Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México

REFLEXIONES DE EDMUNDO O'GORMAN
SOBRE LA SIGNIFICACIÓN DEL TRIUNFO DE LA REPÚBLICA

Martín Quirarte


En ocasión cívica, con motivo de la muerte de Juan Álvarez, el ingeniero Jorge Tamayo declaró que el centenario del triunfo de la república no se había solemnizado dignamente. Precisó que había habido "una actitud fría" ante el suceso. El gobierno se había concretado a erigir un monumento y a hacer marchar la carroza de Juárez por las calles de la ciudad. Hizo notar que los institutos de cultura no lograron realizar investigaciones de trascendencia y que, en cuanto a la Universidad de México, ésta se había caracterizado por su mutismo. Precisó que no se logró un solo estudio de conjunto. Desde luego que, consciente el orador de la seriedad que deben tener estos trabajos, consideraba que para lograr un buen éxito deben iniciarse con algunos años de anticipación. Por amargos que hubieran sido los conceptos de Tamayo, encerraban una profunda verdad. Ningún libro publicado en 1967 pudo ser comparable a los grandes trabajos de síntesis que sobre el tema se habían elaborado en otro tiempo. Hubo sin embargo una actividad tendiente a juzgar el triunfo de la República desde una perspectiva serena. Don Manuel J. Sierra dirigió una publicación en la que colaboraron el propio director y Manuel González Ramírez, Edmundo O'Gorman, Ernesto de la Torre Villar, Daniel Gutiérrez Santos y Martín Quirarte. Los trabajos, que versaron sobre diferentes temas, fueron hechos con cierta premura. Tal vez ni uno solo de los colaboradores pudo disponer del tiempo que hubiera deseado, aunque esto no quiere decir que detrás de muchos de ellos no hubiese una sólida cultura y un conocimiento serio de los temas que trataron.

Es digno de notarse que en este libro que se tituló A cien años del triunfo de la república, Manuel J. Sierra mostró un profundo respeto hacia el pensamiento de cada uno de los colaboradores. No presionó de ninguna manera para torcer sus juicios, manifestó una absoluta libertad de pensamiento. Una cosa es indiscutible: nadie hizo de su escrito un instrumento al servicio de una baja pasión y sí, en cambio, se guardó una cierta actitud de comprensión en mayor o menor grado hacia los caudillos derrotados. El autor del presente ensayo se concretará a estudiar el trabajo de Edmundo O'Gorman en sus lineamientos generales.

Desde mediados de 1967 sabíamos que O'Gorman preparaba un estudio sobre la Intervención Francesa y el Imperio de Maximiliano. Esperábamos con ansia su interpretación lo mismo sus discípulos directos como aquellos que, sin serlo, no somos de ninguna manera insensibles a los ricos matices de su pensamiento.

O'Gorman ha llegado a un momento de madurez en que se impone por la fuerza de una dialéctica bien templada unida a un humanismo comprensivo. Seguramente que entre el O'Gorman de 1947 y el de 1967 hay una notable evolución. Muchos sucesos han tenido lugar en su carrera desde la aparición de Crisis y porvenir de la ciencia histórica, hasta la redacción de El triunfo de la república en el horizonte de su historia. Se puede discrepar en algún aspecto de su pensamiento, pero ningún espíritu serio discute ya su autoridad en asuntos de crítica histórica.

En otro tiempo O'Gorman era, en cierto modo, como algunos de los grandes heterodoxos del periodo álgido de la Reforma, tan seguro de sí mismo que no podía ser campeón del libre examen ni toleraba fácilmente la discrepancia con respecto a sus ideas. En cierta manera su actitud dogmática irritaba a no pocos. La mayor parte de los maestros de su tiempo lo miraban con recelo, con cautela o con odio. Algunos estudiantes lo conocíamos sólo por sus libros y no aquilatábamos al hombre que estaba detrás de ellos. Vivíamos bajo el influjo de idearios como los de Justo Sierra, Francisco Bulnes, José Vasconcelos y Carlos Pereyra. Su actitud innovadora, su particular forma de juzgar los temas americanos, nos desconcertaba.

Dos décadas más tarde, nuestra manera de juzgarlo ha cambiado. Nos hemos sin embargo frecuentemente preguntado, ¿es él quien ha cambiado o nosotros, que lo miramos desde un ángulo óptico diferente? Creo que se impone una doble explicación. Muchos miembros de mi generación que no fuimos hace cuatro lustros sus adeptos hemos podido calibrarlo mejor a medida que lo hemos seguido leyendo a lo largo de una brillante carrera. Hoy si no nos ha convencido plenamente en algunos aspectos, de ninguna manera podríamos renunciar a tantos ricos hallazgos que nos ha generosamente brindado.

En la manera de ser de O'Gorman se ha operado si no un cambio radical sí una superación. Más seguro que nunca de sí mismo se ha vuelto humano, comprensivo, tolerante con el pensamiento ajeno cuando lo respalda una probidad. Sigue siendo el implacable polemista, el viejo combatiente cuando se trata de luchar contra los intransigentes dominados por la obcecación. Pero tiende la mano generosa a quien se la ofrece sin dobleces ni eufemismos.

Durante dos décadas Edmundo O'Gorman ha sido clamorosamente aplaudido y duramente censurado. Causa admiración que, aun en los tiempos en que comenzaba a circular su libro La idea del descubrimiento de América, se le acusaba de falta de documentación. La censura no merecía los honores de la refutación. Los que hablaban de falta de documentación, cerraban los ojos para no ver el acervo de datos que estaba detrás de cada una de sus afirmaciones. Entonces, como ahora, manejaba una montaña de documentación para redactar cada página, pero tenía el buen gusto de no presentar a la vista del lector todo el fardo documental que le servía para elaborarla. Por otra parte, cada prólogo, cada libro, cada trabajo de O'Gorman está precedido de un análisis de conciencia. Ni piensa deprisa ni escribe deprisa. ¡Feliz él, que puede darse a sí mismo el lujo de tan saludable disciplina!

Hubo un tiempo en que se quiso aminorar sus méritos censurando lo que se consideraba en él una exagerada devoción a la filosofía. Ante estos ataques, el agredido respondió que no había un divorcio entre la disciplina histórica y la filosófica.

Además tuvo talento suficiente para medir con serenidad y cautela la magnitud de sus empresas, y se cuidó de no hacer filosofía de la historia a la manera de Spengler. El autor de La decadencia de Occidente, para escribir su monumental obra, se apoyó en los "historiadores patentados", como diría Lucien Febvre. Pero el ilustre artista y hombre de ciencia alemán quiso hablar fundamentalmente de una cultura europea, cuyo desarrollo ya había sido escudriñado con lupa y microscopio por investigadores e historiadores. Pero en América, muchos de los aspectos de nuestra historia deben ser objeto de investigación y de crítica rigurosa. Consciente de esto O'Gorman, en sus estudios sobre cuestiones de México comienza primero por investigar la historia, para después proceder a filosofar sobre ella.

Hay sin embargo en don Edmundo dos aspectos, que con gran penetración ha captado Marcel Bataillon. De un lado el filósofo de la historia a quien hay que rendir indiscutiblemente pleitesía, y del otro el prestidigitador de la crítica histórica. Claro es que a veces juega con las ideas de manera magistral; pero declaro sinceramente que soy muy poco afecto a este género de distracciones intelectuales. Desde luego que su prosa es extraordinariamente plástica. Él puede hacer lo que quiera con el lenguaje. A veces emplea una claridad y concisión sorprendentes, sin que pierda profundidad crítica. Pero también es afecto a construir frases excesivamente elaboradas, muy difíciles de comprender; parece que goza particularmente con este género literario. Los que tenemos el culto a la imagen sencilla no hemos logrado acostumbrarnos a ciertas expresiones de O'Gorman.

Cabe decir que las academias durante mucho tiempo vieron con horror a quien con tanta dureza atacaba la historiografía tradicional. No obstante sus méritos, O'Gorman no entraba como socio en la Academia de la Historia. Sus trabajos de filosofía, sus estudios de historia de México y de América se sucedían en forma imponente. Pero la Academia en muchas ocasiones prefería admitir en su seno a investigadores de mucha menor valía. Un día al fin fue admitido. La Academia de la Historia, más que consumar un acto de justicia, reparó una injusticia. Se ha hablado a grandes rasgos del crítico de la historia y del hombre. Procedamos ahora al análisis de uno de sus últimos trabajos.

El triunfo de la república en el horizonte de su historia no es de ninguna manera un trabajo accesible a las masas. Está escrito para un público selecto, reclama para su comprensión un conocimiento de hechos esenciales de la historia de México. Se adopta en él una posición ideológica que está en abierta pugna con las ideas comúnmente aceptadas. Para desgracia de nuestra conciencia cívica, no hemos logrado todavía esa plenitud de cultura que permite analizar la historia con toda la serenidad crítica debida. Cuando se juzga la etapa de la Intervención Francesa y del Imperio, se tienen aún ciertas reservas y no pocos prejuicios. Hay quienes quisieran arrancar ese fragmento de nuestra historia nacional, se avergüenzan de lo que no debe ser motivo de sonrojo sino razón de serias meditaciones. El triunfo de la república tiene un sentido mucho más profundo de cuanto se ha supuesto. Cuesta mucho trabajo convencer a la generalidad de los lectores de que México no tenía, antes de 1867, el cuerpo de un verdadero Estado.

El nacimiento, el desarrollo y la muerte de la idea imperial, constituyen el objetivo fundamental del trabajo de O'Gorman. Desde luego que no fue don Edmundo el primero en explicar una postura condenada por el prejuicio político de los vencedores. Justo Sierra lo había ya hecho en Juárez, su obra y su tiempo. Pero las enseñanzas del maestro no habían fructificado en más de seis décadas. Entre los hombres de inclinación liberal y progresista, pocos, muy pocos, se habían acercado en actitud comprensiva hacia el conservadurismo. Por otra parte era preciso juzgar los hechos desde la perspectiva de nuestro tiempo, tal fue el propósito de O'Gorman. No se trata de un trabajo integralmente nuevo dentro de la caudalosa obra de don Edmundo. Nos había dado ya anticipos del actual estudio cuando publicó Precedentes y sentido de la Revolución de Ayutla. Sin embargo, el comentario de los hechos históricos que van de 1858 a 1867 sí constituye una novedad. Ignorábamos sus opiniones sobre esta época y teníamos un vivo deseo de conocerlas. De la extensión y profundidad con que el tema es tratado no puede el lector sentirse defraudado. O'Gorman no se perdonó esfuerzo con tal de penetrar en todos los rincones que le permitieron la visión más amplia de los hechos. No es exagerado decir que en un centenar de páginas del ensayo se encierra "una potencia de veinte atmósferas". No es posible leer de prisa, no se pueden efectuar marchas rápidas, hay que resignarse a recorrer los tramos del camino a cortos pasos, si se quiere enterar con precisión de todo ese apretado haz de ideas. Por otra parte el autor se mantiene objetivista hasta donde el objetivismo es posible en la historia. No hace reproches al partido vencido, no censura a los hombres que no acertaron a convertir su pensamiento en una realidad perdurable y no hace ninguna concesión a la historiografía oficial. Mas es preciso adelantar una advertencia: dentro de la brevedad de este ensayo no podría darse una idea completa del trabajo de O'Gorman sino una simple visión impresionista.

Hay que partir de una premisa: dos fuerzas rivales se disputaron el ser de México. Se trata entonces de un gran debate ontológico semisecular, o con expresión menos plástica y menos filosófica, de dos tendencias que disputaron sobre la forma política y social que debía regir a México.

Los insurgentes que después fueron federalistas y más tarde republicanos se inspiraban en el ejemplo de los Estados Unidos y deseaban emancipar México de sus tradiciones españolas. Los que se identificaban plena y sinceramente con los ideales de Iturbide deseaban monarquía, un país independiente pero al fin y al cabo partidario de un acercamiento a los sistemas de gobierno europeos. Y cuando fracasó el imperio de Iturbide a la sombra del centralismo, y aun bajo el mando de administraciones federalistas, no se dejó de conspirar a favor del sistema monárquico.

El proceso ideológico es analizado con gran perspicacia, dando una atención especial a ciertos momentos históricos como la agitación monárquica en la época de Paredes y las actividades políticas bajo la última administración de Santa Anna. En este ir y venir por los laberintos de las primeras décadas de México independiente muestra O'Gorman un instinto cívico de primer orden, que le sirve de hilo conductor para no extraviarse. Particularmente importante es su análisis de la última administración de Santa Anna, tan poco estudiada pero cuyo conocimiento es necesario para explicar con claridad ciertos sucesos de las revoluciones de Ayutla y de Reforma, así como de la Intervención.

O'Gorman no procede a formular censuras sin justificación. Le irrita desde luego el boato de la última administración de Santa Anna. Pero en seguida reflexiona: "no debemos despachar con la burla y un gesto de desprecio ese trozo de historia que, al fin es nuestra". El problema de comprensión de esta época santanista es tan difícil, que O'Gorman tiene que hacer grandes esfuerzos para penetrar en todos los intersticios del fenómeno histórico. Más que la complejidad misma de los hechos, lo que dificulta la tarea es la falta de estudios al respecto. No se puede aún determinar con precisión la conducta del presidente de la república y la parte que pudo haber tomado en los planes de agitación monárquica. Don Edmundo, pese al esfuerzo que ha hecho por esclarecer la verdad, se encuentra a veces frente a problemas de momento insolubles. Colocado ante dudas que de ninguna manera podrá resolver de inmediato, no sigue la ruta fácil de las hipótesis. Esta actitud dubitativa ante ciertos problemas es sin disputa altamente decorosa.

No se van a juzgar en estas líneas las apreciaciones de O'Gorman sobre la Revolución de Ayutla y sus consecuencias inmediatas. Estos temas fueron ampliamente estudiados por el mismo autor en su trabajo Precedentes y sentido de la Revolución de Ayutla. Sin desconocer los méritos de sus puntos de vista al respecto, prefiero enfocar mi atención fundamentalmente a los temas relativos a la Intervención Francesa y el Segundo Imperio.

Para Edmundo O'Gorman, el año de 1858 significó un momento decisivo de la historia de México, fue el inicio de una guerra sin posibilidad de transacción. Las dos fuerzas antagónicas que se habían disputado el ser de México tuvieron noción exacta de la magnitud de la contienda y de su importancia.

Sin duda alguna que el saldo de la guerra de Tres Años fue favorable para los reformistas. Juárez y los suyos pusieron las bases de una sociedad civil al dictar las Leyes de Reforma. O'Gorman, al ponderar la importancia de esta legislación, sostiene que atacaba "el poder político y social del clero" pero que al mismo tiempo iba dirigida también "contra las costumbres, los hábitos, los privilegios y más profundamente contra el modo de vivir y de pensar de la mayoría de los mexicanos". Ahora bien, precisa declarar que si hemos alcanzado una madurez cívica, necesitamos colocarnos por encima de ciertos prejuicios. Frecuentemente se dice que Juárez fue autor de una revolución que se llevó a cabo con el apoyo del pueblo mexicano. La verdad es que Juárez estuvo secundado por el esfuerzo de una minoría selecta, muy audaz y muy resuelta, pero al fin y al cabo una minoría. Ése fue su gran mérito: realizar una obra sobreponiéndose al deseo de la mayoría, enfrentándose a viejos hábitos, destruyendo creencias seculares. Al reconocer O'Gorman que la actitud de Juárez y los liberales iba en contra del sentimiento de la mayor parte de los mexicanos, indudablemente que está más allá de las afirmaciones de la historiografía oficial que ha predominado durante un siglo.

Ahora bien, ya desde antes de la victoria de González Ortega en Calpulalpan (diciembre de 1860), una poderosa agitación planeaba en Europa la intervención extranjera. Pero es necesario aclarar que los emigrados mexicanos, que entonces luchaban ante las cortes europeas en demanda de un príncipe para México, no todos eran de tendencias conservadoras. Es muy difícil seguir los pasos de los intervencionistas y la falta de documentación impide juzgar con claridad ciertos acontecimientos. Frecuentemente he reflexionado sobre un concepto de O'Gorman: "En grandísima parte escribir historia es bello deporte de conjeturas". ¿Tal afirmación es un tour d 'esprit, la sentencia de un filósofo de la historia, o la brillante frase de un prestidigitador de las ideas? Hay un fondo de verdad en esta afirmación. ¿Conjeturas? Sí... pero allí está el drama del verdadero historiador que no puede conformarse con salir del atolladero arrastrado por una reflexión tan cómoda y lucha, incansable y angustiosamente, por encontrar los datos que le permitan una mejor fundamentación de sus juicios. Es innegable que la investigación histórica debe aún trabajar mucho para precisar las actividades de los intervencionistas mexicanos. Y hay que reconocer que O'Gorman ha procedido con cautela al analizar sus fuentes. Habla con justeza de los falsos escrúpulos de Márquez cuando decía no desear una intervención armada, porque cuando llegó el momento decisivo éste acabó por colaborar sin reticencias a favor de los invasores.

Dos o tres plumadas le son suficientes a O'Gorman para exponer las ideas de José Manuel Hidalgo. Declara que sin eufemismos el autor de Algunas observaciones acerca de la intervención europea en México afirmaba que sólo un poder exterior podría salvar al país. Esto haría posible el establecimiento de un gobierno de orden, se fortalecerían los lazos con los países hispanoamericanos y se protegería a la Iglesia injustamente perseguida. Francia de ninguna manera atentaría contra la independencia de México, porque sólo aspiraba a lograr su independencia, a pacificarlo y a convertirlo en un dique que contuviese el impulso expansionista de los Estados Unidos.

No hay ninguna deformación en la manera de exponer el pensamiento de Hidalgo. Pero lo que no he podido entender es la razón por la cual don Edmundo evade el necesario análisis de la discrepancia ideológica que había entonces entre los imperialistas que vivían en Europa. Tal reflexión a mi juicio es indispensable, para juzgar con más profundidad la actitud de Maximiliano y de Napoleón con respecto a México. Por lo menos durante el periodo de 1861 a 1862 se impone el referido estudio para mejor entender una de las fases del proceso.

La mayor parte de los políticos mexicanos de 1861, que se enfrentaron a la realidad de su momento, no veían sino esta terrible dualidad: el protectorado yanqui o la creación de una monarquía bajo el amparo de una potencia o de una liga de naciones europeas. Mas no existió propiamente hacia aquella época un partido monárquico de mexicanos en Europa. Los imperialistas actuaban por cuenta propia y estaban profundamente distanciados entre sí. Analizando su conducta desapasionadamente, es sorprendente percibir que no existía similitud ideológica entre ellos. Faltaba la identidad espiritual que puede a veces unificar a los hombres.

Debe insistirse en que, si en aquel grupo pequeño de mexicanos que proyectaban el imperio había hombres que defendían con un celo extremado los fueros y los intereses de la Iglesia, otros tenían la plena convicción de que era preciso gobernar con principios liberales. Almonte era uno de estos últimos.

Hidalgo, que se proclamaba católico, no era un clerical. Siempre hubo una gran discrepancia entre él y Gutiérrez de Estrada. Se ha llegado a decir que el padre Miranda, con su fina inteligencia, reconcilió a Gutiérrez de Estrada e Hidalgo. Pero analizando bien la correspondencia de don José Manuel, podemos percibir que lo único que pudo haber existido entre los dos creadores del imperio era una cortesía aparente.

Gutiérrez de Estrada representaba un ideal que fue condenado por Metternich, Napoleón III, la emperatriz Eugenia y el propio Maximiliano. Hidalgo expresó en más de una ocasión el desagrado con que juzgaban las ideas del precursor del imperio.

En cambio entre Almonte e Hidalgo parece haber habido cierta comprensión. Hidalgo, demasiado afrancesado, aceptó siempre la política imperial de Napoleón III, que distaba mucho de ser retrógrada.

De Almonte puede afirmarse que era un hombre culto, que conocía la historia política de su país. Había luchado ardientemente en las filas del liberalismo. Mas cuando creyó que la república cortaba el vuelo de sus ambiciones, se inclinó delante de Napoleón III para solicitar amparo y protección. El monarca francés lo miró con distinción; la ilustración, las ideas liberales de Almonte, agradaron al emperador francés que vio en él a un hombre capaz de organizar un partido nuevo, que no sería ni rojo ni reactor sino imperialista, pero en todo caso un partido dispuesto a renunciar a las victorias obtenidas por los reformistas. Si más tarde bajo la dominación del general Forey, Almonte tuvo algunas condescendencias con los conservadores, lo hizo por estrategia política y no por verdadera convicción.

En 1863 Elías Federico Forey reunió una junta de notables, la que procedió a escoger como sistema de gobierno el monárquico, a designar como candidato a Fernando Maximiliano de Austria y a enviar una comisión de personas que ofrecerían la corona imperial de México. A partir de ese momento sí creo que pueda ya hablarse de un partido monárquico organizado, aunque lo hubiese sido a la sombra del poder de los invasores. Al hablar de la Asamblea de Notables, O'Gorman ha intentado no justificarla pero sí explicarla. El autor luce en este relato todo el brío de su dialéctica y su capacidad para la síntesis. Al analizar el dictamen dado por la asamblea para establecer el segundo imperio, declara que sus autores se esmeraron en la lógica de su estructura, y que por éste y otros motivos es un documento notable de nuestros anales parlamentarios; pero quizá su más alto interés radique en la hermenéutica que le sirve de fundamento. Contiene, en efecto, una síntesis de la idea que llegó a formarse la tendencia tradicionalista mexicana acerca de su propia historia, o si se prefiere, una síntesis del pasado mexicano desde el punto de vista conservador.

Los partidarios del nuevo gobierno revisaban el pasado reciente de México y creían encontrar en todos sus ensayos políticos la fuente de sus desgracias. Hacían profesión de fe monárquica y creían sinceramente en las ventajas de la protección europea. ¿Había en estas actividades un acto de traición a la patria? No lo creyeron así los conservadores, no lo cree tampoco O'Gorman. Y lo mismo pensarán todos los observadores honrados que juzguen la historia a través de una reflexión crítica serena y no desde el ángulo de la pasión de un sectario.

No pudo ser mayor el desacierto al pretender convertir a Maximiliano en el regenerador de México. Y al hacer referencia a Gutiérrez de Estrada y a quienes pensaban como él, O'Gorman declara que hablaban un lenguaje diferente al del archiduque. Para conocer el pensamiento de don Edmundo en torno a este asunto precisa hacer algunas transcripciones.

El 3 de octubre de 1863 el archiduque Maximiliano recibió en el palacio de Miramar a la diputación mexicana encargada de comunicarle el decreto de la Asamblea de Notables que lo llamaba al trono de México. Don José María Gutiérrez de Estrada, presidente de la diputación y principal arquitecto del monarquismo mexicano, fue el portavoz de aquella encomienda. En su discurso habló de la tendencia tradicionalista cargada de todas sus razones y llena de esperanza y júbilo por la inminencia de su realización. México, dijo el orador, restituido apenas "a su libertad por la benéfica influencia de un monarca poderoso y magnánimo" envía a sus representantes a entregar al príncipe de su elección el ofrecimiento formal de la corona. Durante más de medio siglo se han ensayado todas las posibilidades de que son capaces las instituciones republicanas, "tan contrarias a nuestra constitución natural, a nuestras costumbres y tradiciones", fuente, sin duda, de la grandeza de un país vecino, pero manantial inagotable de las desgracias de México. Pero Dios lo ha remediado todo y la nación es ahora dueña de su destino al abrir, por fin, la puerta a la monarquía. Con enorme tacto, pero de modo inequívoco Gutiérrez Estrada le da a entender al archiduque lo que se espera de él. México, le dice, se promete mucho "de las instituciones que lo rigieron por el espacio de tres siglos", legado espléndido que el republicanismo no ha sabido y no ha querido disfrutar. Pero tan preciosa herencia es la que dejó una monarquía y ahora, así se desprende, el imperio se precipitará a recogerla como guía y fundamento de su administración. Con un príncipe como el archiduque, prosigue el orador insinuando la obvia conclusión, "las instituciones serán lo que deben ser para afianzar la prosperidad e independencia" de su nueva patria, si bien concede que habrá que introducir "las modificaciones que la prudencia dicta y la necesidad de los tiempos exige". Se logrará de ese modo el otro gran objetivo del monarquismo: poner un "antemural incontrastable a nuestra independencia" contra el expansionismo ideológico y territorial de los Estados Unidos, se entiende. Al presentarle al archiduque el decreto de la Asamblea de Notables, hace votos por poder anunciar pronto en México "la buena nueva" que también lo es "para Francia, cuyo nombre es desde hoy más inseparable de nuestra historia, como será inseparable de nuestra gratitud". Concluye el orador con unas consideraciones sobre el sacrificio y abnegación que implica para Maximiliano el aceptar la corona. Se trata, sin embargo, de un deber que tiene para con la Providencia Divina y esto lo decidirá a no rehusar "con todas sus consecuencias, una misión tan penosa y ardua". ¡Qué lejos estaba Maximiliano en ese momento de adivinar cuáles serían para él las consecuencias!

El archiduque agradeció el ofrecimiento, pero en vez de precipitarse a aceptar como seguramente lo habría hecho un Santa Anna, puso dos condiciones. La primera consistió en que toda la nación expresara libremente su voluntad y ratificara el voto de la Asamblea de Notables, porque de otro modo "la monarquía no podría ser restablecida sobre una base legítima y perfectamente sólida". Maximiliano no se confiaba de una decisión emanada del gobierno militarmente impuesto por las tropas francesas; pero más a fondo, el archiduque daba muestras de sus convicciones liberales en el valor que concedía al voto popular, tan repugnante, recuérdese, a don Lucas Alamán, el más esclarecido jefe que conoció el partido conservador.

La segunda condición involucraba al gobierno francés. El archiduque requería las garantías indispensables para poner al imperio al abrigo de los peligros que amenazarían su integridad e independencia. Ese compromiso era el de Napoleón III y todos sabemos de qué modo no lo cumplió.

Establecida así la aceptación condicional por parte de Maximiliano, prosiguió, con el mismo tacto e igual intención de Gutiérrez de Estrada, a esbozar los lineamientos generales de "la alta misión civilizadora" que estaba ligada a la corona de México. Se proponía seguir, explícita, el ejemplo del emperador, su hermano, o sea abrir "por medio de un régimen constitucional, la ancha vía del progreso basado en el orden y la moral" y una vez pacificado el país sellaré, dice, "con mi juramento el pacto fundamental con la nación". "Únicamente de ese modo, aclara, se podría inaugurar una política nueva y verdaderamente nacional, en que los diversos partidos, olvidando sus antiguos resentimientos, trabajarían en común para dar a México el puesto eminente que parece estarle destinado entre los pueblos."

Así se desarrolló aquel equívoco diálogo de atravesadas intenciones y que debería haber bastado a la diputación mexicana para echarse a la busca de otro candidato. Si en lenguaje de diplomacia Gutiérrez Estrada le indicó a Maximiliano que bajo su mandato se deberían restablecer en México las condiciones de la vida colonial, que casi a eso equivalían las sugestiones que hizo, en igual idioma contestó Maximiliano para transparentar que no era ésa, en absoluto, su intención. Como cualquier buen republicano, quería un plebiscito, un régimen constitucional y "una política nueva" que abriera al país la ancha vía del progreso. Ni una palabra de esperanza o de consuelo para las veneradas tradiciones coloniales. Ya se va notando que no iba a ser el imperio soñado por los conservadores.

La cita ha sido larga pero era necesaria, sobre todo para el lector que desconozca el trabajo de Edmundo O'Gorman.

Ahora bien, según los conservadores, Maximiliano personificaba el catolicismo y el principio monárquico. Gutiérrez de Estrada ha hablado una y más veces de la sublimidad de la obra colonizadora de España y ha hecho una vehemente defensa de la tradición, pero el esfuerzo para que se escuchen estos argumentos ha sido tan tenaz como inútil:

Nada de esas pasadas glorias; nada de esa veneración a los abuelos; nada de esas raíces coloniales tienen eco en Maximiliano. El diálogo sigue en el terreno de sorda y mutua inatención. La respuesta del archiduque va sin adornos de retórica; es la escueta confirmación de su anterior discurso y el anuncio, aún más puntual, de su programa. Cumplidas, dice, las dos condiciones que puso para ceñirse la corona, no le queda sino declarar que acepta "el poder constituyente con que ha querido investirme la nación"; pero, añade, "sólo lo conservaré el tiempo preciso para crear en México un orden regular, y para establecer instituciones sabiamente liberales", y tal como lo había anunciado en su discurso del 3 de octubre anterior, reitera que se apresurará "a colocar la monarquía bajo la autoridad de leyes constitucionales, tan luego como la pacificación del país se haya conseguido completamente". Con rechazo expreso del poder discrecional que se suponía tan inherente al régimen monárquico, Maximiliano expone a continuación su fe en que "la fuerza de un poder se asegura mucho más por la fijeza que por la incertidumbre de sus límites" y piensa probar así "que una libertad bien entendida se concilia perfectamente con el imperio del orden".

No niega O'Gorman la influencia de los Estados Unidos en el gran drama que estamos examinando. Mientras los conservadores ven en la poderosa república nórdica la amenaza de su poderío y la representación de la barbarie, los republicanos, aun temiendo a los Estados Unidos, lo toman como paradigma del orden institucional.

Indudablemente tiene razón O'Gorman cuando dice que el triunfo de la república representa no sólo la victoria contra un enemigo exterior sino contra su poderoso enemigo interno que al fin es definitivamente liquidado. El principio monárquico queda para siempre destruido. De no aceptarse así

la grandeza de la resistencia constitucionalista queda reducida a la miseria de una oposición sin oponente, y el mayor timbre de gloria de don Benito Juárez, a la de un caballero vencedor de un rebaño.

En síntesis, Edmundo O'Gorman sondeó nuestro devenir histórico, para precisar cómo se fue integrando el ser de México. Para él, la victoria de la república es no sólo un triunfo local sino de importancia continental.

El triunfo de la República consiste en que con esa victoria del liberalismo expiró la Nueva España al cobrar México por primera vez en plenitud su ser como nación del Nuevo Mundo. Fueron, pues, el presidente Juárez y su gobierno quienes en 1867 lograron convertir, por fin, en una realidad esa "América mexicana" que habían intuido desde 1810 los caudillos insurgentes como la única perspectiva con futuro histórico para México.

Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, José Valero Silva (editor), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 3, 1970, p. 75-88.

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