe a su gobierno hasta que él le diga por escrito lo conveniente, cosa que no cumple, después, el enviado colombiano.
En la misma nota se extiende Obregón sobre un punto que le interesa, especialmente: la situación y el futuro destino de Cuba. Si todavía puede llevarse adelante el proyecto de una expedición militar contra la isla, él sugiere que se empleen no menos de veinte mil hombres, para asegurar el éxito de la empresa. "Siendo Cuba independiente, por sí misma, o perteneciendo a México, por su importancia, el poder europeo en las Antillas quedaría muy disminuido", escribe al secretario de Relaciones, no sin advertir que más tarde será muy difícil realizar esa operación militar pues, reconocida la independencia de México por España, ya no existirá motivo o pretexto para llevarla a cabo. Se la tendría, únicamente, como un deseo de conquista, y debiéndose contar con la oposición de los Estados Unidos o de otras potencias extranjeras.
Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, Ernesto de la Torre Villar (editor), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 4, 1972, p. 9-62.
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