Martín Quirarte
Hacia 1949, en el comienzo de su madurez de historiador, José Valadés publicó un Breviario de historia de México. Diecisiete años después dio a la imprenta una Historia del pueblo de México en tres volúmenes. El análisis de las dos obras reviste un interés particular, nos permite comprender la evolución de sus ideas en cerca de dos décadas. Gracias a esto podemos confirmar que en el pensamiento de Valadés hay una línea coherente. Pueden haber cambiado sus apreciaciones respecto de algunos hechos, pero las líneas generales de su ideología permanecen inalterables.
Con ligereza imperdonable, un crítico acusó un día a Valadés de carecer de una brújula que lo guiara a través del mar proceloso de la historia. El reproche es injusto, pocos hombres de nuestro tiempo han tenido la satisfacción de navegar como Valadés con tanta seguridad, por la ruta de la historiografía mexicana. Si se preguntara cuál es la aguja magnética que guía sus pasos, podría decirse, sin temor a equivocarse, que no puede ser otra que "el afán de perseguir incansablemente los signos de la naturaleza nacional". Tiene la convicción que desde los tiempos de Pedro Mártir han tenido lugar, por parte de los historiadores extranjeros, las deformaciones de la historia americana en los aspectos literario, político y económico. Fácil es comprender que, como reacción contra la influencia extranjerizante, se trata de hacer no "una nueva historia de México", sino una historia mexicana de México. No es una posición de xenofobia. Sólo rechaza lo extranjero cuando tiende a asumir actitudes imperiales, cuando aspira a sembrar el escepticismo y el complejo de inferioridad entre los mexicanos.
Tratándose de un breviario será imposible que su autor explore demasiados rincones de la historia de México, pero captará con singular agudeza aspectos sobresalientes de nuestro pasado. Si hace algunas referencias al periodo colonial, su enfoque está dirigido especialmente a examinar hombres y cosas del siglo XIX. Más que hacer estudios prolijos trata de dar visiones impresionistas.
Se pregunta uno si José Valadés involuntariamente era entonces víctima de ciertos prejuicios del siglo XIX. En la pasada centuria, liberales y conservadores por regla general no veían con fervor las culturas prehispánicas. Excepcionalmente surgieron hombres como José Fernando Ramírez y Manuel Orozco y Berra, que se entregaron con pasión y gran seriedad científica al estudio del México antiguo.
El autor del Breviario de historia de México no desdeña el mundo prehispánico, pero no nos da en su obra una visión de conjunto que nos permita conocer el desarrollo cultural de los pueblos precortesianos. Sin embargo, cree que los habitantes que iban a tener su primer contacto con el mundo europeo poseían "idioma, arquitectura, economía, vestido y tradición y por tanto nacionalidad".
Aun cuando la postura de Valadés es nacionalista, no es víctima del prejuicio antiespañol. Se explica entonces que la figura de Hernán Cortés no aparezca ante sus ojos como el dominador brutal que pintan sus adversarios ni como el héroe de los hispanistas. Tanto penetró don Hernando -a su juicio- en el paisaje y la gente de México, que al llegar al mediodía de su vida se fue incorporando más y más a lo mexicano. Y si Cortés no resulta así el autor de la nacionalidad mexicana, sí fue el alma de un renacimiento.
Pero jamás deberá levantarse una estatua a Cortés, que sería tanto como rendir culto al atropello y a la conquista. No debe olvidarse que México es un país que se ha distinguido "por su amor a la libertad y su respeto a la soberanía de los pueblos".
Sin ser católico y ni siquiera adepto de ningún culto religioso, Valadés comprende que se tiene el deber de analizar la intervención que tuvo la Iglesia en la formación del alma mexicana.
También debe reflexionarse, sin prejuicios, en la influencia económica que esta institución tuvo en la vida nacional.
Si se ha juzgado con cierta ponderación la vida colonial, es de comprenderse que no se acepte la tesis de que los hispanoamericanos luchaban por su independencia con el único objeto "de romper las cadenas que nos ataban a España".
Otras motivaciones hallará quien estudie nuestra historia: las amenazas a una nacionalidad, el embarnecimiento de una economía, los asientos de una cultura religiosa, las profundidades de una moral, los progresos metalúrgicos, las enseñanzas de las letras, el desarrollo de las relaciones comunales el entendimiento entre los hombres, los sistemas de trabajo, el culto de lo heroico, las desproporciones del placer, las necesidades del comercio, los principios de la libertad.
El autor procede a juzgar a los hombres que intervinieron en los acontecimientos del siglo XIX y lo hace en función del bien o el mal que hicieron a las instituciones.
A Hidalgo se le debe el haber forjado el concepto de independencia, destinado a ser una realidad dentro de la vida institucional de México. En Morelos admira su grandeza cívica, su afán antiesclavista, su noble actitud al enaltecer el concepto de la palabra americano. Fue capaz de obedecer y se mostró también extraordinario como hombre de mando. Valiente en los combates, en él se daban además las dotes del legislador y del revolucionario.
Consumada la independencia viene después una época mal llamada cruel, variable y nefasta. Y sin embargo, de esa época tan condenada comienza a surgir el nacionalismo. En sus vicisitudes encontramos el secreto de su grandeza.
En tal edad no existen cálculos en intereses, ni medidas a los sacrificios, ni ambiciones que ahogan. Si no hay un arte, no falta lo estético; si no hay riquezas, no se está exento de abnegaciones; si no hay Estado, no se excluyen las instituciones; si no hay victorias, vive el patriotismo. Negar lo bello y lo grande en medio de la tanta idealidad de esos días, o es desconocimiento de la ciencia humana, o inversión de la historia de los hombres y de la sociedad.
Mucho contribuyó a desvirtuar aquellos tiempos el escepticismo de quienes entonces escribieron la historia, porque en realidad más les interesó "buscar los lauros extranjeros que las realidades de su país".
Para el conocimiento de la época, precisa conocer la acción y el pensamiento de literatos y políticos. Unos y otros pasan por el tamiz de su crítica. Sus juicios revelan que su autor vive por encima de las pasiones de partido y que ha penetrado muy hondo en el conocimiento de cosas y hombres.
Si en 1938, en su libro Alamán, estadista e historiador, Valadés se expresó sobre su biografiado, en ciertos momentos con excesiva admiración; procede ahora a tratar al mismo personaje con mayor ponderación.
Tengamos a la vista las obras de Lucas Alamán. El autor denota orden, memoria, moralidad, entendimiento, idea. Embellece -y leámosle con llenura- los episodios para luego enviscar a los hombres en quienes presenta los vicios y no las virtudes. Aunque con excesiva cautela, porque no trata de lesionar sino de inferir, hace a sus enemigos huecos y tontos, impíos y cruentos, malquerientes y plebeyos. Persigue con afán demoledor las faltas de rectitud, los yerros, los engaños, los atentados contra la propiedad, la ley y las costumbres. Deja volar su pluma con la velocidad de un avión de propulsión sobre los efectos, por lo cual no penetra en las causas; y como escribe con tinta de vinagre, da a las páginas de su historia mucho de áspero y poco de apacible. Engríese tanto con sus opiniones, que es realista y republicano; y en esta merma de concierto se inflama y se opaca; y en vez de buscar la trabazón de lo español y lo americano, gasta tal número de sutilezas que le hacen el daño de suponérsele antipatriota. Sin embargo, cuánto amaba Alamán a su patria; para ella requería todas las grandezas al paso que daba medida exacta a los peligros que la amenazaban. Éstos eran, según Alamán, los Estados Unidos en el exterior; la ausencia de autoridad en los negocios públicos, en lo interno; por lo cual, y no por espíritu de vasallaje, traía a España bien aferrada a su pensamiento. España, para Alamán, constituía el alma de la nacionalidad, el ejemplo de las virtudes cívicas y domésticas, la regla de las buenas disposiciones entre gobernantes y gobernados y el centro de gravedad en la alianza de los pueblos americanos. Incomprensible fue Alamán para sus coetáneos, puesto que le creían empeñado en flordelisar el otoño virreinal a la vez que dispuesto a la desnaturalización de la primavera de la República Mexicana ; y si es verdad que en los trabajos históricos de don Lucas hay frialdades y propensiones para juzgar las cosas por el lado más desfavorable, no olvidemos que el autor había sido perseguido por innúmeras aflicciones y vicisitudes; ahora que, por una parte, en él vivían el estadista y el historiador y, por otra parte, no ocultaba su propósito de aristocratizar las letras, las artes, la economía, la política, sin recordar que los mexicanos eran ajenos a ese linaje. Podrá decirse que hay en Alamán una sombría cabeza extranjera; mas también un fuerte corazón nativo que si no atrae y embelesa se debe al rigor métrico en el pensamiento del estadista. Así y todo tenemos deuda con la obra histórica alamanista. Con ésta se abre el anchuroso campo de la investigación y de la composición; y casi durante un siglo, las historias, ya de raíz privada, ya de ejercicio oficial, han sido bien afluentes, bien brazos de delta en el caudaloso río historiográfico de Lucas Alamán.
En cambio no rectifica el tono de severidad con que alguna vez trazó los rasgos distintivos de un personaje tan difícil de analizar como Lorenzo de Zavala.
Al goce de los mexicanos cuando se sintieron dueños de un estado, respondió Zavala con fórmulas mágicas, perdiéndose con tan irracional proceder en las sombras de la naturaleza que le rodeaba. De mando sí era Zavala; pero como no sabía de amores, por más que proclamaba el patrio -que él mismo, más adelante, se encargó de convertir en ceniza- se cubrió con odios; para evitarlos no le fue suficiente la capa exterior de su inteligencia. De esta manera ulceró a su propio cuerpo, su moral y su designio políticos. Si Mora sentía las suaves emociones del retraimiento, en cambio Zavala experimentaba el placer de la exhibición y del aplauso. Por soberbia y despecho, el verse alejado del escenario político de México le infundió propósitos explicables, pero jamás excusables. Mas vayamos a la obra histórica de Zavala. Hace para ésta, en primer término, una singular traza, con la que denota sentido directivo. Sin embargo, no realiza este diseño por el deseo exclusivo de exponer la verdad y realidad de acontecimientos pasados. Entendamos: es por mucho creer en su infalibilidad política por lo que Zavala se dedica a la historia, y en consecuencia, aloja en ella, fácilmente, la censura y el pesimismo. Levanta en seguida los muros sin anchura, ni soportes, ni verticalidad. Más que la solidez de la estructura, el autor busca el techo bajo el que ha de dar a ambiciones y enfados. Quien llega a la historia carente de doctrina, racionalidad, circunspección, patriotismo, estética y moral, es que sólo quiere desahitarse. Tal lo que ocurre con Zavala al igual que a los políticos para quienes escribir de historia es tanto como manufacturarse un manto de muchos pliegues para inextricables usos. Nada de singular, en su aspecto físico, ofrece el edificio histórico de Zavala; el constructor quiso la utilidad y no la perfección.
Por las páginas del Breviario desfilan las siluetas conmovedoras de aquella época tan trágica como heroica. Vicente Guerrero, generoso y valiente que "no pudo conciliar los impulsos de su partido con las razones de Estado". Bustamante que aspirando a consolidar un gobierno fuerte, fue un devoto del orden, organizó las rentas públicas y las administró con probidad, cualidades todas ellas que se aminoran cuando se recuerda su crueldad "y su desprecio a lo popular". No podía faltar la figura de Valentín Gómez Farías.
Farías tenía un espíritu predicador y era infatigable en el trabajo, aunque al igual de quienes gustan de incesantes transformaciones, poco conocía el alma humana, creyendo que todos los hombres obraban a su semejanza, puesto que él era intrigante en la política, estadista cuando gobernaba, conjurador en el antipoder, general si había soldados, subordinado si encontraba jefe, dúctil en las victorias, altivo en las derrotas. Y, como supo unir sus cualidades a sus defectos, ignoró los desmayos y fue a sí propio emulsión de mucha fuerza en cuarenta años de vida pública. En esta carrera dejó imborrables huellas de su amor al pueblo; de sus ímpetus autoritarios también. Sin embargo, ¡cuánto se hubiese elevado Gómez Farías si en vez de exagerar el principio de una sumisión incondicional humana al Estado, guía con racionabilidad los sistemas políticos para el fortalecimiento del gobierno mexicano!
Su juicio general sobre Antonio López de Santa Anna no ha sufrido cambios radicales en más de tres lustros de reflexión histórica.
Hecho en el vivaque, y mientras no se apoderó de él el desconcierto de mando durante el extranjerista gobierno de 1853, Santa Anna supo compartir los sufrimientos de su tropa, dio muestras incontrovertibles de un alto espíritu organizador y tuvo la obediencia y el cariño de oficiales y soldados; y si no logró conquistar lauros en los campos de batalla, fue porque era demasiado imaginativo, puesto que en lugar de los fríos cálculos del estratega, gustaba presentarse idealmente a sí mismo las fuerzas militares propias y las del enemigo, bordando también a través de su inagotable fantasía los planes y dirección en las operaciones de guerra [...]. Por costanero y tropical, en los amaneceres de la salud, Santa Anna era afable, prudente y emprendedor; pero al encuentro de los serios obstáculos que siempre se oponen a la desbordante inventiva, la afección del hígado hacíale irascible, retraído y voluntarioso. Pero más que esas cuestiones que conciernen al carácter del hombre, lo que faltó en Santa Anna fue una doctrina pública, brazo derecho de una doctrina moral. Por carecer de la primera, nunca pudo sobreponerse a lo débil; por ignorar la segunda, siguió los cambios del tornadizo.
Fracasada la primera tentativa de reforma, acontecida la mutilación del territorio nacional sufrida en 1848, México vivió una etapa de desaliento.
A partir de 1847, hay un incesante aleteo de cosas y pensamiento extraño a lo mexicano. Hondos, muy hondos males, acarreó al país la guerra con los Estados Unidos, no tanto por la pérdida de territorio nacional (que es daño que la conciencia y el tiempo reparan), cuanto por las dudas que se suscitaron en torno a las instituciones públicas. Atribuyóse así la derrota sufrida por México a la debilidad del sistema republicano, y no a la penuria del Estado mexicano; a la separación en que México vivía de Europa, y no al europeísmo invasor y conquistador disfrazado de americano; a la falta de una clase política directora, y no a las ideas extranjerizantes; a la desorganización del ejército y devaneos de los generales, y no a la superioridad de las armas de fuego del enemigo; al egoísmo del clero y no a la pobreza nacional. Con todo esto, formóse el partido del pesimismo, que es el más avieso de los partidos, puesto que no tiene otra finalidad que la de consumir el crédito y el honor nacionales.
Mas el país va a superar su crisis de escepticismo. El lector siente, como es lógico, un gran alivio cuando comienza a leer los acontecimientos que preceden la consolidación de las instituciones liberales y el triunfo de la República. Ve a un Juárez hondamente clavado en la historia de una época. Y, sin embargo, no exagera el tono de las descripciones, le basta la exposición llana y simple de los hechos para tener el sentido de la grandeza del hombre de su tiempo.
La época de la Reforma es compleja y múltiple. No es posible para el autor de un breviario examinarla, ni siquiera en sus lineamientos generales. La mayor victoria del liberalismo fue haber logrado poner por primera vez en México los fundamentos de una sociedad civil. Pero Valadés no examina los episodios de la lucha entre el poder civil y el clero. Hay un asunto en el que centra su mayor interés: el Tratado MacLane-Ocampo. Pide que se le examine bajo la luz del método y la razón y no con las preocupaciones del sectario.
Si se quiere estudiar con provecho el tratado MacLane (1859), precisa también juzgar el de La Mesilla (1853). Uno y otro se explican como resultado de una presión exterior. Los funcionarios que en los dos momentos se enfrentaron a la voracidad norteamericana quedan ilesos del reproche de maldad y traición con que la pasión política ha tratado de mancillarlos.
No cesó con la mutilación de 1848 la amenaza norteamericana. Había en el pueblo y el gobierno de Estados Unidos el propósito de debilitar cada vez más a México y de arrebatarle más territorio. No estaba dentro de la lógica de la época permitir a la República Mexicana su recuperación.
Para explicarse los hechos se necesita entre otras cosas, conocer a Manuel Díez de Bonilla y a Melchor Ocampo, quienes fueron respectivamente ministros de los presidentes Antonio López de Santa Anna y Benito Juárez.
Díez de Bonilla ha quedado oscurecido, no tanto por su pedantería, cuanto por cuestiones de partido, no obstante sus excelentes cualidades de diplomático y patriota. Hombre de talento, hecho en la escuela política de Alamán, era articulista escéptico y frío diplomático, gracias a lo cual, anticipándose a los propósitos anexionistas de los Estados Unidos, adoptó primero una actitud ofensiva a tales designios, y luego con notable perspicacia e incontrovertible patriotismo, quebrantó los proyectos de expansión de James Gadsden, puso a éste en disputa con el comisionado Christopher Ward y ganó con mucha energía la porción de territorio nacional amenazada a fuerza de armas. Por último, dejó en el tratado de 1853, artículos denunciables, que obligan a reconocer en Díez de Bonilla un mexicano de virtudes. Pero, si Díez de Bonilla se perdió en las entrañas de la política de 1853, en cambio, Melchor Ocampo sobrevivió a los individuos del gabinete de Santa Anna, por la fortaleza de sus ideas, la prudencia de su ánimo y la templanza de su vida. Una cualidad más poseyó Ocampo para sobreexceder a sus coetáneos: la de su pronto regreso a la mexicanidad, porque cuando parecía perdido en el pesebre extranjerista, al que concurrió llevado más por sus aficiones filosóficas que por su pensamiento político, supo desentoldar lo quimérico y extraño para asirse de lo propio. Sin embargo, en su afán de engrandecer al Estado, todavía quedáronle resabios exóticos; mas éstos se debieron a la irreducible naturaleza que dio a su doctrina, puesto que para Ocampo -y así lo proclamaba- la libertad era conquista y no herencia. A su parte, pues, lo que en forma tuvo Ocampo de estadista a la europea, para estudiarle en las empresas iluminadas con el sentido mexicano, que mucho abundó en la mayoría de los capítulos de la vida de Ocampo.
Tanta impresión produjo en Valadés la literatura existente sobre el Tratado MacLane-Ocampo, que durante varios años será objeto de su estudio. Seguirá reuniendo documentación y hablará de él en su libro Ocampo, reformador de México. No satisfecho aún, en Historia del pueblo de México, lo hará objeto de una de sus reflexiones más luminosas. Partirá de la base de no considerarlo como una simple tentativa de pacto entre el gobierno mexicano y el norteamericano, sino como uno de esos hechos que están ligados a los grandes problemas internacionales de una época.
En aquellos años México no podía sustraerse al influjo de una política mundial que más que el acrecentamiento territorial de las naciones poderosas, se deseaba la hegemonía económica. El momento sorprendía a México en plena desunión. Dos partidos se disputaban la preeminencia política, había dos maneras de concebir el patriotismo.
Víctimas, pues, de ideas opuestas a las culturas mexicanas fueron los partidos liberal y conservador; y si el primero no descubre a tiempo los malévolos propósitos del extranjerismo y no se enfrenta resueltamente a éstos, hubiese sucumbido, como el segundo, envuelto en la negra sábana de la antimexicanidad.
Seguía siendo México "campo de rivalidades de doctrinas exóticas". Pocos momentos habían sido tan dramáticos. En aquel entonces "si no se intentaba destruir los mojones de la heredad nacional, sí se intentó romper los cimientos de la vida de México, para civilizarlo a la europea". Aun después del fracaso de la tentativa monárquica auspiciada por Napoleón III, y cimentada la República, el país tuvo que sufrir el retorno del extranjerismo.
Lo mexicano permaneció incólume; y sólo estuvo en peligro de despencarse cuando los caudillos políticos y literarios, por creer que el progreso era obra de las prisas imaginativas y no solidez de experiencia y razón, volvieron -comprometedoramente para los designios patrióticos- a abrir las fronteras de México a las aventuras e interferencias del extranjerismo. Mas, creo que antes de proceder a la revisión histórica de ese capítulo nacional, que empieza cuando declina el Alto Porfirismo y termina en lo que con mucha propiedad se llama Revolución Mexicana.
De la fecha en que Valadés terminó de escribir su Breviario al momento en que su Historia del pueblo de México fue publicada pasaron 18 años. Durante este largo periodo publicó obras de singular importancia, entre las que destacan: Ocampo, reformador de México, Imaginación y realidad de Francisco I. Madero, Historia general de la Revolución Mexicana y los dos volúmenes que integran la segunda parte de El Porfirismo, historia de un régimen.
Aunando a su erudición la experiencia acumulada en multitud de viajes hechos en el extranjero, Valadés estaba preparado para dar una visión de conjunto de nuestro panorama histórico.
La nueva obra de Valadés tiene un importante prólogo de unas cuarenta páginas, que su autor declara que no es necesario que sean leídas por quien tenga interés en "penetrar en el alma y cuerpo de la vida del pueblo mexicano". Cabría, sin embargo, hacer una observación: su historia no está escrita para un público general, bien que haya multitud de páginas asequibles a todo tipo de lectores. Para la comprensión plena de la obra se reclama el conocimiento de los hechos esenciales de la historia de México. Serán los especialistas en historia los que obtendrán el máximo provecho, de la lectura de los tres tomos que la integran.
Es la primera vez que Valadés precisa, aunque de una manera somera, su posición ante la historiografía que se ha ocupado de México durante cuatro siglos. Reconoce las exigencias científicas que impone a la investigación histórica nuestro tiempo, pero trata hasta donde le es posible, de hacer un juicio exacto. Ha llegado a declarar que no piensa haber logrado una novedad ni menos una excelencia. Algún lector suspicaz podría pensar que esa declaración constituye una falsa modestia. Pero quien conozca a Valadés comprenderá que tal actitud no puede existir en él. Ama sus obras, pero jamás se envanece de ellas. Él es de aquel género de escritores que al llegar al final de una jornada, después de una larga lucha entre lo subjetivo y lo objetivo, después de todos los debates de conciencia que preceden una publicación, no queda enteramente satisfecho con los resultados que ha obtenido.
Más de alguno de los lectores de Valadés habría querido que esa Historia del pueblo de México hubiera sido el libro de sus libros, la suma y síntesis de sus actividades de historiador, "la plata labrada de su talento". Jamás Valadés escribirá tal obra. La aguja magnética de sus aspiraciones es la misma. En su carrera de gran trabajador de la historia siempre ha puesto la misma pasión generosa, la misma tenacidad creadora, la misma devoción por México. ¿Pero por qué unas obras tienen más valor que otras? No le es dable al escritor y menos a uno tan fecundo como Valadés, lograr la uniformidad. Por otra parte nunca hay que olvidar las peripecias que han surgido en la vida del autor, durante el proceso de creación de una obra.
José Valadés dijo un día, que quienes juzgan a los escritores nunca debían olvidar las condiciones dentro de las cuales una obra se escribe. La vida de Valadés ¡ha sido durante varias décadas, tan agitada, tan dramática, tan llena de emotividad! Él ha consagrado al cultivo de las letras, medio siglo de laboriosa dedicación. Dentro del marco de su azarosa existencia goza ya de una paz de dos lustros. En este crepúsculo de serenidad, llegó al final de su Historia del pueblo de México. Publicada en 1967, la precedieron quince años de continua meditación y estructuración. Todavía lo dominaba una actitud dubitativa. Quería aún dedicarle quince años más de reflexión. Mas don Jaime Torres Bodet le hizo "palpar la realidad con la yema de los dedos". ¿Le alcanzaría la vida para dar cima a esta obra?, ¿tendría la lucidez de espíritu durante estos años para poner sus energías al servicio de sus propósitos? Tales razonamientos precipitaron la publicación.
Valadés ha publicado en los últimos diez años trece libros y algunos más están listos a hacer su aparición. ¿Cómo puede explicarse tanta fecundidad? No debe olvidarse que Valadés ha dedicado al estudio de la historia más de cincuenta años. La obra de las últimas dos décadas es, en cierta manera, el resultado de toda una vida de sacrificio y de constantes desvelos. Alguna vez se le ha sugerido que modere el ímpetu de sus actividades, pero nadie logra contener el ritmo vertiginoso de su laboriosidad. No quiere dejar sin concluir tantas obras iniciadas.
El crítico que juzgue los últimos libros de Valadés no debe olvidarse de las condiciones en que se han producido. El historiador podrá haber escrito de prisa, pero siempre ha procurado pensar despacio. Como su biografiado Ocampo en cuestiones de alta importancia para México, "sólo escribe sobre lo que tiene meditado". Excelente prosista, sin embargo, nunca ha considerado al estilo literario como una de sus preocupaciones cardinales. Es frecuente el caso en que sacrifica la belleza de las letras en aras de la precisión científica. Entre los esplendores del estilo y el poder de la verdad, se inclina sin reticencias por lo segundo. Para satisfacción del lector, cabría decir que en la mayor parte de la Historia del pueblo de México campea la claridad y la belleza. En pocos libros suyos pudo ostentar con tanta gallardía, como en éste, todos los lujos de su prosa. Hay, sin embargo, determinados capítulos en que los datos científicos o la difícil exposición de algunos temas, exigen un gran esfuerzo de comprensión al ser leídos.
La digresión ha sido larga. El complaciente lector la perdonará por necesaria. Retornemos al prólogo. Parte el autor de la consideración de la existencia de un México anterior a la llegada de los españoles. La necesidad de hacer la historia prehispánica con enfoque mexicano es desde el principio su obsesión. Sin embargo, cree que los países de Centroamérica, del Caribe y de la parte boreal de Suramérica trabajarán por elaborar la historia de una Cultura Atlántica. El estudio de la cultura caribense y mesoamericana no puede ser exclusiva de las preocupaciones de los mexicanos.
En su afán de estudio por valorar esta etapa de la historia de México, sabe que de ninguna manera es un precursor. Enumera a los pioneros que abrieron esta ruta a la investigación. De allí su reconocimiento a Manuel Gamio, Alfonso Caso, Wigberto Jiménez Moreno, Eulalia Guzmán, Miguel Othón de Mendizábal, Francisco Plancarte y Navarrete y Antonio Villacorta.
Desde sus primeras páginas, ostenta Valadés una impetuosidad agresiva ante aquellos historiadores no mexicanos, a quienes considera deformadores de la verdad.
A la mayor parte de los lectores habrá de sorprenderles la severidad con que juzga a fray Bernardino de Sahagún. Lleva a cabo un ataque por varios flancos. Declara que el autor de la Historia general de las cosas de la Nueva España no poseía una cultura muy sólida y que escribió bajo el influjo de las preocupaciones teológicas, sacrificando así en ciertas ocasiones la verdad histórica al prejuicio religioso. Afirma que sobre Sahagún ejercieron poderoso influjo obras como las de Herodoto de Halicarnaso, que lo llevaron a desvirtuar sus observaciones. Declara, también, que fue víctima del evemerismo que tantos adeptos tuvo, pero que no por eso dejó de ser contrario a la verdad histórica. Mas no todo es censura, Valadés da la impresión de haberse percatado de que sus acusaciones han sido demasiado severas y procede a reconocer una parte de los méritos de Sahagún.
A pesar de todo esto, no debemos desconocer la laboriosidad de fray Bernardino; tampoco la nueva riqueza que proporcionó a la lengua náhuatl, hispanizándola o latinizándola ingenuamente, sin perfidia, como todos los frailes que concurrieron a servir a su rey en tierras de nuestro continente.
Con Pedro Mártir como cronista no guarda más consideración que la de reconocer su talento literario. Ve en él un cortesano, "que emplea la nobleza de las letras para servir a los poderosos". Cree que los monarcas de España debieron estar, con razón, satisfechos de aquella prosa con la que se exaltaban las armas conquistadoras. ¡Pero cuánta exageración en sus descripciones de la vida de los pueblos indígenas de América!
La desconfianza que siente Valadés hacia las crónicas de los frailes se antoja excesiva. Podríamos aceptar que, si es verdad que los religiosos "midieron muchas veces los acontecimientos con la vara de las preocupaciones teologales o conventuales", también es cierto que en innumerables momentos escalaron las más altas cimas de la seriedad crítica. No es, sin embargo, desdeñable el consejo de acercarse con prudencia a las fuentes históricas elaboradas por los misioneros y ponderar su validez científica.
Es obvio que muchas de las apreciaciones de Valadés, sobre obras referentes a México, suscitarán refutaciones tan vehementes, como los ataques que él endereza contra ciertos autores. Pero no siempre emplea un acento severo. Más bien predomina la serenidad crítica en sus juicios. Él, que tanta admiración sintió y siente aún por Alamán historiador, lo juzga con reservas.
Cuando nos acercamos a las comienzos del siglo XIX y a la guerra de Independencia, con la obra de don Lucas Alamán ( Historia de México, 5 t., México, 1849-1852). ¿Cómo servirnos en nuestros días de esa obra magnífica en literatura y rica en observaciones, cuando los últimos cincuenta años nos han proporcionado historiadores que siguen a paso las fuentes originales y nos conceden un documento tras otro documento? ¿Cómo repetir las dramáticas escenas de 1810, reproducidas con señalada viveza por Alamán, cuando el Archivo General de la Nación nos ha proporcionado en su Boletín, documentos de gran valimiento, que sustituyen las elegancias literarias de don Lucas? ¿Y cómo seguir las páginas de Alamán, cuando don Juan E. Hernández y Dávalos nos legó, en seis grandes tomos, la impecable Colección de Documentos para la Historia de la Guerra de Independencia? (México, 1877-1882).
Valoremos asimismo, frente a la obra de la memoria, los papeles que sobre el cura José María Morelos, publicó la Secretaría de Educación Pública (México, 1927). Así también, si la descripción que hizo Alamán sobre la entrada de los insurgentes a Valladolid y Guadalajara, no deja de tener destellos literarios y propósitos de Historia, en nuestros días no podemos pasar por alto los trabajos documentados de don Jesús Amaya ( Hidalgo en Jalisco, Guadalajara, 1954) y de don J. Romero Flores ( Historia de Michoacán, t. I, México, 1946).
Los documentos, pues, y los historiadores documentados como don Vicente Fuentes Díaz, nos llevan a una ciertísima historia de la Independencia ; y si a esto se agregan los papeles, hechos públicos, de don Agustín de Iturbide, el primer trono mexicano de la realidad documental, difiere de la prosa de Alamán.
Otro tanto acontece con los escritores de la historia nacional correspondiente al primer tercio del siglo XIX: los señores José María Luis Mora ( México y sus revoluciones, París, 1836) y Lorenzo de Zavala ( Ensayo histórico de las revoluciones de México, París, 1831). ¿Quién puede confiar a la memoria de ambos autores, los días de la edad heroica del México Independiente? Hoy, con sus muy documentados y hermosos Poinsett, historia de una gran intriga (México, 1951) y Santa Anna: aurora y ocaso (México, 1956), don José Fuentes Mares llena una interesante época mexicana; y si a estas obras se agregan los nutridos trabajos que sobre materia económica dejó don Luis Chávez Orozco, los que escribió con mucha galanura don Miguel Quintana, los muy didácticos, pero también sin apartarse del documento, de don Agustín Cue Cánovas, ya tendremos una verdadera urdimbre para empezar a juzgar grave y realmente a la aparentemente aborrecible mitad del XIX.
Dentro de esta enumeración de compiladores de documentos, tendría derecho a ocupar un lugar distinguido Ernesto Lemoine con su libro Morelos, su vida revolucionaria a través de sus escritos y de otros testimonios de la época. La obra referida no solamente es una excelente selección de documentos paleografiados por el propio autor, sino que los precede de un importante estudio.
Valadés no mira con mucha simpatía esa escuela histórica representada por hombres como Manuel Orozco y Berra, José Fernando Ramírez y García Icazbalceta.
Ésta surgió, aunque en medio de muchas indecisiones, en las manos de don Joaquín García Icazbalceta, de don José Fernando Ramírez y de don Manuel Orozco y Berra. Para éstos, el documento era un material de construcción sumamente frío y áspero. No daba el calor del alma de una Nación. No proporcionaba fluidez al pensamiento. No localizaba la preocupación humana. Era vasta en la extensión; pero corta en la profundidad. Había, pues, que emplearla en medio de la alegoría; pero es que aquélla era la época de la transición. De aquí, las incomprensiones entre Alamán y García Icazbalceta. De aquí, el poco interés hacia las primeras obras específicamente documentales; también el abuso que se hizo de las publicaciones voluminosas como las de don Francisco del Paso y Troncoso.
Con respecto a los acontecimientos de la guerra con Estados Unidos, considera Valadés que se han hecho numerosos trabajos, entre los cuales el de don Vito Alessio Robles ocupa un puesto de honor.
Revisando la documentación que se posee sobre la guerra de Intervención, le parece también que hay elementos para elaborar juicios muy fundamentados. Elogia, y con razón, la noble actividad de Gloria Grajales en los archivos de Inglaterra.
Cabría agregar que es de justicia reconocerle todo su mérito a Lilia Díaz por su publicación de documentos diplomáticos de Francia, y a Guadalupe Monroy sus aportaciones para el conocimiento de la parte que estaba inédita del archivo de Matías Romero.
Acierta Valadés cuando declara que poseemos ya fondos documentales que nos permiten valorar con exactitud las miras políticas de Napoleón III. Gracias a ello puede ya medirse su verdadera dimensión.
Reivindica Valadés la importancia de las aportaciones históricas de don Fernando Iglesias Calderón con sus Rectificaciones históricas y de Genaro García con su Colección de documentos. Había llegado la hora de sacar provecho considerable de los archivos mexicanos.
Así y todo, la escuela documental, que nos acerca a la ciencia histórica, tan noble como respetable, fue parte inseparable de la cultura nacional. Nuestros archivos se hicieron abrevaderos para propios y extraños. La cuarta década de nuestro siglo colmó archivos y bibliotecas de investigadores. La gente quiso saber los antecedentes de sus días. La revolución produjo las primicias de un renacimiento más intensivo y estable que el traído por la Independencia.
Infortunadamente, el Estado, entregado a cuitas domésticas, no puso atención a ese fenómeno que abría las puertas de un nuevo estadio de letras y pensamientos. De esto se aprovecharon, digámoslo con tristeza, los extranjeros; principalmente las universidades de Estados Unidos, sedientas de enriquecer sus archivos y bibliotecas. Sedientas también de demostrar la capacidad de sus estudiosos, de manera que corrimos el peligro de un expansionismo cultural norteamericano; pues ¿no la historia de capítulos principales de México empezó a ser escrita y publicada en Estados Unidos? Y con esto ¿no una nueva deformación, sin intención evangélica de los siglos XVI, XVII y XVIII, sino con los tentáculos de un saber dominante, apareció en nuestro horizonte?
Muchas disculpas, para efectuar esta intrusión, dieron las universidades del país vecino; algunas, ciertamente, aceptables. Una, la de acercar México al conocimiento del pueblo norteamericano. Pero, ¿no equivalía el acontecimiento a un subdesarrollo cultural, paralelo al epíteto denigrante que nos aplicó un presidente de Estados Unidos al llamarnos "pueblo económicamente subdesarrollado"? Éste era un error, acompañado de intencionalidad, al dar apellido a un pueblo eminentemente rural, ajeno, no por incapacidad humana, sino por geografía a industrializarse como los euroamericanos.
Desviando Valadés su atención hacia otros periodos de la historia de México, formula dos acusaciones contra la historiografía norteamericana. Una referente al origen del hombre americano y otra sobre la colonización de California.
Éstos, con muy patrióticos designios noramericanos, preconizaron y sostuvieron la idea de que los mexicanos eran de origen asiático y habían llegado al suelo continental a través de Behring. La teoría -sólo teoría- tuvo su intencionalidad. Quería decir que los pobladores de México, procedían del septentrión, conforme a lo cual, Estados Unidos nos había dado una población, originalmente de los propios Estados Unidos, que por lo mismo tal país tenía el privilegio de haber poblado el territorio del Centro y Sud América. Nuestros primeros ascendientes, pues, eran los asiáticos; después, descendíamos de los califórnicos; de los apellidados pieles rojas, también.
Si la aseveración anterior no convence suficientemente, en cambio lo que resulta irrefutable es la reivindicación a favor de los mexicanos que contribuyeron a la colonización de la Alta California.
Es cierto, ciertísimo, que los nobilísimos frailes que marcharon a propagar la fe y a catequizar gentiles, ya a las Californias, ya al Nuevo México, ya a Texas, no fueron mexicanos. Un indígena no tenía virtudes, según las diferentes órdenes religiosas de la época, para tales empresas del alma. De esto nada comentamos. Solamente decimos, que la fe, como la civilización, eran en los siglos citados, privilegio de los europeos.
Pero, lo que sí es innegable, puesto que existen documentos, para ver el lado positivo de los acontecimientos, es que las tareas misionales se llevaron a cabo con dinero mexicano, con soldados mexicanos, con artesanos mexicanos y con pobladores mexicanos. Esto todo, lo ocultan los historiadores noramericanos. Lo silencian en todas sus obras, escritores tan preclaros como Herbert Eugene Bolton y Charles Wilson Hackett. Para éstos, la obra misional y la población del septentrión mexicano se debió a los españoles. Loan así a España; ignoran a México y los mexicanos.
Sin embargo, ¿quiénes construyeron en Nayarit y Sinaloa los barcos que llevaban lo conducente para poblar las Californias? ¿Quiénes, si no mexicanos, en su mayoría procedentes de Sinaloa, los que fundaron San Francisco, Los Ángeles y San Diego?
Y volviendo nuevamente a pensar en los archivos y en la investigación de documentos, el autor de la Historia del pueblo de México señala deficiencias, pero con un propósito no de simple censura para emular a la superación.
Mas dejemos el juicio histórico sobre la intrusión extranjera en nuestra historia, para volver al trato de lo referente a los connacionales, quienes a pesar de una impreparación académica tienen apoyo en sus valuaciones y avaluaciones, gracias a una bien sentada tradicionalidad. El amor a las piedras de la antigüedad ha hecho una escuela sólo comparable a la del romanismo histórico. No podremos tener nuestros archivos a la altura de la riqueza euroamericana; pero hay un alma conmovedora, estudiosa y cada día más proba y conducente, que señala el camino de investigaciones y composiciones. Admitamos, sin embargo, que hay en ambas un tanto de amenazante intrusión oficialista. Ésta no opera mediante órdenes o censuras, sino por medio de promesas o compromisos. La marcha de una burocratización no se ha detenido para penetrar al desarrollo de la capacidad histórica nacional. No se han dado casos, por este influjo oficial o debido a la cómoda inclinación hacia los empleos públicos, de infidelidades históricas; pero sí de abandono de aquellos temas que pueden comprometer al escritor en sus relaciones con el Estado mexicano, y que por lo mismo, si no suprime, sí mutila el talento nacional.
Una mirada hacia el siglo XIX y principios del XX hace pensar a Valadés en lo grave que fue la influencia de las actitudes periodísticas interviniendo en la formulación de juicios históricos. Al escogerse a Francisco Bulnes como representativo de esta tendencia, no se incurre en exageración. El influjo de esta postura fue tan nefasto que aun espíritus tan brillantes como Carlos Pereyra se sintieron afectados por él.
Mas el talento de don Carlos pudo sobreponerse a aquella actitud. Ve Valadés en Pereyra "el más ilustre y elegante escritor de historia nacional". Formula en seguida un juicio general sobre las cualidades positivas y negativas del historiador saltillense.
No poseía el señor Pereyra las virtudes inquisidoras de don Luis González Obregón [...] De Pereyra también, a pesar de su credulidad periodística, recibimos asimismo el método analítico. La abundancia documental, la precisión del acontecimiento por el sistema del cotejo, el encuentro de la palabra adecuada para aplicarla a hombres y hechos no bastaban en un régimen histórico cercano a la valoración y juicio. Era necesario el examen para determinar la categoría, los accidentes y propiedades de las cosas que entrasen a la materia de la historia. Y tal es lo que realizó el señor Pereyra [...] Aunque si es verdad que el propio Pereyra cayó en algunas ocasiones en las tentaciones partidistas ( cfr. Carlos Pereyra, El mito de Monroe, Madrid, 1931, y La obra de España en América, Madrid, s. f.), no por ello desmerece lo analítico que había en él. Los desengaños personales, su condición de destierro y la pérdida de una posición política y diplomática a la que tenía derecho por su ilustración y talento tuvieron, en algunas ocasiones, una poderosa influencia sobre su vocación histórica [...]. A sustituir las arideces del alma pereyriana llegó una pléyade de estudiosos mexicanos, ya con el espíritu del análisis de Pereyra, aunque sin la perseverancia en el trabajo de éste; porque difícil ha sido hallar en nuestro medio poco universalizado y todavía más cortamente estimulado, la reunión de las tres virtudes principales de una vocación histórica; la insaciabilidad inquisitiva, la laboriosidad continua y permanente y el desmenuzamiento, compulsa y armonía de las cosas entre sí y en su unidad.
Jorge Flores, Luis Villoro, José Bravo Ugarte, Daniel Cosío Villegas forman parte de esa pléyade que sucedió a Pereyra. Al hablar de Cosío Villegas, Valadés que en muchos aspectos es un espíritu diametralmente opuesto al suyo, le hace, sin embargo, un alto reconocimiento a sus méritos.
Cosío Villegas tiene una obra con grandes alas; y aunque fue auxiliado por un competente grupo de colaboradores, de todas maneras, le correspondió la dirección de la obra; y dirigir es un saber y una labor que no es dable a todos los talentos. La obra del señor Cosío Villegas, sin embargo, no ha sido pesada ni medida en sus internas disposiciones ni en sus salientes proporciones. Enseña, eso sí, cuán responsable empresa se presenta en el horizonte de una escuela histórica mexicana que, si en nuestros días ha tenido un receso en lo que respecta a la ardua y nunca recompensada tarea de investigación, está llamada a proliferaciones futuras.
Al llegar al final del prólogo, Valadés se cree en la necesidad de aclarar qué norma ética lo guió a través de su trabajo.
Lo único que puede tener valimiento -aunque sea excesivo pretender valimientos- en esta obra es que el autor desde la hora en que escribió la primera cuartilla de papel, olvidó todos los agravios, desechó las posturas dramáticas que se encuentran al través de la historia de todos los pueblos, dejó al margen de la laboriosidad que exige el repaso y estudio de las fuentes utilizadas en el trabajo, el sentido de lo admirativo, y sólo tuvo a la vista la reconstrucción de una mexicanía que se dilata entre la montaña bronca y el llano yermo.
Sus referencias a los autores no mexicanos tienen como finalidad entroncar a México con lo universal.
Las citas que se hacen de autoridades extranjeras, principalmente en los dos primeros capítulos, obedecen a la muy corta universalidad que poseemos al asociar la vida primaria de México a la del mundo. Este desdén que nuestros eruditos han tenido hacia el estudio del desenvolvimiento del orbe, es deplorable en nuestros días; pues aunque poseemos una autoctonía de algunos milenios, éstos no pueden ser estudiados sin el conocimiento y cotejo universales. Es una pena el empeño oficial para averiguar las menudencias virreinales en los archivos y bibliotecas de España y el poco interés, que debería ser primordial, para acercarnos al estudio de las familias indígenas de Estados Unidos y de Centro América, que pertenecen a nuestro tronco, que son incuestionablemente parte de nuestros más antiguos parientes. No se pretende que nuestros trabajos investiguen y compongan la historia de los países centroamericanos. Eso no; de ninguna manera. Pero ¿por qué no hacer una carta de trabajo que comprenda la asociación de tareas prehistóricas e históricas en la zona del Caribe? ¿No sería tal acontecimiento el principio de una cultura atlántica, que nos emanciparía de la tutela euroamericana?
Quizá eso sea actualmente una quimera. Pero entendamos que aun cuando la historia se escribe en nuestros días, ésta debe tener una pretensión de longevidad; y ello no porque tal sea nuestro deseo, sino porque el libro, sobre las glorificaciones, que ayer fueron de las armas y hoy son del dinero, tiene la virtud de saber esperar. Y de esperar silenciosa y pacientemente. Por esto mismo, no corremos prisa alguna ni nos interesa el desdén o el aplauso. Una misión mayor tiene el trabajo histórico; y éste no es, ciertamente, para dejar latentes supuestas responsabilidades, puesto que el libro no es una sumaria, sino un testimonio que procura acercar al género humano a la realidad de la sociedad, de la naturaleza, de las instituciones, de las ideas.
No tiene el autor pretensiones eruditas, pero sí aspira a suscitar inquietudes en las nuevas generaciones y a que México alcance un sitio digno en el concierto de las naciones.
El cumplimiento de este deber, en relación con México, es el que ha guiado este trabajo, que no pretende modelar tareas académicas ni sociales; que no intenta prioridades de ningún género; pero que sí quisiera despertar el interés bastante y considerado entre las nuevas generaciones, para que sean éstas las que nos proporcionen una historia monumental que comprenda los antecedentes de la familia en la autoctonía continental, desde el horizonte canadiense hasta los límites de la Patagonia, a donde la expansión del siglo XVI, ahogó un pasado primitivo, rústico, crédulo, pero hermoso; que abarque la supervivencia de esos pueblos nativos al través de la dominación europea, y que termine con el desarrollo de los fascinantes días que se siguieron a la emancipación del XIX, cuando fue necesario construir, entre pesar y pesar, entre contento y contento, una clase selecta en todos los órdenes de la vida continental. Sólo así nos entenderíamos y nos haríamos entender. Sólo así, nos emanciparíamos de las tutelas occidentales, que nos han acarreado tentaciones y compromisos, amenazas y violencias.
Comprenderá el lector, que en contra de lo que ha dicho el autor con excesiva modestia, el prólogo examinado tiene un interés cardinal. Podemos ya penetrar en las ideas generales de la Historia del pueblo de México.
Quienes están familiarizados con la bibliografía de José Valadés conocen perfectamente que el estudio de los siglos XIX y XX constituyen el punto central de sus preocupaciones. No pocos serán los que se sorprendan al enterarse que durante muchos años, en actividad silenciosa estudió con particular interés asuntos de historia prehispánica y del periodo llamado colonial. Mas el historiador no marchó por los senderos trillados, tratando de hacer trabajos semejantes a los que ya habían sido emprendidos. Siguiendo una línea de conducta muy personal, se enfrentó a temas que han sido poco estudiados.
Antes de entrar en el estudio del mundo prehispánico el lector no debe olvidar ciertos principios básicos que sirven para explicar la postura del autor de la Historia del pueblo de México. Cree que los religiosos españoles alteraron las lenguas indígenas; que sus crónicas contienen multitud de falsedades; y que ciertos mitos y personajes históricos al ser analizados por europeos sufrieron deformaciones. Si los pueblos precortesianos tuvieron sus mitos, en gran parte el hombre español al hablar sobre el pasado indígena contribuyó a crear mitos que jamás habían surgido en la mente de los antiguos pobladores de México.
Quien examine el índice de temas sobre historia prehispánica abordado por Valadés siente la fascinación que le produce el nombre de los títulos: "Las huellas migratorias", "El cotejo de voces", "Culto de lo admirable", "La integración de las culturas". Pero no estamos ante una historia romántica, una apretada erudición campea en todas las páginas. Los capítulos que pueden ser leídos deprisa deben ser lentamente meditados aunque a veces podamos no estar de acuerdo con su contenido.
Está muy de moda que nuestros investigadores al estudiar el mundo precortesiano dividan éste, para su mejor estudio, en horizontes culturales. José Valadés aun cuando lo da a entender en el curso de su relación, que hubo en aquella civilización varios niveles culturales, no se pierde en ese laberinto de clasificaciones cronológicas que todavía son objeto de las más apasionantes polémicas.
Dos cuestiones fundamentales le preocupan: cuál es el origen de los hombres que él llama premexicanos y qué grado de cultura lograron los pueblos indígenas que encontraron los españoles al arribar a tierras de México. De las 170 páginas que dedica al estudio de lo precortesiano, más de las tres quintas partes se refieren a este complicadísimo asunto del origen del hombre americano y de las probables rutas de los grupos indígenas que poblaron el territorio de México.
De ninguna manera trata de sentar plaza de sabio, sino que se plantea dudas y nos las plantea. Cree, desde luego, que el hombre americano no es originario del Nuevo Mundo, sino que procedía de otro continente. No acepta la teoría del paso por el estrecho de Behring, por creer, entre otras cosas, que no se tienen noticias científicas precisas, que puedan demostrar que las regiones del norte de Asia hayan estado pobladas en la fecha en que pueda haberse efectuado la emigración. No descarta la posibilidad de un arribo del hombre asiático a América, pero de ninguna manera por el estrecho de Behring. Se inclina a pensar en la emigración de hombres provenientes de África en una época muy antigua y en condiciones que la ciencia actual no puede aún precisar. El autor cree que pudo haber sido la zona del Caribe la primera en poblarse y después de allí partieron dos grupos, uno que llegó a la región del delta del río Pánuco y otro que ocupó la zona ístmica de América y de allí avanzaría en dirección al norte hasta ocupar tierras que hoy son de México.
Se comprende que las tesis de Valadés se enderezan fundamentalmente contra autores como Hrdlicka, que sostienen la tesis del origen behringuiano y hablan de una emigración que avanzando de norte a sur llegó después hasta la parte más austral de América.
Es indudable la honradez intelectual con que ha procedido Valadés al abordar estos temas tan complicados y en los cuales él no es propiamente un especialista. Pero precisamente por no serlo toma todas las precauciones. Ha penetrado en los dominios de la geología, la geografía, la historia, la arqueología. Ha efectuado también cotejo de voces para buscar probables afinidades de grupos raciales. Por el tamiz de su análisis han pasado investigadores norteamericanos, ingleses, alemanes y franceses.
Los datos se acumulan, la erudición abruma. Más que resolver problemas, los plantea. Nos contagia con sus dudas. Estamos todavía "ante misterios insondables", para emplear una metáfora del propio autor, quien por otra parte bajo el peso de su actitud dubitativa llega en cierto momento a exclamar ante uno de los tópicos que aborda: "acércase tanto el tema a la ficción que las ventanas de la vocación histórica se cierran herméticamente a las teorías errantes". Cómo puede separarse lo que es estrictamente histórico, de lo que pertenece al dominio de la fantasía. Nos domina la angustia, pero es una angustia creadora y fecunda, con una ventana siempre abierta a la esperanza. Ante estas inquietudes bien podríamos evocar la memoria de Lucien Febvre, espíritu semejante al de Valadés, en su sensibilidad generosa y en su afán por llevarnos al campo de las reflexiones científicas.
En el bello libro jubilar que publicó el College de France con ocasión de su cuarto centenario, se encuentra reproducido, gracias a la atención de Paul Hazard, un documento emocionante. Es una página de notas autógrafas de Michelet -anotaciones hechas con su fina caligrafía, antes de una de las últimas lecciones que profesó aquí-. En ella, vibran ya las cadencias del gran poeta de la historia romántica: se lee lo siguiente:
"¿Por qué no tengo partido? [...]. Porque he visto en la historia la historia y nada más [...]
¿Por qué no tengo escuela? [...]. Porque no he exagerado la importancia de las fórmulas, porque no he querido someter a ningún espíritu, sino al contrario, liberarles, darles la fuerza que permite juzgar y encontrar."
Mi aspiración es que un día, próximo o lejano, al término del curso que hoy inauguro, pueda merecer que se me rinda este homenaje: "En la historia sólo vio la historia, nada más" [...]. En su magisterio no sometió a los espíritus, porque no tuvo sistemas -sistemas de los que también Claude Bernard decía que tienden a esclavizar al espíritu humano-, en cambio se preocupó por las ideas y las teorías; por las ideas, porque las ciencias sólo avanzan gracias a la potencia creadora y original del pensamiento; por las teorías, porque, sin duda, sabemos perfectamente que nunca abarcan la infinita complejidad de los fenómenos naturales: son grados sucesivos que la ciencia, en su deseo insaciable por ampliar el horizonte del pensamiento humano, consigue unos tras otros con la magnífica certeza de no alcanzar jamás la cumbre de las cumbres, la cima desde donde se vería la aurora surgiendo del crepúsculo.
Después de analizar un centenar de páginas en que Valadés acumula "una potencia de veinte atmósferas", se siente la necesidad de respirar otras atmósferas menos densas, el propio autor nos conduce hacia tópicos más amables. Se pisa ya un terreno más firme. Dirige una mirada hacia el conjunto de las culturas prehispánicas, no estudia ninguna de ellas en particular, pero sí nos da visiones impresionistas. Un fervoroso aliento de mexicanidad inunda sus páginas. Sus últimas reflexiones acerca del mundo indígena están dedicadas a los aztecas, y rinde un homenaje de admiración a ese grupo humano que tuvo como centro la capital de los tenochcas.
Además, podremos dudar de los hechos accesorios; pero lo que no es posible dejar sobre el campo de lo inseguro o eventual es que la ciudad de México quedó fundada y que fue la cabecera no de una porción tribal ni de un país bárbaro, sino que estaba destinada a ser el centro capital que aglutinaría una nacionalidad.
Asimismo es dable establecer que los cimientos de tal nacionalidad, aparentemente débiles, por las características tan singularmente autóctonas de sus individuos, fueron construidos con los conocimientos no tanto de las ciencias universales, cuanto de los preceptos que dicta la razón reflexiva. Y entendamos, antes de que se produzca el choque entre la civilización continental y la civilización europea, que aquélla fue el meollo de la vida del pueblo que, asociado al porvenir de la ciudad lacustre, adoptó el nombre de México.
En el análisis de la conquista y la dominación españolas no adopta Valadés una pauta de hispanista ni de antihispanista, sino que su criterio está más allá de estas dos posiciones doctrinales. A los que argumentan que el México anterior a la llegada de los españoles no poseía una unidad social y lingüística que le dieran un cuerpo de nacionalidad, les contesta que tampoco las tenían España ni Italia ni otros países europeos que en esos momentos estaban en vías de integración.
En los juicios del autor no hay rencores, pero sí un marcado acento de nacionalismo. Pero este nacionalismo no le impide en múltiples momentos reconocer ciertas grandezas de España. Admira a la reina Isabel de Castilla por sus concepciones de estadista que la llevaron a robustecer el poder del Estado y le permitieron impulsar la obra de conquista y colonización trasatlántica.
Aparece Colón con su dimensión humana, que ofrece a los reyes no una empresa desinteresada sino un mundo de riqueza fabulosa. "Con unos cuantos gramos de oro caribense en la punta de la cola, el diablo despertó la codicia humana."
Bien pronto la realidad defraudó los ensueños. Pero si no había oro en abundancia, allí estaba el nativo capaz de someterse a las exigencias del colono español. Así nació la encomienda. Los reyes trataron de poner un freno a la codicia de los peninsulares. Algunos teólogos se sumaron a esta noble protesta contra la ambición desmesurada.
Al ceñirse Carlos V el cetro de emperador de Alemania que unió a su corona de España, los conquistadores y colonos españoles había rebasado las limitaciones del mundo caribense. Se establecerían en tierra firme e iniciarían la ocupación de México.
El incipiente Estado español no tenía el ejército, el dinero y los caudillos necesarios para marchar a la ocupación de los territorios hacia donde iba a dilatarse el naciente poderío europeo. Hízose así necesaria una tolerancia hacia los emprendedores; y como éstos, generalmente, andaban en la edad de los treinta y tantos años, pronto adquirieron los vuelos de una clase osada y dominadora, sobre la cual no pudieron tener poder decisivo Cristóbal Colón ni su hijo Diego.
El brío y arranque de aquella juventud treintañal situada en el Caribe fue superior a las determinaciones jerárquicas, de manera que la desobediencia quebrantó los preceptos de gobierno, y estableció la fuerza y violencia del mando. Los hombres principales de la ocupación continental no serían, pues, los capacitados para gobernar, sino los aptos en mandar. Así, los jefes de mando iban haciendo otros jefes de mando.
Tal sucedió a don Diego Colón al enviar a Diego Velázquez a la ocupación de Cuba; tal acontecería a Velázquez al ordenar a Hernán Cortés la toma de México.
Al abordar el estudio de Hernán Cortés, Valadés hace notar que la historia de su conquista ha sido escrita por españoles para la glorificación de los españoles. No acepta desde luego la leyenda de un Moctezuma desprovisto de cierta grandeza. Tenía el monarca cualidades que las propias fuentes españolas le han reconocido.
Y, en efecto, más que débil Motecuzoma vivía entregado a la superstición. Quizás el no hallar, por falta de las comparaciones, el porqué del desarrollo de su pueblo y el porqué de su propia jerarquía, le habrían llevado al culto de la inexplicabilidad.
Esto no obstante, la más severa revisión de la vida de tal señor, aunque sirviéndonos de documentos extranjeros o extranjerizantes, nos hace ver que los dieciocho años de su señorío no fueron obra de la violencia. Fueron complemento de una obra muy laboriosa; porque aun los documentos más desafectos al personaje no niegan el esfuerzo de tal señor para vivir contiguo a su pueblo. Y éste era un pueblo eminentemente trabajador. De ser ocioso no construye los monumentos hallados por los europeos, ni abre los caminos y mercados que poseía, ni inventa la agricultura sobre chinampas, ni transforma el lecho de un lago en terreno firme, ni organiza una ciudad de trescientos mil habitantes. Las acusaciones de holgazanería e incivilización que las crónicas extranjeras hicieron a los mexicanos son incompatibles con las grandezas que los propios extranjeros dijeron haber hallado en la ciudad de México y en los territorios que ocuparon.
No se necesita, por otra parte, recurrir a la hipérbole para tener la noción exacta de la medida humana del conquistador. Audaz y osado, ambicioso y capaz de hacerse obedecer de sus subordinados, encontró en el escenario de México, un marco digno de sus dotes de guerrero improvisado.
Tan inteligente así era Cortés, que a los primeros roces con el teatro del mando y la guerra, su cabeza aldeana adquirió las proporciones del caudillo. Del obsecuente servidor de Velázquez se convirtió en uno de los grandes capitanes de la historia de España; pero de ninguna manera capitán de la cronología mexicana, puesto que si hubo individuos entre aquellos aventureros extranjeros que desdeñara más a los patriotas de México, ése fue Cortés. Cierto que en sus cartas al emperador no dejó de ensalzar el suelo invadido y de hacer referencias agradables acerca de sus príncipes; pero esto tuvo por objeto significar que él había derrotado no a unos modestos y pacíficos principales del país invadido, sino a muy grandes y poderosos personajes.
Mas después de la conquista de México, sus cualidades de hombre de gobierno no estuvieron a la altura del adalid militar.
En efecto, nombrado por Carlos V capitán general del territorio invadido y ocupado, no logró realizar la primera empresa a la cual estaba obligado: hacerse estimar de sus súbditos y establecer en torno de éstos, y dentro de ellos mismos, la confianza y la unicidad.
Lejos de esto, Cortés riñó con sus subordinados; disoció los intereses de la comunidad invasora; mantuvo un estado de inquietud entre pobladores y conquistadores; y como carecía de equilibrio personal, no pudo ni supo administrar sus ambiciones y apetitos, de manera que esto le hizo contrariar a la Corona.
Su propia obra de empresario, como se verá adelante, si fue importante en lo concerniente al arte de mandar, fue desastrosa en el intento de dar composición a sus propios hechos; pues como todo lo hacía con las prisas de un ingenio cervantino tan acomodado a aquella época de muchos albores, al llegar a las aplicaciones, éstas chocaban tan fuertemente con la realidad de cosas e individuos, que se producía el desastre y con ello las pendencias y envidias, los chismes y las desconfianzas. De aquí lo distante que estuvo siempre Cortés de las cualidades obligadas para un gobernante.
Si tales, pues, hubiesen adornado al capitán general, éste muere invicto al pie de su obra de caudillo. Y no fue así.
La tesis en cierta manera está en oposición a la sustentada por Carlos Pereyra sobre el mismo personaje.
Porque debe recordarse que Cortés no era un simple conquistador, ni un simple explorador: era un fundador de imperios en el más alto y noble sentido de la palabra. Sus relaciones con Carlos V revestían el carácter doloroso de una reversión de valores humanos. Carlos V bien podía haber sido quizá un hábil y activo lugarteniente de Cortés, o si acaso, éste no mereció nunca haber sido menos que el ministro universal, el inspirador y el guía de la gobernación del imperio, ya que por el genio político, por la grandeza moral, y aun por la sangre, no era el flamenco, sino el extremeño, el que debía de tener la representación de los destinos de la raza española. Quien haya estudiado las múltiples aptitudes que mostró Cortés; quien se haya dado cuenta de la claridad con que veía el conjunto de la obra espontáneamente realizada por su pueblo, lamenta que la dirección de aquel movimiento expansivo no hubiera estado en sus manos sino en las de un hombre que geográficamente se hallaba a dos mil leguas, e intelectualmente, a dos millones de leguas de la comprensión de una corriente nacional sin cuyo encauzamiento España corría el peligro, en que cayó, de esterilizar una máxima porción de sus esfuerzos. Para Carlos V las islas y tierra firme, los países conquistados por Cortés, los que buscaba Magallanes, y los que más tarde le entregaron Pizarro, Jiménez de Quezada, Juan de Ayolas y Pedro de Valdivia, no eran sino anexidades interesantes, centros de curioso exotismo, fuentes de recursos para gastos de momento. ¿Pero pudo Carlos V haber soñado siquiera que allí estaba la fuerza del pueblo español, que allí estaba su futuro, y que, por lo mismo, allí debía estar el punto central de todo pensamiento constructor?
Un análisis minucioso de las cualidades positivas y negativas de don Hernando nos permitiría una apreciación más equitativa. Ya he dicho en otra ocasión, que Carlos Pereyra nos ha mostrado algunos aspectos contradictorios en la personalidad de Cortés, que nos hacen pensar en cierto desequilibrio, aun en aquellas ocasiones en que tenemos que examinar al hombre como militar.
En la guerra fue extremoso para las precauciones, llegando su vigilancia hasta hacer personalmente las rondas, sin embargo, cometía imprudencias temerarias. Alternaba la audacia genial con la suicida, y los aciertos inimitables con los errores, algunos de ellos fatales. Cedía a los consejos de sus capitanes o sostenía porfiadamente una determinación contra cordura.
Como reconstructor de México y como hombre de gobierno, Valadés le hace a Cortés muy serios cargos.
Si al éxodo de los mexicanos producido por el triunfo de los invasores extranjeros se agrega el desdén que éstos manifestaron hacia la civilización antigua de México, se entenderá cómo aquel mundo humano constituido al través de centurias pareció quedar sepultado para siempre en los días que siguieron al triunfo de Hernán Cortés.
Desintegróse en efecto, la comunidad insular y homogénea que representaba el espíritu de una nación. Desintegráronse asimismo las comunidades que circundaban la ciudad capitana. Desintegráronse, finalmente, los nexos mercantiles que hacían vivir en comunicación y entendimiento a pueblos y familias de una superficie sin límites ciertos, pero compuesta de individuos de iguales origen y mentalidad.
El esfuerzo humano -pasta y talento de un pueblo- que fue capaz de levantar pirámides, canalizar aguas, organizar ciudades, abrir caminos, hacer comercio y vivir en paz quedó perdido casi de un golpe. La forma embrionaria de una nación quedó deformada e inutilizada.
Ahora, todo sería nuevo. Cuando menos se haría el intento de hacer un aparte con el mundo antiguo, para fundar un mundo nuevo, extranjero y circunstancial. Y esto no iba a ser obra de un reformador social o político. Sería obra de un interesado patriotismo; del patriotismo español de Hernán Cortés.
Su fácil triunfo en el valle de México, la sumisión de los pueblos indígenas y la desolación de la ciudad tradicional y de las comunidades circunvecinas, hizo creer a Cortés que en nada influiría la vida del pasado mexicano y que lo mismo todo lo futuro correspondía a una instauración. Así empezó por llamar Nueva España a aquel país.
Triunfante, todo lo vio a semejanza de su patria; y se estimó capaz de transformar al pueblo dominado, de manera que fuese una prolongación de España. Para esto, olvidó la existencia, poder de costumbres, naturaleza de cultura y espíritu de reivindicación de los tres o cuatro millones de almas, que los cálculos conservadores otorgaron a la población indígena dispersa en un territorio sin más fronteras que el horizonte magno de los mares y nieves.
Pero mientras se llegaba la hora de hacer la Nueva España a semejanza de la Vieja España, Cortés, temeroso de una reacción agresiva de los mexicanos, abandonó la ciudad tradicional del lago y se estableció en Coyoacán. Fue aquí a donde empezó a elaborar sus proyectos, no tanto de gobernante, cuanto de empresario.
Nada de fácil tenía la tarea que se proponía Cortés; aunque empezaban a llegar los recursos de España. Las fabulosas versiones sobre las riquezas de México surtían efectos mágicos entre la gente rica de España y otras partes del mundo europeo. El gacetillerismo epistolar de Pedro Mártir de Anglería había despertado la codicia de reyes y cardenales; de soldados y mercaderes.
Del suelo mexicano no era posible llevar riquezas sin el auxilio de la riqueza española. Barcos y pobladores; armas y dinero; alimentos y ropa; instrumentos de trabajo y "entendidos en comercio"; semillas y bestias de carga: eso, todo eso, necesitaba Nueva España. El hombre hace al hombre; riqueza hace riqueza. Así, las primeras inversiones europeas llegaron a suelo mexicano.
Materialmente, la tarea había sido comenzada por Cortés. Al efecto, en seguida de autorizar la emigración de los mexicanos, ordenó la destrucción de la ciudad tradicional. Pero, ¿cómo cumplir la orden, si la población nativa había huido? ¿Quiénes iban a demoler los monumentos arquitectónicos que constituían el centro de la urbe?
La desintegración, pues, de una comunidad que, no obstante carecer no sólo de un Estado nacional, sino de la idea de Estado, poseía por derecho de origen y autoctonía las características de una nación, así como sería desastrosa para la propia comunidad, también acarrearía numerosos problemas y condiciones conflictivas para el invasor.
Los sacrificios de los unos y los otros jamás compensarían la aventura europea. Al cumplirse el ciclo de la desintegración, los dos mundos -el mundo invasor y el invadido- volverían a su cauce, al igual de lo que acontece cuando terminan las violencias de la naturaleza.
Si el lector examina los juicios transcritos y las demás apreciaciones de Valadés sobre Hernán Cortés, tendrá que llegar a la conclusión de que multitud de sus ideas no serán del agrado de los hispanistas, pero que tampoco complacerá a los antiespañoles. ¿No sería ésta una prueba de equilibrio crítico? Seguramente que no pueden aceptarse todas sus afirmaciones, pero habrá que reconocer que indiscutiblemente no guió su criterio la pasión del sectario. Su juicio mismo sobre la dominación peninsular está más allá de odios de facción y se coloca en un plano de ecuanimidad.
Ahora, la expansión europea era portadora de dos nuevas formas de vivir; y aunque no iba a producir una dicha mayor de la que disfrutaban las naciones invadidas y sojuzgadas, sí les iba a dar una geografía política y con ello a incorporarlas a la vida universal. Esto último constituiría la deuda perenne de México a España. No será lo mismo en lo que respecta a las fronteras políticas de la nación mexicana; porque éstas no fueron trazadas de acuerdo con el Derecho de origen, sino de conformidad a los intereses de los Estados.
La conquista de don Hernando no podía dar solidez social a la Nueva España por él proyectada.
Aunque los mexicanos eran expulsos de su suelo, y aunque Hernán Cortés había dado nombre y deseada superficie al territorio que ocupaba, y aunque la Corona de España concedía su estatuto político y jurídico y administrativo a las tierras que Cortés puso a los pies de su soberano, en la realidad de la verdad, dos países existían a donde sólo uno era reconocido con el nombre de Nueva España. La superposición, sin embargo, no bastaría para dar gobierno al pueblo sojuzgado que, entregado a los efectos del terror, en lugar de resistir, se dispersaba, con lo cual perdería los principios de su homogeneidad mental. Sólo la maravillosa unidad física del suelo y de sus frutos mantendría viva su cultura y sus naturales características de nacionalidad.
El pueblo sometido se acercó a la religión, pero más que atraído por la convicción, lo hizo para buscar en el cristianismo de los frailes una protección.
En un estudio sobre lo colonial no podría faltar la figura de Las Casas y naturalmente no falta. Al juzgar al fraile dominico tiene Valadés juicios que pueden tener puntos de contacto con los del historiador Lewis Hanke.
No correspondía fray Bartolomé de Las Casas a la nobleza de España, ni a la Alta Cátedra salmantina o complutense. Movíase dentro de su alma, al igual de sus coetáneos ilustrados por la Iglesia, un poco de tomismo y otro poco de erasmismo. Movíase sobre todo, en el fondo de su ser, la emotividad aventurera y generosa de Sevilla, cuyos eran los habitantes que todavía hacia el final del siglo XVI vivían ajenos al tráfico de la Casa de Contratación y a la rivalidad de Cádiz.
Pero no era todo lo que Las Casas llevaba en su pecho. A éste le impelía la ambición del mando y poder; porque en sus alegatos en favor de los hombres a quienes llamaban indios, más que la filosofía del dolor, más que la reivindicación humana, más que el odio a los encomenderos, más que la idea histórica, más que las inconsideraciones a su patria, más que el gozo de la controversia, más que un mero lucimiento personal, más que todo eso, había una idealidad política. No en vano la Orden de los Predicadores preparaba a sus individuos al gobierno de los hombres. No en vano los dominicos constituirían el cerebro del principio de autoridad dentro de las órdenes religiosas y dentro asimismo de los Estados europeos en formación; del Estado español, principalmente.
De la historia guerrera y religiosa se pasará al estudio de la historia social y política. El autor de la Historia del pueblo de México se pregunta: "Tres cuartos de siglo han transcurrido en Nueva España desde la llegada y ocupación extranjera, y ¿cuáles son las ventajas que en ese lapso han obtenido los nativos; cuáles los invasores?" El mismo Valadés se da la respuesta.
Los nativos están obligados a hablar una lengua que no es la suya, y por lo mismo sólo una pequeña minoría la conoce y practica; y esta minoría lo hace, para repetir las enseñanzas de la religión cristiana; pues en las transacciones comerciales, los indígenas se rehúsan a dar a su mercadería y a sus procedimientos de venta otras palabras que no sean las propias de su idioma.
Económicamente no han mejorado su condición. Un mexicano vive "la semana entera con menos de un real". La autoridad virreinal tiene tasado el jornal diario de un nativo en un cuartillo de plata (tres centavos). En Texcoco, el salario de cargadores, pescadores, albañiles, canteros y hacheros es de dos reales por seis días de trabajo.
Son tan pobres los nativos y escasea tanto el trabajo para ellos, que se reúnen en los caminos en espera de los viajeros españoles; porque como éstos tienen que llevar consigo sus camas, porque todavía no hay hospederías, llaman a los indígenas de México para cargar tales camas, a cambio de lo cual les dan un real por día. Con ese real deben comer en su viaje de ida y en el de regreso.
Dentro de esas cortedades económicas, existe una mejor condición social. Los europeos han dejado de usar el hierro para herrar a los nativos de aquel suelo ganado por la fuerza. También ha terminado el secuestro de mujeres. La familia española empieza a convivir, aunque siempre en tono de superioridad, con la familia indígena. Ésta siente amparo y seguridad bajo el ala extranjera.
En este mismo lapso de tres cuartos de siglo ha tenido lugar un gran desarrollo comercial, el crecimiento de las ciudades, el progreso de la minería, pero los grandes beneficios no son para las mayorías sino para los grupos privilegiados.
Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, Ernesto de la Torre Villar (editor), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 4, 1972, p. 127-191.
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