Ernesto Lemoine Villicaña
Por una galantería del licenciado Antonio Martínez Báez, llegó a nuestras manos la fotocopia de un raro folleto, impreso en gran formato (22 páginas sin numerar), cuyo largo y confuso título es el siguiente: Enumeración de firmas / Ilustraciones / Y de las partes que forman el todo / de los cuadros / Conmemoración de varios beligerantes en la insurrección de la Nueva España / por / Juan E. Hernández y Dávalos / Tiro de veinticinco ejemplares, y tres en papel especial. / México / Imprenta del Gobierno, en el Ex-Arzobispado / (Avenida 2 Oriente, número 726) / 1890.
Se trata de una especie de prospecto, editado por su autor para interesar al gobierno y al público en una serie de cuadros que había formado "con escudos, sellos y firmas de los principales jefes que figuraron en la guerra de Independencia". El trabajo, físico e intelectual, que significó a Hernández y Dávalos la reunión de dichos materiales, del que apenas da ligera idea el registro que inserta en este folleto, en el que figuran, con sus empleos y categorías, "tres mil trescientas cuatro personalidades, entre realistas, insurgentes e independientes", no lo vamos a analizar, porque no tenemos los elementos de juicio (los cuadros mismos) para intentarlo. Además, el objeto de esta nota es otro.
En la advertencia, Hernández y Dávalos explica: "Siendo el fundamento de este trabajo, la compilación de piezas relativas a la independencia, que he reunido en el largo periodo de cuarenta años, es de oportunidad consignar las calificaciones hechas en el país y en el extranjero de la citada Colección ".
Sirve el prospecto, por lo tanto, aparte de anunciar sus cuadros de escudos, sellos y firmas, como arriba se apuntó, para hacer publicidad a su benemérita Colección de documentos para la historia de la guerra de Independencia de México, de 1808 a 1821, publicada en seis densos, caóticos pero archivaliosísimos volúmenes, entre 1877 y 1882 (a volumen por año), en la imprenta de José María Sandoval (Biblioteca de "El Sistema Postal").
Las opiniones que de su monumental obra recoge el autor no pudieron ser más encomiásticas. Alfredo Chavero apuntaba en el mismo año en que salió el último volumen: "Es tan importante que sin [ella] no creo que se pueda conocer ni escribir la historia de nuestra Independencia". Juicio que sigue siendo tan valedero en 1882 como en 1966. Y el propio Hernández y Dávalos, no sin satisfacción, nos dice en el prospecto que comentamos: "En el tercer tomo de México a través de los siglos, cita este señor [se refiere a Julio Zárate] la Colección trescientas ochenta y ocho veces, reproduciendo ciento veintitantos documentos, unos de los dados a luz en los seis tomos publicados y otros de los inéditos, habiéndole facilitado los originales".
¡Cuánto ahorro de búsquedas en los archivos ha brindado el portentoso compilador hidrocálido (nació en Aguascalientes, el 6 de agosto de 1827, según nos dice él mismo en este folleto) desde los setenta del siglo pasado hasta el momento actual, a quienes nos hemos dedicado al estudio del inagotable periodo de nuestra guerra de Independencia!
Pues bien, entre las "notas bibliográficas" reunidas por el señor Hernández y Dávalos, a propósito de su Colección de documentos, la que consideramos más interesante, por su amplitud de miras y por sus valiosos conceptos, es la que, sin firma de autor, apareció en la revista La América, de Madrid, en su número de 1o. de marzo de 1884, con el título: "Los historiadores de la independencia mexicana". Es tan poco conocido este texto y en unas cuantas páginas enseña tanto y convida a tan variadas reflexiones, que consideramos de suma utilidad, sobre todo para quienes se interesan en la historiografía del México independiente, reproducirlo ahora en las apropiadas páginas de estos Estudios de Historia Moderna y Contemporánea que viene publicando el Instituto de Investigaciones Históricas de nuestra universidad.
El anónimo autor centra su estudio en torno a la figura y la obra de don Lucas Alamán, movido por la exagerada fama que, a su juicio, tenía la Historia del guanajuatense en Europa. Analiza su continente y su contenido, sus méritos y defectos; la sitúa en relación con otras obras, anteriores y posteriores, y concluye con un balance tremendamente adverso: "Alamán era un parcial, un enemigo de la independencia; su obra, si se la examina fríamente, es un folleto político en seis tomos de 500 páginas cada uno, que comienza con elogiar la prosperidad colonial y concluye con una especie de maldición sobre la raza mexicana".
La filiación del autor es cien por ciento liberal. Publicado su artículo en una revista española, llama la atención el acendrado mexicanismo y la inocultable simpatía por las causas populares y democráticas que muestra a lo largo de su escrito y que condicionan la tónica de sus comentarios historiográficos. De ahí que no simpatice con Alamán ni con la corriente que éste inspiró y encaminó, escarmentada en 1867 con el triunfo de la República, como se solaza en recordárnoslo.
Partiendo de Alamán, pasa revista, siempre enjuiciando, a las obras que más fama les dieron a Bustamante, Mier, Zavala, Mora, Zerecero, Fernández de Lizardi, Liceaga, Rivera Cambas, Castillo Negrete y, naturalmente, Hernández y Dávalos. Registra también la miscelánea Hombres ilustres mexicanos, y menciona a los extranjeros Robertson ( sic, por Robinson), Torrente, Mendívil, Arrangoiz, Zamacois, y "una Historia de México y Guatemala que apareció en París en la publicación, por volúmenes ilustrados, El Universo", cuyo autor es M. de Larenaudière (traducción española, Barcelona, 1844). Dada la brevedad de su texto, el comentarista no puede explayarse mucho en el análisis de tan vasto material historiográfico; pero externa algunos juicios interesantes y, sobre todo, trasluce su curiosidad y su pasión por el tema. Someros datos biográficos de dos o tres autores sirven para captar mejor la esencia y los "prejuicios" vertidos en sus respectivas creaciones.
Aunque por su ideología se coloca mucho más cerca de Bustamante que de Alamán, ello no le impide censurar el Cuadro histórico, plagado de desaciertos y sólo meritorio por su "orden cronológico" y "la profusión de detalles que contiene". Disentimos. El Cuadro histórico es una mina inagotable pero difícil de trabajar, tarea que se complica si el investigador tiene la curiosidad de cotejar la primera edición (1821-27) con la segunda, última revisada por su autor (1843-1844). Sus cualidades y potencialidades como fuente histórica, que son infinitas, afloran con largueza luego de una larga familiaridad con ella; no es instrumento eficaz para lectores apresurados. Y en cuanto a la cronología del oaxaqueño, pese a lo que opina nuestro historiógrafo, es quizá lo más caótico y objetable de su Cuadro histórico. En cambio, estamos de acuerdo con el sentir de que el "Suplemento" a Los tres siglos de Méjico (1837-1838) es un trabajo más congruente, más sistemático y más diáfano que el anterior, aunque menos rico.
Simpática, como era de esperarse, es la semblanza que nos ofrece del padre Mier, pero exagerada la apreciación de su Historia que, como tal, es decir como historia, dista mucho de superar a la de Alamán, independientemente de la ideología de ambos escritores. Mas, si se la ve como alegato político -fuente de primera mano para el estudio de la época-, su valor es indiscutible.
Atinado y admirable es el enfoque sobre la figura del doctor Mora y su México y sus revoluciones . Un espíritu liberal y progresista como el de nuestro autor, no podía permanecer frío ante el magnífico ideario de 1833. Ello explica que también le apasione Zavala, político de vanguardia en una época en que la retaguardia pesaba todavía demasiado, además de ser escritor brillante y sugestivo; mas el elogio al Ensayo de las revoluciones de México nos parece excesivo. Es pobrísima la información de don Lorenzo en lo que toca a la guerra de Independencia, muchos de sus datos provienen de tercera mano e incide en gruesos errores. "Historia de caricaturas [...] en qué afecta escribir con la profundidad de Tácito", dijo del Ensayo el mordaz Bustamante, dolido de la vapuleada que el yucateco propinara a su Cuadro. Exageraba don Carlos María, por supuesto, mas el fondo de sus censuras no carecía de fundamento.
A Hernández y Dávalos se le valora con justeza. Después de Bustamante, nadie había aportado un conjunto tan vasto de documentos originales sobre nuestra emancipación política, como el que publicó este paciente compilador; lástima que no siguiera un orden -por lo menos cronológico-, que no hubiera podado su Colección de las piezas repetidas y que no citara casi nunca la procedencia de sus testimonios. La falta de índices de nombres y de materias se suple en parte con el "Índice alfabético" de esta grandiosa obra, publicada en 1907 por don Genaro García.
El entusiasmo que el articulista de La América manifiesta por Fernández de Lizardi y su Periquillo es inobjetable, pues nadie ignora que el telón de fondo -la sociedad novohispana en torno del año 10- descrito con tanto desparpajo por el Pensador, es necesario para ilustrar el cambio político que se consuma en el año 21. Sería conveniente precisar quién fue el primero en advertir que el Periquillo era algo más que una "desaliñada y pedestre novelita picaresca", como la calificaron los literatos académicos -e hispanistas- de su tiempo.
Entendemos a nuestro autor cuando se extasía con la obra de Zerecero: ambos reflejan el gozo que les produjo la espectacular victoria republicana de 1867, por lo que la opinión del primero y el libro del segundo mucho se explican en función del significado de tal acontecimiento. Mas, a casi un siglo de haber salido las Memorias de don Anastasio, hoy sirven menos al interesado en el periodo 1808-1821 de lo que en su momento se creyó que servirían.
Dos errores notables advertimos en el anónimo historiógrafo; primero, confundir a Robinson con Robertson (pudiera tratarse de un error de copia recogido por el linotipista), y después asentar que el autor de las Rectificaciones a la obra de Alamán era el caudillo insurgente don José María Liceaga (muerto antes de 1821), cuando en realidad se trata de su hijo, del mismo nombre. Se notan, además, algunas omisiones importantes; por ejemplo, el Bosquejo histórico de Rocafuerte y los magníficos artículos que aparecieron en el Diccionario genéricamente conocido como de Orozco y Berra.
Las dimensiones del texto, como ya dijimos antes, impidieron al autor extenderse sobre el asunto, desarrollarlo más a fondo. Insertado en una publicación americanista editada en España, su objeto consistía en brindar un panorama sintético de las fuentes publicadas hasta 1884 para el estudio de la emancipación política de México. Y la finalidad quedó satisfecha en buena medida, máxime sabiendo que el artículo se destinaba, en primer lugar, a un público europeo en el que sólo la Historia de Alamán era conocida. Cierto que ya en México Bustamante, el mismo Alamán, Zavala, Mora y otros autores habían intentado algo similar en los preámbulos de sus respectivas obras, pero ni fueron sistemáticos ni abarcaron el conjunto de títulos y autores que estuvieron en posibilidad de consultar. Y llama poderosamente la atención, que un apartado de esta índole, indispensable en una obra ambiciosa, de proporciones monumentales y de carácter general, no se le hubiera ocurrido a don Julio Zárate para el tercer volumen de México a través de los siglos que, justamente, empezaba a imprimirse en España por el tiempo en que salía el artículo de La América.
Para terminar, diremos que los puntos de discrepancia que hemos señalado no hacen sino resaltar el criterio, personalísimo y muy digno de tomarse en cuenta, del actor cuyo texto ha motivado la presente nota. Y cuando se escriba la historia de la historiografía de la guerra de Independencia mexicana, no podrá pasarse por alto esta síntesis de 1884, tan meritoria y tan novedosa -por lo menos para nosotros-, cuyas conclusiones, aceptadas o rechazadas, no pierden su importancia ni su valoración originales, sea que se miren a través de la cultura de su tiempo o que se ubiquen dentro del nuestro, compulsándolas con los juicios que sobre la materia han estampado los más distinguidos historiadores contemporáneos.
Las causas y peripecias que prepararon y realizaron, después de una revolución de once años, la separación política de la Nueva España de su metrópoli, han sido apuntadas, escritas, comentadas por muchos hombres eminentes; pero estos trabajos adolecieron de un defecto, y era que estaban hechos por los actores o los interesados de aquella evolución social.
Entre todas esas obras históricas, ha prevalecido por largo tiempo la que escribió don Lucas Alamán, que en el fondo no viene a ser como las demás, sino una diatriba política contra los enemigos de sus ideas.
De la preponderancia de la obra de Alamán me he convencido una vez más, cuando he visto que don Francisco de P. Arrangoiz, en una obra publicada hace años en Madrid, y mi amigo don Niceto Zamacois, en una Historia general de México, que acaba de ser impresa en Barcelona, seguían, no sólo el método sino hasta la narración textual de Alamán.
Sin embargo, la obra de Alamán no es la única ni la imparcial, y se van en este artículo a registrar los demás trabajos y algunos superiores al enunciado antes, que se ha escrito sobre la época en que el pueblo mexicano proclamó, realizó y comenzó a usar de su independencia política.
La Historia de México, por don Lucas Alamán, hoy agotada e inencontrable en las librerías, consta de varios tomos y abraza desde la destitución del virrey Iturrigaray en 1808 hasta un año antes en que el autor entrase a formar parte de un célebre ministerio que compraba con dinero la secuestración y la muerte de sus enemigos, y que vio impasible fusilar al más abnegado de los patriotas mexicanos, al general Guerrero, segundo presidente de México. La crítica histórica se ha inclinado, sin embargo, a absolver a Alamán de estos hechos, y bajo la fe del señor Lafragua se ha hecho constar que votó en contra de esas medidas.
La obra del señor Alamán es la más considerada en Europa por varias razones. Porque escrita con un criterio contrario a la independencia mexicana, halagó los intereses lastimados por ella; porque su estilo atractivo y su narración fácil la hizo accesible a la lectura; y porque tuvo una ventaja, en la que se fijan poco los autores: la belleza tipográfica. La obra de Alamán es un verdadero monumento tipográfico, hasta el punto que hoy mismo no se imprime en Europa con la limpieza, el esmero y el gusto con que se imprimió ese libro en México. Contenía, además, una serie de retratos, de planos y aun de vistas litográficas, ejecutados con esmero. Los retratos estaban tomados de algunos ejecutados en cera, y las vistas de daguerrotipos.
Pero en el fondo, Alamán era un parcial, un enemigo de la independencia; su obra, si se la examina fríamente, es un folleto político en seis tomos de 500 páginas cada uno, que comienza con elogiar la prosperidad colonial y concluye con una especie de maldición sobre la raza mexicana.
Por esto es que todos los elogios que le prodigan algunos mexicanos que solicitaron la intervención europea en México sean pagados con usura, con odio profundo, por los pertenecientes a la generación actual, que en allá ha desmentido las predicciones de Alamán.
Sin embargo, la coordinación de los hechos, la serie cronológica, los diversos documentos insertos en ella, la hacen apreciable como obra de consulta. De desear sería que la familia del señor Alamán permitiese la reimpresión de esta historia, cuyas ediciones están agotadas, y así se impediría que otros historiadores más que parciales, estuviesen plagiando continuamente, sin talento y sin criterio, este trabajo histórico.
La parcialidad de Alamán debe achacarse a la época en que escribió; su falta de fe patriótica, a su educación; pero dejando aparte sus apreciaciones, el método que siguió es claro, sencillo y práctico.
A menudo desfiguraba los hechos, y de algunos documentos que creía imposible que otros poseyesen, hacía citas como el diablo cuando cita la Biblia, cambiando la puntuación y cortando los párrafos. Así lo hizo con la Historia del padre Mier, de la que se hablará más adelante.
Pero ya en el ocaso de la vida más avanzada, se levantó un espectro de la lucha de independencia y con la respetabilidad que tiene todo el que va a dejar a la posteridad sus recuerdos al borde de la tumba, el señor Liceaga, que había presenciado aquellos sucesos, publicó en Guanajuato, en la Imprenta de don Encarnación Serrano, allá por los años de 1869 a 1870, una refutación de Alamán, que debía ser añadida a todas las ediciones ulteriores, en prueba de imparcialidad. De esta obra nada han dicho los copistas de Alamán en Europa.
La Historia de Alamán, con todo y sus bellezas tipográficas, reconocía un fin político y una necesidad de lucha, pues en sus variadas notas se ve que no era sino una contestación al Cuadro hist ó rico de don Carlos María Bustamante.
Del Cuadro histórico se han hecho dos ediciones, una por serie de entregas y otra con retratos y planos. Bustamante formó con Morelos parte del Primer Congreso Mexicano, en 1813, y su obra es de una parcialidad suma. Su único mérito consiste en su orden cronológico, en la profusión de detalles que contiene; pero su estilo desigual, sus exageraciones, sus arranques líricos, impropios de un historiador, lo convierten en rival vencido por Alamán bajo el punto de vista dialéctico.
Sin embargo, Bustamante dejó además sobre aquella época, en la que figuró como actor importante, dos obras que, como la anterior, pudo escribir con la facultad que se le dio de registrar los archivos públicos. Una de estas obras es la intitulada Las campañas del general Calleja, que ilustrada con varios planos, explica perfectamente, aunque con pésimo estilo, las operaciones militares de la insurrección acaudillada en 1810 por Hidalgo y Allende. La otra es la continuación que escribió a la historia del dominio virreinal del padre jesuita Cavo, y que prolongó hasta el imperio de Iturbide. Esta obra, que se conoce vulgarmente con el nombre de Los tres siglos de Méjico, es ya sumamente rara y su continuación por Bustamante está desprovista de todas las exageraciones de sus demás trabajos.
Se escribió también otra Historia de la Revolución de Nueva España, por el doctor don Servando Teresa de Mier. Esta obra comenzó a publicarse subvencionada por el ex virrey de México don José de Iturrigaray, antes de que concluyese el juicio a que fue sometido; después la continuó Mier por su propia cuenta; ocupa dos tomos y fue impresa en Londres. Se ha dicho que el total de la edición se pierde en un naufragio en la ruta para Buenos Aires. El caso es que en México ya desde la época de Alamán sólo existían dos ejemplares, y que uno de ellos, el que yo he consultado, perteneció al mismo don Lucas Alamán. Al verlo me convencí que todas las citas que este historiador hacía de la obra del padre Mier eran incompletas y estaban truncadas.
El carácter fogoso, el espíritu inquieto del doctor Mier, se apropiaban poco a registrar con toda serenidad los acontecimientos que vela y en los que deseaba tomar parte. La erudición de este hombre extraordinario era inmensa; su amor a la verdad y la justicia le acarreó persecuciones enormes; su actividad, enemistades sin cuento; pero ante nada se doblegaba su entereza. Fraile dominico era, y doctor de sagrada teología, cuando un día delante del virrey, de la inquisición, de la audiencia y de más de tres mil fervientes devotos, sostuvo desde el púlpito que era mentira la aparición de la Virgen de Guadalupe, en el templo mismo en que se adora su imagen. De este rasgo de audacia dependió su suerte. Preso, remitido a España bajo partida de registro, fue consignado y encarcelado en el convento de Nuestra Señora de las Caldas; más tarde, llegado a Burgos, de allí escapó; fue cónsul en Lisboa, vicario de San Sulpicio en los últimos años del Directorio y, por último, nombrado en Roma familiar del Papa y obispo in partibus . Pasó luego a Londres donde publicó su obra, y convenció a don Francisco Javier de Mina a que hiciese su expedición a México, al cual acompañó. Apenas había desembarcado la expedición de Mina, que hizo en corto tiempo temblar el poder virreinal, cuando el padre Mier era hecho prisionero y encerrado en el castillo de Ulúa, de donde no salió sino cuando Iturbide era ya emperador. Al saber en el muelle de Veracruz que el generalísimo se había ceñido la corona imperial, exclamó: Voy a predicar el regicidio; y se dio tal maña, que apenas llegó a la capital fue de nuevo preso.
La obra del padre Mier se resiente de dos defectos: de una ironía más propia del polemista que del historiador, y de un examen detenido de ciertos detalles, que nada significan al conjunto; pero su estilo, su lenguaje, su método, son en mucho superiores al de los historiadores antes citados.
Como de mayor mérito, y así se registran respecto de ese periodo histórico (1808-1831), otras dos obras escritas por pensadores eminentes.
Una es el Ensayo histórico de las revoluciones de México, por don Lorenzo de Zavala. Esta obra fue impresa en París en dos tomos, y yo no conozco ninguna edición mexicana de ella.
Zavala tuvo un papel importante en los primeros años de la vida independiente de México; pero su obra, si no es completa como historia, bajo el punto de vista de los detalles y de la serie cronológica, sí está tallada en la piedra en que se labran las grandes concepciones. Sobrio en su estilo, corto y gráfico en sus frases, sin énfasis, sin arranques ni decaimientos, sin que el vigor del periodo se debilite nunca, el libro del historiador yucateco es de aquellos que se leen varias veces con encanto y cuya lectura entona. En lo que sobresale es en el juicio y la pintura de los caracteres morales que retrata en pocas y sorprendentes líneas. La introducción que precede a su obra es un documento que registra con admirable maestría todos los problemas sociales de México independiente; pero su obra se resiente de que está escrita, sobre todo la segunda parte, por un actor de los acontecimientos que refiere.
La otra obra es la del doctor Mora, espíritu superior que dio primero el grito de alarma para la reforma social de México, que después realizaron Juárez y Ocampo, y cuyos restos yacen olvidados de su patria en un rincón del cementerio Montmatre en París.
La obra de Mora se intitula México y sus revoluciones. La única edición que conozco es de París, y creo que vio la luz cuando ya Mora ejercía el cargo de ministro plenipotenciario de México en Londres. Mora era un talento superior y que comprendía como nadie las cuestiones económicas. ¡Cuántos de los problemas sociales de actualidad hoy en México se encuentran apuntados y aun resueltos en ese libro!
Mora siguió la narración de Zavala; pero se ocupó más de las causas y de los problemas sociales que se debatían en la lucha de independencia, que de la histórica de los acontecimientos. Como las anteriores, tiene un tinte político más que histórico.
Pero a las injusticias que estas obras encerraban respecto de los primeros días de la lucha de independencia, protestó casi al borde de la tumba otro anciano contemporáneo y colaborador de Zavala y de Mora.
Don Anastasio Zerecero comenzó en 1869 a publicar una Historia de México de la que sólo apareció el primer tomo, pero en el cual se detallan con toda precisión, el fondo y los móviles de los acontecimientos de aquella revolución. Esta obra podía clasificarse en el género de las memorias íntimas, a pesar de su título; pero sus datos, su ingenuidad, su precisión en los hechos, la hacen muy importante para los que estudien esa época de la historia mexicana.
Además de estas obras, se escribieron casi en los momentos en que se realizaba la independencia, otras, como la de Robertson, sobre las Campañas de Mina; la Historia de Torrente, subvencionada con regia magnificencia por Fernando VII y que, como es natural, es una diatriba en contra de los independientes; una historia de México y Guatemala que apareció en París en la publicación por volúmenes ilustrados, El Universo, y de la cual se encuentran aún ejemplares en los libreros de viejo que se instalan diariamente en los pretiles del Sena, desde el Instituto hasta el Puente Solferino; y una historia publicada en Londres por don Pablo de Mendívil, y hoy muy rara de encontrar.
La antigua y casi secular librería de Galván, de México, publicó también una historia ilustrada, con retratos de los gobernantes, que es muy exacta en cuanto a la época de que aquí se trata, respecto de la cronología y de los acontecimientos más notables.
No sería posible registrar el gran número de folletos impresos, de papeles públicos y privados que existen sobre aquella época y que los futuros historiadores tendrán que consultar.
En este sentido, el señor Hernández Dávalos, poseedor de un curioso archivo histórico referente a aquella época, ha prestado un importantísimo servicio a la historia patria, publicándolo bajo el título de Colección de documentos para la historia de la guerra de Independencia.
El señor Hernández Dávalos lleva ya publicados cuatro tomos en grand format, impresos a doble columna y de más de 800 páginas cada uno. En esta colección se hallan registrados, con los manuscritos que formaron los archivos de los jefes contendientes, los papeles, folletos y hasta libelos de aquellos días.
Esta publicación ha venido a llenar un gran vacío, porque respecto a aquella gran evolución social, los futuros historiadores se encontrarían sin el elemento que suministran en otros casos las publicaciones periódicas.
La prensa no existía bajo el régimen virreinal; no había más periódicos que los del gobierno, y en los raros intervalos en que estuvo vigente la Constitución de Cádiz, sólo se atrevieron a lanzarse en tan peligroso terreno de combate uno o dos espíritus audaces, porque se sabía perfectamente que aquellas veleidades liberales no habían de durar mucho. En cuanto a los periódicos, por cierto muy escasos, del campo insurgente, fueron como la varia fortuna de sus armas, intermitentes; servían sobre todo para hacer conocer los documentos oficiales, y las publicaciones más principales y dignas de interés están registradas en la colección del señor Hernández Dávalos.
Se ha llegado por la inevitable corriente de los años a una época en que los últimos testigos de aquellos hechos están bajando a la tumba; la tradición oral se nos escapa, sobre todo en la parte que más ayuda a la historia para poder apreciar la manera de sentir y las conmociones de una generación.
Pero aunque no histórica, existe una obra que da a conocer hasta en sus últimas vibraciones íntimas, en sus más recónditos pensamientos, en todos sus aspectos y hasta en las diferencias del lenguaje que marcaban el rango y la posición; obra que es una verdadera monografía literaria y política, y que pinta admirablemente a la sociedad mexicana de principios de nuestro siglo.
El título de esta obra es El Periquillo Sarniento. Su autor, Fernández de Lizardi, que en este trabajo como en otros muchos estudió y presentó tales cuales eran las cosas y los hombres de su tiempo; y más conocido con el pseudónimo de El Pensador Mexicano con que firmaba sus escritos, dejó, tal vez sin saberlo, el monumento más útil para poder juzgar lo que fue la generación de su patria en los momentos en que alcanzaba su independencia política. Ciertamente que esta obra no dejará de ser una rara fortuna para los que escriban más tarde la historia de aquellos días, sobre todo cuando vemos las radicales reformas que se vienen operando hasta en nuestras costumbres populares.
Cuando después de rechazada la invasión europea y vencido el imperio en 1867, se inició el movimiento literario más grande, más espontáneo y más trascendental que ha tenido México, la crítica histórica tomó nuevos vuelos y se empezó a investigar en los archivos y a discutir la tradición escrita. En esos días se publicó la obra del señor Zerecero, más tarde una del señor Castillo Negrete, y las Rectificaciones del señor Liceaga.
En la colección intitulada Hombres ilustres mexicanos, y en los tomos III y IV, se publicaron biografías de los iniciadores de la independencia, con gran acopio de datos nuevos y auténticos; y el señor don Manuel Rivera y Cambas, en sus libros Historia de Jalapa y Los gobernantes de México, aportaba también una crítica sana y mucho más imparcial al narrar aquellos acontecimientos.
Después de haber registrado las más importantes, ya que no todas las fuentes históricas, para apreciar la revolución mexicana de 1808 a 1821, se ve claramente que no es la obra de Alamán la única que existe, ni la más imparcial, ni siquiera la más completa, pues a pesar de su gran acopio de documentos, Torrente le aventaja en esto, gracias a la protección regia que recibió.
Las historias de Zavala, del padre Mier y del doctor Mora, aunque se resienten de la influencia que debían ejercer sobre ellos las pasiones y las luchas de su tiempo, son monumentos literarios muy superiores a la obra de Alamán.
La crítica histórica y el conocimiento de los papeles privados que han ido saliendo a luz han venido a vindicar a los primeros caudillos independientes de los erróneos juicios en que todos estos historiadores habían incurrido.
Quede pues, sentado, que los que sólo han consultado y aun copiado a Alamán, no han hecho obra ni tarea de historiadores, porque se han inspirado en una fuente parcial e inclinada en favor de los vencidos de aquella lucha, y que del valor de sus apreciaciones dará una idea el solo recordar que precisamente se ha realizado en la tierra mexicana, hasta ahora, todo lo contrario de lo que Alamán predecía.
Existen en abundancia elementos para escribir la historia de la independencia mexicana; pero esto no se realizará sino el día que de ellos se apodere un espíritu verdaderamente superior, y lleve como principal contingente un criterio justo y un método de examen científico y desprovisto por completo de remordimientos o rencores políticos, o de atentados contra la patria que disculpar; es decir, que sea capaz de escribir una obra que no sea personal .
Madrid, febrero de 1884.
La América, año XXV, n. 4, de 1o. de marzo de 1884.
Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 2, 1967, p. 115-128.
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