Martín Quirarte
Medio siglo más tarde hay ya "signos de estabilidad". El régimen político de Nueva España no es propiamente colonial sino virreinal, equivale a un semiestado. El progreso y las transformaciones europeas del siglo XVI influirán sobre la vida virreinal de la siguiente centuria. Valadés parece querer censurar a Fernando Braudel su afán de "noticierismo tumultuoso". Pero es indudable que, a pesar de todo, al hablar de esa época en que comenzó "la glorificación de la autoridad, y del dinero", ha estudiado muy a fondo El Mediterráneo en la época de Felipe II, la obra cumbre del historiador francés.
Volviendo al escenario del siglo XVII vemos cómo se consolidan las instituciones virreinales, se cimienta el poder político y se comienzan a ver los primeros grandes destellos de lo mexicano bajo la dominación colonial. La Nueva España cada día logra mayor prosperidad económica, aunque la bonanza no redunda en beneficio de la gran masa de la población.
El progreso se acrecienta en el siglo XVIII, pero paralelo a este ascenso se verán cada día más claros los signos de un propósito de emancipación. Hay un gran amor hacia la antigüedad mexicana y se siente de una manera ostensible la presencia del mundo indígena. Hasta el criollo experimentará más la atracción de lo prehispánico que lo mediterráneo.
No obstante las trabas impuestas por la metrópoli al comercio y la industria, los mercaderes novohispanos constituyen una clase cada vez más rica. La minería sigue aumentando su fuerza. La orfebrería tiene también un papel muy relevante.
Del mundo rural surge una elite que escala las posiciones más distinguidas del poder y el dinero. Todos estos grupos privilegiados sentirán un día el deseo de consumar la independencia.
El exceso de riqueza permitirá un lujo inusitado.
En las casas particulares, los muros son cubiertos con damasco, terciopelos y tapices de Flandes. Los artesanados lucen tallas o pinturas. Los pisos son de ladrillo rojo con incrustaciones de azulejos. Entre los muebles hay sillones frailunos, bargueños, escabeles, bufetillos. La plata tan usada en el siglo anterior vuelve a servir para ser incrustada en sillas, escritorios y camas. En Chapultepec, a la llegada de un nuevo virrey se manda que, de ser posible, "las puertas queden embutidas de plata". La extravagancia, sin embargo, no llegó a realizarse.
Cuando el duque de Alburquerque entró a México, llevaba un tren de veinticuatro mulas cargadas con repostería; y cada animal lucía frenos y cabezadas de plata, altos plumeros y las cuerdas de cinchar eran de seda; los barrotes, de plata.
En el entierro del niño Agustín Almada Villalva, hijo del virrey marqués de Amarillas, se estableció un complicadísimo ceremonial: procesiones, misas, colgaduras, guardias de caballería, pisos alfombrados, adornos de terciopelo y seda de China.
El país es rico, aunque no fabulosamente rico. Pero éste es un perfil, hay otro más por lo menos, el de la extrema miseria.
Las clases a quienes faltaba lo esencial para poder vivir tienen que recurrir a la violencia. Cuando el maíz faltó se produjeron motines en Puebla, Guanajuato, Tlaxcala, Pachuca y California. Los negros de Córdoba se sublevan contra sus dominadores, se ven en Sonora, Durango e Izúcar. Son manifestaciones de desobediencia interna, no se escucha todavía el grito de rebelión contra España, falta aún el caudillo que luche a favor de la independencia.
Desde el punto de vista intelectual se acentúan las manifestaciones de la mexicanidad. La especulación filosófica tiene aun método europeo, pero ha dejado de ser salmantina. El vocabulario de los escritores es hispánico, pero no oculta sino que manifiesta de una manera auténtica su mexicanidad. En la plástica son evidentes los rasgos de una inspiración nacional y hasta en la ciencia se nota el interés por lo propio.
Al otro lado del océano se efectúan cambios profundos. Carlos III y sus ministros enciclopedistas tienen propósitos innovadores y las disposiciones que se dan repercuten en América. Sólo que aun hombres de Estado, tan inteligentes y perspicaces como el conde de Aranda, no perciben con claridad el desenvolvimiento de los pueblos iberoamericanos.
Las disposiciones del conde de Aranda, presidente del Consejo de Ministros, ejercen un poderoso impacto en la Nueva España. Al decretarse la expulsión de los jesuitas, el gobierno virreinal entró en el dominio de sus fuentes de riqueza. Las minas, las haciendas, las pesquerías o perlas de la Compañía de Jesús robustecieron el poder estatal.
El virrey de México dejó de ser un simple representante del monarca, para convertirse en una especie de agente comercial.
El restablecimiento de los astilleros que Francisco Carbonel había fundado en la desembocadura del río Santiago; las nuevas exploraciones de minerales en Sinaloa y Sonora; la fundación de San Francisco de California; del centro comercial en Culiacán; la nueva búsqueda de Quivira; los buceos perlíferos en Altata; la colonización del llamado Nueva Santander; la organización de presidios, la construcción de depósitos de abastecimientos en Perote; los planes para engrandecer la urbanización de la ciudad de México; la vigilancia fronteriza para evitar los progresos migratorios de la "gente blanca" de Virginia, Nueva Inglaterra y Nueva Francia hacia Nuevo México; la organización de un cuarto Concilio; todo, todo esto, correspondió a una época que se había iniciado con los comienzos del siglo XVIII, pero que ahora, al entrar la segunda mitad de la propia centuria tomaba cuerpo de Estado gracias a la política del de Aranda.
Para los funcionarios peninsulares la prosperidad de Nueva España formaba parte de la prosperidad del reino; y no podían sospechar "que a la sombra de ese Estado estaba surgiendo un pueblo".
Todo llevaba hacia la emancipación: el desarrollo del comercio, la prosperidad de la minería, el progreso de la ciencia y las artes, el crecimiento demográfico, el espíritu de rebeldía de las clases populares que carecían de lo fundamental.
Además la propia metrópoli había, inconscientemente, contribuido a la emancipación. A España se debía el concepto de soberanía de Estado. La educación jesuítica había exaltado el sentimiento criollo de autodeterminación. El mismo conde de Aranda constituía un vehículo de las ideas independistas.
Pero no se avanzaba a pasos agigantados. Aun le faltaba mucho al país por recorrer. Varias décadas iban a ser necesarias, para que México tuviera la plenitud de su nacionalidad.
Y no podía ser de otra manera. La dominación extranjera había borrado los signos de un pensamiento extraespañol [...]. Diéronse en el suelo dominado hermosas cabezas. Hubo latinistas distinguidos, teólogos y canonistas respetables, poetas y prosistas admirables, historiadores y bibliógrafos eruditos. Lo signos de cultura no fueron, pues, ajenos a la vida de la dominación extranjera.
Sin embargo, las manifestaciones de un pensamiento de nacionalidad fueron meras ráfagas de luz. El intelecto más cercano a una mexicanía se encendía y apagaba casi instantáneamente. Y ese acontecer no podía ser de otra manera. El nieto o el hijo de español, podía amar intensamente al país a donde había nacido; pero tenía que pensar como sus abuelos. El pensamiento no es improvisación; es herencia. Además, ¿cómo crear un pensar nacional sin las excelencias del roce con otros pensares? [...]. El pensamiento continuaba siendo español; tanto o más español que en la propia Vieja España.
La sociedad colonial iba sin embargo, a sentir el impacto de un influjo exterior que precipitaría los acontecimientos. Al producirse la invasión francesa a España, Juan Francisco Azcárate y Francisco Primo de Verdad, hablaron en el Ayuntamiento novohispano en nombre de la soberanía popular.
El virrey de entonces, Iturrigaray, engreído con el mando, el dinero, el poder y los honores de que había gozado, quiso continuar con privilegios semejantes a los que había gozado a la sombra del nuevo orden de cosas que le ofrecieron Azcárate y Primo de Verdad. Con mucha mayor perspicacia y osadía que los miembros del Ayuntamiento el rico negociante Gabriel Yermo derrocó y tomó prisionero a Iturrigaray y a los miembros del Ayuntamiento.
Mas el atrevido golpe de Yermo produjo en la población novohispana una enseñanza fecunda: se vio cuán fácil era derribar un gobierno establecido. Había por otra parte muchos brotes de inconformidad y el país ardía en conspiraciones.
Fracasada la tentativa de independencia pacífica, se inició la lucha armada. Valadés sin desconocer los grandes méritos de Morelos, dará a Hidalgo dentro de la insurgencia un papel de más rango que el que generalmente se le ha otorgado. Con gran penetración Valadés traza los rasgos sobresalientes de don Miguel Hidalgo. El prócer creó la primera clase selecta de la revolución. Hizo adepto suyo no sólo al bajo clero, sino al ilustrado. Reveló no únicamente dotes de revolucionario, sino también de hombre de gobierno. Como militar no tuvo técnica, sino relampagueos y un indiscutible exceso de osadía. Creó vocaciones, suscitó ambiciones de mejoramiento y de gloria. Dio impulso a un periodismo insurgente.
No es menos penetrante en sus reflexiones sobre Morelos en quien encuentra no sólo dotes de guerrero, legislador y gobernante. Tuvo además el alto mérito de que su corazón no latió para el odio. Como sacerdote había penetrado muy hondo en el alma de las gentes.
Sintiendo un gran fervor hacia Morelos, no lo ofusca esta admiración. Así puede explicarse que trate de comprender a Ignacio López Rayón y mida la importancia que tuvo Calleja como hombre de gobierno.
Sobre Rayón ha caído durante un siglo un diluvio de censuras, el autor de la Historia del pueblo de México brinda al caudillo insurgente una generosa comprensión.
Rayón representaba al hombre de gobierno. Creía en la unicidad de mando. Sabía que la autoridad no se comparte. Preveía el problema de la sucesión. Consideraba que la gobernación de una nación debía ser continuativa. Advertía que México carecía, y carecería por larga temporada, de una clase gobernante. Estimaba que no sólo sería torpeza, sino motivo de caos, la improvisación de un jefe de gobierno, y por eso, no a manera de permanecer bajo la dominación peninsular, antes para evitar tropiezos, divisiones y constituciones quiméricas, proponía que se diese el mando de un México independiente a Fernando VII.
Por otra parte los hombres de la insurgencia, sin experiencia política, se encontraron con la resistencia de un personaje que no sólo era un guerrero, sino un gran organizador y un hábil hombre de gobierno.
Calleja a pesar de su acendrado españolismo, excluyó de toda influencia en el virreinato a los peninsulares. Creyendo que el pueblo mexicano estaba cansado de la guerra, y no obstante las huellas de violencia que había dejado en campos y ciudades, dirigió sus miras a la paz. Dio a entender que los americanos podían ser felices aun bajo la dominación española, si el país era gobernado no por el capricho personal del virrey, sino por una Constitución; y abrió el camino para que los mexicanos pudiesen elegir diputados a las Cortes de Cádiz, e hizo que no fuese nombrado diputado un solo español. Después, mandó acuñar moneda de cobre a manera de que hasta la gente más humilde pudiese manejar dinero contante y sonante. En seguida reorganizó las juntas provinciales y dio asiento en ellas a los nativos; y acercóse a la Iglesia con objeto de restar simpatías del clero a la revolución.
Sólo juzgando a la personalidad más destacada del virreinato, en su verdadera dimensión, puede explicarse en parte que Morelos y sus hombres a pesar de su patriotismo, tenacidad y esfuerzo hayan sucumbido ante la fuerza de la dominación española.
Después de la derrota de Morelos, la Nueva España gozó de una paz apenas interrumpida por la campaña relampagueante de Mina y la resistencia de algunos jefes insurgentes con pequeños grupos de subordinados que mantenían un estado de rebelión permanente.
Para el sucesor de Calleja la situación se presentó admirablemente propicia. No sólo se cimentaba la paz, sino que se comenzaban a sentir los beneficios de la Revolución Industrial y se logró un notable progreso económico.
Las minas, gracias a los desagües mecánicos y a la introducción de la primera maquinaria aumentaron su producción. En 1819, México, después de siete años de una producción de metales preciosos promediada en diez millones de pesos, se acrecentó a dieciocho millones. Las acuñaciones de moneda ascendieron en 1818 a once millones de pesos y a doce al año siguiente. La moneda de cobre, que había causado tantos sinsabores, y entre éstos el ascenso en el precio de los comestibles, desapareció del mercado.
Sin embargo, el país estaba en vísperas de hacerse independiente, pero carecía de clases directoras. Había una elite con cierta ilustración, pero incapaz de entender las necesidades del pueblo al que pertenecía.
Dentro de aquella sociedad pacata y melindrosa, existía un grupo selecto, que leía y estudiaba; que escribía y aleccionaba; pero que carecía de ideas propias. Era un grupo fuertemente hispánico; débilmente universal. Conjugaba la escolástica y el latinismo; glosaba lo canónico y lo poético. Gustaba lo mismo de los naipes que de la bibliotecomanía.
No se interesaba por la pobretería, por ser ésta cuestión del Nacional Monte de Piedad o de los empeñeros. Hacía omisión de las pestes, pues al caso estaba la beneficencia. No se interesaba por la producción o distribución alimenticia, porque ambas eran del dominio de los mercaderes. Despreocupada vivía de la higiene, porque para esto estaban los hospitales. No conocía el régimen de los obrajes, por ser tal una misión municipal. No consideraba la seguridad social debido a ser rama de oidores, tinterillos y soldados.
Sin embargo, la revolución había roto los lazos de aquella elite de clasicismo colonial, de digresiones del saber por elegancia y de muletas doradas para la aristocracia. Y los lazos fueron rotos; porque de aquel pequeño panal habían huido no pocas abejas a las filas de la Independencia ; ahora que ni los inmutables ni los prófugos sabían lo que era la gobernación de los pueblos.
Durante tres siglos, no hubo persona en Nueva España, que conociera la causa y efectos de la ciencia y arte de mandar y gobernar a las naciones. Los mismos virreyes y sus funcionarios, sólo sabían lo facticioso de la cortesanía. El virrey no atendía ni se preocupaba de las necesidades del país, sino de aquellas obras que le diesen lustre cerca del soberano. Las Leyes de Indias, incluyendo sus benevolencias, eran quimeras de teólogos y jurisconsultos. Los instructivos a los virreyes eran meros documentos burocráticos de letras cubiertas con laminillas de oro. No había en éstos ni una sola intención de preparar un futuro; de crear un asociamiento humano; de instruir a la comunidad en los deberes del hombre. Tal se dejaba a los frailes, que aplicaban el rosario y el catecismo al apaciguamiento de las almas. En trescientos años, pues, el individuo se olvidó de pensar. La induda nativa coadyuvó a la prolongación de esa Edad Mediocre.
La revolución de 1810 no alteró esa condición. Los independientes, por motivos de la guerra, no podían tener otra preocupación que la de ser guerreros. ¿Cuándo entre la pólvora ha fructificado una clase gobernadora? Diez años de lucha armada habían dado una pléyade de hombres de mando; pero nadie más ingenuo e inepto para la gobernación, que el dominante con la fuerza; porque cree que la autoridad se ejerce autoritariamente y no políticamente.
Las clases que habían condenado implacablemente las huestes de Hidalgo y de Morelos se hacían las defensoras de la independencia y escogían a Iturbide como su brazo ejecutante. El antiguo exterminador de realistas si no era un aristócrata por su nacimiento aspiraba a serlo empujado por su orgullo, su presunción y la ambición de descollar.
Al escalar el poder político, Iturbide que era un hombre de mando como militar no reveló las dotes del estadista. Además sobrevivirán los mismos hábitos, las mismas costumbres. Los puestos públicos de mayor rango se repartieron entre los antiguos enemigos de los insurgentes, mientras que la mayoría de éstos aceptaba el nuevo orden de ideas y regresaban a sus hogares.
Constituida la Junta Gubernativa, era menester nombrar a los miembros de la Regencia. Uno de los primeros de éstos fue el propio Iturbide. El segundo, don Juan O'Donojú. Éste no podía quedar sin empleo ni honores. No representaba al rey de España; pero sí a los poderosos españoles de Veracruz y México. Era la garantía del poder del dinero. Seguíanles en lista don Manuel de la Bárcena, don José Yáñez y don Manuel Velázquez de León. Los dos primeros leales ex servidores del virreinato y el último, miembro de aristocrática familia.
¿Y los veteranos de la independencia? ¿A dónde estaban los ex diputados de Chilpancingo y los de Apatzingán? ¿A dónde los ilustrados que lucharon al lado de Hidalgo y Morelos? ¿Qué de aquel inteligente y prometedor Quintana Roo, quien a la edad de diecinueve años había redactado las Bases de Chilpancingo? ¿Qué de don Nicolás Bravo, cuyas cualidades humanas le acercaban al hombre de gobierno?
Quintana, como Bravo, Guerrero y la pléyade de guerreros e ilustrados de la revolución habían huido. No habían ido a la guerra a procurar empleos oficinescos. La independencia constituía una causa casi sagrada; y ya realizada no quedaba más que regresar a los hogares a gozar los frutos de la libertad. Aquellos hombres no abrigaban en sus ensueños los actos de recompensa.
Por eso, mientras Guerrero y Álvarez se retiraron a Acapulco para dedicarse a la minería o la arriería, Bravo, embrujado por los veracruzanos, tuvo la ilusión de hacerse ganadero. Quintana vivía en México entre libros y bustos de Homero y Sócrates, Platón y Virgilio. Metida entre ceja y ceja llevaba la idea de que era necesario que los mexicanos deberían hablar y escribir español con todos los primores del lenguaje; y su preocupación era la prosodia. Los jóvenes se acercaban a él, para escuchar lecciones de prosodia; también para conocer los preceptos de la retórica horaciana.
Iturbide encontró un ambiente favorable que no supo aprovechar. Trató a los diputados del Congreso como oficiales del ejército. No atendió las relaciones internacionales y tuvo disputas hasta con el propio clero. Los miembros del Congreso en su inmensa mayoría carecían de capacidad para legislar.
El ascenso de Iturbide al trono no modificó el orden de las cosas. "Un título sin hombre no hace un emperador."
Iturbide, pues, tenía un rival en el Congreso; pero como se trataba de un enemigo inerme, por de pronto no dio proporción alguna a su disolución. Creyó que realizado este acto pacíficamente, la crisis dejaba de ser amenazante para su Imperio. No consideró el número de ambiciones que exterminaba a una misma hora; no reflexionó sobre el valor que la libertad tiene en el amanecer de las naciones, no examinó la posibilidad de ser él, el organizador de una elite política, que elegida entre los diputados, fuese el elenco del emperador y el espíritu del Imperio. Ese principio no lo pudo aprender en el cuartel al que siempre estuvo destinado en cuerpo y alma, como los enseñan sus comunicaciones castrenses y sus cartas privadas.
Trató el asunto siempre con carácter de espada acerada puesta en lo alto para caer sobre cualquier cabeza audaz o desquiciada. Ignoró los resortes de que Santa Anna era capaz de aprovechar como ambicioso, si lo era; de patriota, si lo era; de inteligente, si lo era; y en el desconocimiento de todo eso, emprendió el regreso a México, no sin dictar órdenes para poner a Santa Anna dentro de buen y seguro cerco; pero en el trayecto a la capital imperial empezó a advertir su error. No le asistía el numen de las artes políticas. No llevaba en el alma la vocación de hombre de gobierno.
Al penetrar después en el estudio de los orígenes de la República, Valadés ostenta una erudición y un dominio que es el resultado de sus largas meditaciones sobre esta época. Más que el estudio político trata de ahondar en la historia social y económica.
Al establecerse un nuevo orden legal que sustituyera al imperio de Iturbide, el país entró en lo que Valadés llamaría la aurora constitucional. Los acontecimientos que van de 1824 a 1857 serán objeto de un libro posterior que el propio autor llamará Los or í genes de la República. Pero ya en la Historia del pueblo de México, como en algunas otras obras, están los gérmenes de tal trabajo.
Rompiendo con una tradición observada por los investigadores mexicanos, que cuando hacían apreciaciones de conjunto abordaban fundamentalmente los tópicos militar y político, Valadés se abre a nuevos horizontes. Otras ramas de la historia contribuyen a robustecer la visión del historiador. El análisis de la vida social y política, el estudio de las instituciones y de la cultura, así como las reflexiones sobre la historia diplomática enriquecen la perspectiva del autor.
En la tentativa para transformar al país económicamente, Lucas Alamán y Esteban Antuñano desempeñarán un papel de primer orden. En pocas pero elocuentes páginas se describen sus afanes de mejoramiento, los triunfos y fracasos de las dos repúblicas por industrializar un pueblo cuya naturaleza y constitución eran fundamentalmente rurales.
Entre los hombres de aquel tiempo, que tuvieron anhelos de reformador se destaca la figura de Francisco García Salinas, a quien Valadés considera no sólo como un precursor de José María Luis Mora, sino como el ideólogo cuyo pensamiento social y político ejerció una influencia en grado importantísimo en las apreciaciones del autor de las Obras sueltas. Es muy loable recordar a quien no ha sido aún suficientemente estudiado en sus justas proporciones.
Francisco García Salinas, aunque zacatecano de nacimiento, había hecho sus estudios en el Seminario de Guadalajara. Aquí conoció y trató a Valentín Gómez Farías. La amistad entre ambos fue fraternal e invariable; sólo que a uno le preocupaba la pobreza de los mexicanos; al otro, la autoridad del país. Esto no obstante, se entendían mutuamente.
Las fuentes documentales nuestras, para seguir la vida de García, son muy escasas; pero aparte de que hay pruebas de que fue el mexicano que proyectó dar forma a una rentística mexicana, existen documentos de proyecto a un fondo -no recaudación, sino fondo- para establecer los cimientos del erario nacional.
El país apenas salido de su crisálida colonial, que no lograba todavía cimentar el Estado, pero considerado por la leyenda como país fabulosamente rico, tenía que ser objeto de las miras codiciosas de las potencias extranjeras. Fue impotente primero para doblegar a los colonos de Texas, que acabaron por hacerse independientes.
Faltaba el principio de autoridad y aún no existía una conciencia plena de nacionalidad. No es de extrañarse entonces que un personaje como José María Gutiérrez de Estrada pensara en el establecimiento de un sistema monárquico como panacea de los males de México.
El país daba la impresión de ser militarista y, sin embargo, no estaba preparado para la guerra. Y mientras la anarquía se enseñoreaba de México, frente a él crecía un pueblo cuyas miras agresivas eran ya ostensibles. La prosperidad de los Estados Unidos era evidente. La naturaleza había sido pródiga con la joven república. Pero lejos de saciarse con las grandes ventajas logradas durante más de medio siglo, estaba en la primera fase de su crecimiento. Su ambición no tenía límites.
Difícil sería encontrar al través de la historia universal un pueblo tan ambicioso como el de Estados Unidos al acercarse la primera mitad del siglo XIX. Ni el poder y grandeza de los mercaderes de Venecia, ni de los banqueros de Génova, ni de los manufactureros de Londres, ni de los indianos de Sevilla, ni de los traficantes de esclavos de Lisboa alcanzaron tanta fortuna y abrigaron tantos apetitos como los hombres establecidos en el septentrión del que llamaban Nuevo Mundo -el mundo americano.
Muy grandes fueron los daños materiales producidos por el conflicto armado que México tuvo con los Estados Unidos en 1846-1857. Pero el autor considera que más daños que la propia guerra le causaron a las clases pobres las pestes y las hambres.
En su vida azarosa la nación mexicana había recibido lecciones fecundas. "La guerra de Independencia había iniciado la forma del cuerpo nacional. La guerra con el extranjero hizo saber que lo fundamental consistía en crear el espíritu nacional."
Lentamente, muy lentamente, pero con paso firme, el país marchaba hacia la formación de una elite de gobernantes. Además, a pesar de la anarquía y de las perturbaciones de la paz pública, se lograban progresos en el orden cultural.
Al iniciarse la segunda década del siglo XIX, hay ya los síntomas de una gran transformación.
La época de los hombres estaba quedando atrás. Ahora se renovaban las ideas. La República ya no llevaba únicamente el apellido de federalista ; ahora se trataba de establecer una república constitucionalizada, ejecutiva, responsable. ¿Qué podían ofrecer ante esto los conservadores? Una monarquía. ¿Pero poseían capacidad y fuerza para ello? A fin de adquirirla, proyectaron un puente de transición. Una república monarquizada. De esta idea, que insinuaba El Universal y que inspiraba Alamán entre los conservadores, nació otra segunda idea: la de aprovechar temporalmente al general Antonio López de Santa Anna, quien desterrado y amargado se hallaba en Colombia.
El conservadurismo se prepara, a fin de ocupar un puesto director en la nueva administración de Santa Anna. Lucas Alamán a nombre de los conservadores en una carta señala al futuro presidente cuáles son sus propósitos gubernamentales. Ha pasado, sin embargo, la hora cúspide de Alamán. Sin desconocer Valadés los atributos de honestidad, prudencia y afán de progreso que había en don Lucas, declara que su carta a Santa Anna no estaba a la altura del estadista. Por otra parte, la inmediata muerte de Alamán truncó los planes del conservadurismo.
Si en la última administración de Santa Anna, en que por primera vez dio éste atención fundamental al mando, no logró crear un gobierno sólido, justo es sin embargo reconocer que tuvo considerables aciertos en el orden administrativo. Al acontecer la muerte de Alamán, una parte del conservadurismo se apartaría de Santa Anna, y mientras esto acontece el liberalismo logra fortalecerse. Ya no se trata de individualidades aisladas. Los hombres de tendencias innovadoras y revolucionarias se preparan para la gran contienda. Un ejército salido de la ruralidad y acaudillado por Juan Álvarez e Ignacio Comonfort derriba al general Santa Anna.
Hablando con más propiedad, los hombres victoriosos más que constituir un ejército formaban "un tropel semiarmado que pedía la libertad, que condenaba la tiranía, que tenía hambre".
Entre los propósitos de los liberales destacaba el anhelo de constitucionalizar el país. Pocas veces en la historia de México se sintió tan intensamente un deseo de transformación. Después, bajo el mando de Ignacio Comonfort como presidente, subsistieron los afanes innovadores. El nuevo jefe de Estado "eligió como colaboradores a individuos que, sin ser eminentes liberales, eran amantes de las libertades públicas y estaban caracterizados como hombres de responsabilidad; también de tolerancias. Llamábaseles moderados ".
No desdeña Valadés la importancia de Comonfort y su grupo; y al examinar el Estatuto Orgánico de la República por ellos firmado, declara que es uno de los documentos políticos más importantes del siglo XIX, y señala cuáles eran las preocupaciones de la nueva elite.
¿Qué querían aquellos hombres? Querían el Estatuto Orgánico de la República, la ley de garantías individuales, la organización de una fuerza de policía destinada a perseguir y aprehender malhechores, la seguridad de vidas y propiedades, la liberalización de la Guardia Nacional, el establecimiento de la beneficencia pública, la libertad e independencia municipales, la prohibición a los ayuntamientos de intervenir en los asuntos políticos, la pureza de la administración de justicia, la circunspección en lo relativo a materias eclesiásticas, la expedición de un arancel de aduanas, la formación de un presupuesto nacional, la responsabilidad en la contabilidad fiscal, la organización de las estadísticas a fin de "conocer la situación y condición de las clases pobres", la reforma al sistema hipotecario con el objeto de facilitar la "división y subdivisión" de las fincas rústicas y la reducción del ejército "al pie de fuerza" que pudiese sostener el erario.
¿Por qué un programa "en el que había los preliminares de un Estado" y que contenía tan vastas como nobles concepciones, no pudo cristalizar en realidad? Para pasar del campo de la teoría al de la realidad se requería un grupo considerable de brazos ejecutantes y Comonfort, "sin la experiencia necesaria para la alta gobernación del país, cometió el grande y grave error de desintegrar la elite de su partido".
El mérito de los constituyentes había consistido en comenzar a creer que "la política no es juego de ideas sino ciencia de gobernar". Y el mérito de Comonfort en todo caso consistió en percibir que "se abría con aquella reunión, el camino racional y legal para hacer práctico y efectivo el principio, sin el cual no sería posible construir la Nación Mexicana ".
No se trataba sólo de desarmar al clero sino de crear nuevos recursos para el Estado. Comonfort quería ser un caudillo de la paz en el momento en que liberales y conservadores se preparaban para la guerra.
La salida de Comonfort lejos de cimentar el orden precipitó el choque armado entre liberales y conservadores. Un nuevo grupo de conservadores había surgido en el escenario militar y político.
Surgieron los nuevos capitanes del conservadurismo, pues el antiguo grupo que dirigía don Lucas Alamán había envejecido, envuelto en las capas del virreinato y de la aristocracia. Ahora los neoconservadores provenían de otra clase social. Eran los principales el sacerdote Miranda, hijo de pobrísima familia poblana; Osollo, joven militar, inteligente y audaz, cuyos padres eran comerciantes de ropa en un mercado; Miramón, pertenecía a una familia francesa, de no buenos antecedentes, oficial de la última fila del ejército, aventurero, arrojado y codicioso; Tomás Mejía, gavillero valiente; Leonardo Márquez soldado sin cuartel, que en su juventud, militó en todos los partidos, y Zuloaga, primero enemigo de Comonfort, después liberal rojo, luego pronunciado y por fin presidente.
Pero México no podía aislarse del mundo. El destino del país estaría vinculado no sólo a los intereses de Estados Unidos, sino a los de Inglaterra, Francia, España y otros países europeos.
En su lucha contra las ambiciones de James Buchanan y los esclavistas norteamericanos, la República Mexicana se encontraría aislada. El gobierno de Juárez hizo frente a la gran crisis.
México estaba solo en el juego de los intereses de las potencias industriales y militares del mundo; pero Ocampo no transigió. Construcción de una vía interoceánica, sí; cesión de los derechos jurisdiccionales de México, no. La oposición nacional a tales pretensiones creció en el país. Buchanan empezó a dudar de la efectividad de sus designios. Un rechazo total de su proyecto significaba su derrota política dentro de Estados Unidos y cerca de Inglaterra. Desistió del protectorado militar. Conformóse con el derecho de tránsito; pero insistió en el derecho de las fuerzas armadas de Estados Unidos, para cooperar en la seguridad de la faja ístmica.
Del escenario diplomático pasa Valadés al análisis de la historia militar. En pocas páginas habla el autor de los últimos sucesos de la guerra de Tres Años en que un ejército improvisado, dirigido por jefes que en su mayor parte eran improvisados, acabó por vencer a los conservadores acaudillados por Miramón en la batalla de San Miguel de Calpulalpan.
No era el Macabeo tan grande como lo habían retratado los adalides del conservadurismo, quienes no consideraron que la osadía tiene su estética, pero carece de perdurabilidad. Tan falsa fue la apreciación de los conservadores sobre la figura y aptitudes militares de Miramón, que dos horas bastaron para que González Ortega lo pusiera en fuga.
La batalla militar de Calpulalpan, ganada por los constitucionalistas, no cimentó definitivamente el triunfo de los liberales. Nuevas vicisitudes conmovieron a la República. A los problemas internos a los que tuvo que hacer frente el país en 1861, se sumaron las amenazas internacionales. Hacía mucho tiempo que la sociedad mexicana vivía víctima de diplomáticos y comerciantes extranjeros. No le falta razón a Valadés cuando declara que en la primera década de la segunda mitad del siglo XIX no podía hablarse de una mexicanía económica. Ni el país ni el pueblo eran ricos. Las principales fuentes de recursos eran manejadas por extranjeros. Éstos, aliados a los representantes diplomáticos, tomaban participación en los sucesos políticos del país, fomentaban conspiraciones y pedían a sus respectivos países que, por medio de la amenaza armada, se obligase a México a pagar indemnizaciones por daños supuestos o reales.
Considerando además a la República Mexicana como nación fabulosamente rica, fácil es comprender que era objeto de las miras codiciosas de los Estados Unidos y de los países europeos.
Francia que persistiera en sus fines intervencionistas tenía como soberano a un político cuyas virtudes y defectos ha sabido equilibrar Valadés.
En los días que revisamos, el brillo de Napoleón III deslumbraba a Europa. No se trataba de un hombre de guerra pero sí de audacia. Tenía además algo de clarividente. Presentía la necesidad de los mercados extranjeros, los enclaves militares y políticos en todo el mundo, las acciones oropelescas, para la influencia universal de su patria; el embellecimiento y progreso de las naciones, para el bienestar humano. Creía en la tradición y el destino: la tradición de los Luises; el destino de los Bonaparte. Presentía ya no la rivalidad de España, sino la competencia de Inglaterra en los mercados de todos los continentes. Nada, pues, más compatible a sus pensamientos que una monarquía en México bajo la égida de Francia. También ningún otro candidato al trono que el archiduque Maximiliano. Hombre sin ideas propias pero con personalidad individual, fiel obediente a la religión católica y, por lo mismo, ad hoc a un pueblo considerado en la contabilidad vaticana como ciento por ciento servidor del papado. Sin compromisos con las potencias que envidiaban y diplomatiqueaban en las trastiendas todas las glorias del imperio francés. Adornado de ésas y otras ventajas, Maximiliano fue pronto el hombre de Napoleón III.
No menos penetrante es su juicio sobre Maximiliano. Sin desconocer las sobresalientes cualidades de distinción y cultura del príncipe, señala sus limitaciones.
A la agresión armada de Francia y a las ambiciones de Maximiliano, opuso Juárez la templanza de su conducta, su serenidad y su fe en el porvenir. Aceptó con impavidez excepcional su destino y el de México.
No creía en la paz. Sabía -intuía el darwinismo- que las leyes de la evolución humana, preceptúan la lucha y no el pacifismo. México en el aislamiento continental de la centuria xv formaba en la virtud de la paz; pero dentro del concierto universal del siglo XIX, tenía que prepararse y esperar la guerra. La debilidad del pequeño es una explicación; pero no una seguridad, menos un dogma.
Unido a los caudillos republicanos opuso el pueblo de México una tenaz resistencia al gobierno usurpador. El poder político de Maximiliano se quebrantó desde su llegada. Bien pronto se separó de los conservadores, que constituían el único grupo fuerte que podía apoyarlo, y buscó en cambio la colaboración de los liberales moderados que siempre fueron una minoría. Es innegable que hubo en el gobierno del archiduque, junto a grandes desaciertos, una obra positiva y bien intencionada.
El autor de la Historia del pueblo de México no desconoce los buenos propósitos que guiaron al emperador. Quiso dotar de terrenos a las comunidades al mismo tiempo que dio un código civil que establecía la igualdad ante la ley.
El decreto, suprimiendo las tiendas de raya en las haciendas, prohibiendo los sistemas de deudas entre los peones y dictando otras medidas llevadas todas al objeto de aliviar la condición de los trabajadores del campo, da realce a la nobleza del príncipe. En ello no hubo talento político; pero sí ternura y lástima. Y mucho honra al rico y poderoso dar la mano al infortunio. ¡Cuánto no lesionaría la ánima del archiduque aquella esclavitud que privaba en las haciendas, para acudir con medidas revolucionarias a auxiliar al peón que era un alma sin cuerpo!
Una dualidad, sin embargo, reñía en el espíritu de Maximiliano.
Hemos dicho que el archiduque fue esmeradamente educado para reinar. Nació y creció bajo los tiernos cuidados de su madre, pero ésta, influyendo en sus aficiones por la marina formó en él un espíritu de aventura que muchos daños le hizo pues, aparte de darle un porte de frivolidad, le aislaba de las cuestiones humanas. Con esto, le restaron toda proporción de gobernante. Pero así como no tenía los pies sobre la tierra; porque de tenerlos jamás habría aceptado un trono que desde sus comienzos tuvo todas las características de lo rebelde y lo precario, poseía, en cambio, un corazón compasivo.
Abandonado por Napoleón y hostilizado por la resistencia republicana, Maximiliano rodó por el plano inclinado de la catástrofe. Grandes eran los contrastes entre el emperador y el presidente de México.
Grande contrariedad sufrió Maximiliano; pero creyó que él solo, estaba predestinado a demostrar que un Habsburgo nunca perdía y resolvió reunir su ejército y marchar al encuentro de Juárez.
Éste, o se rendía o entraba en tratos con el Imperio. Todavía en la idiosincrasia europea y en dignidad principesca, no le entraba en la cabeza que él, Maximiliano, no era más que un rebelde; que la República existía viva en sus instituciones; que el gobierno republicano no era un capricho de Juárez, sino resultado de una Constitución. No advertía el archiduque que había una distancia entre ser gobernador de Venecia y jefe del Estado mexicano; jefe de Estado, porque el emperador, en medio de sus veleidades y versatilidades, comprendía el principio del concepto de Estado, así como lo tenía Juárez.
Solamente que Juárez no tenía los cascos ligeros, ni era palaciego, ni creía en arreglos entre príncipes, ni conocía el alcance de las casas reinantes. La desemejanza entre Juárez y Maximiliano era cada día mayor, conforme se acerca la hora abismal.
Triunfante el ejército republicano, fusilado el archiduque, Juárez hizo su entrada en la ciudad de México. Se esperaban represalias. Los coqueteos de la capital con el imperio habían sido evidentes y se temía un castigo.
México gozó de un hilo las fiestas maximilianas, aprovechándose de aquel movimiento de dinero que trajo el imperialismo; ignorando a la República ; desdeñando a la Constitución y al presidente.
Sentía lástima por el "infortunado príncipe". Teníalo como hombre perseguido por la desdicha. No veía maldad en él. No había actuado como hombre fuera de la ley, sino como "príncipe por la gracia de Dios". Compadecíasele por solitario. Su figura y sus hechos hacíanle representar la estampa de un poeta romántico de la época; sólo que no correspondiente a una bohemia pobre, sino a la alcurnia de la Casa de Austria. No hizo mal personal a individuo alguno. Llegó al Imperio como quien ha encontrado un juguete. No experimentó responsabilidad, ni siquiera sabía por qué luchaba Juárez. No menospreciaba la República. ¿No acaso había admirado a los liberales italianos, siendo gobernador del Piamonte?
La capital, pues, quedó consternada y atolondrada con la ejecución de Maximiliano. Le era deudora de muchos signos de civilización: urbanización de la ciudad -el Paseo de la Reforma, llamado así en días posteriores al Imperio-, adoquinado de calles, mejoría del alumbrado público, aumento de la población, arreglos de los canales que entraban a la ciudad, régimen de policía o gendarmería. Había reanimado el Teatro Nacional, protegido a Ángela Peralta, subsidiado a la orquesta de ópera que dirigía Eusebio Delgado, fundado la nueva Academia de Medicina y hecho los primeros arreglos para comunicar telegráficamente a México con Nueva York. No se había opuesto a las actividades intelectuales de los mexicanos. Ernesto Renan, introducido por don Ignacio Altamirano, y Augusto Comte, presentado a México por don Gabino Barreda, si no hicieron doctrina oficial, sí fueron libre expresión del pensamiento. Tan libre expresión, que don Nicolás Pizarro hizo circular su Catecismo político, liberal y republicano.
Las consecuencias de todo eso no las advirtió aquel Maximiliano poeta, romántico, progresista; que en medio de sus desazones, de su alma aventurera, de su espíritu políticamente universalizado, tampoco pudo comprender los conceptos de patria y nacionalidad. La Casa de Austria le había hecho apátrida. Hoy en Milán, mañana en Venecia; más adelante en Hungría; después en cualquier otro reino, y al final, en México.
Juárez en cambio era carne y sangre de una responsabilidad nacional y constitucional. Sus primeras palabras al regresar a México fueron: "Sumisión a la ley y obediencia estricta a las órdenes de las autoridades". Palabras semejantes no las había escuchado el país desde la Independencia. Empezaba, pues, una nueva época. Comenzaba la evolución política, orgánica e ideológica de la nación mexicana.
Los imperialistas podían estar tranquilos, Juárez no abrigaba propósitos de venganza. El presidente de la República era celoso de su autoridad, pero estaba dispuesto a perdonar. Una ley de amnistía dada por el gobierno confirmó que había anhelos de conciliación.
Juárez propuso que plebiscitariamente se creara el Senado de la República, se concediese el veto del presidente a las resoluciones del Congreso; el derecho presidencial para reorganizar el Poder Judicial, expedir los códigos penal y civil y modificar la legislación virreinal que todavía estaba en vigor. Quería también el presidente la abolición de la pena de muerte.
Las sugerencias del presidente no encontraron eco en la población de la República.
El pueblo de México no creía en las leyes ni en los gobernantes. Consideraba solamente la calidad de los hombres. Tampoco le importaban los ideales, y no entendía el progreso en los caminos de hierro ni en el telégrafo. No confiaba en las fábricas ni en los bancos. Los golpes lo habían hecho escéptico. El misoneísmo estaba apoderado del país. Lo único que se deseaba era la paz; y si Juárez había hecho triunfar a la República, ¿por qué no ser capaz de establecer la paz?
La paz, sin embargo, era imposible. El gobierno no había descubierto un sistema que hiciera factible lograr sin violencia la reelección presidencial. Los generales que habían luchado contra la intervención y el imperio abrigaban ambiciones. El presidente estaba estupefacto. ¿Cómo concebir que militares que le habían sido leales en otros tiempos, ahora se sublevaran contra él? Hubo levantamientos, pero Juárez ahogó en sangre las conspiraciones.
Juárez quería organizar el ejército, sanear la hacienda pública, construir vías férreas, fortalecer el federalismo. Juárez no percibió que a su sombra, había surgido una elite que no era juarista y que tenía grandes ambiciones políticas.
Porfirio Díaz adquiría cada día más relieve como gran figura nacional. Se amplificaron los méritos, se dio a sus triunfos guerreros una importancia napoleónica, y cuando Juárez murió, su sucesor Lerdo se encontró ante un mito imposible de destruir.
No manifiesta ni nunca ha manifestado Valadés respeto por Lerdo de Tejada como presidente de la República. El juicio sobre el hombre no resulta tampoco muy favorable.
Sebastián Lerdo de Tejada, presidente de la Suprema Corte de Justicia, individuo de clara inteligencia, gran ilustración, honesto, elocuente, pero engreído, autoritario e irascible.
No era muy amigo de los soldados; y daba tantos vuelos a la superioridad civil, que no era del todo grato a los generales de la Intervención y el Imperio. Así y todo, su presencia en el poder y la fuerza de su constitucionalidad, hicieron que se le votase a presidente constitucional. Juramentóse el 19 de diciembre (1872). Lerdo no era hombre de imaginación. Tenía todos los visos y vicios de un burócrata. Además era heredero del burocratismo juarista. Vivía con "un boato parecido al de una monarquía". Se hacía dar guardia por un "batallón con bandera y música". Pretendía ser un moralista.
La tenacidad de Díaz llevó a buen éxito una campaña militar que derribó a Lerdo de Tejada. El jefe militar poseía un indiscutible talento político, tenía el don de hacer prosélitos y la cualidad de tratar con deferencia a quienes no lo admiraban y a los que eran sus adversarios ideológicos. Sólo así se explica que de las filas del lerdismo llevase a su gobierno a un hombre como Manuel Romero Rubio y que durante su administración sus enemigos políticos Mariano Escobedo y José María Iglesias gozaran de absoluta tranquilidad.
Al abandonar la época de la Restauración de la República, como algunos la llaman, o de la Consolidación de la República como yo la llamaría, José Valadés entra al recinto de un periodo histórico que ha sido motivo de sus atenciones durante varias décadas. No debe entonces sorprendernos que el autor de la Historia del pueblo de México, al hablar de aquellos tiempos, alcance una profundidad crítica pocas veces igualada por nuestros historiadores. Aunque muchos centenares de páginas ha escrito Valadés sobre el Porfirismo, no se repite. Hay naturalmente puntos de contacto, ideas semejantes a sus antiguas reflexiones, pero la manera de reconstruir el pasado tiene todo el encanto de una nueva visión impresionista.
Para el autor, si el general Díaz no estaba dotado de una preparación cultural muy sólida, poseía en cambio una intuición muy aguda. Desconocía entonces la ciencia del gobierno, pero en contacto con la realidad política robustecería los instrumentos de su autoridad. Tuvo el gran tacto, desde sus primeros días de mando, no sólo de formar una elite propia sino que supo atraerse a la elite juarista. Gobernó con sus partidarios y también con juaristas, pero se sobrepuso a unos y a otros. Al acercarse el fin de su primer periodo presidencial con gran habilidad cerró las puertas a las filas del juarismo, para impedir que uno de sus hombres escalase el puesto supremo de la República.
Sostenido por Porfirio Díaz, Manuel González ocupó la presidencia. Había en el nuevo magistrado cualidades eminentes de mando y un propósito de progreso. En lo político buscó la colaboración de juaristas y lerdistas.
El talento de México estaba en el Congreso, en la Corte, en los gobiernos de los estados: Pablo Macedo, Justo Sierra, Filomeno Mata, Francisco Bulnes, Manuel Romero Rubio, Manuel Dublán, Joaquín Alcalde, Manuel María de Zamacona, Vicente Riva Palacio; también los antiguos benitistas: Protasio Tagle, Manuel Muñoz Ledo, Trinidad García. Asimismo se habían asociado al gonzalismo los hombres que se llamaban "de la conserva", es decir, del conservadurismo. Solamente se mostraban un poco retraídos los amigos personales de Díaz. González les desconfiaba. Además no quería cargar con las acusaciones contra don Porfirio. Estaban muy frescos los acontecimientos de Veracruz.
En lo económico, los beneficios del nuevo régimen bien pronto se pusieron de manifiesto. La población rural experimentó los beneficios que producía la construcción de vías férreas. Se fundaron los primeros bancos, se suprimieron las alcabalas. El campo sintió los beneficios proporcionados por la introducción de maquinaria agrícola. Las fuentes del erario se robustecieron con los nuevos derechos a que se sujetó la salida de maderas y metales preciosos. Los ingresos aduanales aumentaron. Con el progreso y la paz cambiaba el panorama de México.
Todo esto hizo olvidar la monarquía, el conservadurismo. Ahora estaba a la vista no el triunfo de los liberales ni la victoria republicana, antes dos magnos acontecimientos: la posibilidad de alcanzar una perfeccionabilidad democrática y la de dar nacimiento a la nación mexicana -al concepto de estabilidad del Estado.
Este suceso se debía aparentemente a la capacidad del general Manuel González. El propio González lo llegó a creer así, lo cual no hizo más que contrariar al general Díaz y al porfirismo; porque así como habló de un grupo gonzalista, que era el favorecido por los contratos y empleos, así existía un partido porfirista. La seguridad y la confianza estaban en Porfirio Díaz. González no poseía la aureola heroica v guerrera, que la idealización, más que la realidad, otorgaba a don Porfirio. A González se le veía como un puente que unía las dos márgenes del caudillo. Una, el pulso; otra, la benevolencia.
Volvió Díaz al poder. El general presidente estaba más seguro que nunca de sí mismo. Continuó con su política no de conciliación, pero sí de equilibrio. No sólo dominó al clero, sino supo atraérselo. No le bastó la confianza de los conservadores, sino que les dio puestos públicos.
No era como los gobernantes mediocres siempre temerosos del talento. Sabía que éste, ilustrado en la liberalidad, pero mafioso, como todos los filamentos de la intelectualidad, sería el imán para atraer a los ilustrados de la antigua "conserva".
Y así fue, porque ahora estaban reunidos don Joaquín García Icazbalceta y don José Fernando Ramírez, con don Justo Sierra y don Alfredo Chavero; don José M. Basoco y don Alejandro Arango y Escandón, con don Ignacio L. Vallarta y don Juan A. Mateos; don Casimiro del Collado y don Juan B. Ormachea, con don Vicente Riva Palacio y don Guillermo Prieto; don Manuel Orozco y Berra y don Manuel Moreno Jove, con don José María Vigil y don Francisco Pimentel.
¡Cuán elevada estatura adquirió el talento mexicano en esos días, con el incentivo oficial dirigido por Díaz y González, a pesar de la raquítica ilustración de éstos!
Ayudaban en esta tarea, el acrecentamiento de las comunicaciones con Europa y Estados Unidos.
Para las clases populares hubo nuevos horizontes. Surgían fábricas y talleres, se intensificaba la producción minera y se trazaban líneas férreas. México tenía ya una clase obrera. Las nuevas condiciones hacían propicia la difusión de la doctrina socialista. Líderes y periódicos comenzaban a conmover el pensamiento obrero. Mexicanos y extranjeros defendían las doctrinas de Marx y Proudhon. El líder húngaro Plotino Rhodakanaty no sólo intentó dar ilustración a los obreros sino que estableció talleres "para emancipar a los trabajadores del yugo capitalista".
Buena era en verdad aquella marcha del socialismo, mas la habilidad de los capitalistas y la complicidad del propio gobierno segó en su flor aquel movimiento.
Los industriales acarrearon a sus obreros a las procesiones políticas en favor de la reelección presidencial del general Porfirio Díaz. Ya no existieron las uniones obreras; predominaron las sociedades mutualistas. El Estado burocratizó a la clase trabajadora.
Pero mientras que en las ciudades como México, Orizaba, Puebla y Jalapa el obrerismo declinaba, en el noroeste de México cobraba nuevos bríos con la presencia de Alberto K. Owen. Se había pensado que la bahía de Topolobampo sería una metrópoli que rivalizaría con Nueva York, aunque la nueva urbe no sería el centro del capitalismo sino del socialismo.
Eran aquellos los tiempos en que el furierismo tenía gran número de adeptos lo mismo en Europa que en América. Owen, discípulo de Charles Fourier, en plena juventud sintió el atractivo fascinante de la bella Topolobampo. Para la ciudad ideal proyectó escuelas y restaurantes, teatros y almacenes de ropa. No se abusaría "del trabajo del prójimo" y todos cooperarían para la creación del nuevo falansterio, aun los niños mayores de quince años. El proyecto comenzó a entrar en vías de realización, pero los medios de que dispuso Owen no fueron suficientes para cubrir las necesidades que surgieron.
Ahora bien, si por una parte el poder de la clase obrera decrecía, por la otra se acrecentaba la fuerza del inversionismo. El primero en tomar plaza fue el norteamericano, después le siguieron el francés y el español. Los Estados Unidos habían descubierto una nueva arma de conquista. Para qué recurrir a la violencia militar o a la ocupación de territorios, si un imperialismo pacífico permitía una hegemonía económica que rendía mayores beneficios. México necesitaba ferrocarriles, pero carecía de técnicos y medios materiales. Estados Unidos proporcionó una y otra cosa. Mas las primeras vías férreas obedecían "a proyectos de carácter militar, y no fue ajeno a los mismos el secretario de Estado William Seward".
Se intensificaron las inversiones extranjeras en México. Con el crecimiento de la prosperidad se cimentó la paz. Era una paz mecánica, pero esa paz fue la ilusión y el orgullo de un régimen. "La juventud, que anteriormente no tenía más porvenir que el cuartel y la guerra, ahora miraba a él, como esplendía el camino de la laboriosidad y el dinero."
No podía ya México vivir al margen de los grandes movimientos económicos de las naciones más poderosas del mundo.
El país, a consecuencia del inversionismo extranjero, ya no se pertenecía a sí propio [...]. Vivía a la sombra del imperialismo económico europeo y noramericano. Todavía carecía de la fuerza de una nacionalidad económica [...]. Así, las catástrofes industriales y mercantiles en el extranjero tenían que repercutir en el mercado mexicano [...]. El desarrollo que el capital inglés dio a las primeras materias tropicales en India y África causaron una crisis universal a la que México no pudo escapar.
De algunas de estas vicisitudes económicas el principal responsable era José Ives Limantour. El funcionario que fue ministro de Hacienda, bajo el gobierno de Porfirio Díaz, ha sido juzgado no pocas veces con cierta benevolencia hasta por algunos hombres de la Revolución Mexicana. Se le ha considerado un mago de las finanzas públicas, el genio nivelador de presupuestos. Valadés sostiene una posición adversa. Extranjero por su origen y su educación y sus intereses no podía ver con claridad los intereses del país que lo había visto nacer. Él mismo contribuyó a fabricar su leyenda, leyenda que creyó el propio general Díaz y por medio de la cual hizo pensar que podía ser un cerebro privilegiado. Fue instrumento de la conquista pacífica extranjera "más peligrosa que la propia conquista militar".
Cimentada la paz, logrado cierto progreso económico, obtenida una organización política estable aunque mecánica, el general Díaz se sintió orgulloso de su obra. Era el hombre providencial, era el hombre necesario. A fuerza de oírse, de creerse, el concepto acabó por convertirse en dogma. Ya no le bastó a Porfirio Díaz ser el árbitro del destino de los mexicanos, sino que proyectó sus ojos más allá de las fronteras nacionales. En más de alguna vez quiso intervenir en los asuntos centroamericanos y, como no siempre le asistió la prudencia y la razón, dejó entre los guatemaltecos un recuerdo que se convirtió en resentimiento, y que aún perdura.
En sus tratos con los Estados Unidos, el general Díaz no fue muy afortunado. En cuestiones de panamericanismo, pese a todos sus esfuerzos, su gobierno no pudo alcanzar un sitio de predominio.
La verdad es que los pensamientos de Valadés, como nuestras propias reflexiones, nos permiten comprender que en todos estos actos la acción imperial norteamericana ha sido siempre dominante. ¡Qué de extraño tiene entonces que en la segunda conferencia efectuada en México del 22 de octubre de 1900 al 31 de enero de 1902, el porfirismo sólo haya podido presentar personajes distinguidos, condenados de antemano a no lograr grandes triunfos a pesar de su talento! Pero oigamos al propio Valadés, quien no sólo nos habla de los hombres de gobierno del régimen porfirista, sino de la magnificencia de la gran ciudad de México, engalanada para la solemnidad del momento, al mismo tiempo que recuerda a las figuras postergadas por la dictadura.
La gran población de la capital asistió estupefacta a aquellos espectáculos de cielo iluminado. Nada se explicaba ni se lo podía explicar. El porfirismo, en su nacimiento, había preparado una elite magnífica; pero ya en el poder, detuvo el desarrollo de la clase selecta. ¿Para qué más hombres de ilustración y talento? ¿No a mayor número, más ambiciones y con éstas las reyertas? Pero como no era posible detener el desenvolvimiento del talento, virtud congénita en los mexicanos, aisló a unos, oficializó a otros, sojuzgó a los terceros; envió a Europa a los más salientes; ignoró o quiso ignorar a los de origen pobre; castigó y difamó a los inquietos. ¿No don Joaquín Baranda, don José Diego Fernández, don José López Portillo y don Fernando Iglesias Calderón fueron calumniados?
Al avanzar el siglo se fueron acentuando las debilidades del régimen, aun cuando Díaz y sus hombres no podían percibirlo. Al acercarse a los momentos precursores de la caída de don Porfirio, Valadés acumula los cargos. No es un juez implacable y vengador. Mas son tan graves las faltas, tan enormes los desaciertos que estremecen al hombre más bien dispuesto.
Si el paso al cual marchaba la República era lento; si en el seno del oficialismo había abusos y privilegios; si entre el Estado y la sociedad existía un abismo; si las clases más pobres estaban excluidas de las cuestiones y necesidades públicas; si el desempleo y las miserias del dinero y de la salubridad reinaban en el medio rural; si los hombres se repetían en sus funciones oficiales, sin dar oportunidad a las nuevas generaciones de colaborar en los asuntos del Estado; si las instituciones bancarias a pesar de sus facultades de oficinas emisoras, sólo abrían crédito a la clase de alto nivel; si en el campo el llamado indio vivía como paupérrimo apátrida; si el atropello de los prefectos políticos y de la policía rural eran comunes; si las tierras nacionales o baldías, como las apellidaban las leyes sobre la materia, estaban en poder de empresas forasteras; si los extranjeros poseían el noventa por ciento de las riquezas de la nación; si el presidente de la República por una parte era glorificado como pacificador del país y por otra parte no se le quitaba el nombre de dictador, o tirano, o déspota; si de la sola palabra presidencial dependían gobernadores y magistrados, soldados y diputados, alcaldes y senadores, ¿cuál o cuáles, entre todos esos agentes producía o producirían el descontento o agravios al país?
Ese descontento o agravio se originaba, conforme a las fuentes documentales, en la aconstitucionalidad de aquel régimen.
Existía un presidente, de acuerdo con la Constitución. Existía un Congreso de la Unión, correspondiente a la Constitución. Existía una Suprema Corte de Justicia, mandada por la Constitución. Existían los derechos del hombre, prescritos por la Constitución.
El pueblo -la gente del común- no conocía la Constitución ; pero intuitivamente sabía que ésta era burlada a cada hora; que sobre la ley magna del país estaba el capricho de don Porfirio; también el capricho de los funcionarios de don Porfirio. Un país -se consideraba- podía vivir, durante una emergencia, en el medio de la excepción. Pero sustraer a la nación de las reglas generales dentro de las cuales el hombre siente su seguridad y satisface sus derechos, era absurdo. Un régimen de capricho individual no estaba llamado a la perennidad; porque la sociedad se sentía en el desasosiego espiritual, aunque reinase la paz material.
Hombre hecho por las circunstancias, don Porfirio desconocía esa ley general de las naciones, y como su virtud de aprovechar los agentes del bienestar que surgieron en México, no como un milagro, sino a consecuencia de la evolución orgánica universal, era grande, se conformaba con estar aureolado por las virtudes del pulso, de la inteligencia y de lo heroico.
Al iniciarse el siglo, don Porfirio y su séquito pensaron haber llegado al punto supremo de su grandeza y de su gloria. Pensaron también haber llevado a México al momento meridiano de su prosperidad. Ninguno de los grandes colaboradores de don Porfirio ni el propio presidente de la República sospecharon que aquella estructura que habían erigido, y que les parecía tan sólida, podía ser derrumbada por las conmociones de una guerra civil.
De constitucionalidad hablaron Flores Magón, Librado Rivera, Antonio I. Villarreal y Antonio Díaz Soto y Gama. Creíanse ser los herederos de la doctrina liberal sepultada por la dictadura.
Surgió después Francisco Ignacio Madero, caudillo civil, conocedor de la mentalidad rural y de sus necesidades. Proclamó su fe en la democracia e invocó el respeto a la ley. Siguió las rutas del orden en la exposición de sus ideas y en su lucha civil contra don Porfirio. Ante la intransigencia del dictador aceptó con gran valor las consecuencias de la guerra civil que acabaría con el régimen político del general Díaz.
Pronto fue México pasto de las llamas. En aquellas horas ni los sesenta millones atesorados por el Estado, ni el consejo de la ciencia hacendaria de Limantour, ni el ejército federal, ni los celebrados cuerpos de gendarmería rural, ni el aparato que constituían los senadores y diputados, ni la maquinaria que representaban los gobernadores y prefectos políticos, ni la corona de encina con que la adulación y el servilismo burocrático había exornado la testa de don Porfirio, sirvieron para detener aquella marcha humana, que usó de cuantas armas tuvo a la mano para abalanzarse sobre la ciudad de México.
Si Valadés dedica unas cuantas páginas al gobierno provisional de León de la Barra, y al periodo presidencial de Madero, se debe a que estos temas los había tratado con bastante amplitud en su libro Imaginación y realidad de Francisco Ignacio Madero.
Pocas líneas se dedican a las actividades de Huerta como usurpador, en cambio hay cierta amplitud para tratar las campañas militares de Villa y Obregón. No obstante que la historia militar no lo atrae, se sobrepone a sus preferencias y logra fragmentos plenos de emotividad al describir actividades bélicas.
Al abordar el estudio de Venustiano Carranza, examina con agudeza las luces y las sombras del primer jefe del Ejército Constitucionalista. En cambio sus reflexiones sobre Zapata no resultan del todo justas.
Al abordar el periodo reconstructivo de Obregón, se da por parte del autor más importancia al análisis de los aspectos económicos y sociales que a los políticos. El nuevo presidente aparece como un gran protector de la educación y fomenta la prosperidad agraria. Se había llegado a un momento de reforma social dentro de los cauces de la paz pública.
En cincuenta años, a partir de la fundación del Círculo de Obreros, la clase obrera mexicana había embarnecido fuertemente. Las fábricas textiles estaban dilatadas por todo el país. A las del Distrito Federal, Puebla, Orizaba y Querétaro, siguieron las de Guadalajara, San Luis, Sinaloa, México y Michoacán. Los talleres mecánicos aparecían multiplicados. Los empleados y obreros de los ferrocarriles eran ahora todos mexicanos y habían sido concurrentes muy importantes al triunfo de la Revolución. Nuevas industrias vivían en la ciudad de México. Monterrey, gracias a sus cercanías a las minas de carbón, era centro industrial, que después de la guerra empezaba a producir. Los requerimientos de las luchas intestinas habían dado a luz otras actividades fabriles. Debido a los años de aislamiento nacional, empezaba a desenvolverse la fabricación mexicana. Las estadísticas oficiales de 1923 otorgaron al año de 1920 una suma de ciento veintidós mil obreros. La clase trabajadora, pues, representaba una fuerza.
En el régimen del general Calles ve una especie de socialismo sin Marx. Justifica el rigor del presidente de la República contra los cristeros, pero sin degradar a éstos. La muerte de Obregón propició el nacimiento de una era de instituciones. La necesidad de cubrir el lugar vacante, que se produjo con la muerte de Obregón, hizo pensar a Calles en la necesidad de un caudillo civil, para sucederle en el puesto supremo de la República, a Emilio Portes Gil, designado presidente provisional. Calles ni creyó en Vasconcelos ni le inspiraba simpatía. No podía menos que reconocer su talento, pero consideró que carecía del tacto y la afabilidad en el trato humano, que tan necesarios son en el hombre de gobierno. Y sin embargo, José Vasconcelos era por muchos conceptos, un hombre que había desempeñado una noble tarea educativa y que encarnaba un propósito de dignificación nacional.
Pero frente a la personalidad de Ortiz Rubio, como se ha dicho, estaba la del licenciado Vasconcelos. Los recuerdos que éste dejó a México como secretario de Educación; su obra educativa y administrativa; el alto nivel que dio a las letras, las artes y las ciencias. La tarea casi mágica que realizó dando lustre a la inspiración creadora de la Revolución, de manera que transformó el sentido de la guerra en doctrina social; la amistad que hizo con el proletariado; la dignificación y responsabilidad a la que llevó al magisterio nacional; su imaginación e idealidad sirvieron para hacer de tal candidato la ejemplaridad progresista y civilizadora de México.
No oculta Valadés la inmoralidad a que recurrió el poder oficial para manejar las elecciones, que le permitieron escalar a Ortiz Rubio la presidencia.
Después de los efímeros periodos presidenciales de Pascual Ortiz Rubio y Abelardo Rodríguez, México entraría en una etapa de grandes transformaciones dentro de los cauces de la paz pública.
Empezóse así a hablar de un México nuevo. La historia y la tradición quedaron barridas. El país empezaba con el cardenismo. La Revolución Mexicana había carecido de doctrina. Madero fue estigmatizado como un mero ente. Calles acusado de reaccionario; a poco señalado como jefe de la Contrarrevolución. Más adelante expulsó del país al que había dado innúmeros esfuerzos, sobre todo en lo referente al principio de autoridad.
La situación presentaba dos perfiles, uno el demagógico, el otro de resultados positivos. Para su sostenimiento no buscó Cárdenas el apoyo de una burocracia, sino un basamento popular que pudiera cimentar su autoridad. Tendió las manos a obreros y campesinos y dio poder a los líderes de los sindicatos. Mas el gobierno de Cárdenas no estuvo exento de limitaciones.
Aunque a cada hora era invocada la Revolución, ésta, que empezaba a dar base y muros a un Estado progresista y rutilante, comenzó a marchar francamente hacia el absolutismo de un Estado burocrático, producto de un semimarxismo y de un semifascismo.
Salvaba toda aquella mediocridad, que poco adelante sería cuerpo de doctrina en México, el sano corazón de Cárdenas; porque pocas veces había brillado en el firmamento mexicano un hombre que tuviese tanta devoción al bienestar del proletariado, como aquel presidente magno en honradez, laboriosidad, modestia y benevolencia.
Era lástima, sin embargo, que su ignorancia, por una parte; la mala fe de la improvisada juventud gobernadora, por otra parte, le condujesen a aventuras repugnantes a la tradición nacional, como fueron la intervención de México en los asuntos interiores de España y el embarnecimiento de un sistema eleccionario al margen del sufragio universal; porque los problemas de la sucesión en los gobiernos de los estados empezaron a ser resueltos mediante el capricho presidencial y con el teatro del partido de la Revolución, abriendo así el surco que haría de la sucesión presidencial una transferencia de un amigo a otro amigo, volviéndose a crear, como en el Porfirismo, un régimen aconstitucional, en cuanto a los asuntos relacionados con la democracia electoral.
Este problema, que Cárdenas dejó casi a la vista del mundo mexicano, tuvo muelles hábil e inteligentemente colocados por el propio presidente. Tales muelles fueron, primero, la nacionalización del petróleo (marzo 18, 1938), que obedeció a una inspiración de Mújica; pero que, aplicada con hombradía y constitucionalidad por Cárdenas, hizo hervir el patriotismo.
Después, la promesa de que las elecciones presidenciales de 1940 serían libres, aunque de antemano el presidente tenía designado al general Manuel Ávila Camacho, individuo de refinados hábitos burocráticos, amigo personal e íntimo de Cárdenas e hijo de español, lo cual le invalidaba constitucionalmente para ser presidente de la República.
Un cambio se operó después en la fisonomía política del país. Aunque no continuó la labor socialista de Cárdenas, el gobierno de Ávila Camacho dio prosperidad a México.
Después, purificó de escorias el movimiento obrero, y no obstante que era antisindicalista, respetó, aunque sin darle manga ancha, a Lombardo Toledano como jefe de la organización de la clase trabajadora oficializada; e hizo intentos por reconciliar a los ex presidentes.
El presidente habló de una labor de unidad nacional. A su actitud de prudencia, unió el alto sentido de responsabilidad con que trató los compromisos internacionales de México. Múltiples progresos económicos se lograron, que beneficiaron a la mayoría de la población. Mas el país había entrado en lo que Valadés llama el aconstitucionalismo, uno de cuyos males mayores era la burla del sufragio. Así fue como Miguel Alemán subió al poder en condiciones fraudulentas, semejantes a las del propio Ávila Camacho.
El nuevo jefe de Estado llevó a la gente del común y a la clase selecta de México a un rumbo tan seguro, que sobre el aconstitucionalismo tendió un recio puente hacia el bienestar económico, de modo que hizo olvidar el peligroso y disgustante traspaso de amigo a amigo de la presidencia de la República.
Poseía Alemán indudables cualidades de hombre de Estado. Creó fuentes de prosperidad nacional. Las obras públicas se multiplicaron. Había sin embargo algo de artificial en el sistema.
Alemán empezó a proyectar ciudades meramente industriales. No le importó el aislamiento de éstas ni la cercanía o lejanía de los centros abastecedores de combustible. Sabía de antemano que la riqueza de México no estaba ni en las fábricas ni en la agricultura, sino en el excepcional talento mexicano; también en la laboriosidad nacional. Había que crear compromisos, para establecer responsabilidades. Sólo que el presidente olvidó que al Estado le es dable el mando, la fuerza, el derecho, pero jamás la responsabilidad. Ni en las grandes monarquías universales se logró jamás este fenómeno.
Si con las medidas de Alemán la población se benefició, mayores fueron las ventajas que logró el Estado. Los funcionarios del gobierno cedieron a la tentación del enriquecimiento. Mientras los funcionarios públicos ascendían a la plataforma de una alta prosperidad, la masa rural continuaba viviendo en la mayor miseria. La burocracia se fortaleció y se convirtió en un peligro social.
Ser burócrata constituyó no solamente un privilegio, sino una solemne seguridad y una realidad de ambición para lo futuro. También una alegría. Ese régimen fijó un escalafón, ya no de méritos de honorabilidad, de trabajo y talento, sino un régimen copulativo de colegiado. De jefe de sección se podía pasar a secretario de Estado; de mozo de ministerio, a diputado; de diputado a gobernador; de director de empresa descentralizada, a secretario de Estado.
El autor ha llegado al final de la jornada y mira los sucesos con cierto escepticismo pero sin resentimiento. No se deja arrastrar por preocupaciones subjetivas. Sirvió a los gobiernos de Miguel Alemán y Ruiz Cortines como miembro del servicio diplomático, pero esto no influye en sus juicios de historiador. Ha hecho un gran esfuerzo de ponderación para alcanzar el sentido de la equidad. Retirado ya de toda actividad de política militante desde las postrimerías del régimen de Ruiz Cortines, vive entregado a sus labores de investigación histórica.
¿Pensó Alemán, como lo cree Valadés, que era necesario para México la designación de un presidente de gran honradez y probidad para atajar la ola de abusos burocráticos y el afán desmedido de enriquecimiento? El hecho comprobado fue que la designación de Adolfo Ruiz Cortines como sucesor de Alemán constituyó todo un acierto. El nuevo jefe de Estado con fino tacto contuvo los excesos y gobernó al país con gran moderación. De acuerdo con la doctrina burocrática que tanto indigna a Valadés fueron designados como sucesores de Ruiz Cortines, Adolfo López Mateos y Gustavo Díaz Ordaz. Cierta suspicacia ha querido ver en Valadés un resentido, pero quien sepa acercársele desprovisto de prejuicios, podrá percibir que vive un fecundo y sereno crepúsculo de historiador. Fernando Braudel decía que la historia era una interrogación al pasado, siguiendo las angustias de la hora presente. Mas cabría preguntarse si puede un hombre sincero y honesto, sentirse completamente satisfecho con la perspectiva de la hora presente. Mantener una ventana siempre abierta a la esperanza. He allí un ideal. Pero eso no impide analizar los acontecimientos de los últimos tiempos con la pupila bien abierta. Los sucesos recientes lógicamente ejercieron un poderoso impacto en la sensibilidad del historiador.
Valadés estuvo ligado por lazos de amistad a muchos presidentes y, sin embargo, no podría el lector determinar con precisión, quiénes fueron sus amigos. Prueba elocuente de que lo objetivo pudo en muchos momentos vencer lo subjetivo. Después de esta digresión necesaria, sigamos el hilo de nuestros comentarios.
Sin desconocer que el presidente Adolfo López Mateos, sucesor de Adolfo Ruiz Cortines, poseyó un pulso autoritario y frío, además de una alta calidad moral, precisa otras cualidades positivas y negativas.
Desde su juramentación (19 de diciembre, 1958), se destacó entre la muchedumbre sumisa y errante. Fue un guía de capacidad y donaire. Sabía que asistía a una marcha solemne, pero inevitable, que llevaba al sepulcro los últimos vestigios de la Revolución. Los hombres y las ideas de 1910; la doctrina de una alta democracia; las idealizaciones sobre la soberanía del pueblo; el federalismo que significaba el respeto a la autonomía de los estados; el derecho y respeto individual; el sufragio universal; todo, todo eso había caído en desuso.
En el momento de la publicación de su libro, no habían tenido lugar los lúgubres acontecimientos de octubre de 1968, pero ya se habían perfilado ciertos actos de autoritarismo que tanto ensombrecieron la personalidad del presidente Díaz Ordaz. No hay, sin embargo, una acusación de Valadés hacia quien en aquel momento era el primer magistrado de la República. En todo caso reconoce en él un hombre de gobierno que quiso establecer un principio de moral oficial, a la que el país no pudo corresponder, puesto que
los vicios no estaban en los hombres, sino en las instituciones de un Estado que sólo procuró ventajas para sí mismo, olvidando sus compromisos con la sociedad, alejándose poco a poco de la ortodoxia revolucionaria y constitucional; profundizando el sepulcro de la democracia y la Revolución y fortaleciendo el absolutismo presidencial contra los bienes del federalismo.
Así, la doctrina del pueblo -democracia, soberanía, sufragio, libertad- de 1910 quedó hecha escombros, en el transcurso de medio siglo, por la fuerza del Estado -orden, paz, continuidad, autoridad- que es el capítulo de la trascendencia histórica a donde ha llevado a México el régimen de la evolución normal de los pueblos.
Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, Ernesto de la Torre Villar (editor), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 4, 1972, p. 127-191.
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