Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México

EMILIO OLLIVIER, EL HISTORIADOR DE DOS IMPERIOS

Martín Quirarte



Un crítico de nuestro tiempo decía que pocos hombres de Estado, como Emilio Ollivier, habían sido tratados en Francia tan injusta como cruelmente por la posteridad. Su vida y su obra de las más interesantes de su época lo son particularmente para México, tomando en cuenta las páginas que dedicó a nuestro país, que si a veces pecaron de no ser muy profundas, nunca se les puede censurar de no haber sido redactadas con un gran respeto hacia Juárez y los caudillos de la resistencia republicana.

Se ha dicho que para "comprender el secreto de Ollivier es preciso recurrir a los 18 volúmenes de L'empire libéral, que constituyen su mejor autodefensa". Mas no es suficiente la consulta de esta voluminosa obra para hacer una apreciación del hombre. No se comprendería sino un perfil del personaje si se desechara la lectura de las páginas de su Diario, que comienza con acontecimientos de 1846 y termina en 1869. Aparte, precisa leer sus innumerables cartas que dan la clave para la explicación de ciertas actitudes del escritor y del político.

Era Ollivier un hombre de fina educación, espíritu católico sin la menor sombra de fanatismo, dotado de una sensibilidad artística sumamente delicada. Muchos años fue adversario de Napoleón. Como miembro del Cuerpo Legislativo de Francia defendió a México y combatió al lado de hombres como Jules Favre, Picard, Henon y Darimon. Pero ni prolijo ni verbalista como Favre, tampoco tenía su impetuosidad. No, Ollivier no tuvo ni grandes rencores ni pasiones arrebatadoras. No sería un desacato a la verdad histórica si se dijera que sus ataques al imperio de Napoleón III nunca hirieron a éste en pleno corazón. Sus discursos casi dan la impresión de haber sido elaborados en un recinto académico. Aun cuando se atrevió a hacer profesión de fe republicana y causó muchas veces impresión en la cámara, su retórica no se distinguió por su exaltación.

Napoleón III, que era un gran conocedor de hombres, creyó que podría doblegar la resistencia de aquel opositor. Pensó que un ministerio era un ofrecimiento demasiado tentador para callar la voz de un adversario y pasarlo a sus filas. A las primeras insinuaciones hechas al respecto, Ollivier no aceptó. Sin embargo, en su Diario no se hace alusión que haga pensar que se sintiera ofendido por la oferta. En realidad, de la posición que guardaba Ollivier, a la de ser un colaborador de Napoleón no había más que un paso. Existía además un punto de posible contacto entre el rey y su vasallo: el duque de Morny, gran amigo del futuro autor de L'empire libéral.

No hay que ver en el cambio de política que adoptó Ollivier, una de esas actitudes que pueden ser causa del sonrojo de un hombre público. No sirvió al soberano cuando éste se encontraba en la cumbre de su gloria, de su poder y de su fama. Cuando Ollivier formó parte del gobierno de Napoleón, las nubes malas empezaban a dibujarse en el horizonte. Dos grandes pérdidas había sufrido el emperador francés: en 1865, Auguste Billault, defensor de la política imperial, y el duque de Morny, hermano de Napoleón, habían muerto.

Cuando en abril de 1867, la situación se hizo dramática para el imperio de Napoleón, Ollivier consideró como un deber hacerle ciertas sugerencias a su rey. Creyó que no había que contemporizar, la situación era cada día más grave y si no se tomaban determinadas medidas podía producirse hasta la caída del gobierno. Precisaba actuar con prudencia. El egoísmo de los consejeros perjudicaba al emperador. Era por tanto necesario constituir un ministerio homogéneo. Además, debía crearse una cámara nueva y entrar en arreglos con la oposición. No había que estar con los brazos cruzados. En todo caso, en último término, valía más abdicar en manos de la nación y dejar establecido un gobierno constitucional.

Napoleón, ante los consejos dados por Ollivier, contestó: "me he equivocado al juzgar a Francia, el país no estaba aún maduro. Había que leer lo que dicen los periódicos como La Liberté y L'Avenir National para darse cuenta de que se abusaba de la libertad de imprenta".

Ollivier dio nuevos consejos. Lo esencial no era destruir enemigos, sino crear amigos. El propio Ollivier había sido uno de los adversarios del emperador. La libertad provocaba abusos y esto sería así mientras el mundo existiera.

Mas ya no fue posible contener el desastre. Siendo Ollivier jefe de gabinete en 1870, al tener noticia de las primeras derrotas de Francia ante la agresión prusiana renunció a su cargo para refugiarse en Italia. En carta dirigida por Ollivier a Napoleón, declaró que ninguno de los dos había querido la guerra. No había sido Francia un obstáculo para la unidad alemana. Eran Bismarck y el rey de Prusia los verdaderos autores del conflicto, aunque no era poca la responsabilidad de Jules Favre y de Thiers, quienes durante cuatro años habían atacado el pensamiento de Ollivier, que no era otro que "reconocer el derecho de Alemania a constituirse en virtud del principio de las nacionalidades".

Los acontecimientos habían herido profundamente a Ollivier. Pensó que era necesario un paréntesis de reflexión. Al hacer autocrítica se proponía ser más severo que sus mismos adversarios. En política haría lo que Descartes en filosofía, tabla rasa en su espíritu para juzgar cada una de sus ideas. Aunque con cierta melancolía, se resignaba a su destino:

Entregándome a estos bellos estudios que me apasionan y que me mantienen largas horas inmóvil, yo me digo frecuentemente; ¡0h! la voluptuosidad deliciosa de ser impopular, vencido, solitario [...]. Es casi la libertad del claustro, del claustro de largas arcadas, bajo las cuales se pasea desprendido de cuidados terrestres, no sonando sino en los tiempos antiguos o en las horas eternas.

Si él hubiera sido rico consideraba que no hubiera entregado sus libros al público: "habría impreso cien ejemplares para mis hijos y para mis amigos, ya que la aprobación de los otros me es indiferente. Kepler pedía a Dios un lector en cien años".

Bajo tal estado de ánimo comenzó Emilio Ollivier a escribir L'empire libéral, obra por muchos conceptos digna de un estudio sereno y reflexivo. No entra en el propósito del autor de esta breve reseña tratar de penetrar en todos los aspectos generales del trabajo monumental de Ollivier. Se concretará entonces al análisis de sus juicios sobre la cuestión mexicana.

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El autor de L'empire libéral, a diferencia de Kératry, Niox, Masseras y Paul Gaulot, escribió sobre la intervención francesa y el gobierno de Maximiliano desde una perspectiva más alejada de los acontecimientos que le permitió lograr una mayor objetividad. Poseyó una documentación muy vigorosa para poder valorar la injerencia de Francia en México, pero no ahondó en el estudio de la historia mexicana anterior al año de 1861. Sus juicios sobre el clero y los caudillos del conservadurismo pecan de superficiales. En cierta manera Ollivier fue víctima de la historiografía francesa, que al juzgar la conducta del clero mexicano exageró sus defectos y no pudo ponderar algunas de sus virtudes. Cuando se examinan los juicios de Ollivier sobre la condición del clero francés de su tiempo, sus apreciaciones sobre el Concilio Vaticano y las relaciones de la Santa Sede con los países europeos, se ponen de manifiesto la poderosa documentación en la que descansan sus lucubraciones y así se explica la profundidad de algunos de sus juicios. Por contraste, al juzgar la Iglesia en México no conociéndola a fondo le será imposible alcanzar el sentido de la equidad.

Por otra parte, si se mostró admirador de Juárez y de los republicanos, no quiere esto decir que haya conocido suficientemente las publicaciones hechas por éstos en defensa de su causa y la caudalosa historiografía que salió a luz después de la caída del imperio. No se trata, sin embargo, de imponerle al historiador francés deberes imposibles y menos a la distancia de más de medio siglo. Pero precisa que el elogio tributado a su obra no peque de hiperbólico. Ningún historiador europeo ha podido aún analizar con la profundidad crítica debida, el rico acervo de la documentación mexicana relacionada con el imperio. Aunque también de nuestra parte debemos confesar que a ningún historiador mexicano le ha sido dable revisar cuidadosamente los archivos europeos y americanos que es preciso investigar para el conocimiento del periodo de la Intervención Francesa y el Segundo Imperio.

Es justo, sin embargo, mencionar el noble esfuerzo de investigadores como Ernesto de la Torre, Gloria Grajales, Luis Weckmann, Lilia Díaz, Guadalupe Monroy, Antonio de la Peña y Reyes, Luis Chávez Orozco y Genaro Estrada, quienes con una gran dedicación procedieron a rescatar multitud de documentos que nos permiten iluminar muchos de los rincones de la historia de esta época. Sólo falta la voz de una crítica ecuánime, que pueda examinar cuidadosamente el material reunido. Perdone el lector esta digresión y volvamos nuevamente a Emilio Ollivier. Podríamos decir que a veces sus juicios se debilitan por ciertos defectos a los cuales no pudo siempre sustraerse. Abusa del diálogo que si es parte vital de una novela, en cambio el historiador casi siempre debe rechazarlo. A veces es muy prolijo en detalles y hubiéramos deseado que poseyera mayor poderío sintético.

Ollivier se vuelve por momentos excesivamente sentimental, como cuando en forma admirativa llama a Juárez "el indito". Tales frases no están en consonancia con la gravedad que campea en otras de sus páginas. Hablando del mismo personaje, el historiador francés dijo que era un hombre de "Plutarco". El concepto ha tenido una gran aceptación entre quienes gustan de este género literario. Pudo haber exaltado la figura de Juárez sin emplear tal género de recursos. Su juicio, así, habría ganado en sobriedad sin perder justicia, pero habría disminuido ante el criterio de aquellos que aman las frases rimbombantes.

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Cabe afirmar que si Ollivier no ahondó en nuestra historia, estaba en cambio muy interiorizado en muchos de los secretos de la política imperial relativos a México. Pero es preciso decir que si en algunas ocasiones fue muy agudo en sus juicios, en no pocas pecó de superficial o de excesiva benevolencia. Creyó como Pierre Lano "en el origen ginecocrático, austriaco y clerical" de la expedición francesa a México, pero no fue inmune a ese género de razonamientos de que muchas veces fue víctima la historiografía francesa, que inmoló frecuentemente la verdad histórica en aras de una fantasía romántica.

Si algunas apreciaciones de Ollivier sobre la emperatriz Eugenia deben ser rectificadas, es preciso reconocer que es justa su observación sobre Napoleón III, cuando dice que nunca resistió ciegamente la influencia de nadie. Si aceptó la empresa mexicana fue no solamente bajo el influjo de los intervencionistas protegidos por Eugenia, sino cediendo a una profunda convicción que lo hacía pensar que era necesario frenar el avance de los Estados Unidos oponiendo un muro de contención latino.

Pero Ollivier no justifica la conducta de Napoleón III en México. Censura las calumnias de Saligny que tanto contribuyeron a precipitar la Intervención Francesa. Señala también la probidad que inspiró a Juárez, cuando en el año de 1861 intentó dar satisfacción a las demandas europeas dentro de los límites de la justicia y de lo posible. El juicio del historiador era congruente con la antigua conducta del político. Ollivier, quien como miembro del Cuerpo Legislativo había combatido la agresión francesa a México, siempre estuvo persuadido de la honradez del gobierno de Juárez. Tenía la profunda convicción de que éste ordenó la suspensión de pagos, y entre ellos el de la deuda exterior, porque razones imperiosas lo habían obligado.

Ante la actitud heroica de los republicanos mexicanos que con González Ortega lucharon en defensa de la ciudad de Puebla, no dejó Ollivier de tributarles un homenaje de admiración y respeto. Creyó que un pueblo que con terrible grandeza había sabido luchar no necesitaba ser regenerado por ninguna invasión extranjera.

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Al juzgar la participación de los franceses en el drama imperial mexicano, alcanza Ollivier su más alto acierto crítico. Con un espíritu de justicia y siempre en noble estilo, determina las responsabilidades de cada uno. No oculta errores ni trata de justificar atropellos. Valiente en la expresión de los hechos, no retrocede ni cuando precisa formular cargos contra el emperador de los franceses. Aborda con entereza admirable las situaciones más difíciles, apoyando siempre sus juicios en sólida base documental.

Desde la llegada de Maximiliano hasta la ejecución del príncipe en el Cerro de las Campanas, el lector es testigo presencial de una sucesión de imágenes en que frecuentemente el lujo de la descripción corre pareja con el vigor del análisis. Se acerca a Maximiliano con el propósito de ponderar sus virtudes y defectos. Si como personaje aislado, el archiduque de Austria es un sujeto digno de estudio, vinculándolo al gran drama de su tiempo, su personalidad se agiganta a los ojos del historiador.

Junto a Maximiliano aparece la figura tantas veces enigmática del mariscal Bazaine. Al enjuiciarlo, Ollivier no sigue la ruta fácil de las hipótesis. Los documentos no pueden sustituirse con afirmaciones más o menos audaces. Partiendo de esta base, no trata al mariscal al margen de la historia, sino que aspira a explicarlo dentro del irreprochable dato histórico. El último gran jefe del ejército francés, personalidad inferior a la tarea que se le quiso confiar fue una víctima de las circunstancias. Las frecuentes discrepancias entre Bazaine y Maximiliano son examinadas por Ollivier con una discreción indudable. En el fondo, es quizá Napoleón el principal autor de esa sangría innecesaria impuesta al pueblo mexicano y al ejército francés en aras de un capricho romántico. En cierta manera fueron el mariscal y el archiduque de Austria juguetes en las manos del emperador de los franceses, quien no acertó a salir decorosamente del berenjenal en el que se había metido.

Sin hacienda saneada, sin país pacificado, disminuyendo cada día más los efectivos del ejército a partir de 1866, el imperio mexicano rodaba por el plano inclinado de una catástrofe inevitable. Y Napoleón no acertaba con una fórmula salvadora. Todos sus actos contribuían para apretar más el dogal colocado en el cuello del infortunado príncipe. Se le anunciaba el retiro definitivo de los soldados franceses, se le negaba el mando directo y exclusivo del ejército que debía protegerlo. Y como si esto no fuese suficiente se exigía de Maximiliano que entregase en virtud del convenio Arroyo-Dano una gran parte de sus percepciones aduanales. No le falta razón a Ollivier cuando, al examinar los sucesos y al leer las órdenes de Napoleón, termina por decir que el emperador de Francia quería que se "le cortase la cabeza a Maximiliano, matándolo lo menos posible".

Si Ollivier no cree en la competencia militar y financiera de Maximiliano, tiene el suficiente juicio crítico para no hacerlo responsable de todos los sucesos lamentables que acabarían por derribar su imperio:

Mientras más profundizo en esta historia, más me siento dominado por una inmensa compasión hacia el desgraciado Maximiliano. A fin de excusarse de haberlo ayudado mal, se le ha agobiado de reproches: que fue versátil, incapaz, sin resolución ni aptitud para organizar nada. ¿Cómo hubiera podido ser firme en una situación en la que no encontraba ningún apoyo sólido? ¿Cómo hubiera podido ser enérgico cuando no tenía a su disposición sino un ejército francés admirable, pero poco numeroso y tropas indígenas siempre listas para defeccionar? ¿Cómo hubiera podido organizar las finanzas y la administración cuando el país pasaba sucesivamente de los franceses a los juaristas, surcado por bandidos y guerrilleros, estando además reducido a la miseria? ¿Cómo hubiera podido reformar el sistema de impuestos cuando en el país no se trabajaba ya y al lado de cada receptor de rentas era preciso que hubiese un soldado? Que él tardaba mucho en redactar sus decretos. ¿Pero qué hubiera podido haber de mejor en su impotencia para realizar cualquier cosa? Si a él le faltaba la experiencia y un cierto sentido práctico que lo fijara en la tierra, en cambio era laborioso, instruido, generoso, leal, bueno, ávido de gloria. Si se le hubiera establecido en una base sólida se habría adquirido el derecho de imponerle una dirección y se hubiera podido sacar un buen partido de él. ¡Infortunado! Si se hubiera dado cuenta claramente de la situación, en lugar de recibir ultimátums de París, él los hubiera enviado y habría dicho sin ambages: he aquí las condiciones bajo las cuales yo puedo permanecer, si no, compónganselas como puedan, que yo me voy.

No es muy exacto el juicio de Ollivier sobre Maximiliano. Algunos rasgos de la complicada personalidad del príncipe escapan a su análisis. Pero es justa su apreciación sobre que no debe recaer sobre él toda la responsabilidad de la empresa.

El deux ex machina de aquella tragedia fue el general Castelmau, que con facultades omnímodas concedidas por Napoleón venía a dar fin a la aventura imperial. En frases sobrias y con gran penetración, Ollivier describe los últimos momentos en que hubo todavía relaciones entre el gobierno de Maximiliano y los representantes de Francia. La descripción de los sucesos es digna de la calidad artística del escritor francés. Para construir este capítulo de su obra, hace Ollivier una selección cuidadosa de documentos. Bazaine, Castelnau, Dano y Maximiliano desfilan por el escenario.

El autor de L'empire libéral en la narración de los sucesos da a los republicanos el lugar que les corresponde. Juárez, Porfirio Díaz, Escobedo y los demás caudillos de la resistencia republicana son juzgados de acuerdo con la más rigurosa crítica.

A lo largo de su estudio, Ollivier examina cuidadosamente las causas por las cuales no se consolidó el segundo imperio mexicano. No van a ser expuestas dentro de este ensayo; son juicios en que están acordes la mayoría de los historiadores.

Al examinar el último acto del drama imperial, Ollivier lo bate con gran sobriedad. Si en las páginas que dedica a uno de los capítulos más debatidos de la historia del imperio no hay dicterios ni arrebatos de baja pasión, no se percibe tampoco demasiada profundidad analítica. Pudo sacar partido, y no lo hizo, de un momento histórico fecundo en acontecimientos. Sobre el asunto de la conducta de Miguel López da una explicación que no es convincente y que se resiente de falta de documentación. Mas quizá sería injusto reprocharle el no haber intervenido en toda regla para tratar de aclarar un asunto tan debatido. Tenemos los mexicanos un siglo discutiendo sobre la traición o no traición de López y aún no hemos logrado ponernos de acuerdo. Indiscutiblemente pocos aspectos de la historia del imperio han sido tratados con tanta pasión. Centenares de libros, folletos y artículos se han publicado para defender o para censurar a López, y el debate dista mucho de quedar cerrado.

El examen de Ollivier sobre el proceso de Maximiliano, Miramón y Mejía peca de superficial. Pero si ha de hacerse entera justicia, el mismo cargo se podría hacer a la mayoría de los escritores mexicanos y extranjeros que en el siglo XIX y aun en el actual se han ocupado del mismo asunto.

Admirador sincero de Juárez, Ollivier ve en el triunfo del gran presidente la consolidación de las instituciones republicanas de México. Y al juzgar el fusilamiento de Maximiliano, declara que "jamás un atentado contra el principio de las nacionalidades había sido tan pronta ni tan terriblemente castigado".

Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 2, 1967, p. 129-137.

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